ALGUNAS NOTAS SOBRE LA APARICIÓN DE OPERADORES PSICOSOCIALES EN LA SALUD DE LOS TRABAJADORES

ALGUNAS NOTAS SOBRE LA APARICIÓN DE OPERADORES PSICOSOCIALES EN LA SALUD DE LOS TRABAJADORES

Rafael de Francisco López, 2003

Hace unos pocos años el sociólogo norteamericano Richard Sennett, nos conmovía a los estudiosos españoles de la salud laboral con su “The Corrosion of Character” (1998). Obra en la que se condensaban los nuevos operadores de riesgo para la salud de los trabajadores y en donde a nuestro entender, se esbozarían escenarios explicativos del accidente y las enfermedades profesionales que se situarían como venimos repitiendo, “más allá de las condiciones de trabajo”.

Estas “corrosiones del carácter”, se podrían catalogar con diversas y variadas etiquetas médicas o psicológicas. Incluso podrían formar parte de las elementales y rutinarias anotaciones al uso de la psicosociología aplicada a la prevención de riesgos laborales.

Sin embargo, el mérito de Sennett está en remontar esa simplicidad clasificatoria para intentar entender y explicar desde la condición laboral de las economías de la globalización, los quebrantos en la salud de las gentes como trabajadores, seres humanos y ciudadanos.

En cada momento de la historia del trabajo y la sociedad, las lecturas y estrategias sobre la salud y las enfermedades laborales han respondido tanto a intereses productivos y de control social, como a la particular estructura funcional construida desde variados imaginarios y saberes sobre el cuerpo de los trabajadores y la población en general.

Lo que podríamos considerar como “quebrantos emocionales” o deterioros en la salud, derivados de una causalidad diferenciada de la maquínica o físico/ambiental, sabemos que son relativamente recientes, aunque en textos clásicos de los higienistas del XVIII y XIX – y aún anteriores- se encuentren referencias relacionadas con los efectos de las pasiones sobre las profesiones “intelectuales,” y en sentido contrario, a las resistencias al contagio que determinados “temples”o estados de ánimo, podían presentar frente a las enfermedades y en particular, a las epidemias de peste[1]. Aunque como hemos señalado

la constatación de lo emocional o psicológico como sufrimiento o riesgo para la salud en el trabajo u oficio, no se sistematiza hasta las primeras décadas del novecientos, se pueden rastrear referencias anteriores[2] que sin necesidad de llegar a un arqueologismo erudito y sin que manifiesten conexiones directas con el trabajo nos podrán servir para entender desde que supuestos, se han podido construir las miradas y dispositivos de control y manejo, de accidentes, deterioros y enfermedades de los trabajadores. De entre ellas, la que se nos presenta más esclarecedora será la referida a la personalidad instintiva y primaria de las gentes del común, defendida por la casi totalidad de los protosicólogos desde el XVI al XVIII. Constructo científico y a la vez, poderoso imaginario psicosocial, sobre el que se montarán posteriormente estrategias pedagógicas, higienistas y moralizantes con objeto de superar las limitaciones e imperfecciones de una clase obrera, envilecida, aviesa y abocada al ocio al poseer, un alma “excesivamente sensitiva” y alejada de las sensibilidades emocionales y pasionales del burgués.

Como veremos posteriormente, a pesar de los esbozos en los recorridos por situar al alma y las emociones en la propia fábrica corporal, la filosofía política del Mercantilismo, las reconducirá hacia su propio terreno de necesidades proclamando, la doctrina de la “utilidad/productividad de la pobreza”[3]. Levantando una insalvable barrera- a pesar del discurso smithiano-, que duraría hasta casi el siglo XX, y que probablemente sea en la actualidad mantenida en los lugares más precarizados de la economía de la globalización. Barrera, que separa el espacio de las sensibilidades humanas en dos territorios. El de los seres humanos dotados de “emociones primarias”, y protagonistas de trabajo y vida precaria; y las minorías privilegiadas, dotadas de una vida cotidiana y laboral “motivada” y en los que se puede establecer, una variada, potente, y sobre todo, “controlada” articulación entre emociones, vida, deseos, aspiraciones, trabajo, cuerpo y salud.   

Mientras tanto, la suma de necesidades económicas con el añadido del cambio de paradigma que introdujo el pensamiento renacentista en cuanto a una nueva visualización del cuerpo y la enfermedad, haría posible la aparición, tanto en la bibliografía médica y social como en la práctica asistencial, de aspectos y contenidos referidos a riesgos y enfermedades derivados del trabajo y las profesiones, que comenzarían tener una cierta presencia hacia mediados del quinientos en relación casi exclusiva, con la minería y el tratamiento de los metales[4] que constituyeron, las materias primas y los oficios más valorados, durante los balbuceos del primer Mercantilismo[5] tanto para la guerra, como para la riqueza de las naciones.

Durante la Edad Media, la salud de las gentes en cuanto referida a los trabajadores y entendiendo por tales artesanos y jornaleros del campo, fue prácticamente inexistente; con la excepción de la limitada cobertura gremial y los cuidados sanitarios de las hospederías monásticas. En el plano doctrinario, junto al discurso dietético de los numerosos códigos y tratados higiénicos de modelo salernitense dirigidos a clérigos y nobles, podríamos considerar como representativos de una cierta sensibilidad laboral, algunos escritos de Arnaldo de Villanova (1235-1313) contenidos en su Opera Omnia, (Lyon, 1504)[6]

De alguna manera la Edad Media como escenario sumido en el orden cultural y económico de la cristiandad, visualizaba el cuerpo como materia sometida a la productividad exclusiva y teologal del sufrimiento. El cuerpo de las gentes del común se situaría más allá de su conformación y funcionalidad terrenal, mediante una economía salvífica, en la que sus quebrantos se contabilizarían como méritos para la verdadera salud y vida depositada en los cielos.

Solamente durante las últimas centurias de la Baja Edad Media, cuando se inicia el lento desplazamiento focal de una economía centrada en la tierra para tener su lugar en la ciudad, es cuando aparecerán algunas referencias a la salud de los artesanos[7] para continuar ya en el Renacimiento, con las actividades de la minería y el laboreo de los metales como exponentes de un orden económico en donde los cuerpos de los trabajadores presentarán, valores y miradas anclados en nuevos horizontes y territorios productivos.

De estos territorios, el de la minería y las técnicas paralelas de “beneficiado” y tratamiento[8],[i] adquirieron un especial protagonismo en el despegue del modelo económico y el afianzamiento del poder político que sustentaría, la sociedad del quinientos; y en donde los metales[9], constituirían los componentes esenciales tanto para las armas de guerra, especialmente las de fuego, como para la acuñación de moneda y el afianzamiento, supervivencia y despegue del imperialismo español o las nuevas nacionalidades europeas.

De ahí se explica, que durante todo el XVI, XVII y parte del XVIII, los tratados y comentarios relacionados con los riesgos[10] derivados del trabajo de la minería o de los oficios en los que se manipulan metales, presentasen un peso tan relevante[11]. En estos escritos desde Ellembog hasta Ettmuller, pasando por Fernel, Paracelso o Agrícola, se describe una acertada patología de la manipulación y contacto con los metales malditos. Plomo y especialmente el mercurio; combinando imaginarios alquímicos y saberes pre/iatroquímicos, que junto con una obsesión por la observación de la naturaleza iría constituyendo el andamiaje teórico/experimental, que se completará progresivamente, con la recepción de la mecánica corporal de Vinci, Galileo, Borelli y Descartes; haciendo posible la obra de Ramazzini en el despunte del ochocientos, y apuntando ya, a nuevos escenarios laborales enclavados en el tejido de los oficios, las manufacturas y  las necesidades políticas, económicas y militares de las protoburguesías centroeuropeas.

Aunque existan importantes diferencias entre la generalidad de los médicos que denominamos “iatroalquímicos” con respecto a los escritos de Paracelso y Agrícola, -y de éstos entre sí- podríamos a su vez, compararlos como conjunto en relación con la obra emblemática de Ramazzini.[12]

Con el “De morbis artificum” de Ramazzini, se habría producido un salto significativo en el relato médico/laboral que supuso, sobre todo, la transformación del universo de referencia renacentista. El vitalista y simbólico de la cosmología alquímica en donde la integración y ruptura con los “espíritus metálicos” produciría los “males de la mina”, por la arquitectura del número, la razón, la máquina y el movimiento, como nuevo guión, desde el que las burguesías urbanas desarrollarían la lectura de la salud de los trabajadores. En la heterogénea saga de los “metalistas”, el cuerpo del trabajador se visualizaba en un teatro productivo que, aunque relevante desde un punto de vista económico de acumulación “primitiva”, se mantendría aislado del gran escenario de producción estratégica de la modernidad, representado por la ciudad, sus oficios y sus profesiones. Sus males incluso, se situarán “más acá” de las condiciones de trabajo. Ubicándose en la potente y paradójica magia del mundo subterráneo como prolongación de su capacidad para dar la vida y producir la muerte.

En cierta medida, el minero de Paracelso se encuentra atrapado y a la vez amparado por “vapores tartáricos” que también le integran en un orden cósmico, que no deja de ser una continuación del orden de coberturas psicológicas de la cristiandad.

El minero de Paracelso como del resto de médicos y filósofos que nos hablan de sus enfermedades y sufrimientos se situaba todavía enclavado en las miradas de la cultura medieval. En un espacio/tiempo creado y organizado por Dios a su imagen y semejanza; pero a la vez, habitando los territorios malditos en los que se ordenaba el cosmos de la cristiandad. Las órbitas más alejadas de la perfección arquetípica representada por la morada divina, de los ángeles y santos, para estar condenado a trabajar en el mundo subterráneo, en la vecindad más cercana con el lugar de los infiernos.

 Agrícola, el único metalista que se aleja del paradigma alquímico, aunque en alguna ocasión sucumba a sus imaginarios,[13]va a diseñar la enfermedad de los trabajadores de la mina exclusivamente desde supuestos técnicos, en el mismo módulo de saberes y tecnologías de la química y la ingeniería de la moderna minería de la región bávara de Joachimstahl.en donde ejerciera como médico. Aunque en su obligada introducción protocolaria a De re metallica diga que contemplaba las industrias de los metales en su conjunto, “como si estuviera contemplando la unidad del cuerpo humano” (op.c.pág.3), lo cierto es, que el cuerpo del minero de Agrícola, al igual que el pocero de Ramazzini se encuentran aislados, perdidos en el nuevo universo burgués de la ciudad, la fábrica, o la mina. Sus riesgos y enfermedades ya no serán como comentase Heinrich Buess[14], al referirse a Paracelso, la “piedra angular” del edificio explicativo del mundo de los alquimistas, sino simplemente los de una máquina humana que habrá que proteger y cuidar desde la misma mirada con que la técnica organiza la productividad de la mina, la ciudad o el obrador artesanal. En este sentido, Agrícola se situaría más cerca de Ramazzini que de Paracelso y el resto de los alquimistas.

 Volviendo a los metalistas, lo verdaderamente relevante en los numerosos testimonios de estos médicos del XVI y parte del XVII, es su enorme capacidad de observación y sus acertado inventario y descripción de las patologías de la mina y los metales. Eso fue posible porque estos médicos a caballo entre la mirada fisiológica de Aristóteles y la simbólica neoplatónica, tuvieron el acierto de observar e inventariar, piedras, plantas, minerales, fósiles, alimentos, venenos, animales y hombres con el sostén experimental añadido, de una sofisticada panoplia de procedimientos y técnicas de laboratorio. Uno de los alquimistas de finales del medioevo, Bonus de Ferrara, aconsejaba ya, como medio de conocimiento de las propiedades de las cosas, su verificación, por medio de la experiencia.[15]

El minero de Paracelso, se enmarcaba en una cosmogonía dionisiaca que le encarnaba como trabajador en la magia del mundo subterráneo, y como hombre, en una filosofía universal de la naturaleza, que necesariamente se apartaba del diseño teocéntrico del universo canónico de la cristiandad oficial presidido, por la “economía de la salvación” y como consecuencia, por una opacidad corporal exclusivamente visualizable a través de la simbólica del “cuerpo místico” de Cristo.

Por lo tanto, la gran aportación de estas descripciones renacentistas de los deterioros de la minería en los cuerpos de los trabajadores fue, la de desvelar la existencia y nosología de enfermedades y padecimientos desde una causalidad natural,-aunque estuviese preñada por un metalenguaje alquímico-, apartada de la historia clínico/teologal, en donde pecado, corrupción original y las desgracias añadidas que la divinidad colocaba como inversión en servidumbres y sufrimientos para la eternidad, constituyesen las únicas explicaciones admisibles.

Los riesgos y sus consecuencias para el cuerpo, funcionaban como corrosiones de una vitalidad visualizada en armonía con la estructura de la tierra y del universo, que superaba los desequilibrios humorales del galenismo para incrustarse en un escenario cósmico, que aunque enmascarase o se olvidara de las condiciones y las nuevas formas de explotación del trabajo por las necesidades de acumulación del naciente capital mercantilista, pudieron no obstante contribuir, al rompimiento de los diseños  metafísicos sobre las enfermedades de los trabajadores, y posiblemente también, para colocar estos deterioros en el propio núcleo, en la estructura misma, del proceso productivo. Constituían y provenían fundamentalmente, de las características en las que se movía y entendía desde el paradigma alquímico, no sólo la enfermedad humana sino también, “los accidentes de los metales.”. [16]

Minerales y minero, salud y enfermedad, entraban por una puerta lateral en los modernos recorridos de recuperación del espíritu de Demócrito, asentados sobre la constante observación e interrogación de la naturaleza, y que aunque se mantuviesen aún alejados de los dispositivos científicos posteriores – las matemáticas y la químico/física-,supondrían pasos irreversibles, en el serpenteante avance hacia una modernidad en donde el cuerpo y la salud de los trabajadores será paradójicamente visualizada –en el mejor de los casos-, desde la fría y funcional racionalización de la producción.

Aunque el decorado sea diferente. En “De morbis matallici, “ajaezado de simbolismos alquímicos y en Agrícola, riguroso y técnico. El retrato de las enfermedades del minero se presentará lleno de realismo clínico. Constituyendo un importante precedente en la nosología de las enfermedades profesionales.

Pero las diferencias no estarán únicamente en la forma y el lenguaje. La mirada de Paracelso sobre el cuerpo del minero se cuaja y formaliza en una obra singular y aislada, dedicada exclusivamente a este menester. Los tres libros de que se compone se centran en la descripción de la patología de los mineros sin que aparezcan referencias tecnológicas u organizativas como en “De re metallica”. Agrícola será un médico que escribe un manual de técnica minera en el que dedicará unos pocos folios a describir riesgos en la salud de los trabajadores dentro de la misma racionalidad y coherencia científica con la que encara todo el proceso industrial de la minería. La mina de Paracelso forma parte de un macrocosmos humanizado en donde el minero es, sobre todo, un ser sufriente. La mina de Agrícola es un prólogo de la fábrica del XIX. Aunque no haya chimeneas se presenta inmersa en un universo plenamente maquínico en el que el trabajador, será visto a pesar de la indudable bonhomía del autor, como un mecanismo de sangre cuya salud y funcionalidad, habrá que proteger desde los mismos principios de rigor técnico, que el resto de los dispositivos productivos de la mina.

El trabajador contemplado por Agrícola será considerado por lo tanto como una peculiar y sensible “máquina de sangre”, al que más que la fatiga, lo que le inutiliza es, sobre todo, la corrosión producida por los materiales que maneja y las deficiencias o errores en la organización del trabajo minero. En este caso nuestro médico sajón, estaría en cierta medida reproduciendo y superando, por su hincapié en las medidas de prevención, los esquemas de la medicina romana sobre los riesgos en los oficios como protección de un instrumento de trabajo; en este caso “parlante,”[17] de las disfunciones que lo harían improductivo en un territorio de acumulación de riqueza y poder, tan sensible y necesario como la minería y el beneficio de los metales. La fatiga del cuerpo como resultado de una articulación integral de sobrecargas psicofísicas o tan solo de deterioros ergonómicos o iatromecánicos como en la obra de Ramazzini, nunca estará  presente. El cuerpo de este trabajador, al igual que el del animal, no sufre ni “ergonómica”, ni “emocionalmente” por el trabajo. Únicamente se corrompe, se distorsiona funcionalmente por la acción maléfica de los materiales que maneja, o por carencias en la ingeniería preventiva. Ni siquiera, porque no se le alimente adecuadamente o se fuercen excesivamente sus posibilidades estrictamente mecánicas o fisiológicas. Únicamente en las Leyes de Indias, – o en la “Ratio Studiorum” (1599) jesuítica, en relación con los maestros -, la fatiga sería considerada como una función de desgaste biológico; natural, en cuerpos, que aunque considerados – y eso descontando la retórica paternalista de la colonización- desde el estatus de máquina “con alma”, serán utilizados en la práctica, como cualquier otro animal de carga o de trabajo que como bien o como inversión, habrá que comenzar a cuidar y proteger.

El que con la excepción de Agrícola, los escritos de los metalistas pasen de largo por la fatiga o la consideración de los riesgos en la minería desde una lectura de las condiciones de trabajo, lo interpretamos como el resultado natural de su particular percepción “cosmogónica” sin que necesariamente responda a ninguna otra razón de carácter sociológico, a no ser que, – y podía ser el caso- que nos engolfemos en el papel que pudieron jugar los alquimistas en el enmascaramiento de los dispositivos de acumulación capitalista durante el Renacimiento.

Considerar a Bernardino Ramazzini como un continuador del legado de los alquimistas y en particular de Paracelso y Agrícola, puede que sea excesivo. Nosotros pensamos más bien, que su tratado sobre las enfermedades de los artesanos respondería al brote de nuevas demandas e intereses sobre la productividad y cuido de los cuerpos de las gentes, y en particular, de las dedicadas a los oficios como elementos imprescindibles para la prosperidad de las burguesías urbanas, en las poderosas ciudades mercantiles del norte de Italia. Lo que si conseguiría Ramazzini es superar y completar el escenario laboral que pergeñase Agrícola en el espacio exclusivo de la mina, haciendo de las condiciones de trabajo, el constructo-eje para entender la enfermedad laboral.

Como ya se ha escrito mucho alrededor de este autor, solamente desearíamos hacer hincapié en un aspecto:

La obra de Ramazzini, serviría principalmente para forjar y fijar como bóveda maestra, el andamiaje de la Medicina del Trabajo casi hasta nuestros días, apuntando como causas de las enfermedades en los oficios: las características de los materiales o substancias con las que se trabaja, y los movimientos y posturas que el trabajador tiene que desplegar en su trabajo. En cierta medida, Ramazzini consagra el paradigma iatromecánico, como la base del enfermar laboral.

Lo positivo del enfoque de Ramazzini como de alguna manera apuntase también Agrícola, es que esta “violencia” que se ejerce sobre “la estructura de la máquina humana”, puede prevenirse y por lo tanto hacerse evitable.

En este trazado causal observaremos, que los operadores emocionales- con una cierta excepción de la fatiga[18]  -, son casi inexistentes o se encuentran diluidos en los oficios de los caballeros- los que posteriormente se denominarían “profesiones liberales”- cómo es el caso de los malestares y enfermedades que podían aquejar en determinadas ocasiones a los profesores de la Universidad de Padua, los filósofos, y en general, a “los hombres sabios y letrados.” En todos ellos, el excesivo tensionamiento del alma marchitaría el cuerpo y “consumiría los espíritus”.

Al hilo de dolencias que apuntan a un desequilibrio entre el interior espiritual del cuerpo, al que se fuerza en exceso, y una periferia mecánica inactiva o sedentaria, emerge el concepto de fatiga mental que en algún momento y quizá forzando el análisis, nos pudiera conducir a entrever, un cierto bosquejo del concepto de estrés[19], que también sería posible imaginar-posiblemente con mayor nitidez-, en la obra del español Miguel Sabuco, siglo y medio antes.

Aunque este imaginario espiritualista, pasional o “mentalista/cerebral” sobre el enfermar del “hombre de letras”, haya formado parte desde la antigüedad de la mayoría de los escritos médicos relevantes, el que Ramazzini los coloque dentro de una obra dedicada a las enfermedades profesionales se nos presenta revestido de significaciones importantes.

Por una parte, y aunque “De morbis”, esté rotulada en relación explícita con “los artesanos”, está abarcando a todos los oficios que contribuyen a la riqueza de la república. Que son por lo tanto productivos para la nueva economía de un capital territorializado en la ciudad, como espacio simbólico y real, de consolidación de la burguesía.

Junto a esto, la consagración de una foto fija de la salud laboral, machaconamente reproducida hasta casi nuestros días. El obrero manual, el trabajador en general, enferma y se deteriora por quebrantos que actúan sobre su estructura “mecánica”; sobre músculos, huesos, tejidos o los pulmones como órgano de catalización energética. Los hombres de letras, las profesiones liberales, pueden experimentar malestares y enfermedades derivados de su falta de movilidad, pero, sobre todo, las corrosiones en su estado de salud, provienen de la mente y el descontrol de las pasiones; ira, temores y ambiciones, frente a intoxicaciones, caídas o deformaciones músculo-esqueléticas de los trabajadores “mecánicos”.

Un siglo y medio más tarde, los higienistas de la consolidación y el triunfo del poder burgués, entre ellos, el español Pedro Felipe Monlau intentarían, a modo de trastocación malabarista, introducir las pasiones, en este caso, la personalidad “aviesa” del obrero, como causa básica de su miserabilismo higiénico y moral.

La comprensión cabal de la construcción de este imaginario jánico, sobre el proceso de enfermar, no es solamente algo derivable de los recorridos de la medicina o la protopsicología del Renacimiento o del Barroco. A nuestro entender, respondería más bien, al nuevo diseño del capital, que desde los esbozos del primer mercantilismo a finales del quinientos y posiblemente presente ya, en tiempos del Vives de “Subventione pauperum” (1525) intentaría desbancar los viejos planteamientos productivos del medioevo a propósito de las productividades de los cuerpos del “populo minuto,” y de la ingente muchedumbre de pobres, lisiados y vagabundos, mantenidos con limosnas y con su propia picaresca. Para éstos, Vives planteará un encierro preventivo y a la vez, “terapéutico”. Posteriormente, Miguel de Giginta (1534-1588), diseñaría sus utópicas “Casas de Misericordia”, una especie de falansterio para pobres, que nunca llegarían a cuajar.[20]Por las mismas fechas (1575), Juan Huarte de San Juan (1529-1588), se olvidaría de los pobres para centrar sus esfuerzos en las productividades de los cuadros o profesionales necesarios[21] para el ejercicio del control y poder de la república.

Desde los años (1700-1713) de las primeras ediciones de la diatriba de Ramazzini hasta los iniciales escritos europeos con el membrete explícito de la Higiene Industrial transcurrirían ciento cincuenta años. Será el tiempo en el que la sociedad de la Ilustración bosqueje las estrategias de la higiene pública moderna para llegar a su definitiva consolidación hacia la década de los cincuenta en el XIX.

Las preocupaciones por la salud de las gentes e incluso las relacionadas con el mantenimiento del equilibrio de poderes antes de 1830 o 1848, se moverían sobre suelos en los que el trabajo tanto en su versión funcional/artesanal como en la de referente y constituyente problemático de lo social, no presentaría excesivos problemas. En último lugar, se podía contar aún con los gremios como institución adecuada para su control, y los conflictos sociales (por ejemplo, los motines madrileños de 1766, y la propia Revolución en Francia) estaban todavía protagonizados por los sectores revolucionarios del tercer estado o por colectivos desclasados y heterogéneos difíciles de asociar estrictamente a los trabajadores como clase.

Los verdaderos problemas y retos en la salud, se situaban en el terreno del control de la mortalidad. Pestes, e higienización de la ciudad y las costumbres, enfocaban las estrategias urgentes de la medicina ilustrada enlazando, con las necesidades nucleares de la política del momento necesitada de poblaciones demográfica y económicamente potentes.

El discurso ilustrado sobre la gobernanza y salud de la población en general, como sobre la de jornaleros del campo y trabajadores urbanos desde los diversos rótulos doctrinarios ya fuesen mercantilistas, colbertianos, fisiócratas o cameralistas fueron siempre en lo esencial idénticos: Menor mortalidad; mayor rendimiento laboral y mayor acatamiento a las políticas regalistas. En definitiva, conseguir y asegurar en el horizonte ya del hundimiento de la sociedad estamental, el mayor umbral de vasallaje y productividad de las gentes.

Desde los territorios del trabajo y los oficios, las necesidades más urgentes relacionadas con la regularización de la productividad residirían en las manufacturas reales y las grandes obras públicas civiles y militares asociadas al poder de las soberbias e inseguras monarquías nacionales. Precisamente en nuevos escenarios laborales descohesionados de la disciplina gremial.

El tiempo de Ramazzini estará marcado por una concepción del cuerpo del artesano o del trabajador o profesional de la época visualizado como máquina.

En esta lectura del cuerpo, estaban presentes junto a los deterioros resultantes de las intoxicaciones y corrosiones derivadas de las emanaciones venenosas, las enfermedades y quebrantos en la salud ocasionados por movimientos y posiciones de trabajo inadecuadas en el ejercicio de los oficios, siendo probablemente uno de los médicos que con mayor intensidad utiliza constructos ergonómicos en la descripción de los riesgos laborales.

Aquí, Ramazzini no hará más que moverse en el marco teórico de su tiempo todavía preñado por la mirada iatromecánica establecida a lo largo de todo el seiscientos por Acquapendente, Descartes o Borelli.[22]

Pero esta mirada sobre el hombre suponía además la idea de movimiento y en general, la biomecánica corporal.

El siglo XVII, el tiempo en que Ramazzini se forma como médico, es también el tiempo de la fisiología y de la física moderna. Dos ciencias del movimiento y la “excitación” de los cuerpos y la Naturaleza.

Ciencias por otra parte imprescindibles para la economía política del Mercantilismo, asentada sobre una concepción dinámica del trabajo, la política, el cuerpo y el comercio. En un mundo en donde la tierra, la ciudad, la riqueza y las gentes, necesitaban superar el orden cerrado; la cuadrícula teologal de la sociedad medieval de manera que los cuerpos, una vez “vistos y medidos” exigían, su conocimiento funcional y dinámico para ser útiles a los intereses del príncipe.

En este sentido, el artesano de Ramazzini frente al minero “estático” de los metalistas es concebido como cuerpo en movimiento. Las posturas; el esfuerzo, los desplazamientos; organizan una semiótica preferente del enfermar laboral, más allá de lo interpretable, desde el estricto diseño galénico de la “gesta”, como parte integrante de las seis “res non naturales”. Los movimientos del cuerpo, generados en el ejercicio de los diferentes oficios. Las violencias, esfuerzos y alteraciones en la mecánica corporal podrán romper los ahora considerados –frente a los humorales-, como nuevos equilibrios físico/fisiológicos de la salud.

 En cierta medida la obra de Ramazzini, funcionó como dintel o gozne, entre dos momentos en la consideración del trabajo y las enfermedades profesionales. Supuso la primera y la última aportación integral a la consideración de la salud laboral en la sociedad preindustrial, Pero esta aportación se realizó exclusivamente en el espacio tiempo de los oficios artesanales. Fuera del ámbito de los nuevos recintos significantes y emblemáticos del segundo mercantilismo, formados por manufacturas, arsenales, fortalezas, recintos defensivos, minas, presidios, hospicios, casas de trabajo y corrección de pobres y vagabundos.

En estos lugares, era preciso encontrar claves para la obtención del máximo nivel de rendimiento para una máquina humana enormemente sensible, en momentos en donde aún no se habría consolidado ni generalizado la nueva maquinaria extracorporal representada por el vapor.

Encontrar y pergeñar estas claves, no será ya obra de Ramazzini. Sobre los cimientos de su Morbis artificum, se irá tejiendo una mirada médica más elaborada fisiológicamente, que enlazando con el doctrinarismo mercantilista de la “utilidad de la pobreza” se olvidaría de la enfermedad profesional para hacer hincapié casi exclusivamente en los rendimientos y productividades del cuerpo y del trabajo a modo de una especie de pretaylorismo ilustrado.

La tarea pudo ser inaugurada por personajes ajenos a la medicina como el militar e ingeniero francés Sébastien Prestre de Vauban (1633-1707), quien en su obra “Le directeur des fortifications” (1680), escribiría sobre cómo el orden y la vigilancia del trabajo repercute en el rendimiento humano y los inconvenientes de “les ouvrages á corvée” (el trabajo forzado). Posteriormente, en una especie de reglamento para el transporte y movimiento de tierras redactado según Michel Valentin (1978,42) alrededor de 1688, anotaría diversos comentarios sobre la regularización de los trabajos de esfuerzo desde los horarios, pausas y salarios hasta los procedimientos adecuados para el trasporte de cargas por medio de carretillas de mano.

A partir de 1699, y en el entorno de las “Mémoires” presentadas en la prestigiosa Académie Royale des Sciences de Paris, se discutirían unas interesantes series de comunicaciones relacionadas con el rendimiento y la capacidad muscular de los trabajadores realizadas por una gavilla de matemáticos, ingenieros y físicos, verdaderos pioneros de la ergonomía moderna como: Philippe de La Hire (1640-1719), Guillaume Amontons (1663-1705) o Joseph Sauveur (1653-1716).

La Hire, hablaría del “Examen de la force de l’homme pour mouvoir des fardeaux” (1699) o “…pour faire mouvoir les bateaux…” (1703).

Amontons, centraría sus esbozos ergonómicos en la búsqueda de dispositivos tecnológicos como su “Moulin á feu”, para regularizar y optimizar los rendimientos del cuerpo en hombres y animales de carga. En esta misma dirección Joseph Sauveur estudiaba la fuerza media necesaria para mover una manivela durante un largo periodo de tiempo. Unas décadas más tarde otro ilustre ingeniero militar francés (aunque nacido en Cataluña), Bernard Forest de Belidor (1698-1761), en una obra en que recopila parte de los escritos de Vauban, abundaría en estos recorridos poscartesianos alrededor de la búsqueda de rendimientos sobre el cuerpo de los trabajadores con una minuciosidad experimental que nos recuerda la obra de Taylor o de Jules Amar[23].

Esta saga de matemáticos, geómetras, físicos e ingenieros militares la debemos cerrar[24] obligatoriamente con la figura de dos personajes casi coetáneos; el químico Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) y el físico Charles Agustin Coulomb (1736-1806).

Lavoisier, nos ha dejado unas páginas maravillosas sobre el juego de igualdades y diferencias de las personas en cuanto a su economía respiratoria en una de sus memorias presentadas a la Academia de Ciencias. Se trata de sus “Memorias sobre la respiración y la transpiración de los animales” (1777). En la Memoria III, expondría lo siguiente:

“…Este género de observación conduce a comparar empleos de fuerza entre los cuales parece no poder existir ninguna relación. Puede conocerse, por ejemplo, cuántas libras en peso responden a los esfuerzos de un hombre que recita un discurso, de un músico que toca un instrumento, Como también se podría evaluar qué es lo que hay de mecánico en el trabajo de un filosofo que reflexiona, del hombre de letras que escribe, del músico que toca un instrumento. Estos efectos considerados como puramente morales, tiene algo de físico y de material que permite en este caso, compararlos con aquellos que hace el faquín, No es pues, sin cierta razón que la lengua francesa ha confundido bajo, la denominación común de “trabajo”, los esfuerzos del espíritu con los del cuerpo; la tarea de gabinete y la tarea del mercenario…

…Mientras hemos considerado, únicamente en la respiración el hecho de consumo de aire, la suerte del rico y la del pobre era la misma; pues el aire pertenece igualmente a todos y no le cuesta nada a nadie; el faquín que trabaja más, goza incluso más completamente de este beneficio de la naturaleza. Pero ahora, ya que la experiencia nos enseña que la respiración es una verdadera combustión, que consume a cada instante una porción de la substancia del individuo; que este consumo es tanto más grande cuanto la circulación y la respiración son más aceleradas; que aumenta proporcionalmente a la vida laboriosa y activa que lleva el individuo, un montón de consideraciones morales nacen inmediatamente de estos resultados de la Física.

¿Por qué fatalidad ocurre que un hombre pobre, que vive del trabajo de sus brazos, que está obligado a desplegar para su subsistencia todas las fuerzas que la naturaleza le ha otorgado, consume más que el hombre ocioso, teniendo esta menos necesidad de reparar? ¿Por qué, por un contraste chocante, el hombre rico, goza de una abundancia, que no le es físicamente necesaria y que parece estar destinada al hombre laborioso?”

A.L. Lavoisier, Memorias sobre la respiración y la transpiración de los animales.

Versión castellana de Juan Pablo D’Ors. Madrid, ediciones La Lectura, (1929,91-93-94)

Coulomb, aparte sus conocidas aportaciones científicas presentarían en la Académie des Sciences, una memoria “Sur la force des hommes” (1775), que sería editada junto con su “Théorie des machines simples” en 1821.

En dicha memoria Coulomb intentará poner de manifiesto el “…Résultat de plusieurs experiences destinées à déterminer la quantité d’action que les hommes peuvent fournir par leur travail journalier, suivant les differérents manières dont ils emploient leurs forces…” (M. Valentin, 1978,120).

Todos ellos[25], sin descartar en algunos el soplo de ciertas sensibilidades sociales, intentaron depositar sobre la maquinaria corporal de los trabajadores la misma mirada científica, con la que medían la tierra, construían palacios, estructuras defensivas o trataban de desvelar y matematizar los fenómenos naturales, inagurando así, las nuevas lecturas experimentales sobre la productividad fisiológica humana.[26]

Hasta casi las últimas décadas del setecientos, los ecos de la obra de Ramazzini parece que se impregnan con los esfuerzos por encontrar para la máquina humana un lugar en el universo de productividades y desvelamientos, que la física, las matemáticas o la química, estaban consiguiendo como soporte científico para los nuevos tiempos del industrialismo.

Estas búsquedas físico/maquínicas por el trabajo, la fatiga y los rendimientos del cuerpo del jornalero o artesano; con algunas referencias veladas los deterioros o quebrantos de tipo emocional o psicológico, nosotros, lo vamos viendo como algo perfectamente comprensible y comprendido desde los imaginarios que recrea y construye el Mercantilismo sobre la productividad del trabajo mecánico en los albores de la Revolución Industrial.

 Imaginario acuñado por diversos autores; entre ellos el británico Bernard Mandeville (1670-1733) en su “The Fable of the Bees” (1723) mediante el cuál, para que el trabajo manual fuese realmente productivo para la república, debía mantener los salarios lo más bajos posible de manera que sirviesen exclusivamente para la estricta cobertura de las mínimas necesidades biológicas de los trabajadores[27].

La idea reposaba en la creencia de que los trabajadores manuales estaban dominados por un carácter fuertemente ocioso que les hacía trabajar cuando no les quedaba más remedio para satisfacer las necesidades de subsistencia más perentorias y básicas.

Salarios más altos aparte de ser más gravosos para el capital, suponían que el obrero manual trabajase menos en la medida en que podría satisfacer sus necesidades con menos esfuerzo y menor tiempo de trabajo.

Por otra parte, este mayor salario le podía conducir a incorporar hábitos de consumo inadecuados para su condición…y en el fondo, exigir más tarde-siguiendo el esquema que popularizase Maslow-, un sin fin de reivindicaciones sociales.

Detrás de este planteamiento probablemente subyazca un poderoso imaginario relacionable con el proceso de construcción de las funciones, utilidades y controles sobre el cuerpo de las gentes a partir del XVI, a medida que se va consolidando el discurso económico de la burguesía.

Según este diseño, habría cuerpos para el trabajo y la subsistencia, de características emocionales, comportamentales y culturales primarias, encarnados en los jornaleros tanto urbanos como agrícolas, que únicamente sería menester que se les retribuyera lo justo para proveer a sus estrictas necesidades de subsistencia y los de comerciantes y menestrales establecidos, junto con caballeros y clérigos que de manera siempre comedida tendrían la puerta abierta al ocio y al consumo de bienes no necesariamente unidos a la subsistencia fisiológica.

El establecimiento de esta diferenciación entre cuerpos exclusivamente avocados al trabajo y limitados a subsistir biológicamente y cuerpos abiertos de alguna manera al goce y a las comodidades sociales irá generando también una divisoria entre los malestares o quebrantos en la salud de unos y otros. Para los que se dedican a los trabajos “mecánicos”, las enfermedades y los deterioros actuarán sobre la superficie del cuerpo o sobre su estructura energética considerada como “máquina de sangre”[28]apareciendo como operaciones, que simbólicamente nos recuerdan los desperfectos de la máquina o de los animales. Roturas en su estructura músculo/física e insuficiencias en las aportaciones de alimentos/combustibles, sin que se consideren en ningún momento las emociones, la sensibilidad o los mecanismos psicológicos de satisfacción o de motivación, como operadores ni tan siquiera mínimamente visualizables.

Por el contrario, los cuerpos del caballero y de las nuevas clases burguesas estarán cada vez más expuestos a los deterioros de emociones y pasiones. Lujos, consumo excesivo, egoísmos, avaricia y pulsiones descontroladas comenzarán, a ser considerados como los operadores decisivos en el deterioro de su salud.

Será precisamente al hilo del inicio o del despegue del primer industrialismo, cuando se pergeñan dos modelos de comprensión de la salud de las gentes representados por el británico William Buchan y el suizo Tissot, que de alguna manera se complementan y por otra parte establecen algunas de las líneas maestras sobre las que más tarde se edificarán desde las higienes públicas las diferentes lecturas de la salud, según se trate, de los cuerpos de los hijos de las burguesías triunfadoras, de los del emergente proletariado fabril, o de los individuos pertenecientes a las profesiones depositarias y administradoras del capital.

En lo que se refiere a la salud de los trabajadores, en este periodo de despegue desigual del modo de producción fabril y hasta fechas que para algunos países como Francia e Inglaterra se sitúan en la mediana del XIX, y para España rondando el Sexenio, o incluso alrededor de 1900, hablar de trabajadores supone utilizar un término excesivamente genérico e impreciso que será necesario matizar.

Si hablamos del trabajador como “artesano”, o como sujeto productivo encuadrado en el espacio/tiempo de los oficios agremiados o del obrero a jornal de las manufacturas, obras públicas y minerías de las sociedades del XVIII, el discurso sobre su salud estaría contemplado en los intervalos dibujados por la obra de Ramazzini y los últimos representantes del “maquinismo ilustrado” como Coulomb.

Posteriormente, y a pesar de las matizaciones que por ejemplo introdujera Buchan en el capítulo II de su Medicina Doméstica (1769)[29] resaltando el papel de la prevención, lo que resultó fue el establecimiento de un exclusivo y bien intencionado relato médico/retórico, en clave fisiológica, sin ninguna influencia en la modificación de las condiciones de trabajo y probablemente dirigiendo con mayor intensidad sus esfuerzos hacia los escenarios más preocupantes como eran los del control de la mortalidad general de la población, con una especial atención a la infantil, y al manejo sanitario/administrativo del azote de las pestilencias de tifus, cólera y viruela.

Ahora se trataría de un modelo de trabajador diferente. Del obrero de los primeros tiempos de la industrialización. No ya del cuerpo máquina o del trabajador doblegado por su propio esfuerzo, sino del obrero sometido a la máquina como metáfora y como realidad. Al cuerpo del obrero como prótesis. A un cuerpo desterritorializado de la tierra, del oficio y del gremio. Al cuerpo del nuevo proletariado fabril.

El asunto está en la comprensión de las profundas transformaciones que experimentaría el mundo del trabajo. La proletarización de los oficios y el salto del “trabajo doméstico” al fabril, acompañado con la aparición de nuevas modulaciones de lo social, que harían insuficientes las miradas con las que los médicos e ingenieros de la primera ilustración habían intentado manejar la salud de lo trabajadores.

Además, y hasta que “lo social” fuese percibido realmente como amenaza ineludible, lo que realmente importaba y preocupaba a las clases dirigentes, no eran las condiciones de salud de los nuevos colectivos obreros sino fundamentalmente, el penoso panorama de mortalidad y situación general de insalubridad de la población y en particular, de ¿cómo condicionaba e influía en la propia salud de las nuevas minorías dirigentes?

En último lugar, detrás del mensaje higienista finisecular del setecientos, se enmascaraba el intento de constituir un refuerzo laico/científico, que completase/justificase, el equipamiento ideológico y cultural de la burguesía que, sin renunciar nunca, a las aguas sacramentales necesitaba de alguna manera incorporar las aguas de la razón y la higiene.

Las preocupaciones sobre el cuerpo del trabajador, se condensarían en la búsqueda de estrategias para conseguir su productividad en los escenarios fabriles que el nuevo maquinismo del vapor, frente al de “sangre”, estaba comenzando a introducir en la producción. La obra de Jacquard (1801), Owen (1816), Babbage (1832), o Ure (1835), trabajaría en esta dirección intentando ahora, no tanto matematizar o racionalizar el trabajo muscular, sino ajustar, disciplinar y organizar un modelo de trabajo y de obrero fabril, que, con el aporte del vapor, no requería tanto esfuerzo muscular; permitiendo, además, que parte del antiguo trabajo del hombre fuese ahora realizado por mujeres y niños[30].

Pero, sobre todo, se estaban alterando y transformando los andamiajes que sostenían el edificio ideológico del “antiguo régimen”, asentado sobre la sumisión y amortización de conciencias, cuerpos, capitales, y oficios. El discurso de la industrialización, llevaba implícito, más que la superación del Mercantilismo su acomodo, al nuevo paradigma doctrinario de la economía política liberal, más sus flecos psicosociales representados por el utilitarismo benthiano, que permitiría en el caso de Babbage y Owen, la incorporación de un nuevo lenguaje sobre el trabajo en donde por primera vez, se escucharía la palabra “bienestar”.[31]

Todo ello exigiría, una población “higienizada” que pudiese conseguir la disminución de las altísimas tasas de mortalidad existentes; recreando a continuación, modos y hábitos cotidianos que sirviesen para organizar modelos de vida, que reprodujeran en el ámbito doméstico, familiar, urbano y laboral, los idearios políticos y económicos de las nuevas clases dirigentes sin tocar, los basamentos del “orden social”. Mezclando libertades y aspiraciones a la felicidad, la salud y el progreso, con ominosas sujeciones a las servidumbres del taller y la máquina[32].

En estos escenarios anteriores a 1848, los territorios significantes para la higienización, podríamos situarlos en el niño, la ciudad, y el cuerpo de los integrantes de las clases dirigentes. El cuerpo del proletariado urbano, y del jornalero en general, serán tocados de manera peculiar. Algunas veces como un subproducto de la industrialización como sería el caso de los médicos catalanes Ximénez de Lorite o Masdeval, para los que el problema básico era el de la salubridad urbana y probablemente, el de la “contaminación sociológica” derivado del establecimiento de fábricas en el territorio de la ciudad burguesa. Otras, seguirían arrastrando imaginarios sociomédicos de “alabanza de aldea”, contraponiendo el cuerpo del labrador o jornalero rural, al trabajador de la ciudad, y en el fondo, como ocurriría con Tissot en sus “Avisos al pueblo…”[33], ofreciendo patentes resistencias a la incorporación de la cultura de la ciudad y la fábrica frente a la tierra y la sociedad tradicional. Cuando se habla del nuevo modelo de trabajador fabril, aparte de no utilizar todavía una semántica ajustada – en España se seguiría utilizando el término genérico de “jornalero”-, será siempre de forma lateral, dentro de un contexto en donde el relato sigue centrado en los viejos oficios agremiados.

Sin embargo, van apareciendo una serie de matizaciones que a nosotros nos han parecido siempre interesantes. Por ejemplo, la relación y el protagonismo que se establece entre la ciudad, la vivienda, los modos de vida y trabajo en los talleres o en el campo, con la enfermedad y mortalidad de la población[34]. Si nos detenemos a reflexionar veríamos cómo esas miradas médico / reformadoras que parecen surgir en Europa al calor de las ilusiones socio / liberales del 48, – y en ellas estaría incluido el inefable Dr. Monlau que gritó y redactó en 1841 su ¡Abajo las murallas!-, han tenido recorridos de gestación que de una manera u otra han pasado por la ciudad y el conjunto de tensionamientos socioeconómicos y sanitarios relacionables con los primeros asentamientos del industrialismo, en las ciudades catalanas, inglesas o francesas. Para llegar al cuerpo del obrero del niño o la mujer trabajadora de las Higienes Industriales o Sociales del último cuarto de siglo del

ochocientos, se ha tenido que pasar previamente por la problemática higiénica, social y política de la ciudad. Estas referencias a las condiciones de vida del proletariado fabril en las iniciales aglomeraciones urbanas de los comienzos de la revolución industrial, serán todavía endebles en la obra de Buchan y en Tissot; pero irán aumentando en las primeras décadas del XIX, para desembocar en los escritos representativos de la saga que nosotros denominamos de los sociomédicos y reformadores sociales que comenzaría con el médico británico Thomas Percival, a finales del XVIII, para continuar con un numeroso listado de personajes muchos de ellos olvidados[35] entre los que se encontrarían como más mencionados y conocidos: Johann Peter Frank, Charles Turner Thackrah, James Philips Kay, Philibert Pâtissier, Louis René Villermé, Benoiston de Chateauneuf, Edwin Chadwick, Southwood Smith, Engels, Virchow, Salomon Neumann o los españoles, Pedro Güell y Pellicer, Ambrosio Ximénez de Lorite, Joseph Masdevall, Tomás de Valeriola, Tomás García Suelto, Antonio Cibat, Francisco Méndez Álvaro, y Joaquín Font y Mosella….[36]de manera que frente a una

topografía del riesgo y la enfermedad laboral tradicional, exclusivamente colocada en el cuerpo del trabajador, se irán abriendo camino otra, en la que la topográfica resultante, será ambiental, socioeconómica y psicosocial, abarcando desde la estructura urbanística y sanitaria de los barrios obreros y la vivienda, hasta la alimentación, la instrucción pública, las condiciones de trabajo, el trasfondo sociológico, y sus obligadas repercusiones, en una lectura de la salud que comenzaría a incorporar lentamente operadores psicológicos y emocionales. Todo ello, a partir ya, de 1830, bajo un nuevo e intranquilizador telón de fondo en el que se dibujaba algo hasta entonces desconocido; la “cuestión social”.

En lo referente a la incidencia de operadores emocionales y psicosociales en la salud de las gentes y de los trabajadores, se iría, como apuntamos anteriormente avanzando con enorme lentitud. Forzando el análisis, queremos imaginar que pudo quedar algún rescoldo de la obra de los médicos filósofos del quinientos, aquellos que como Miguel de Sabuco o Pérez de Herrera nos hablaban de los “accidentes del ánimo”, pero en realidad, el proceso que se siguió fue bastante paradójico. Por un lado, estos sociomédicos y reformadores sociales desde Percival hasta Engels, junto a la descripción estadística, científica o literaria, supieron captar y transmitir, con rigor y emoción, la foto del sufrimiento integral, físico y moral, del nuevo proletariado fabril, muy especialmente en el terreno más escalofriante como era el de los niños trabajadores. Sin embargo, el discurso teórico mayoritario. El políticamente correcto de la medicina oficial, y de la nueva Higiene Pública, -la que se fomentaba en las Universidades e Instituciones, – y fundamentalmente, el imaginario defensivo de las clases dirigentes, sirvieron para consagrar lecturas del cuerpo y la salud del trabajador, exclusivamente ancladas en su vertiente somática y fisiológica. Posiblemente porque eso era lo “funcional”, dado que los aspectos psico/emocionales o psicosociales eran manejados desde otras instancias como la religiosa o simplemente la política.

De cualquier manera, el hecho de que se siguiera escribiendo sobre la relación entre las emociones y la salud; y aunque este discurso se centrase en el cuerpo del “poderoso”, nos parece digno de tenerse en cuenta.

En esta línea, la aportación de Samuel Tissot, sería especialmente importante, recogiendo y ampliando contenidos dibujados anteriormente por Ficino[37] y Ramazzini, con su “Aviso a los literatos y poderosos” publicado originalmente en 1767, y con traducciones al castellano en 1771 y 1786, En esta obra[38], aunque Tissot, se refiera especialmente a  “…las enfermedades de las personas dedicadas al estudio…” que “…tienen dos principales raíces, que son el frecuente trabajo del espíritu y el continuo descanso del cuerpo…” (1786,11), expone una serie de principios genéricos, que van a tener un especial significado en la posterior y  retardada constitución, de nuevas lecturas sobre la salud de los trabajadores, y profesionales en general.[39]

1º Cuando el cerebro medita, éste está trabajando

2º Cualquier parte del cuerpo que trabaja se fatiga. Si esta fatiga dura mucho se “desordenan” sus funciones.

3º Todos los nervios nacen del cerebro (el sensorium commune)

4º Los nervios son una parte principal del cuerpo humano. No hay función para la que no sean necesarios. Cuando su acción de desordena padece toda la economía animal.

Contenido en Aviso a los literatos y poderosos acerca de su salud o Tratado de las enfermedades mas comunes a esta clase

  de personas…Trad. de Félix Galisteo y Xiorro. Madrid, imprenta de benito Cano, (1786, 13-14)

En resumen: 

“…Cuando el cerebro está debilitado por la acción del alma, es necesario que padezcan los nervios, y que este desorden lleve consigo el de la salud y destruya por último el temperamento, sin que para esto concurra otra causa extraña…”  (op, c, pág.14)

Lo realmente interesante en esta obra de Tissot, sería a nuestro entender, la constatación de dos ejes, de dos líneas de fuga por las que se van bosquejando imaginarios paracientíficos sobre las relaciones entre las emociones, ocupaciones y enfermedades.

La primera estaría relacionada con la idea de que únicamente los “literatos”, como denominación genérica del intelectual, científico, hombre de negocios o alto funcionario público, puede enfermar a partir de operadores psicológicos, mientras que los individuos dedicados a menesteres artesanales o manuales estarían expuestos a quebrantos en su salud determinados muy especialmente por factores fisio/mecánicos.

El paradigma de partida, vendría de antaño a través de la división acuñada por Ramazzini entre profesiones sedentarias y mecánicas.

La segunda, tendría que ver con la construcción de un potente imaginario psicosocial que atraviesa toda la historia de las ciencias sociales, flotando bajo diversas denominaciones, según diferentes épocas y momentos, y que Tissot, relacionaría con una “dedicación excesiva a los negocios…” que necesariamente “…exercita las facultades del alma con mucha fuerza y por largo tiempo…” (1786,89), oprimiendo “…el alma y el cuerpo…” (1786,90). Relacionado con lo anterior aparecería el componente antiurbano. La ciudad, como significante del poder burgués y posteriormente, espacio / tiempo de la Revolución; irá apareciendo como el lugar preferencial, para la presencia de malestares y deterioros en la salud, de origen nervioso y emocional; mientras que lo rural, como connotación simbólica del orden estamental, recogería todos los perfiles positivos en cuanto a la salud; teniendo la virtud de que sus gentes, sus jornaleros y labriegos aparecerán, revestidos por su frugalidad, laboriosidad y condiciones ambientales, de una potentísima coraza protectora contra las enfermedades.

Desde estos planteamientos de los que participarían multitud de higienistas europeos no sólo durante los últimos años del setecientos, se intentó construir la idea basada en que el cuerpo del trabajador, especialmente el agrícola, era un cuerpo fisiológicamente frugal, potente, y en cierta medida simple o elemental, ajeno a las perturbaciones del espíritu, con la excepción de aquellas que le pudiesen encaminar por senderos inconfesables en lo moral o en lo social y político. Este perverso imaginario, funcionaría durante casi siglo y medio como coartada científica para enmascarar tremendas deficiencias y sometimientos en el orden de la instrucción pública, y las condiciones de vida y trabajo de las clases populares.

No es ahora el momento de abundar sobre las numerosas manifestaciones y reproducciones literarias, y culturales que ha tenido en nuestro país tan nefasto imaginario sobre los cuerpos de los trabajadores. Bastaría con uno solo. El del soldadito español “frugal y valiente”. Muchacho perteneciente exclusivamente a las clases populares mediante el sistema de quintas y con la imposibilidad económica de conseguir la “redención” por dinero. Cuerpo tan frugal, que pudo ser alimentado con una lata de sardinas y cuyo valor en el mercadeo de la mili, –pues su espíritu no contaba- no pasaba de las 2.500 pesetas. Cuerpos sometidos a las peores condiciones higiénicas y transportados como ganado en barcos, en los que sus superiores eran accionistas.

A propósito de esta sobriedad y fortaleza corporal de los jornaleros nos diría Tissot:

“…si a un robusto trabajador se le dá un caldo ligero, golosinas, elados, gallina, y pan blanco, en muy poco tiempo lo habrá dirigido todo, y tendrá hambre, sudará, y se desmayará sino le dan muy presto tocino, cecina, queso y pan moreno…” (1786,110).

Aunque este médico, tuviese alguna razón en cuanto a la pertinencia, de un potente aporte energético en la dieta del trabajador manual, lo que este comentario está consagrando es una percepción diferenciada y clasista de las necesidades vitales de las gentes de las clases populares, a base de alimentos de dudosa calidad y de características dietéticas insuficientes. Es como considerar el cuerpo del trabajador a modo de metáfora de una potente y burda caldera de vapor, que simplemente necesita que se la cargue con cualquier material con tal de que arda el combustible y funcione.

Según estos criterios, seguiríamos moviéndonos dentro del círculo ideológico de la “productividad de la pobreza” La lectura del cuerpo de las clases populares como un cuerpo al que se le niegan los placeres y sutilezas de la comida (aunque sean pan blanco, gallina y golosinas) está en total consonancia con una política económica desde la que el salario, no debe servir más que para solventar las mínimas necesidades de supervivencia; con el añadido del mantenimiento de condiciones laborales que despreciando cualquier intento organizacional que sirva para paliar o evitar riesgos y enfermedades, estaría aún menos dispuesta en la práctica, a admitir o promover cualquier posibilidad de comodidad psíquica o material.

En resumidas cuentas, lo que estará detrás de todo este tratamiento diferenciado de las formas de vivir y sufrir la vida cotidiana y el trabajo. De poseer cuerpos para el esfuerzo y la supervivencia o cuerpos para el poder, las letras o las emociones y placeres, no será más que una vieja mecánica de producción de desigualdades. Moralizadas, desde donde el paradigma al uso lo permita, pero siempre, siempre, trazando fronteras que responden “funcionalmente”, a las necesidades “productivas” de un determinado y concreto tiempo social.

En los años de constitución del industrialismo; desiguales cualitativa y cuantitativamente según los diferentes países, pero cuya valla de clausura la podemos situar alrededor de 1871, – por utilizar una fecha desgarrada en la historia social europea – se organizarán desde las higienes de lo individual y cotidiano; incluidos difuntos, jornaleros, niños, nodrizas, soldados, magistrados, sabios y caballeros, las higienes de lo público en donde la Higiene Industrial, irá teniendo su acomodo para después independizarse y a continuación, encontrar otros nichos en la Higiene Social, la Psicotecnia o la Medicina del Trabajo. En este recorrido, habrá por supuesto excepciones ejemplares; pero en general, o por lo menos lo que se presenta como “política y científicamente correcto” en relación al sentido del riesgo o del enfermar de los trabajadores, gira y se asienta exclusivamente en su estricta estructura corporal como lesión, herida, envenenamiento, enfermedad o mutilación. Sus quebrantos, sufrimientos y deterioros psicológicos o emocionales con la excepción de contadas patologías neurológicas como las ocasionadas por el mercurio, nunca serán tenidos en cuenta. Es más, las indisposiciones en los estados del ánimo solo son propias de las “gentes de alcurnia”, como comentaría uno de los personajes de una obra teatral en la Inglaterra victoriana[40].

Esta primera mitad del ochocientos, en el camino de la consolidación de la primera fase del industrialismo en países como Inglaterra, Bélgica o Francia, o en la lenta incorporación de la máquina y la producción fabril, como Alemania, Italia o España, es fundamental, para entender cómo se construyeron y sedimentaron los diferentes dispositivos teóricos desde los que se organizó y entendió, la salud de los trabajadores.

Por una parte, estaba el discurso de la emoción y la denuncia de los sociomédicos y los reformadores sociales. Aunque contribuyesen indirectamente a la institucionalización y academización de las higienes públicas y sociales, su aportación se concentró en los intentos de promover climas de opinión alrededor de la relación entre condiciones sociales y enfermedad. Estas denuncias y presiones pudieron contribuir a la promulgación de las primeras leyes sociales en Gran Bretaña y Francia y sin duda para proporcionar referentes técnicos al endeble lenguaje reivindicativo de las nacientes asociaciones obreras y a la vez, para constituir parte del discurso teórico de los socialismos utópicos y servir también de soporte científico en los escritos de autores emblemáticos como Engels o Marx.

El segundo lugar tendríamos, el higienismo institucionalizado. El producido en escenarios oficiales y en particular, la universidad[41]. Aunque siempre mantendría hilos de conexión con los sociomédicos, compartiendo en muchas ocasiones idénticos personajes[42] se caracterizaría por promover un discurso estrictamente técnico/fisiológico en donde los contenidos relacionados con la higiene industrial, o los riesgos en el trabajo fabril presentan un peso mínimo, en el conjunto de una producción teórica mayoritariamente referida a la higiene privada y pública. Probablemente, esta opacidad de la enfermedad “laboral/industrial” en las higienes públicas “oficiales” antes de la mediana del XIX, admitiría como exculpación las prioridades que para el momento representaban las grandes urgencias de salubridad de propósito general para toda la población. Prioridades, que moviéndose en un endeble contexto socioeconómico

presidido por hambrunas y miserias generalizadas, reclamaban atajar la todavía desastrosa presencia de enfermedades epidémicas, como las relacionadas con la policía higiénica y sanitaria de ciudades y poblaciones, en donde el inventario de necesidades iba desde la planificación de cementerios hasta la normativa de mataderos y mercados, sin olvidar la implantación de una mínima cultura higiénica de carácter familiar o doméstico, en relación con la crianza de los niños.

Por otra parte, y especialmente en el caso español, el proceso de implantación fabril se limitaría al país catalán y a algunos pocos núcleos industriales de la periferia mediterránea (Málaga y Alcoy, por ejemplo), sin contar con las manufacturas tabaqueras y la minería.

Quizá lo más resaltable de este higienismo oficial fuese el mantenimiento de una poderosa inercia “artesanal” de forma y manera que se mantendría un relato clínico anclado desde la fisiología en el listado de oficios ramazziano, sin atisbar a entender que ese mundo laboral estaba a punto de extinguirse y que el taller o la fábrica que iba incorporando nuevos dispositivos organizacionales y maquínicos, introducía a su vez, condicionantes diferentes en las enfermedades de los trabajadores Condicionantes que a su vez, se reproducían y engolfaban, en una sociedad, que aunque de manera ralentizada y problemática, también, estaba modificándose. No sería ya lo mismo trabajar en una manufactura real, en donde se alternaba el trabajo doméstico con el presencial y el agrícola; el trabajo en un obrador artesanal, o incluso el trabajo de temporero en el campo, que con el nuevo trabajo “desterritorializado” en un taller textil semimecanizado de Alcoy, Campodrón o Barcelona. Y tampoco sería el mismo, el horizonte emocional y reivindicativo que los ecos del discurso de las libertades burguesas, habría podido dejar en las expectativas de vida y trabajo de gentes que habían escapado a formas de control y seguridad feudal, para acabar enganchados en un mundo que bajo una incomprensible y contradictoria retórica “ciudadana”, les condenaba a sumisiones y miserias frente a las cuales, se encontraban perplejos e indefensos; y que nos hace recordar un conmovedor poema contenido en una obra de Werner Plum[43], que nos puede hacer ver, e introducir, en la potencia comprensiva que nos ofrecen productos “dialógicos”- como la poesía-, para entender los significados emocionales y profundos, que situados más allá de la máquina, determinan corrosiones y quebrantos en la salud de trabajadores y trabajadoras.

“…Junto al sendero del bosque

ha quedado abandonada

la herrería donde el yunque

en otros tiempos cantaba.

No muy lejos se alza el muro

largo y gris de una fábrica.

sucios de hollín los obreros

trabajan junto a las máquinas

con clavos que allí fabrican

ayer las tablas clavaron

del ataúd del herrero

que en la miseria enterraron…”

A modo de conclusión, o como una de las posibles reflexiones finales, parece que a partir de las primeras décadas del ochocientos, y como acompañamiento al proceso de transformación de la “condición laboral estamental” en  “condición salarial fabril”, van emergiendo lentamente desde diversos ámbitos sociales, académicos y técnicos, nuevos criterios alrededor de la salud de los trabajadores que superarían el estricto y generalizado diseño ramazziano y fisiologista, para ir apuntando la idea del sufrimiento “moral”, o emocional de los trabajadores, que a nosotros se nos presenta como algo todavía “más acá” de las psicologías y sobre todo de los textos canónicos de la mayoría de las Higienes Públicas al uso.

Probablemente, estas lecturas –de alguna manera psicosociales-, sobre la salud y los riesgos de los trabajadores anteriores a “la clase”, no coincidan estrictamente con los constructos clínicos o psicosociales que manejamos en la actualidad, como sería el caso del estrés o el mobbing. La diferencia podría residir en que estos últimos responderían a criterios “funcionales” y por lo tanto productivos, en el manejo de la salud laboral; mientras que la idea de “sufrimiento moral”, defendida por algunos sociomédicos y sobre todo por los constructores de los primeros lenguajes sobre “lo social”, como por ejemplo el economista suizo – malgré Lenin -, Simonde de Sismondi (1819), apuntarían a estrategias de actuación colocadas sobre suelos a lo menos diferentes, que de alguna manera, superarían el marco puntual de las condiciones de trabajo, para tener como horizonte, la siempre problemática y conflictiva condición laboral.

A partir de aquí, los escenarios del trabajo en algunos países europeos como Bélgica, Inglaterra, Francia y la nueva Alemania de Bismark, se irían suavizando, y de alguna manera “maquillando” las durísimas condiciones existentes durante la primera fase del industrialismo. Aunque en España, la “cuestión social”, se siga viviendo como “fantasma”- en su más puro significado freudiano – y a la vez, como realidad envenenada e inmanejable; en otros lugares, se dará paso a un proceso de racionalización y psico/sociologización de “lo social”, que permitiría la emergencia de nuevos constructos comprensivos del enfermar laboral. En principio, las Higienes Públicas, van admitiendo la aparición independizada de las Higienes Industriales y Sociales. Incluso en nuestro país, con posterioridad a la pionera Higiene Industrial de Monlau (1856)[44], Juan Giné i Partagás (1836-1903), editaría en tomo aparte (el IV) al del “Curso elemental de Higiene Privada y Pública” (1871), su Higiene Industrial (1872), para continuar al filo del cambio de siglo con las higienes industriales de LLorens Gallar (1889); Enrique Salcedo i Ginestal (1895,1904); y Ambrosio Rodríguez Rodríguez (1902).

Aunque no sea el caso de los autores españoles que siguen en sus obras un diseño marcadamente fisio/técnico, se habría producido ya desde el “Précis D’Hygiéne Privée et Sociale” (1876) de Alexandre Lacassagne (1843-1924), una modificación sustancial en el sentido de superar la maqueta clasificatoria galénica – modificada en el XVIII, por Jean Noël Hallé – y dar paso al concepto de “modificador social”, junto a los físicos, químicos y biológicos, como eje comprensivo de la salud directamente relacionable con las condiciones de trabajo.

La reconversión tecnológica. El salto de la máquina de vapor a la máquina herramienta y la aparición de nuevos combustibles y energías en el contexto de una diferente cultura productiva del capital, exigirían profundas “reconversiones” en la funcionalidad de la mano de obra del maquinismo decimonónico. Aparecerán (gracias a las aportaciones de Wunt y Mosso) ahora rediseñados “científicamente”, los antiguos constructos “emocionales” de la fatiga “psicofísica” en el caso del trabajo industrial, y el “surmenage”, como precedente del estrés, para el trabajo intelectual.

Entender los recorridos de estas nuevas miradas sobre el cuerpo y la salud de los trabajadores hasta nuestros tiempos posmodernos del estrés y el mobbing laboral, no toca ahora. Únicamente señalaremos un rápido apunte.

La fatiga “psicofísica” e incluso el concepto fundacional de “estrés”, como SGA, estarían relacionados con la fase de consolidación del industrialismo y sobre todo con su asentamiento en un modelo de coberturas y de socializaciones, sostenidas en lo que se ha venido denominando como Estado de Bienestar. La fisuración del mismo, por la nueva economía política/empresarial de la Globalización, y dentro de ella, la condición laboral/ciudadana, enclavada en una potentísima flexibilidad/precariedad de las condiciones de trabajo, haría aflorar y “etiquetar”, como lenguaje médico/social, agresiones de antaño y de siempre, como sería el caso del “mobbing”, que como hemos apuntado anteriormente, serían funcionales – en su mejor sentido durkheniano-, con el mantenimiento del orden/régimen empresarial de la globalización y a su vez, no muy alejada de veteranas estrategias consistentes, en proyectar sobre los trabajadores y trabajadoras disfunciones comportamentales, cuyo origen básico, probablemente resida en el peculiar clima organizacional de las empresas e instituciones de la posmodernidad; e incluso, yendo más lejos, en los tensionamientos y deterioros de la propia condición ciudadana en la medida en que cada vez, nos parecen más claras  las conexiones entre las condiciones de trabajo y la propia condición de las gentes y trabajadores como ciudadanos.        


[1] En su “Epidemiología Española” Joaquín de Villalba, relatando las primeras epidemias de peste en la península Ibérica comentaba:

“…El miedo es una de las causas que contribuyen mucho á que se contagien los hombres en tiempos de epidemia (…) pero los antiguos españoles eran impertérritos, y su grande animosidad parece que les puso a salvo de la peste de Siracusa (…) La sobriedad, la limpieza corporal, el uso de los baños de agua común, la loción de las orinas, los sudarios, los vestidos de lino, y el poco ó ningún miedo de los españoles en tiempos calamitosos; todo pudo concurrir á que la robustez de nuestros mayores fuese más vigorosa que la nuestra…”

(Villalba: Epidemiología Española ó Historia cronológica de las pestes, contagios, epidemias y epizootias que han acaecido en España desde la venida de los cartagineses hasta el año 1801. Madrid, imprenta de D. Fermín Villalpando, 1803,3-4)

Abundando en esta relación entre los estados de ánimo y las pestilencias y enfermedades derivadas de las condiciones ambientales Juan Bautista Juanini (1636-1691), en la segunda parte de la edición de 1689 (la 1ª es de 1679), de su “Discurso Phisico y Político…” , que constituye probablemente el primer tratado español de Higiene Pública, comentaría:

“…No hay nada más nocivo para la salud, que las pasiones del ánimo o pesadumbres; tanto tomadas de repente como continuadas, porque apocan o estropean los espíritus vitales y animales y poco a poco los van destruyendo (…) y finalmente, como dicen las pasiones del ánimo, la tristeza, ofenden al corazón del hombre, como la polilla al vestido y la carcoma al leño. De modo que se ha de procurar evitar las pasiones del ánimo y cualquier pesadumbre por leve que sea (…) porque la continuación de ellas perturba toda nuestra economía (…) de modo que cualquier leve causa o el ambiente de Madrid, le altera y hace que sucedan fatales accidentes…”

                Hemos desestimado la versión original en castellano antiguo por sus dificultades en la grafía, ajustándonos en lo fundamental, al párrafo trascrito contenido en la edición de 1689 del “Discurso Phisico y Político que demuestra los movimientos

que produce la Fermentación y materias Nitrofas en los cuerpos Sublunares y las caufas que perturban las benignas y saludables influencias del Ambiente defta Villa de Madrid…” Madrid, imprenta Real, 1689, parte segunda, 72-73.

[2] En esta búsqueda de referencias y en el mismo tiempo de los “metalistas” a los que dedicaremos a continuación, una serie de comentarios no podemos olvidarnos, de una importante gavilla de médicos y personajes del quinientos español, como Gómez Pereira (1500-1558), Francisco Vallés(1524-1592), Cristóbal de Villalón (1505?-1558), Huarte de San Juan (1529-1588), Blas Álvarez de Miraval (¿), Cristóbal Pérez de Herrera (1558-1618) y sobre todo, Miguel Sabuco (1525-1588), que desde sus comentarios sobre “los accidentes del ánimo”, alumbrarían caminos en la somatización del alma como prólogo, al establecimiento de conexiones entre las emociones y la enfermedad; aunque todavía, como no podía ser menos, el cuerpo de los trabajadores se mantuviese al margen.

De todos ellos Miguel Sabuco, cuya obra “Nueva filosofía de la naturaleza del hombre”, sería publicada en 1587; teniendo a su hija Doña Oliva como supuesta autora hasta 1903; es sin duda, la más representativa en los intentos de remarcar los efectos del ánimo y pasiones, en el desencadenamiento de enfermedades. En uno de los escritos de su Nueva filosofía titulado “Coloquio del conocimiento de si mismo”, incluiría, algunas referencias premonitoras del “estrés” (Título VIII, De los efectos del miedo y temor) y de las consecuencias para la salud del exceso de trabajo, (Título XXXVII) además, de una pionera exposición de los riesgos asociados al exceso de ruidos y temperaturas (Títulos XXXVIII y XLIX).

Cuando Sabuco comenta los efectos del trabajo mecánico, introduce un criterio que a nosotros se nos presenta revelador, en cuanto establece la idea de que su exceso; e incluso su simple existencia, entorpece el entendimiento. Esta lectura del trabajo, – junto a su innegable realidad en cuanto a la relación entre lo físico y lo mental-, pudo tener alguna influencia en la construcción del potente imaginario desarrollado posteriormente, relativo a la particular estructura psico-cognitiva del trabajador

         “…El trabajo demafiado, y canfancio, es como un dolor, tambien mata (…) El trabajo entorpece el entendimiento. Con el trabajo prevalece la vegetativa. Con el ocio la intelectiva (…) y afsi digo contra la opinion del vulgo, que los Reyes no han de falir al trabajo, porque fu trabajo ha fer con el entendimiento, y mas vale confejo, que fuerzas…”

(Obras de Doña Oliva Sabuco de Nantes. Madrid, Establecimiento Tipográfico de Ricardo Fé, 1888,70-71.)

[3]Sobre la doctrina de la productividad de la pobreza, ver el magnífico trabajo del profesor Fernando Díez en su libro “Utilidad, deseo y virtud”, Barcelona, (2001).

 [4] Sin embargo habría también que hablar de las disposiciones emanadas de la legislación española de Indias a partir de la Real Cédula de 1563, en donde se regularía además del trabajo en las minas (introduciendo la figura del “alcalde de mina” y legislando sobre contenidos de higiene y seguridad como por ejemplo los tramos de descanso en las escaleras)  otra serie de aspectos relativos al transporte de cargas, horarios y descansos, que apuntan explícitamente a la conservación de la salud en los trabajadores indígenas – por otra parte, cuando ya el régimen de trabajo de encomiendas, tandas y mitas había llevado a cabo un profundo deterioro demográfico-, que tendrían que ver con actividades agrícolas, textiles y de construcción. En estas últimas y en particular para las relacionadas con la construcción de fortalezas y obras militares  Felipe II establece la limitación a ocho horas de la jornada laboral junto con otras disposiciones que encerraban una novedosa y sin duda interesada sensibilidad, por las condiciones de trabajo (Real Cédula de 1578 sobre accidentes en la construcción) y su cobertura sanitaria como fue, la edificación de “Hospitales de Laborantes” tanto en las “Indias” (Huancavélica y Porcho cerca de Potosí) como en la metrópoli (el de San Lorenzo del Escorial fundado en 1576,con su continuación en el de San Carlos, promovido por Carlos III en 1771). En Francia casi un siglo más tarde (Ordenanza real de Colbert del 15 de abril de 1689) se procedería también a la creación de hospitales para los trabajadores de arsenales militares.

Años más tarde en 1774, comenzaría a funcionar el Real Hospital de Mineros de Almadén (parece que existió un primer Hospital para “azogados” en tiempos de Carlos V) cuyo primer director fue el médico Francisco López de Arévalo autor de un informe sobre la penosa situación de los mineros remitido (1755) como carta a otro médico francés el Dr.François Thiéry y publicado en Paris posteriormente en 1791.

[5] El tiempo del primer Mercantilismo como señala Fernando Díez (2001,21) se movería entre los comienzos del XVI y el ultimo cuarto del seiscientos, – aunque otros autores lo retrotraen hasta el último cuarto del siglo XV-.

Por otra parte, este especial protagonismo durante el Renacimiento de la minería y los metales que caminaría de la mano de una todavía titubeante valoración del trabajo, no invalida su potente presencia en economías y sociedades anteriores especialmente la romana. La diferencia residiría sobre todo en dos aspectos: El tecnológico, en donde se superan las técnicas clásicas de drenaje, ventilación, entibado o tratamiento; y fundamentalmente, en el modelo de apropiación que pasa en las grandes explotaciones a ser propiedad –directa o por arrendamiento- de las grandes familias de la burguesía mercantil centroeuropea; los Médici, Függer,Welser, etc.; y en donde la mina o el ingenio tecnológico se encuentra sometido al capital –y simbólicamente a la ciudad-, en lugar de su vinculación con la tierra o la propiedad feudal.

Algunos historiadores como, por ejemplo, el francés Jean Gimpel (La révolution industrielle du Moyen Âge, Paris, 1975) hacen excesivo hincapié en los avances tecnológicos durante la Baja Edad Media considerándolos como exponentes de una verdadera revolución industrial. Posiblemente tenga razón en lo que se refiere a los aspectos estrictamente mecánicos o técnicos como fue la presencia y compleja explotación de la energía hidráulica por norias y molinos en las abadías del Císter; la minería de la piedra de sillería o la metalurgia del hierro. Las diferencias con la revolución industrial inglesa de mediados del setecientos e incluso con su brote renacentista, reside a nuestro entender en  los respectivos modelos de vinculación de la tecnología. Durante el medioevo con la propiedad de la tierra y sobre todo con la existencia de un escenario socio-cultural “amortizado” por el orden económico /teologal de la cristiandad. A partir del quinientos, la máquina, el trabajo, las técnicas, sin perder su contacto con la tierra, irán disolviendo su potente vinculación medieval para acercarse física y simbólicamente a la ciudad como metonimia del capital, y como espacio de sostén en los recorridos de “desamortización” de propiedades, cuerpos, ciencias y oficios, sin los cuales, difícilmente se podrá entender la verdadera, única y primera Revolución Industrial.

Además en la minería centroeuropea se dará un fenómeno parecido al experimentado por la industria textil en el XVIII y comienzos del XIX, que consistiría en la aparición de un acelerado proceso de proletarización de numerosos propietarios “artesanales”, que no pudiendo pechar con los gastos derivados de las nueva tecnología minera, no se les daba otro camino que trabajar como asalariados y vender sus explotaciones a los Függer o los Médici.  

[6] Las referencias a aspectos relativos a la salud o riesgos en determinados oficios en la obra de Villanova estaría a nuestro entender contenida exclusivamente en su obra “Speculum introductionum medicinalium”, aunque algunos autores como Michel Valentin (1978) incluyen además “De regimine sanitatis”, libro que García del Real( 1936,134) no atribuye a Villanova sino a un médico milanés llamado Magnino En el primero, en su capítulo LXXXIX intitulado “De artibus,” habla de la influencia de las condiciones ambientales en la salud de los obreros así como de la importancia de las posturas forzadas de algunos trabajos, señalando un variado listado de oficios afectados por determinadas circunstancias nocivas como los herreros, vidrieros, fundidores, hiladores, tintoreros, doradores, e incluso notarios.

En el segundo escrito, se haría algún comentario a la higiene de los oficios, con notas sobre las intoxicaciones por el plomo y los peligros de las sobrecargas físicas en el trabajo.

[7] Aparte la figura de Villanova, tendríamos como referencia de esta limitada pero significativa emergencia durante la Baja Edad Media de algunas manifestaciones y escritos relacionadas con la salud de los trabajadores, una obra titulada “Livre des métiers”, escrita por Etiènne de Boileau, a la sazón Prevot de París en 1268, y en donde se hace referencia entre otras consideraciones a la necesidad, de que los canteros que trabajaban en la construcción de la catedral utilizasen guantes como protección.

[8] Minería que en el caso español, giraría sobre todo alrededor del oro y la plata y a su vez como derivación en el mercurio. Metal que ofrecería un peculiar protagonismo no solo por su papel en el beneficio de los metales preciosos –sobre todo después del método de amalgamación (1555)ideado en las minas de México (Pachuca) por el comerciante sevillano Bartolomé de Medina (1497-1585) – sino por su potente y espectacular morbilidad y patología que además, se presentaba recubierta de un fascinante simbolismo jánico en la medida en que también curaba, y formaba parte junto con la sal y el azufre del universo hermético de Paracelso y de numerosos alquimistas, aunque si bien, –como advierte el profesor López Piñero (2002,264)- cuando los alquimistas hablan del mercurio, se están refiriendo al “mercurius philosophorum” y no al “vulgar”, que solía identificarse como azogue. 

 [9] En todo caso, detrás de todo este protagonismo económico de la minería y los metales fluiría una nueva mirada médica- que podríamos rotular como iatroalquímica- que yendo más allá de su cosmogonía críptica, se iniciaba en los caminos de la experimentación y la observación de astros, plantas, cuerpos y mundo subterráneo. A propósito de esta particular mentalidad científica y poniendo a Colón como ejemplo comentaría Rey Pastor con su habitual lucidez:

 “…El improvisado Almirante puede considerase en justicia como hombre de ciencia, dentro del modesto alcance que entonces se podía dar a este término, pues era un curioso del saber, un observador atento, a veces agudo, que desde el primer día anotó cuanto hecho físico pudo observar y buscó su explicación, no siempre atinada (…) pero frecuentemente acertada y siempre de carácter científico, en el sentido moderno, es decir, físico y no metafísico…” ( Julio R. Pastor: La ciencia y la técnica en el descubrimiento de América, Madrid,1942,14)

Probablemente, y con la excepción de algunos personajes como Paracelso, ( y por supuesto Agrícola) que presentaba una especial vinculación familiar y sentimental con la minería, los médicos que anotaron en sus obras referencias a los riesgos y enfermedades derivados de este tipo de trabajos, simplemente se tropezaron con el cuerpo de mineros y artesanos de manera fortuita y absolutamente lateral, a lo que pudo constituir el eje de sus preocupaciones científicas básicas organizadas alrededor de una relectura de la obra de Galeno o Pedacio Dioscórides desde el marco de un nuevo escenario conceptual, en donde el paradigma alquímico, modificaba sustancialmente el orden cerrado e inamovible del cosmos teologal del medioevo.

[10] Riesgos que, por otra parte, estuvieron desde la antigüedad continuamente documentados por numerosos autores: Estrabón, Plinio, Vitrubio, Lucrecio, Plutarco, Séneca, o Lucano…. presentando un potente imaginario de mortalidad y sufrimiento.

Hasta casi nuestros días “bajar a la mina” será adentrarse en los infiernos. Descender al último círculo subterráneo en el que Dante ubicaba castigos y dolor infinitos.

Antonio García y Bellido ( reseñado por José García Romero:2002,436) comentaría  en sus estudios sobre arqueología funeraria en la Bética, cómo la vida media de los mineros iba desde los 8 años en el periodo hispano-griego a los 12.años durante el Alto Imperio, mientras que la vida media de la población se situaba alrededor de los treinta años. De la misma manera en los siglos posteriores de la España romana con una vida media aproximada de 40 años, los mineros de Río Tinto se situaban en la horquilla de los 15-22 años (Blanco Luzón,1966; García y Bellido,1967; anotado por García Romero: 2002,435)

[11] En relación a la bibliografía sobre los riesgos en el trabajo de la minería y los metales consideramos en principio como referencias más relevantes las siguientes:

Ulrico Ellembog (1435-1499), con su folleto (Von der gifftigen besen Tempffen un Reuchen der Metal) para los orfebres de Hamburgo advirtiendo de los peligros de las emanaciones de los metales escrito alrededor de 1473 y editado en 1524.

Jean Francois Fernel de Montdidier (1497-1558), que en su libro de 1553 “Universa Medicina”, escribe sobre el cólico de plomo y las intoxicaciones mercuriales.

Georg Landmann o Bauer, (1494-1555) conocido por su nombre latinizado de Georgius Agricola, que en su emblemática obra “De re metallica libri XII” (1556) introduciría junto con la descripción de las patologías de la mina y la metalurgia, diversos comentarios sobre medidas preventivas y organizacionales…

Casi por la misma época, en 1569, el español Bernardo Pérez de Vargas escribiría con el mismo título que Agrícola “De re metallica” un tratado de minería en el que por la información que ahora tenemos parece que no hace ninguna referencia a enfermedades o riesgos de los mineros.

La primera obra de Agrícola sobre metalurgia y minería fue el “Bermannus sive de re metallica dialogus” publicado entre 1528 y 1530.

Fylippus Theophrastus de Hohenheim (1493-1541), llamado Paracelso, con su tratado “De morbis metallicis” (Von der Bergsucht und anderen Bergkrankheiten), escrito alrededor de 1533 y editado en 1567.

Hyppolytus Guarinonius (1571-1654), con su obra de 1610, Diegrewel der Verwüstung menschlichen Geschlechts.

Pietro Andrea Mattioli (1500-1577): Commentarii in libros sex Pedacii Dioscoridis Anazarbei, De materia Medica (1554)

Andrés Laguna (1499-1559): Annotationes in Dioscoridem Anazarbeum (1555)

Gabriele Fallopio (1523-1562), escribiría sobre los riesgos en la minería del mercurio en un libro publicado en 1564 y titulado “De Medicatis Aquis, atque de Fossilibus”.

Mateo Alemán (1547-1615): “Información secreta hecha sobre la visita del pozo y mina de los azogues de la villa del Almaden…” de 1593. Esta información desconocida hasta que el profesor German Bleiberg, la rescatase del olvido en 1965 (contenida en Estudios de Hª Social nº 2-3,1977) nos parece enormemente importante. Desde lo metodológico, constituye la primera utilización de dispositivos psicosociales en la investigación de riesgos laborales al utilizar la técnica de la entrevista abierta, junto con el desvelamiento de operadores agresivos que cuelgan directamente de las condiciones de trabajo y de un modelo organizacional – a lo menos para los “forzados” entrevistados- repleto de humillaciones psicológicas y corporales.

Andreas Livabius (1540-1606): Alchemia (1597)

Bernardus Caesius (1580-1630) conocido también como Bernardo Cesi ó Caesius de Modena, trató las enfermedades de los mineros (de los que decía que eran “hombres condenados a los metales”) en su obra publicada en 1636, “Mineralogía, sive naturalis philosophiae thesauri”.

Martin Pansa (1580-1626): Uno de los pioneros de la medicina social alemana, publicó en 1614 su “Consilium peripneumoniacum”.

Juan de Solórzano y Pereira, escribiría en 1639 su “Disputationem de indiarum yure…” en donde habla de las condiciones de trabajo de los mineros indígenas.

Samuel Stockhausen, médico alemán que aclaró (1654) las causas de un peculiar envenenamiento por plomo conocido como dolencia de Hütten-Katze (y que respondía a la misma sintomatología que el cólico seco descrito inicialmente por Galeno y Avicena para ser posteriormente etiquetado por Citois como cólico de Poitou o “pictonum” en 1616, y por Luzuriaga en 1797 como “cólico de Madrid”) debido en su versión alemana a la costumbre, de beber el agua que caía de tejados pintados con plomo blanco.En 1656, publicaría sus conclusiones en un libro con el título de “Libellus de lithargyrii fumo noxio morbifico, ejusque metallico frequentiori morbo vulgo…”

Paolo Emilio Zacchia (1584-1659), fundador de la medicina-legal, dedicaría diversos comentarios a las intoxicaciones derivadas de determinados oficios en su magna obra Quaestionum Medico-Legalium, comenzada a escribir en 1621 e impresa definitivamente en 1661 (Leiden).

Walter Pope (1630-1714), uno de los pioneros de la medicina laboral inglesa expuso por primera vez, (Philosophical Transaction, 1665), el proceso de intoxicación por óxido de carbono derivado de la combustión lenta e insuficiente, así como las enfermedades de los “azogadores” que utilizaban mercurio en la elaboración de espejos.

Athanasius Kircher (1602-1680), describe las condiciones de trabajo y las patologías de la minería en su obra “De Mundus Subterraneus” publicado íntegramente en 1665 (el primer volumen “Prodomus subterranei mundi se editó en 1657)

Johann Joachim Becher (1645-1685), ofrece observaciones y comentarios sobre las enfermedades de los mineros y los trabajadores de los metales en sus dos obras más importantes: “Natur Kundingung der Metallen, Metallurgia” (1660-1661) y “Physica subterránea” (1669)

Borrichius (1626-1690). “Enfermedades de los doradores” (1674)

Michel Ettmuller (1644-1683). Habla del mercurio como metal maldito, en su Mineralogía de 1683.

Francisco López de Arévalo: Informe-carta de 1755, sobre las condiciones de trabajo de los mineros de Almadén.

José Parés y Franqués (1720-1798) redactando en 1778, su “Catástrofe morboso de las minas mercuriales de la villa de Almadén de Azogue” (rescatada, editada y anotada gracias al trabajo de Alfredo Menéndez Navarro en 1998).

[12] En esta comparación Agrícola presentaría una posición particular. Se encontraría a medio camino entre los médicos que venimos en denominar “metalistas” y Ramazzini. Sus conexiones con la saga de los médicos de la minería son exclusivamente las derivadas de compartir un mismo escenario clínico; el de la mina. Pero su lenguaje y su metodología le acercarán totalmente a Ramazzini.

Paracelso, personaliza y singulariza la lectura sobre las enfermedades de la minería y los metales. No se tropieza con el cuerpo del minero como el resto de los metalistas, sino que va a su encuentro con una mezcla de piedad y sabiduría experimental. Todos ellos, Agrícola incluido, concentrarán y limitarán su mirada médica a la mina o a lo más, al obrador de algunos artesanos que trabajen los metales. Ramazzini, por el contrario, desplegará sus observaciones preferentemente en el espacio de la ciudad. En su abirragado suelo de intereses y productividades burguesas. Desde el profesor universitario hasta el sepulturero o la comadrona. Mientras que Ramazzini comienza el diseño de la Medicina del Trabajo, los metalistas, con Agrícola incluído, estarían tan solo pergeñando una cierta Medicina de Empresa.

[13] Cuando Agrícola termina de enumerar en el libro VI de Re metallica, las dolencias y accidentes de los mineros desde un diseño verdaderamente técnico sin concesiones simbólicas, aparecerán de pronto los peligros ocasionados por los “demonios subterráneos”: “…Sin embargo, en algunas de nuestras minas, si bien en muy pocas, existen otras plagas perniciosas. Estas son demonios de aspecto feroz, sobre los cuales he hablado en mi libro De animantibus subterraneis. Los demonios de esta clase se expulsan y ahuyentan por medio de la oración y el ayuno…” (G. Agricola: De re metallica –trad. Por Carmen Andreu de la edición de Basilea de 1556,-Madrid, E. Casariego, 1972-1992,226)

[14] Heinrich Buess: Paracelsus un Agrícola des Pioniere der Social und Arbétsmedizin, en su obra Deustsche Medizinische Wüchenschrift (1961). El artículo está traducido por el profesor López Piñero e incluído en la obra seleccionada por Erna Lesky: Medicina Social. Estudios y testimonios históricos. Madrid, 1984.

[15] “…Si deseas saber que la pimienta es caliente y el vinagre refrescante…que el ajenjo es amargo, la miel dulce…deberás verificar la aserción por medio de una experiencia…” (Anotado por Allen G. Debuy, 1985,45-46.)

[16] El que la naturaleza, los minerales y metales pudiesen estar sujetos a los “accidentes” entendidos como una consecuencia física/química – aunque fuese explicada desde el paradigma alquímico- suponía un cambio radical con respecto a la mentalidad medieval. En relación con esto, el sacerdote y estudioso de la minería Albaro Alonso Barba, en su obra “Arte de los metales” dedicará el capítulo XXI de su libro primero a comentar estos accidentes: “…El derretirfe, y bolverfe á quaxar, es uno de los accidentes de los metales; y aunque en otras cofas fe halla, tiene algo de particular en ellos. Es caufa de efto la humedad de que fe componen, que como la endureció el frio, el calor del fuego las derrite…” (Albaro A. Barba: Arte de los metales en que se enseña el verdadero beneficio de los de oro y plata por acogue, Madrid. En la Imprenta del Reyno, 1640,39.)

[17] Marco Terencio Varrón (116-27 a.n.e.) diferenciaba en su “Rerum rusticarum” (36 a.n.e.) tres clases de instrumentos de trabajo: Los instrumentos parlantes integrados por los esclavos, los que emitían sonidos como los bueyes y los mudos como las carretas y arados.

[18] Ramazzini, al comentar las enfermedades de los ladrilleros, después de referirse al modo como son atendidos en los hospitales por médicos que no tienen en cuenta sus condiciones de trabajo señalaría cómo estos trabajadores se encuentran, sobre todo: “…exhaustos y desechos por la fatiga…” (1983,308).

[19] “…Los filósofos que discuten sin cesar en las escuelas, los abogados que lo hacen en el foro y especialmente los profesores de la Universidad de Padua, los cuales, tras discursear desde sus cátedras hasta enroquecer, desde el principio del invierno hasta la primavera por instruir a la juventud estudiosa,(…) En cuanto a los políticos, los jueces y los que están destinados al servicio de los príncipes, consumidos por grandes fatigas y vigilias…van cayendo poco a poco en el marasmo (…) Desde luego, yo he observado que cuantos jurisconsultos y ministros he conocido, tanto en la Curia Romana como en otros lugares y en las cortes de los príncipes, todos habían sido castigados malamente por mil géneros de enfermedades…”

Bernardino Ramazzini: Tratado de las enfermedades de los artesanos, Madrid, 1983,278.

[20] Sus ideas sobre el control de pobres y vagabundos están contenidos en su obra “Tratado del remedio de pobres”, (Coimbra, 1579)

[21] En este sentido, la figura de Huarte de San Juan, completaría los intentos de racionalizar el discurso medieval sobre la productividad de los cuerpos, ampliándolo al de los estamentos privilegiados.

Normalmente, su “Examen de ingenios”, se utiliza como referencia comodina en la arqueología de la psicología diferencial, de la psicología social, o incluso de la medicina del trabajo. Nosotros que en el fondo actuamos en demasía, como arqueólogos compulsivos, no tendríamos nada que objetar en principio. Pero precisamente, uno de los aspectos más relevantes y que menos se comenta, sobre este autor, es que mientras que Vives o Giginta, establecen las productividades psicológicas y materiales de la pobreza, Huarte, las refiere a la “riqueza”; a las condiciones psicológicas necesarias para la productividad de las elites. En esta explanación, todo el discurso del médico navarro estaría preñado de un potente componente “eugenésico”.en donde de la mano de referentes platónicos, está abogando claramente por el establecimiento de un estamento de profesionales; los hijos de las burguesías emergentes e hijosdalgos con recursos; dotados de “ingenio”-eso si, diferenciado-, que funcione como sostén intelectual de las nuevas maneras de manejar y administrar el poder y los negocios del reino.

Aunque cite de pasada a Pedro del Monte; autor casi desconocido que propugna en su obra (según Iriarte,1948,181), “De dignoscendis hominibus” frente a su defensa de las disposiciones innatas, la primacía en la conformación de los temperamentos de la educación, y la industria; la propuesta de Huarte, no hará más que consolidar la idea de las dos “potencias generatrices”: La común con los animales, y la participante de las sustancias espirituales (op. c. Ed. Catedra, 1989,187) detentada por los hombres de ingenio. Para las gentes del común, con “mucha tierra en los músculos y nervios” no habrá lugar para la sabiduría, aunque la Naturaleza siempre, les encontrará alguna habilidad mecánica en la que sólo necesitarán del “sentido y movimiento,” como cualquier bruto o animal.

Para los hijos de los caballeros, de los comerciantes o de los menestrales situados, junto a las características genéticas, comenzaría a fijarse el inventario de personalidades y temperamentos propios de la futura psicología diferencial. Solo éstos, tendrán abierto el camino para el influjo tanto positivo como negativo de afectos y pasiones. En el resto de las gentes, lo psicológico/diferencial, ofrecería perfiles absolutamente romos. Para el trabajo mecánico, cuanto más emnublados estuviesen los afectos y los temples, tanto mejor, para el mantenimiento del “orden de la sociedad estamental”. En último lugar, su perfil psicológico correcto y deseado giraría alrededor de las devociones beatas, la sumisión y la obediencia.

[22] La visualización y medición del cuerpo estaría fundamentalmente contenida en la obra de:

Leonardo da Vinci (1452-1519), con su hombre de Vitruvian (1492)

Albrecth Durer (1471-1528), con su Tratado de la medida (1512)

Andrea Vesalio (1514-1564), en De Humani Corporis Fabrica (1543).

Su mecánica y su fisiología dinámica en:

Fabricio de Acquapendente (1537-1619), De musculis (1614).

William Harvey (1578-1657), Exercitatio anatomica de motu…” (1628)

René Descartes (1598-1650), De homine (1662).

Giovanni Borelli (1608-1679), De motu animalium (1680).

[23] En “La science des ingénieurs dans la conduite des travaux de fortification et l’architecture civile « (1729), Belidor continuará con los estudios experimentales para estimar la fuerza de los trabajadores, en el manejo de cargas, o en las labores de aserramiento de maderas presentando dentro de una patente y fría racionalidad productiva, algún atisbo de sensibilidad social retomada de su maestro el Mariscal de Vauban, a propósito de horarios que “les pousser plus” o condiciones de trabajo precarias que les fatigan y enferman “ les outrer et les exposer à devenir malades…” (M.Valentin, 1978,48)

[24] En estos siempre inacabados intentos por reconstruir la historia de la salud laboral, aparecen también referencias a científicos y personajes españoles. Uno de ellos pudo ser el insigne ingeniero y arquitecto canario Don Agustín de Betancourt y Molina (1758-1824).

Junto a su estudio sobre las minas de Almadén en 1783, parece que diseñó unos andamios especiales de seguridad en las obras para la complicada construcción de la Catedral de San Isaac en San Petersburgo. Construcción que según nuestros datos estuvo rodeada de incidentes como por ejemplo una masiva y mortal intoxicación por mercurio de todos los obreros que montaron la cúspide de la catedral, al estar ésta formada por una aleación de oro con mercurio.

[25] El inventario de estos científicos, algunos desconocidos en España y otros asociados estrictamente al mundo de la física, las matemáticas o la química como Reamar, Euler, Bernoulli, Lavoisier o Coulomb, contempló muchos más nombres que los hasta ahora reseñados. Entre ellos podríamos seguir citando a: Jean-Théophile Désaguliers (1683-1743); un físico e ingeniero de familia de hugonotes franceses, pero totalmente integrado en la cultura científica inglesa; protegido y colaborador de Newton.

Désaguliers, redactaría en el Londres de1742, un curso de física experimental traducido al francés en 1751 en donde recogería los resultados de varios estudios experimentales sobre el rendimiento y las cantidades máximas de trabajo posible en los oficios más diversos; desde los “mozos de cordel” londinenses a los porteadores de las “sillas de posta”; comparando la fuerza humana con la de los animales de carga (5 trabajadores por el rendimiento de 1 caballo) o la de los diferentes músculos del cuerpo (los extensores de las piernas frente a los lumbares).

Francois-Joseph de Camus (¿1672-1732?), un peculiar personaje cultivador de la física y las matemáticas y a la vez inventor de complejísimos y divertidos juguetes mecánicos, que publicaría en 1722 una obra emblemática en la constitución de la ergonomía. Su “Traité de Forces mouvantes pour la pratique des Arts et Métiers”, verdadera enciclopedia de las condiciones, procedimientos y medidas de seguridad en los oficios. Prestando una especial atención a todos los mecanismos (palancas, poleas, cuñas, tornillos…) que pudiesen disminuir la fatiga muscular humana.

 Estos autores, como el resto de los científicos de la primera mitad del setecientos estarían continuamente tratando de articular trabajo, fatiga y rendimiento en tiempos y cuerpos anteriores a la industrialización, y en donde los escenarios laborales, se situaban aún, más acá de la fábrica y de la fuerza del vapor. De ahí, el lugar central ocupado por la fuerza muscular. Su relación y equilibrio con la fatiga y a su vez, la presencia significante de los dispositivos animales o mecánicos, de ayuda y reproducción de la fuerza corporal del trabajador.

 [26] Sobre estos autores la mayor parte de las referencias manejadas están contenidas en la obra de Michel Valentin, “Travail des hommes et savants oubliés”, Paris, 1978.

[27] Idea a la que posteriormente se opondría Genovesi en las páginas de su “Lezioni di commercio”, en 1765, al considerar los trabajos mecánicos como útiles y necesarios para la prosperidad de la sociedad y de paso, apuntando la necesidad de su valoración y mantenimiento adecuado; proponiendo, lo contrario que Mandeville en la medida que: “…nunca el dolor pone en movimiento á los hombres, sino teniendo estos esperanza de poderlo sosegar, ó adormecer; pues quando empiezan a desesperar, no confiando en sus fuerzas, llega á amortiguarlos, y entorpecerlos de modo, que abandonan todos los medios, y se espantan de cualquier fatiga, como se observa en los esclavos. Estos principios demuestran quan errados van los que juzgan, que los pueblos son tanto mas industriosos, quanto mas miserables, mas escasos y mas infelices…”

Antonio Genovesi: Lecciones de Comercio ó bien de Economía Civil, traducidas del italiano por Don Victorian de Villava. Madrid, Impr. Joachîn Ibarra, (1785, I,39)

[28] Todavía a finales del ochocientos en un manual de tecnología popular, al referirse a los “motores de sangre”se decía lo siguiente: “…Se considerarán como tales el hombre y algunos de los animales domésticos, que son en España el caballo, el mulo, el buey y el asno…”

D.J.B. Sitges: Nociones de Artes Mecánicas y Procedimientos Industriales. Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1895,17.

[29] The Domestic Medicine, del médico escocés William Buchan (1729-1805), sería al lado de los Avisos al pueblo sobre su salud”, de Tissot una de las obras de divulgación médico/higienista más reeditada en España entre los finales del XVIII y primeras décadas del XIX. La edición original se realizó en 1769 y en 1772, fue revisada y ampliada por el autor. De esta segunda edición se hicieron las traducciones al castellano coincidiendo en la misma fecha de 1785, dos versiones diferentes. Una traducida del francés por Pedro Sinnot, formada por cinco volúmenes en 8º, cuyos tres últimos se publican en 1786 y otra que es la que nosotros manejamos, editada por Antonio de Sancha –en 4º menor- y traducida directamente del inglés por un sugestivo militar español: el coronel D. Antonio de Alcedo, quien nos cuenta cómo recogió el libro de manos de una prisionera inglesa durante el cerco de Gibraltar y fue compaginando la traducción con sus obligaciones castrenses. De la traducción de Alcedo –que sepamos- se realizaron reediciones en 1786, 1792,1798 y 1818.

También se tradujo al castellano otro libro de Buchan con el título de “El conservador de la salud de las madres y de los niños” editado en Madrid, por Fermín Villalpando en 1808.

Aunque la carrera profesional de nuestro médico escocés se resolviese durante bastantes años como director en el Hospicio de Ackwort (Edimburgo), y le inquietase poderosamente la mortalidad infantil – como prueba su segundo libro vertido al castellano-. y las condiciones higiénicas de la población en general, dedica un capítulo exclusivo, el II, a tratar de la prevención en las enfermedades de los trabajadores (páginas de la 42 a la 70). Lo interesante en este capítulo es que junto al énfasis en las medidas preventivas y los comentarios sobre las enfermedades de los oficios de siempre, van apareciendo algunas referencias al trabajo en las manufacturas (1785,61) y a oficios como el de soldado y marinero que aunque contemplados por Ramazzini parecen ocupar ahora un lugar más importante.

Buchan, aunque no se detenga tanto como Ramazzini en la descripción de las enfermedades, profundiza en algunas estrategias preventivas generales, relacionadas con la duración de la jornada y los deterioros músculo esquelético en los oficios sedentarios como zapateros, sastres, o cuchilleros que suponen el despliegue de claros criterios ergonómicos.

[30] La preocupación y el interés sociomédico por las condiciones de trabajo de los niños, constituye un lugar central, en el conjunto de informes y escritos producidos en los comienzos de la revolución industrial. El británico Charles Turner Thackrah (1795-1833) escribiría en su obra “The effects of Arts, Trades and professions on Health and Longevity” (1831) lo siguiente:

“…Ninguna persona humanitaria puede reflexionar sin desasosiego sobre el estado de miles de niños, muchos entre  los seis y diez años de edad, sacados de sus camas en la madrugada, llevados apresuradamente a las fábricas y mantenidos allí con un intervalo de sólo 40 minutos hasta altas horas de la noche, y lo que es peor, en una atmósfera malsana no sólo como el aire de la ciudad, no solo tan insuficiente en cuanto a la ventilación, sino, además, cargado con polvo tóxico.¿No se toma en cuenta la salud, la limpieza y el desarrollo mental? (…) A menudo incluso se disminuyen las horas de sueño, tan necesarias para los niños…”

                                                    Anotado por Rosen (1985,91-92)

[31] Con la obra de Charles Babbage (1792-1871), “On the Economy of machinery and manufactures” (1832), se abriría la presencia de los operadores organizacionales en el mundo de la empresa fabril moderna, como en cierta medida había ocurrido con Vauban y Belidor en relación a las obras de fortificación e ingeniería civil del XVIII. La diferencia reside en que ahora, el intento se mueve en otro modelo societario y tecnológico. Por ello, los dispositivos a utilizar tendrán que ser diferentes.

Este “evangelio industrial”, – como denomina al libro, su traductor francés, M. Isoard -, no tendrá más remedio para ser políticamente correcto que promulgar, como ideario de los establecimientos industriales ingleses: El aumento del bienestar de todos los trabajadores. La represión de abusos y fraudes; y por último, el respeto a la libertad de cada uno para disponer de su ritmo de trabajo y facultades.

[32] Esta contribución de los que podríamos denominar “ingenieros sociales”, en la racionalización de la productividad burguesa, no implica la ausencia en los mismos de sensibilidades humanitarias y de sentida consideración social, ante la situación de los trabajadores fabriles en los comienzos de la industrialización. Joseph-Marie Jacquard (1752-1834) por ejemplo, estuvo toda su vida obsesionada por suprimir los puestos de trabajo más fatigantes y penosos en el trabajo de los niños los “enfants tireurs de lacs”, que trabajaban encorvados debajo de los telares uniendo o enlazando los hilos que se rompían. De hecho, su prototipo de “metier á tisser” de 1801, contribuyó notablemente a eliminar o mitigar esta labor en los pequeños trabajadores. Villermé en su “Tablaux”, hablaría por primera vez de la fatiga psicológica debida a movimientos que se repiten con una “accablante uniformité” en locales que no reúnen condiciones de salubridad. En la misma dirección de sensibilización ante las condiciones del trabajo infantil se movería Robert Owen (1771-1858), que en su molino-factoría de Nueva Lanark (1797-1822), le prohibiría totalmente, instaurando para ellos en su lugar, escuelas de formación profesional.

[33] Avisos al pueblo sobre su salud, o Tratado de las enfermedades más frecuentes de las gentes del campo, redactada alrededor de 1760 por el médico franco-suizo Samuel Auguste Tissot (1728-1797), y publicada originalmente en francés (edición de Lausanne en 1761) fue una obra escrita para un público privilegiado. Las “fuerzas vivas”, de la sociedad rural, suiza y europea del momento. Como diría uno de sus comentaristas en la 6ª edición traducida por Juan Galisteo y Xiorro (la 7ª en castellano), era un “libro para que sea un mueble precioso en la casa del Labrador” (1795,20). Al igual que en  la “Medicina Doméstica “ de Buchan, la “Macrobiótica” del alemán Hufeland, u otros escritos de diversos autores franceses como Presavin o Tourtelle, bajo el transfondo, de un intento divulgador de conocimientos diagnóstico/terapeúticos más o menos acertados, estaría flotando el interés por desarrollar en las elites dirigentes ( propietarios , curas, señoras instruidas e influyentes, maestros y caballeros) una cultura higiénico/moral, que sirviendo inicialmente a finalidades estrictamente sanitarias contribuyese además al fomento y modelación entre las clases populares de cuadros perceptivos y comportamentales acordes con sus intereses.

Desde este abanico de objetivos, Tissot, ofrecerá un potentísimo componente rural/estamental, con la defensa de un modelo económico de corte fisiocrático y con vehemencias sociológicas ancladas en una fuerte resistencia a todo lo que podía conllevar el industrialismo y las formas de vida urbano/burguesas.

A pesar de que esta obra profusamente traducida al castellano (1773, 1774, 1776, 1778, 1781,1790.1795), presentase una clara defensa del modo de vida rural/campesina frente a la urbana/fabril, se exponen criterios terapeúticos y de materia médico/natural, que para la época pudieron servir para corregir la enorme incultura higiénico/sanitaria de la mayoría de la población europea. Paralelamente expondría algunos criterios desde los que se recogen riesgos por otro lugar patentes y obvios, del jornalero rural cómo los referidos a:

El trabajo excesivo y continuado. (Hernias y cuerpos “quebrados”)

Exposición excesiva por su trabajo a accidentes, heridas, contusiones y cortaduras.

Descanso en lugares fríos y cambios de temperatura.

Inclemencias del tiempo

Alimentación y bebidas inadecuadas

Condiciones higiénicas e inadecuadas de viviendas y parajes.

Y, sobre todo, “la suma pobreza… y no tener el suficiente alimento” (1795,28).

[34] El establecimiento de relaciones entre las condiciones sociales y la enfermedad en general, ha experimentado algunos bosquejos irregulares y muy individualizados, con antelación al setecientos. Ciñéndonos exclusivamente a España, junto a la conocida figura del dominico Fray Francisco Gavaldá, tendríamos anteriormente los comentarios de otro religioso, el jesuita Padre Gesti, que, con motivo de un informe sobre la peste de Barcelona en 1557, diría:

“…la pobreza, les quita a los pobres la libertad de huir…que son los que suelen quedar en tal tiempo y éstos son los que hasta aquí comúnmente han muerto…”.

Anotado por Bernard Vincent en “Les épidémies dans L’Espagne des années 1555-1557”, artículo contenido en la obra colectiva “Le corps dans la société espagnole des XVI et XVII siècles”, Paris. Publications de la Sorbonne,1990,144.

[35] Algún día habrá que inventariar los nombres y la obra de todo este conjunto de médicos y proto/sociólogos que desde finales del XVIII, y hasta los años 40 ó 50 del XIX, proyectan su mirada profesional, no tanto sobre el cuerpo del trabajador como sobre las características de un nuevo modelo de sociedad, que determina cotas alarmantes de enfermedad y mortalidad entre las clases populares.

Solamente contemplando los incluidos en el libro de Engels sobre la “Condición de la clase obrera en Inglaterra” (1845) y “El Capital” (1867) de Marx, hemos contabilizado 35 nombres de médicos, la mayoría británicos, en esta situación. A ellos habría que añadir, italianos, portugueses, alemanes, belgas y norteamericanos. Entre éstos últimos solamente apuntar el nombre de Benjamín Mc. Cready, (anotado por Sigerist, 1946,64) autor en 1836, de un libro sobre la situación sanitaria y enfermedades profesionales de los trabajadores norteamericanos: “On the Influence of Trades, Professions, and Occupations, in the United States, in the Production of Disease” NY, (1836).

[36] Thomas Percival (1740-1804), escribiría en 1789 un informe sobre la situación sanitaria de los trabajadores (en particular de los niños) textiles de Manchester. Estos escritos no sólo de Percival, pudieron estar detrás como apunta Rosen (1974), de la promulgación posterior de las primeras leyes sociales británicas, como la de 1802, que en teoría limitaba el trabajo de los niños a las 12 horas diarias. Nosotros pensamos por el contrario que simplemente, lo que realmente obligaba a esta cicatera legislación estaba motivado por las propias necesidades de productividad eugenésica/política del imperialismo británico, que veía como la población útil para la guerra y el trabajo, se iba debilitando progresivamente.

En los Estados alemanes y del Imperio Austriaco, el protagonismo inicial estuvo representado por Johan Peter Frak (1745-1821), con su discurso inaugural de 1790 en la Universidad de Pavía, seguido por su magna obra enciclopédica “System einer Vollständigen Medizinischen Polizey” (1779-1819). Realmente y a pesar del significado que pudo tener la obra de Frak, para el desarrollo de la sanidad pública en Alemania y Austria como broche final del cameralismo ilustrado, a nuestro entender, se circunscribió mayoritariamente a escenarios laborales y sociales alejados del industrialismo y todavía anclados en la sociedad rural, como en cierta medida ocurriría con los escritos posteriores de Virchow y Neumann.

Una mayor penetración en los escenarios fabriles tendría la actividad de los sociomédicos y reformadores británicos y franceses. Así, paralelo al de Thackrah, estaría el informe de James Philips Kay (1804-1877), “The Moral and Physical Conditions of the Working Classes employed in the Cotton Manufacture” (1832), seguido de los estudios de Thomas Southwood Smith (1788-1861) y Neil Arnott (1788-1874), que participaron en la creación de una atmósfera colectiva que pudo impulsar la promulgación de las Leyes de Fábricas inglesas de 1834, y a su vez, suministraron material científico al ingeniero y abogado Edwin Chadwick (1800-1890), para su famoso “Report” de 1842.

Posiblemente hayan sido los sociomédicos franceses junto con personajes excepcionales como Engels y Marx, los que, con mayor énfasis y emoción, han descrito y enmarcado la salud y la enfermedad del nuevo proletariado fabril; desde la articulación del saber fisiológico, con las condiciones de trabajo y el contexto socioeconómico de los inicios del industrialismo. Por primera vez en el relato médico o sociológico van apareciendo numerosas referencias a un nuevo constructo del enfermar laboral. El de fatiga “psicofísica”, al que con diferencias exclusivamente formales hacen referencia tanto Villermé, en su “Tableaux” de 1840, como Engels en su obra de 1845, sobre la situación de la clase obrera inglesa, o posteriormente el Marx del Libro I, de El Capital en 1867.

A costa de extendernos y volviendo a Francia, queremos hacer alguna referencia a varios pioneros olvidados de Higiene Industrial europea. El primero sería Antoine-François de Fourcroy (1755-1809), que traduce en 1777, “De Morbis Artificum” por primera vez al francés, intentando con sus comentarios acoplar la obra de Ramazzini a los nuevos tiempos de la manufactura y la máquina. El segundo, Philibert Pâtissier (1781-1863). El mérito de este médico está en la puesta al día de la traducción de Ramazzini por Fourcroy; teniendo ya, mucho más presentes, los problemas derivados del maquinismo y la aparición de nuevos oficios. En su Traité des Maladies des Artisans “d’après Ramazzini” (Paris,1822), incluye numerosas notas a propósito de las medidas de prevención relativas a la nueva maquinaria junto con el apunte de nuevas enfermedades profesionales como por ejemplo el cáncer de “ramoneurs” (deshollinadores).

El último de nuestros personajes es Alexandre Jean-Baptiste Parent-Duchatelet (1790-1836), el principal acuñador de la Higiene Pública de la industrialización y pionero de la Higiene Industrial, junto con sus sucesores Ambroise Tardieu (1818-1877) y sobre todo Maxime Vernois (1809-1877).

Parent-Duchatelet, aunque publique su obra más representativa en 1836, bajo el rótulo de Higiene Publique, en los dos volúmenes de que se compone ofrece interesantes peculiaridades. Por una parte enfoca la salubridad urbana y pública desde la problemática del asentamiento fabril e industrial en general. En segundo lugar, las condiciones higiénicas de los establecimientos industriales y sus estrategias preventivas apuntan no sólo a la salud pública, como a la de los propios trabajadores. A partir de este diseño nuestro autor, integrará la Higiene Industrial, el desarrollo y consolidación de un nuevo modelo de Higiene Pública, que se desembaraza de la “circunfusa” clásica, para situarse en el espacio/tiempo de la Revolución Industrial.

[37] Marsilio Ficino (1433-1499), filósofo, médico y humanista, fundador de la famosa Academia florentina De Careggi, se le puede considerar un pionero en la adscripción de determinados trastornos emocionales; (los que hoy en día entenderíamos como depresión), a las profesiones intelectuales y en especial a los artistas. En su escrito “Studiorum valetudine tuenda”, al que hacen referencia Ramazzini y Feijoo, sacaría la melancolía de la hipocrática perversión de los humores para situarla en el terreno de los comportamientos y la actividad, de unas determinadas profesiones; acuñando en cierta medida este tipo de malestar o enfermedad, como característico de las gentes dedicadas a los oficios “literarios” como rotulación genérica de todo menester diferenciado del mecánico o manual.

[38] Nosotros hemos utilizado la traducción de Félix G. Xiorro (hermano de otro traductor de la obra de Tissot, Juan Galisteo) por parecernos más completa que la edición de 1771, impresa en Zaragoza por Francisco Moreno y traducida por Alexandro Ortiz, que consta tan solo de 160 páginas en 8º, mientras que la que nosotros hemos manejado tiene 338 en 8º mayor, descontando los capítulos sobre el “cólico plúmbico” y el “vómito negro” no incluidos además en aquella.

[39] Estas iniciales sensibilidades alrededor de los efectos del ánimo y las emociones en la salud, estarían también esbozadas en la “Medicina Doméstica” de William Buchan, comentando la necesidad de: “…Desarraigar las preocupaciones dañosas y perjudiciales…” (1786, XLIII)

y resaltando que:

“…Es tan grande la fuerza del ánimo sobre el cuerpo, que por su influencia se pueden acelerar o retardar todos los movimientos vitales, hasta el último grado: asi vemos que la alegria y el buen humor avivan la circulación, y promueven todas las secreciones, y que la tristeza, y la meditación profunda la retardan…” (1786,62).

Añadiendo más adelante:

“…Las Pasiones tienen grande influencia en la causa, y cura de las enfermedades (…) á nosotros nos basta saber que hay establecida una recíproca conexión entre las partes corpóreas, y las mentales, y que todos los desordenes, ó indisposiciones de las unas deben participar las otras…” (1786,127)

[40] El comentario está anotado por Rosen en su obra de 1974, “De la policía médica a la medicina social” en los siguientes términos:

“…términos como spleen y vapors se usaban para diferenciar médicamente entre personas de condición y plebe, una distinción en la que basó George Farquhar una escena de The beaux stratagem. Archer, un caballero que ha perdido la fortuna disfrazada de valet, comenta inadvertidamente: Mi bebida habitual es el té…esto me lo prescribió el médico como remedio para el spleen. A lo cual otro sirviente exclama ¡Cómo…un lacayo con spleen!, y la señora Sullen, con la que está hablando Archer, dice, “Yo pensaba que la indisposición sólo era propia de la gente de alcurnia”. Después de lo cual, Archer replica” Señora como todas las modas, ésta también pasa y desciende entonces a los sirvientes” …”

                                                                                                                     (op. c. versión en castellano de SigloXXI, 1985,57)

A propósito de los “vapores”, Tissot, en su “Aviso al pueblo acerca de su salud”, comentando sobre las enfermedades de los nervios y los desmayos (1795, págs, 299 y sigs.), advertiría, que “son casi desconocidas de las personas á quienes en particular se dirige esta Obra…”, señalando los “vapores” o “mal de madre”, como una de las indisposiciones nerviosas que sufren fundamentalmente las gentes de la ciudad, aunque algunas veces los lugareños “tienen la desgracia de padecer”.

[41] En nuestro país la institucionalización académica de la higiene fue endeble y lenta. Con la excepción pionera del Colegio de Cirugía de Cádiz que contaría desde 1752 con las enseñanzas de la higiene naval, no hay una cátedra de Higiene propiamente dicha hasta 1843 en la facultad madrileña de San Carlos, mientras que la de Paris se inaugura en 1794. (ver Mercedes Granjel,1983)

Por otra parte, la Higiene Pública presentaría un lugar marginal, con un peso limitadísimo de la higiene de los oficios hasta aparición de la Higiene Pública (1847) y el brevísimo periodo docente de Monlau, (unos meses durante 1854 y 1868) y la etapa de Giné y Partagás en Barcelona en 1866.

Para entender un poco la cultura higienista que produce la universidad en los médicos españoles hasta mediados del XIX, basta con repasar los manuales oficiales que se utilizan en las aulas, junto con las traducciones al castellano de las pocas obras de higiene comercializadas antes de 1846.

Como textos oficiales hemos consultado por orden cronológico:

“Elementos de Hygiene ó del influxo de las cosas físicas y morales en el hombre” (1796) de Étienne Tourtelle, y con ediciones españolas en 1801 y 1818.

“Nuevos elementos de Higiene” (1827), de Charles Londe, con una 1ª edición española en 1829, y la 2ª, de 1843, aunque posiblemente haya otra tercera.

“La Macrobiótica, ó arte de prolongar la vida del hombre” (1797) del alemán Christoph Wilhelm Hufeland, con traducciones anotadas por nosotros en 1839 y 1840.

Otros autores con versión al castellano que hemos considerado de interés han sido:

Jean-Baptiste Pressavin, con su “Arte de conservar la salud y prolongar la vida ó Tratado de Higiene” publicado originalmente en 1786 y con ediciones en español en 1800,1804 y 1819.

François Enmmanuel Fodéré, “Las leyes ilustradas por las ciencias físicas ó Tratado de Higiene Pública. Primera edición francesa de 1798 y edición española de 8 volúmenes in 16, publicados entre 1802 y 1803 los tres últimos.

Léopold Deslandes, “Compendio de Higiene Pública y Privada” (1827) y con una sola edición española en Gerona (1829 el tomo I y 1830 el II).

François Foy, “Manual de Higiene”, impresa en Madrid, en 1845.

Pues bien, en los tres libros utilizados como textos oficiales de Higiene privada o pública, La Macrobiótica de Hufeland, no ofrece ninguna referencia al trabajo o los oficios, moviéndose además en un escenario médico homeopático y totalmente alejado de la racionalidad fisiológica de los textos franceses. Según Mercedes Granjel (1983,27) esta obra se recomendaría como texto poco después del trienio; manteniéndose hasta 1841.

La obra que presenta referencias más abundantes con respecto a los oficios es sin duda la de Tourtelle. Curiosamente, son sus Elementos de Higiene el libro de texto oficial en los periodos liberales de estos años. Desde 1812 hasta la vuelta de Fernando VII, y durante los años del Trienio.

Aunque Tourtelle parta de un claro imaginario estamental con reticencias frente a la populosa ciudad fabril/comercial, como “hogar de las enfermedades epidémicas y nerviosas” (1818, TI,6) y en donde sus habitantes se ven “oprimidos de mil males” mientras que “…los aldeanos ocupados todo el día en sus trabajos(…) cantan en medio de ellos…gozando de salud…” (1818, TII,261). Ofrece una serie de comentarios interesantes sobre los efectos de la fatiga en las profesiones mecánicas a las que clasifica en “penosas” y “sedentarias” (TII pág, 264 y sigs.). En las primeras el descanso en la tarea es primordial; y en las segundas, las variaciones posturales y el ejercicio. A pesar de su sensibilidad ruralista, señala con toda claridad que es totalmente falso que los trabajadores vivan más, “son viejísimos a los 60 años”, para a continuación expresar una idea premonitora: “…las afecciones nerviosas son muy comunes en las gentes de aquellos pueblos que se ocupan solo en manufacturas…” (1818,267).

La obra de Londe en dos volúmenes también, presenta un diseño fisiológico total, afirmando ya desde el prólogo que son los órganos a través de los “excitantes o modificadores funcionales” los destinatarios de la higiene. De esta forma, se consolidaría la fisiologización de la mirada médica sobre el cuerpo del trabajador, y en cierta medida obscureciendo y olvidando lo más importante del discurso ramazziano. Sobre este aspecto comentaría Londe:

“…Todas las profesiones imaginables, así como su distinción, se derivan del ejercicio particular de ciertos órganos ó sistemas de órganos, ó ya sea de la impresión que sobre estos órganos o sistemas de órganos hace la repetición de determinados modificadores. En efecto, ¿Qué es la profesión del mozo de cordel, sino una repetición del ejercicio de los músculos de los lomos y de las espaldas…” (1829, TI, ¿XLVIII)?

En relación al resto de autores y obras citadas, el texto de Fodéré, no sería más que un manual de diseño cameralista, sobre “policía médica” a la francesa. De los ocho volúmenes de la obra en la edición española dedica a la Higiene Pública parte del 6º (desde la pág.109), y el 7º y 8º. La higiene o salud de los trabajadores (aunque piense en ellos) con la excepción de capítulo dedicado a la higiene militar, es desplazado hacia la sociedad, (en realidad a la ciudad burguesa) en buena metodología cameralista. Así cuando habla de la salubridad en las fábricas las considera como una especie de enfermedades epidémicas comentando:

“…De aquí los cólicos, las angustias, los males horribles que despedazan al que vive tranquilamente cerca de los talleres y fábricas en que se trabajan ciertas materias peligrosas á la vida animal…” (1803,114-115).

En el capítulo VI (Vol.7º) dedicado a la “Conservación de los hombres en los exercitos”, Fodéré expone un comentario que de alguna manera introduce relaciones entre situaciones de ansiedad o estresantes con la salud, ( y no obstante como es habitual referido a los “jefes”) cuando dice:

“…continuas inquietudes y de las meditaciones profundas con que deben esforzarse á adivinar las resoluciones del enemigo, á evitar sus emboscadas, y á prever muy de antemano todos los sucesos de la guerra…” (1803, TVII, 284).

El libro de Pressavin, se mueve en un horizonte muy próximo a Tissot, si no fuera por la presencia de un andamiaje fisiológico más elaborado. La salud de los trabajadores la toca siguiendo el esquema canónico ilustrado de las cosas “nonnaturales”, en el apartado del “ejercicio y reposo” con una tendencia clarísima a la absoluta desociologización del trabajo como cuando comenta que los obreros del campo, aunque trabajen bajo un inmenso calor, se muestran alegres frente a las gentes ociosas de la ciudad que no tienen fuerzas “para resistir el más leve trabajo”. La explicación de Pressavin es únicamente fisiológica basada en los efectos del trabajo sobre la circulación de la sangre y los humores que “mantienen el tono y vigor de la fibra animal”. (1819,222). No se le ocurre pensar que, si trabajan bajo un sol de justicia, es, porque no les queda más remedio.

La obra de Deslandes pasa totalmente de largo por la higiene del trabajador dedicándose en el capítulo de las profesiones íntegramente al trabajo intelectual, en donde desarrolla con cierta profundidad la relación entre fatiga y enfermedad (1830,II,180), para a continuación expresar una interesante idea sobre la presencia de lo intelectual o mental en el trabajo industrial que nos parece interesante al comentar que aún en el trabajo más rudimentario o mecánico nunca hay una ausencia absoluta de “trabajo intelectual” (1830,II,185).

Y por último tenemos el Manual de Higiene de François Foy, editado en Madrid por la imprenta de Ignacio Boix en 1845, a un año de la edición española de un resumen de la Higiene Pública de Michel Lévy, y a dos de la Higiene Pública de Monlau. El Dr. Foy introduciría con este librito un cambio radical en el diseño clínico / fisiológico de sus antecesores y puede que influyese de alguna manera, en la mentalidad higienista de los médicos españoles de la época. Con relación al trabajo, y bajo la influencia de la escuela de los Anales de Higiene Pública, (Villermé, Parent-Duchatelet…), retoma el protagonismo de las condiciones de trabajo y la especifidad de los oficios, en la construcción de la higiene de las profesiones. A éstas, dedicará en su obra cerca de diez hojas, que en comparación con los autores precedentes nos parece significativo. Para no alargarnos más en esta nota incluimos una sucinta cita para darnos una idea del cambio de criterio manifestado en esta obra que ha pasado desapercibida:

“…Es un hecho admitido e incontestable que cada profesión tiene sus enfermedades propias ó particulares (…) La industria, que imprime á nuestra época un sello propio, peculiar y al mismo tiempo tan lleno de movimiento, tan positivo, aleja al hombre de sus hábitos naturales…” (op.c. 339-340).

[42] Por ejemplo, Benoiston de Chateauneuf (1776-1856), un polifacético personaje; médico ingeniero militar y estadístico; que colaboró con Villermé en la redacción de su famoso “Tableaux de l’etat physique et moral des ouvriers…” (1840), participaría en 1829 junto con el propio Villermé, Esquirol, Parent-Duchâtelet y el español Orfila, en la creación de los famosos “Annales d’Hygiène Publique et de Médecine Légale”.

[43] Werner Plum (Duisburg, 1925), es un sociólogo alemán poco conocido en España, miembro de la prestigiosa institución fundada por socialdemócratas alemanes en 1925, la Friedrich-Ebert-Stiftung. La obra en cuestión se titula “Relatos obreros sobre los comienzos del mundo laboral moderno”, Bon, (1976). El conocimiento de este libro editado en versión castellana por ILDIS de Bogotá (s.a.) se lo tengo que agradecer a mi compañero de trabajo en Fraternidad-Muprespa, Gregorio Benito Batres.                                                                                                     

Los versos trascritos son obra del poeta alemán Heinrich von Reder (1824-1909), contenidos en sus “Apuntes líricos” (1893) y anotado por Plum en la edición de Bogotá en la página 15.

[44] Alrededor de 1850, cuando se inician en el Real Instituto Industrial de Madrid, los estudios de ingeniería industrial, parece que comienzan a impartirse clases de Higiene y Seguridad Industrial; siendo su primer profesor Benigno Carbayo. (anotado por José Mª Martínez Val, 2001,52.)


 

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