LA MEDICINA E HIGIENE MILITAR EN LOS SIGLOS XVIII Y XIX: UNA OLVIDADA MEDICINA DEL TRABAJO
Rafael de Francisco, 2001
I. Consideraciones previas
Aunque en un principio pueda parecer que el ejercicio de la guerra o la actividad militar, constituye algo lejano al mundo del trabajo y que, por lo tanto, la medicina o la sanidad militar no tendría mucho que ver con lo que podíamos entender en la actualidad como medicina del trabajo, lo cierto es, que las coberturas y operativas encaminadas a prevenir y tratar enfermedades o accidentes y heridas en los contingentes militares y de la marina de guerra, pueden entenderse sin grandes esfuerzos, como una más, de las estrategias sanitarias dirigidas a la procura de la salud en gentes dedicadas a un determinado oficio, que, además, ha incluido y contemplado variados formatos de remuneración y de relación contractual que, aunque diferenciadas de la laboral en sentido estricto, han supuesto sin duda, espacios de tiempo y de vida, que envolvieron y determinaron la supervivencia de innumerables seres humanos a lo largo de la historia. Por otra parte, las diversas regiones de lo militar como actividad voluntaria, forzada o asalariada, suponen una modalidad de prácticas productivamente útiles –aunque lo sean principalmente para el Estado – y, a la vez, organizadas y reguladas que, perfectamente, pueden ser consideradas como un oficio. Recordemos, que en su “De morbis artificum” (1700), Bernardino Ramazzini, incluía el oficio de soldado en su panoplia de profesiones y oficios y, que en la actualidad –incluida España – una vez olvidado el modelo de los ejércitos nacionales de recluta obligada, forma parte de un campo de actividad laboral idéntica al de cualquier funcionario o profesional de las administraciones públicas. Además, durante largos periodos de tiempo en la historia europea y, especialmente durante el XVIII, el XIX y buena parte del XX, la actividad de muchos varones de las clases populares se repartió entre el ejército o la marina y el trabajo agrícola o industrial; de manera incluso, que muchos de los deterioros de salud derivados de su larga permanencia como soldado proletarizado (algunas veces hasta más de 10 años), como por ejemplo, la fiebre amarilla, el tifus, reumatismos, secuelas de las heridas de guerra o el debilitamiento general, repercutirían como refuerzo morbígeno en los quebrantos propios de los oficios. En este sentido, podríamos considerar las condiciones de trabajo del soldado como una variable determinante de la salud global de miles de trabajadores europeos que accedían a la fábrica o a su profesión, con severas mermas y deterioros en su capacidad fisiológica y en sus condiciones de salud. Por otra parte, la reflexión sobre la higiene y la medicina militar como estrategias de protección y cobertura de un modelo peculiar de productividad de las gentes, nos puede ayudar además a completar el circuito comprensivo sobre el sentido y utilidades de las otras tecnologías sanitarias sobre la salud de las clases populares y, analizar solapamientos, similitudes, divergencias e intereses entre los escenarios bélicos y los del trabajo, como una cartografía total de espacios/tiempos y dispositivos significantes para la consecución del gradiente de rendimiento y disciplinamiento adecuado, sobre los cuerpos de los trabajadores durante siglos. No nos parece exagerado pensar que, en el proceso de acumulación y creación de poder y riqueza de las burguesías europeas, se entrecruzaron y se reforzaron mutuamente las plusvalías del trabajo y las de la guerra. Todas ellas, como resultado del esfuerzo y las penalidades de los sectores más débiles y sacrificados de la población. Repetidamente venimos haciendo hincapié en el carácter sociopolítico y funcional, que hizo posible el nacimiento de la medicina del trabajo en las primeras décadas del XIX como disciplina médica, al hilo de las leyes de aseguramiento de la accidentalidad de los obreros industriales. En líneas generales, este carácter funcional/productivo, estaría también presente algunos siglos antes en el proceso de construcción de la medicina militar europea y española. Posiblemente, en la guerra o, en los enfrentamientos tribales de los primeros milenios del Neolítico que, difícilmente contemplaban enfrentamientos de más de 40 individuos (Molins, 1982 en Massons, 1994), estuvieron presentes sanadores, capaces de actuar empíricamente sobre heridas y contusiones como lo atestiguan abundantes registros de la paleopatología con ejemplos de fracturas en huesos largos perfectamente consolidados, que, apuntan a que el guerrero o trabajador neolítico pudo ser asistido o curado por expertos, en determinadas ocasiones (Guerrero y Sala, 1985 en Massons, 1994). No obstante, hasta la aparición de la organización militar romana2, estos protomédicos y/o, protocirujanos, no formarían parte, de un colectivo estructurado como tal. Serían médicos adscritos al séquito real; simples combatientes con determinadas habilidades sanitarias o, excepcionalmente, médicos con un cierto protagonismo militar como parece desprenderse del relato homérico en la Ilíada3. Otras veces formarían parte de la numerosa “impedimenta” que solía acompañar a las unidades militares formada por un abigarrado contingente de gentes en las que presumiblemente irían, curanderos y sanadores. De cualquier manera, y, pasando por alto el gran ejemplo organizativo romano, el establecimiento regulado de la medicina militar europea será un acontecimiento parejo al de la racionalización y progresiva burocratización que el mercantilismo necesitaría imprimir sobre el desmembrado tejido organizacional de la sociedad tardomedieval. Siendo sobre todo a partir del XVIII el momento en que, sin olvidarnos de significativos ejemplos anteriores, se regula la administración militar europea y española como antesala de la posterior construcción de los “ejércitos nacionales” del XIX, sustentadores de las nuevas sociedades industriales en su triple papel de clientes, protectores del mercado, y pretorianos de la “paz social”. Si la medicina del trabajo nace con la fábrica y la máquina herramienta bajo el manto tutelar de los seguros sociales, la medicina militar nacería paralela a la manufactura, bajo el diseño productivista del mercantilismo; aunque anteriormente, durante la Baja Edad Media4 asistiremos a una cierta presencia de operativas y ordenamientos de cobertura médica y quirúrgica tanto en la marina, como en los ejércitos terrestres. Probablemente el inicio de estas estrategias sanitarias fuese unido al despegue comercial de las ciudades europeas en las regiones de la Hansa, el norte de Italia y, el mediterráneo catalán/aragonés que, desde el plano militar, supondría la sustitución del modelo organizacional de la “mesnada palatina” o “milicia feudal”, por contingentes “asalariados” de carácter más o menos profesional5. A partir del siglo XIV, este modelo de milicia contractual se iría imponiendo en la Europa premercantilista como algo relacionable y coherente con el papel que las actividades mercantiles y comerciales estaban imprimiendo en la sociedad renacentista. El soldado o el marino se convertirían en productores estimables –y en cierta medida, escasos – para la consecución y mantenimiento del poder de la República, ahora claramente sostenido y diseñado desde un orden económico y productivo diferente al teologal/medieval de las economías de la salvación.
Precisamente, una de las primeras disposiciones de cobertura médico militar –en este caso naval– tuvieron su origen en las expediciones político/mercantiles de la Corona de Aragón a partir de diversas ordenanzas, como la promulgada en Tortosa en 1331 por Alfonso III, o la de Pedro IV en 1359, en la que disponía para cada navío de guerra la asistencia de un “metge o barber per galea” (Massons, 1994: I, 38)6. Posteriormente, es obligado hacer mención a la cobertura médico sanitaria en las campañas militares de los Austrias durante la larguísima contienda de casi ochenta años en los Países Bajos, en la que como apuntase Felipe Ruíz Martín en su prólogo a la edición española de la obra de Parker7 sobre el Ejército de Flandes, estuvieron presentes multitud de razones y circunstancias de orden social, económico y mercantil, como infraestructura terrenal de un entramado moralizante basado en la defensa de la cristiandad católica. Precisamente en este prólogo el profesor Ruiz Martín adelantaría un interesante punto de vista, sobre las causas del particular comportamiento emocional del contingente castellano en los Tercios, y de la figura del soldado “roto”, sobre lo que insistiremos a continuación, y que representa una lúcida reflexión sobre las repercusiones en la salud y la actividad profesional –en este caso militar– de factores psicosociales. De cualquier manera, la cobertura médica/asistencial en el numeroso y variado ejército de Flandes durante estos años que Parker data entre 1567 y la Paz de los Pirineos en 1659, la podríamos considerar según los testimonios documentales y de algunos historiadores, como bastante aceptable. Es más, el historiador británico Geoffrey Parker (1985: 211) comentaría que el Ejército de Flandes llegó a disponer de “una admirable atención médica”, con un médico y un cirujano titulado por cada Tercio8. René Quatrefages (1979), habla de la existencia de un médico y un cirujano por aproximadamente un contingente de 2.200 soldados, señalando el compromiso que tenían los capitanes de compañía en la salud de su gente. Además, cada compañía contaba con un barbero-sangrador que junto a su tarea “estética/higiénica” sería el encargado de las primeras curas durante la batalla. En cuanto a cobertura hospitalaria aparte de los numerosos hospitales de campaña se contó a partir de 1585, con un gran hospital permanente9 en la ciudad de Malinas, que según Parker (1985: 211), llegaría a contar en 1637 con 330 camas10. Lo más interesante11 de este centro era su carácter de institución mutual12, dado que para su sostenimiento –y para toda la asistencia sanitaria en general– aparte del presupuesto de la Real Hacienda estaban las cuotas que pagaban no solo los soldados sino, la oficialidad hasta el empleo de capitán (de un real al mes los soldados y 3 el sargento, a 5 reales el alférez y 10 el capitán)13.
Como adelantábamos anteriormente, durante el transcurso del conflicto político-militar de los Países Bajos, surgiría por primera vez una patología de claro origen psicosocial, que fue rotulada como “mal de corazón”, y considerada como causa de baja absoluta para el servicio de las armas. Otras veces se denominó o se decía del soldado que la padecía, que estaba “roto”. Lo significativo en la detección de esta patología de corte depresivo, que podríamos considerar como una neurosis de guerra o, incluso, como un cuadro de estrés profesional del soldado, será sobre todo su tratamiento administrativo por las autoridades militares al considerarlo causa inmediata de “baja absoluta” para el trabajo o la actividad profesional del soldado, siendo éste licenciado y enviado a su casa; algo muy difícil de conseguir durante la campaña de Flandes, en la que muchos soldados permanecían en filas sin ser licenciados durante más de veinte años, y solamente lo eran, cuando padecían una enfermedad incurable o estaban tan mutilados que eran inhábiles para combatir14. Geoffrey Parker (1985: 213), apuntaría que estos soldados a los que se diagnosticaba el “mal de corazón”, solían ser reclutas jóvenes alistados a la fuerza. Felipe Ruíz Martín, en el prólogo que comentábamos al inicio de nuestro trabajo, va un poco más lejos e intenta profundizar en la etiología de esta peculiar patología relacionándola con la situación general de malestar y escasez económica que se vivió en Castilla durante el XVII15, que motivaba el alistamiento forzoso16 en los Tercios de Flandes de multitud de jóvenes campesinos, totalmente proletarizados, originarios de familias de agricultores arruinadas. Jóvenes reclutas que, además, tenían que cubrir un larguísimo y penoso recorrido, “el camino de Flandes”, desde Barcelona, Cartagena o Alicante, hasta llegar a su destino… “De manera que, no siendo cobardes esos “bisoños” que se incorporaban… el dolor con posos de resentimiento les sobreexcitaba: pasaban de la alegría ruidosa y colorista… a la depresión. Se aseguraba de ellos que estaban <rotos>…” (Ruiz Martín en Parker, 1985: 33).
El desvelamiento de esta sintomatología psicosocial en los ejércitos españoles, con más de tres siglos de antelación a su visualización en los escenarios del trabajo, nos parece enormemente relevante. No hemos conseguido más datos17 por ahora sobre la existencia de escritos sobre el tema anteriores a la mitad del setecientos, con la excepción de algunos comentarios clásicos como el apuntado de Vegecio, más los de cronistas del descubrimiento como Hernando Colón y Las Casas18 con un breve apunte19 referido a los comentarios que Sthal20, haría sobre el tifus, señalando que si bien: “…no son ciertamente afecciones del alma (…) las epidemias de los ejércitos nos enseñan la influencia predisponente del abatimiento moral en las enfermedades de los campamentos…”, aunque hemos visto como a lo largo del XVIII, vuelve a escribirse sobre ello21 como “melancolía del soldado” en las obras de los higienistas militares más representativos, como el neerlandés Gerhard van Swieten (1758), el británico John Pringle (1752) o incluso en el “De morbis artificum” de Ramazzini en donde se habla de la “nostalgia” del soldado como deseo “súbito y ardiente de volver a ver la patria y los seres queridos” (1999: 266). De cualquier manera, la mención a los cuadros depresivos del soldado será una constante a partir del XIX22, enlazando con los nuevos constructos del “surménage”, la fatiga crónica23, y el debilitamiento del organismo ante los procesos infecciosos24 en la mayoría de los autores de Higiene Pública, como por ejemplo el francés Langlois25, en su “Précis d’Hygiène Publique et Privée” (1896), en donde además señalaría el elevado número de suicidios entre los militares26.
“…Los hombres separados de sus países sometidos a una disciplina rigurosa y no inteligente, sufren una depresión moral que favorece el agotamiento físico y prepara el terreno a todas las afecciones epidémicas. Los suicidios, siempre numerosos en el ejército, revisten algunas veces la forma epidémica, forma explicable por el espíritu de contagio, y sobre todo por la identidad de causas determinantes…”27.
II. La medicina militar de la Ilustración
Continuando con nuestro recorrido, la España del setecientos y, muy especialmente su segunda mitad, supuso de alguna manera, la iniciación de una peculiar arquitectura estamental del Ejército y de la Armada que algunos historiadores consideran como el inicial y primer empuje constituyente de las Fuerzas Armadas españolas. El asunto puede ser muy discutible. Nuestra opinión es que lo que se instituyó fue tan solo un modelo militar y naval centralizado, para un ejército exclusivo del Rey que no tendría mucho que ver con los ejércitos del ochocientos como fuerzas armadas de la Nación. En último lugar, los ejércitos de los primeros Borbones, al igual que la mayoría de las manufacturas, no serían más que un patrimonio de la nobleza que incluso, con algunas notables excepciones, tampoco supuso grandes niveles de profesionalización. Precisamente, será únicamente en los cuerpos facultativos de la Armada y del Ejército, incluidos los cirujanos de los Colegios, en donde más notablemente se marcarían las diferencias y, en donde se conseguirían a partir de las últimas décadas del setecientos altas cotas de profesionalidad y eficiencia. Lo que ahora nos interesa desde el punto de vista de la salud del soldado o del marino, será resaltar las posibles semejanzas del modelo militar con el prefabril del XVIII, basado sustancialmente –por lo menos hasta el último cuarto del siglo– en las manufacturas reales y, en la existencia y contratación para las mismas de colectivos de trabajadores miserabilizados y sometidos a condiciones laborales prefabriles. En este siglo paradójico y pleno en contradicciones no sería exagerado decir que, a pesar de los indudables intentos modernizadores28 –y, el de la sanidad militar sería uno de ellos– el soldado español al igual que los trabajadores de la época, fueron seres miserabilizados que vivirían su paso por las unidades militares, de la marina o las factorías, atarazanas y arsenales, en extremas condiciones higiénicas y de miseria física, psicológica, económica y alimentaria; aunque, probablemente, inferior a las gentes que dejaban en sus medios de origen, sobre todo rurales, en los que como nos recordase Fernando Puell de la Villa (1996), habían nacido y vivido en chozas y nunca habrían conocido lo que es dormir en una cama y tener por lo menos asegurada al día una hogaza de pan. De cualquier manera y, a pesar del bondadoso criterio de nuestro buen amigo el coronel Puell, las clases de tropa y la marinería del setecientos constituyeron un contingente humano tremendamente miserabilizado –a veces, compartido por los mismos oficiales– como reflejan los continuos testimonios e informes que desde diversas instancias –algunas nada sospechosas como las del Inspector General de la Infantería en 1726 – recorren la bibliografía crítica de todo el periodo desde Macanaz hasta León de Arroyal o Picornell. En unos, como, en el apuntado informe del Inspector de Infantería, se mencionarán las penosas condiciones de habitabilidad. “…Dormir todo el año sin camas, unos en tablados simples, y otros en los más desdichados jergones sin manta, ni cosa ninguna, de forma que malogran con el riesgo del invierno, y humedades la salud, quedando tullidos…”29. En otros, como el malogrado y perseguido protoilustrado Melchor de Macanaz (1670-1760), se hará más hincapié en la paga y en el trato de los oficiales con la tropa. Picornell30, en su perseguido Manifiesto al pueblo de Madrid, mencionaba la infinita situación de miseria de los soldados españoles y León de Arroyal en su sátira Pan y Toros (circa 1790) ironiza sobre unas fuerzas armadas infladas de oficiales y generales; sin soldados, que “faltos de gente, están aguerridos en las fatigas militares de rizarse el cabello”, con una Armada, que no podía salir al mar por falta de marineros. En general, como nos apunta Andújar Castillo (1991) un Ejército adulterado por una inveterada venalidad en la asignación de Regimientos y plazas de oficiales, con unos soldados y marinería siempre escasos; mal alimentados; cicatera y atrasadamente pagados; peor vestidos y alojados; sometidos a un trato duro, en muchas ocasiones humillante31. Por otra parte, si las manufacturas, atarazanas y arsenales en las que se concentró gran parte del esfuerzo industrial del siglo, eran en su casi totalidad manufacturas y empresas del Rey, podríamos decir que el ejército organizado por Felipe V y sus sucesores, más que un Ejército español, o incluso “imperial” como lo fue con los Austrias, constituyó sobre todo, un ejército dinástico; un Ejército y una Marina del Rey, y de la Nobleza, que estuvo además teñido de corrupciones e intereses familiares y económicos. En cierta medida, la riqueza y la economía del Estado no era otra cosa que la propia productividad de la Corona. En este escenario mercantil/estamental, soldados, campesinos, jornaleros, obreros urbanos empobrecidos, vagabundos y marginados, integraban los recursos humanos de la maquinaria militar naval y trabajadora del reino; formando un continuo, en el que se integraban y articulaban con gran precisión la formación de nuevos Regimientos, la construcción de poderosos navíos para la Armada, con la creación de arsenales, astilleros, atarazanas o maestranzas32; más las manufacturas y empresas de patrocinio real para su abastecimiento. Si los recursos materiales –hierros, carbones, maderas, minerales, vestidos, armas o municiones– pudieron ser suministrados mediante el numeroso y variado complejo manufacturero y productivo nacional o de las colonias33, los soldados y trabajadores constituyeron durante todo el siglo un recurso escaso y problemático. En el terreno fabril, hubo una gran carencia de obreros preparados recurriéndose con asiduidad a la contratación de especialistas extranjeros. Las continuas levas de marginados y la utilización de los hospicios como ilusorios centros de formación profesional, nunca solucionaron el problema de la carencia de una mano de obra mínimamente productiva. En general, podríamos decir que en España y, con la excepción de algunas regiones con tradición industrial (ferrerías guipuzcoanas, telares laneros castellanos, sederías valencianas, etc.,) o como Cataluña34, en donde el sistema fabril, se alimentó en sus recursos humanos iniciales del sistema de producción textil familiar/rural, parece, que existieron grandes dificultades para encontrar obreros que “voluntariamente” admitiesen el forzado régimen de trabajo de manufacturas y arsenales. En lo militar, tanto las levas de quintos o de “vagamundos” y marginados, como las contrataciones de soldados extranjeros35 o la esquilmada “matrícula del mar” para la Armada, pudieron satisfacer la inflada demanda de personal exigido por las continuas e innecesarias expediciones y campañas bélicas de un siglo atravesado desde sus comienzos hasta su final, por una actividad militar desmedida36, que si bien no ocasionaría una elevada mortandad estrictamente bélica –se habla solamente de algo más de 10.000 muertos en combate37 durante toda la centuria– obligaba, a la necesidad de organizar estrategias conducentes a conservar y, mantener en un mínimo/razonable estado físico a estos contingentes humanos tan, escasos y, difíciles de reclutar. El que, precisamente, sea en este siglo de miserabilización física y psicológica del soldado español cuando se inicia la constitución de la medicina militar en nuestro país –sobre todo la cirugía de campaña, militar y naval– nos puede parecer en principio algo paradójico, pero no exento, de significaciones que nos remitan a momentos no muy diferentes en los escenarios del trabajo algo más, de un siglo más tarde. Seguramente, pesó la mecánica mimética organizacional del modelo militar francés, con su prolongación doctrinal prusiana a partir de las experiencias acumuladas en la centroeuropea Guerra de los Siete Años (1756-1762). Pero probablemente, lo decisivo, residió simplemente en la necesidad ineludible de mantener “productivo” un colectivo de tropa y marinería, siempre escaso e insuficiente para mantener, las desorbitadas aventuras militares del siglo. En este camino, puede que se entrecruzaron voluntades y ambiciones colectivas e individuales, con la bonhomía de algunos médicos/cirujanos apoyada, por sectores ilustrados de la Administración, como sería el caso del marqués de Ensenada. Lo más sobresaliente estuvo, sobre todo, en la creciente profesionalización de la cirugía militar –fundamentalmente la naval– y, en la rigurosa organización de los Hospitales del Ejército y la Armada38-39, que, de alguna manera, podemos pensar que sirvió para hacer menos sufriente la vida de centenares de miles de hombres avocados por interés o a la fuerza, a participar en la locura bélica que la estrategia de intereses políticos y económicos de los Borbones imprimió sobre la sociedad española del setecientos, con la consiguiente consideración aunque fuese tardía40, de médicos y cirujanos como oficiales profesionales a efectos de tratamiento, uso de uniforme, e inclusión paulatina en los patronatos mutuales y derechos pasivos de los ejércitos. Aunque realmente para ser exactos, la medicina o la sanidad militar pegada al terreno; en embarcaciones, campamentos y operaciones bélicas tanto en la mar como en tierra, estuvo protagonizada por los cirujanos; mientras que el médico, solía actuar casi exclusivamente en el medio hospitalario, ocupando además el mayor rango sanitario. En este sentido, podríamos decir, que el verdadero facultativo o “médico del trabajo” –y especialmente en la Armada– en los ejércitos españoles estuvo representado por el cirujano, que a partir del empuje formativo y profesional derivado de los Reales Colegios de Cirugía, desarrollaba en la práctica, todas las funciones preventivas y asistenciales necesarias en el campo específico de los riesgos y enfermedades profesionales del soldado, quedando para el médico, el seguimiento hospitalario de enfermedades –sobre todo pestilenciales y carenciales – que en la mayoría de los casos, no eran más que una reproducción y continuación de las experimentadas por la mayoría de la población, que, además, como acontecía con el tifus exantemático o el escorbuto, se reforzaba con las particulares carencias higiénicas o alimentarias de acuartelamientos y expediciones navales, de tal manera que ambas, se podrían considerar como “enfermedades del trabajo” u “oficio de soldado o marino”, por no decir profesionales, durante todo el XVIII. Pero lo más importante sería la nueva consideración del soldado como reproducción socioeconómica de la estructura social del despotismo ilustrado a partir de la progresiva institucionalización del sistema de quintas41, y las “levas de vagos y malentretenidos”, sustituyendo –proceso iniciado el XVII–, al “señor soldado” de los Tercios de Flandes, por un soldado “miserabilizado y forzado”. Este nuevo modelo de soldado, supondrá una mimesis del nuevo tejido laboral que inaugura la manufactura mercantilista, y las formas de trabajo en arsenales, atarazanas y obras públicas y/o suntuarias de los Borbones. Un ejército y marina, siempre escasa de personal voluntario y, a duras penas integrado por jornaleros del campo sin trabajo, proto proletariado urbano, vagabundos y presidiarios, que mantendrían unos umbrales de salud42 tan precarios como los del resto de las clases populares españolas; y eso, a pesar de que probablemente, y sobre todo, a partir de la política de recuperación hospitalaria militar de Ensenada (1744-45), contaron en la realidad con una cobertura sanitaria seguramente menos penosa que la ofrecida en hospicios y hospitales civiles43 o, en las villas y ciudades de la época44. Una de las medidas que contribuyó a la constitución de una cultura y práctica sanitaria renovadora45 fue sin duda el de la formación y profesionalización46 de la cirugía militar, que, aunque tuvo un diseño inicial fundamentalmente dirigido a la Armada, serviría también para el resto de los ejércitos y la población en general47. Su institución y momento más relevante fue la creación del Real Colegio de Cirugía de Cádiz en 1748 bajo el liderazgo de Pedro Virgili48 (1694-1766), al que siguió el de Barcelona (1764), de carácter y organización menos militar, dirigido por Gimbernat, y al que siguieron el de San Carlos en Madrid (1787), y los de Palma de Mallorca (1789), Burgos (1800) y Santiago (1800), aunque, como señala el Dr. Massons (1994, I, 214), estos tres últimos no respondieron a los objetivos directamente castrenses y marinos de los de Barcelona y Cádiz, servirían también en ocasiones para nutrir los cuadros sanitarios profesionales del Ejército y la Armada49. Otros autores, como el Dr. Cardoner Planas (1936), mencionan además a Salamanca como sede de una escuela o colegio de cirugía. Este mismo autor, nos indica cómo en el Colegio de Barcelona existía en el temario de 1783, para el 2º año de los estudios la asignatura de higiene, junto con la cirugía forense. Jaime Pi i Sunyer Bayo en un escrito en homenaje a Gimbernat (1936), nos señala cómo el Colegio de Barcelona, aparte su objetivo de proporcionar cirujanos al Ejército, proveía además de cirujanos civiles para todo el territorio catalán; siendo éstos los únicos que podían ejercer en el Principado.
Con relación a la cobertura sanitaria de marinos y navegantes los intentos de aminorar y corregir las deficiencias existentes no se limitaron durante este siglo exclusivamente a la Armada. Sería también el tiempo en que la marina comercial50 intentase superar su penuria higiénica y la formación y profesionalización de sus cirujanos que parece que era sensiblemente inferior a los de la marina de guerra entre otras razones porque difícilmente provenían de los Colegios de Cádiz o Barcelona. Solamente a partir de la segunda mitad del XVIII la sanidad de la Armada se responsabilizaría también de las condiciones higiénicas y asistenciales de los navíos mercantes, al que se uniría el interés de las grandes compañías comerciales sevillanas51 y vascas. Será dentro del patrocinio de algunas de estas compañías navales del XVIII en donde se hicieron posible, las primeras obras de factura española sobre la salud de las gentes de mar. El autor fue un médico y botánico guipuzcoano Vicente de Lardizábal Dubois (1764-1814), empleado52 de la Real Compañía de Caracas y autor de las “Consideraciones Político-Médicas sobre la salud de los navegantes” (1769) y “Consuelo de navegantes” (1772). Obra la primera, en la que sobre todo intenta racionalizar y profesionalizar la actividad de los cirujanos a bordo de los navíos de la Compañía con un especial hincapié en el uso y mantenimiento de los “botiquines”. En la segunda, especialmente centrada en la prevención del escorbuto53, para lo que recomendaría la utilización como ensalada de un cocimiento de sargazos, más fácil de conservar y, por supuesto de adquirir que los frutos ácidos recomendados por Lind54. El que sea este siglo el que da nacimiento a la medicina e higiene militar55 será algo coherente con la filosofía utilitarista de la Ilustración, y con los nuevos diseños higienistas que superando el individualismo selectivo del hipocratismo, inician también los recorridos de la Higiene Pública, como estrategia sociopolítica de gobernanza y salubridad colectiva de gentes y espacios. De alguna manera, seguiremos pensando que a pesar de que no se puede hablar de Higiene y Medicina Militar sin considerarla, dentro del diseño de las Higienes Públicas de la segunda mitad del siglo XVIII; esta inclusión la podríamos considerar como un resultado forzado; claramente lateral y, condicionado –a lo menos en España– por la perentoria necesidad de “conservar” unos contingentes humanos siempre escasísimos y continuamente esquilmados y reducidos por enfermedades pestilenciales y deserciones. En particular las deserciones, imaginamos que, como resultado de muchos factores y, entre ellos las pésimas condiciones de trabajo –pagas, alimentación, vestido, fatigas y trato– parece que representaron una tasa considerable en la época; seguramente entre el 20% y el 30%56. De cualquier manera, esta superación de un higienismo sustentado por el equilibrio de los humores, los aires y la dieta, no sería repentino. Durante décadas se mantuvieron lecturas ambientalistas y humorales sobre la enfermedad y, cuando surgían escritos o comentarios en los que se realizaban los primeros esbozos del higienismo público español –con algunas excepciones en Cataluña y Sevilla– lo ambiental y epidémico se presentaban como referente higienista exclusivo57. Sin embargo, una de las diferencias significativas residió en la importancia dada a lo colectivo, inventariando y estudiando, la situación global de las poblaciones con relación al ambiente físico, demográfico y cultural. “L’Esprit de Lois” (1748), de Montesquieu, nos puede servir de ejemplo a la hora de visualizar el cambio de mentalidad y enfoque de la Ilustración. Dentro de este diseño, se realizaría una reconstrucción del concepto de clima como significante explicativo de las diferencias de constitución, salud, y temperamento de las gentes, que si bien, incorporaban el pensamiento hipocrático contenido en “aires, aguas y lugares”, introducirían dispositivos de observación cuantitativos y matematizados, basados en instrumentos como el termómetro o el barómetro58 y, sobre todo, irían incorporando constructos sociales y económicos, relacionados con “la legislación”, la producción, y la riqueza industrial, comercial y agrícola; más la contabilidad demográfica, con los primeros datos sobre las probalidades de vida y de muerte, sin olvidar, los factores culturales relacionables con la educación física y moral de la población. En este sentido, las geografías médicas del Setecientos59, aunque se mantuviesen hasta el último cuarto del XIX agarradas a una etiología telúrica y/o miasmática de la enfermedad, irían introduciendo cada vez más variables en sus inventarios. Variables, que suponían sobre todo condiciones sociológicas y económicas nuevas, articulables con los cambios que anunciaban la madrugada de la sociedad industrial. A los materiales recogidos por estas “geografías” o “topografías médicas”60, no les quedaban más remedio que incluir averiguaciones e información sobre la alimentación de diversos segmentos de la población; datos sobre cultivos y epizootias; sobre dolencias y enfermedades propias de determinados oficios61; averiguaciones demográficas segmentadas por género, edad y ámbito urbano o rural. Podríamos decir que estos estudios constituyeron de la mano de las observaciones e informes sobre las epidemias pestilenciales, las referencias documentales básicas para las Higienes Públicas del XVIII, proporcionando una valiosa información a los poderes públicos y a las instituciones médicas, sobre la organización de nuevas estrategias preventivas, para controlar los brotes epidémicos de la época y, muy especialmente, aquellos que presentaban –como en el caso del paludismo– un potente componente “miasmático” relacionado con la densidad, ubicación, e higienización de la población. De ahí, que las primeras higienes públicas, sean una mezcla de miradas preventivas en que se combinarían las variaciones o alteraciones climáticas con las características de los espacios de trabajo o de habitabilidad. De los niños en la escuela; del soldado o marino como lectura de sus condiciones de salud y enfermedad en el campamento itinerante, el cuartel o el barco; de los jornaleros en las manufacturas; de los internados en hospicios e inclusas; de los enfermos en el espacio hospitalario. de las cárceles.; de las iglesias con el mefitismo de sus enterramientos; de los habitantes de los pueblos versus las ciudades, etc. Miradas, como diría Sennett (1994), sobre la “piedra” del espacio, que al estar empapadas de talante indagador y de una minuciosa observación, captarían además la “carne” de los lugares, yendo más, allá, de los aspectos físicos y climatológicos para encararse, como de manera ejemplar promulgase Johann Peter Frank (1779) con lo social62 como causa determinante de la enfermedad, o, el propio Gaspar Casal (1762) quizá, de manera menos contundente, pero apuntando claramente a las miserables condiciones de vida y alimentación de la población, al igual que, desde un plano más coloquial y testimonial, hiciese el militar ilustrado Manuel de Aguirre (1786) al referirse al origen social de las epidemias, en una breve carta que se imprimió bajo el título de “Salud pública” en el “Correo de los Ciegos” de Madrid63.
En relación con lo militar y naval, el siglo terminará en nuestro país –a lo menos en lo documental– con la acumulación de una aceptable cultura higiénico/militar que, a nuestro entender, posiblemente fuese más completa y detallada que la referida al mundo del trabajo y de los oficios, en el que, a pesar de la presencia de traducciones de las obras de algunos publicistas de la higiene como el médico suizo Samuel Tissot, o el británico William Buchan, más algún que otro tratado de Higiene Pública y, los escritos e informes de varios médicos españoles (López de Arévalo, Salvá, Parés i Franqués, Güell i Pellicer, Masdevall Terradas, Ximénez de Lorite)64 no llegarían a igualar el peso, especialización e influencia que, desde mediados del setecientos acumulan las obras dedicadas expresamente a la higiene militar y naval65. Incluso, escritos en principio etiquetados como higienes públicas como el “Tratado de la conservación de la salud de los pueblos” del portugués Ribeiro Sánches (1781) se pueden considerar como verdaderos manuales de higiene militar y naval66. Esta diferencia se hizo mucho más patente en el terreno quirúrgico y más especialmente en el del tratamiento de las heridas por armas de fuego, que se puede considerar perfectamente como una patología y riesgo profesional patente en el oficio de marinos y soldados. Solamente en este campo Antonio Población y Fernández anotaba la obra de 18 eminentes cirujanos durante el XVIII67. Dicho esto, habría además que resaltar la progresiva inclusión de la higiene militar y naval en los textos de Higiene Pública de las últimas décadas del XVIII, haciéndose más presente a partir ya de la primera mitad del ochocientos en que se incluirá dentro del rótulo genérico de la “salud de las profesiones”. William Buchan68 por ejemplo, la contempló como tal en el capítulo II de su “Domestic Medicine” de 1769, que está dedicado a todo tipo de trabajadores, incluidos también, intelectuales y marinos; al igual que, en la magna obra de Johann Peter Frank “System einer Vollstän-digen Medizinischen Polizey” (1779-1827) o en el “Tratado de Medicina Legal y de Higiene Pública” de Francois Emmanuel Foderé, publicado en 1798 y traducido al castellano entre 1801 y 1803. En el tomo VII del mismo dedicaría un capítulo entero69 a la higiene militar abundando en la doctrina acuñada en las décadas anteriores por Pringle y Van-Swieten70.
Si consideramos todo discurso higienista como la versión médico/sanitaria de intereses “socioeconómicos” sobre rendimientos y productividades del cuerpo de las gentes, podremos entender perfectamente las diferentes identidades que se dan en el XVIII entre las higienes militares y las de los oficios. Para el ideario mercantilista y, eso a pesar de los pronunciamientos de los ministros ilustrados sobre la protección y fomento de las actividades agrícolas y fabriles, los cuerpos de soldados y marineros fueron considerados como activos productivos, infinitamente más valiosos y escasos, que los de jornaleros y trabajadores, en una sociedad en la que, además, las disfunciones de la industrialización con sus derivadas de conflictividad social y sobremortalidad específica eran todavía lejanas. Piénsese que las primeras lecturas durante el siglo sobre el estado sanitario de los trabajadores se darían únicamente en los dos escenarios industriales relevantes de la economía española, el de la minería y el de las instalaciones protofabriles barcelonesas71. Miradas que, además, en el caso de los higienistas catalanes –Güell, Masdevall y Cibat– o del sevillano Ximénez de Lorite, llegarían al cuerpo del trabajador por trochas indirectas o laterales dado que el eje central de sus escritos y dictámenes reposaba sobre la salubridad de la ciudad como significante, del orden moral y utilitario de las nuevas burguesías urbanas. En algún otro escrito nuestro, hemos comentado que estos médicos se toparon, se dieron de bruces –sin proponérselo inicialmente– con las condiciones de trabajo y salud de los trabajadores. Otra cosa serían los médicos de las minas, que, si los podemos considerar como médicos o “protomédicos” del trabajo, como lo fueron igualmente, los cirujanos militares o de la Armada, de los navíos de las Compañías navieras y de algunas Manufacturas Reales y Arsenales72. De algún modo, podríamos establecer semejanzas –no ausentes sin embargo de notables diferencias funcionales– de filosofía o de estructura, entre la asistencia higiénico/médica en la minería española –o algunas manufacturas– y, en los ejércitos del Setecientos. La más notable para nosotros residiría en el intento de fijar y establecer un cuadro cerrado de patologías exclusivas de los oficios de soldado y/o marinero, que se distanciase y, a la vez, completase el diseño hipocrático/ramazziniano, sobre lo ambiental, al establecerse el salto de las cartografías medievales a las de la modernidad. Según esto, podríamos establecer un gran escenario contextual, más determinados ejes o circunstancias patológicas derivados del mismo que, podríamos considerar, como condensación del campo semántico de la Higiene y Medicina Naval/Militar del Setecientos. El escenario estaría dado por la aparición a lo largo del XVIII de un nuevo fenómeno poblacional o ecológico consistente en la concentración de muchedumbres en espacios urbanos, manufacturas y unidades militares. El higienismo matriz del Setecientos, aunque amparado doctrinalmente en el mercantilismo, constituye sobre todo una estrategia dirigida a grandes colectivos de gentes encorsetadas y apretadas en espacios físicos arcaicos que además, van incorporando modos, herramientas y procesos productivos más complejos tanto, en la industria, con nuevos métodos de tratamiento de los tejidos, introducción progresiva de procedimientos químico industriales, calderas de vapor, siderometalurgia, mecanización progresiva del textil, minería en profundidad, como en la guerra, con el auge de la artillería, las armas portátiles de fuego, o las nuevas filosofías de maniobra; más, el potentísimo crecimiento de la población en determinados núcleos y barrios de las ciudades emergentes, acompañada en las mismas de una gran concentración de instituciones nosocomiales y administrativas que apiñan niños, hombres y mujeres en hospitales, cárceles, hospicios, iglesias, teatros, manufacturas y acuartelamientos, la mayoría de las veces, inadecuados e insalubres. Todo ello, inscrito en un mundo en movimiento, con mercaderías y contingentes militares que atraviesan países y continentes transportando numerosas enfermedades contagiosas. En este contexto, que se alimenta básicamente del diseño telúrico/ambientalista de “aires, aguas y lugares”, pero que va introduciendo progresivamente, lecturas y respuestas cada vez más amparadas en los nuevos adelantos químicos, fisiológicos, patológicos, farmacéuticos y tecnológicos, se fueron organizando diversos procesos morbosos sobre los que, a su vez, había que desarrollar algún manejo o recomendación preventiva. Uno, sería el ambiental, en el que cobra especial protagonismo el manejo de las enfermedades epidémicas que, sin apartarse excesivamente del diseño tradicional, se verá no obstante alterado por las especiales consideraciones de exposición climática, de movilidad, tiempo y número de las nuevas expediciones navales y terrestres y, en donde la ubicación, policía higiénica y conformación de los campamentos itinerantes, como la cobertura sanitaria de las escuadras navales, cobra una gran importancia. Otro, el corporal, relacionable con el esfuerzo y la fatiga73 en donde comienzan a ser contempladas variables ergonómicas relacionadas con el vestido, prendas de cabeza, calzado, camas, e impedimenta individual en general. Un tercero centrado en la alimentación, con especial dedicación a la de las campañas y expediciones navales. Otro, de carácter quirúrgico, muy localizado en el tratamiento de las heridas por armas de fuego. Y por último, algún esbozo de atención al estado psicológico de la tropa. Si estudiamos con algún detenimiento la literatura médico/higienista del siglo sobre lo militar, veremos que estos aspectos conforman la trama de toda su estructura doctrinal; estando presentes en todos los autores, aunque, los escritos de contenido quirúrgico como los que versan sobre el tratamiento de las heridas, se ceñirían con carácter específico a su materia.
Aunque podamos pensar que el “De morbis artificum” de Ramazzini –sobre todo en sus ediciones francesas74– pudo ser conocido por algunos estudiosos españoles75, la primera obra de higiene y medicina militar en sentido estricto manejada en nuestro país76 se debe al médico neerlandés alumno de Boerhaave, Gerhard Freiher Van-Swieten (1700-1772). De este autor se traduce y edita en 1761, su “Descripción compendiosa de las enfermedades más comunes del exercito….”77 Una segunda edición vería la luz en 1767, variando un poco el rótulo titular, que es la que nosotros hemos podido manejar. La obra de van Swieten se mueve dentro del diseño neohipocrático del higienismo de su maestro Boerhaave, combinando elementos netamente preventivos con recomendaciones terapéuticas. Posiblemente este enfoque terapéutico sea más importante que el higienista/preventivista, e incluso manifestando un considerable enfoque semiológico para discernir el diagnóstico preciso de las enfermedades. Por otra parte, sería un escrito muy en la línea de los “Avisos” de Tissot, dirigida más que a médicos y cirujanos experimentados, a un colectivo de auxiliares prácticos o paramédicos, apuntando ya, a la necesidad de contar con un cuerpo de ayudantes sanitarios que pudiesen solventar sobre el terreno la asistencia inmediata a la tropa ante la escasez de facultativos titulados. Su inventario preventivo gira alrededor del control y equilibrio de los elementos naturales –aires, humedades, variaciones de clima– haciendo hincapié en la cantidad y calidad de los alimentos. Es un higienismo dietético/ambientalista cercano a los consejos de Tissot y de alguna manera homologable con el higienismo público en la ciudad de la Ilustración. Aireación de campamentos; limpieza con especial atención a las excretas, acompañado con madrugadoras recomendaciones ergonómicas sobre el tipo de calzado (zapatos de cuero grueso y fuerte cosidos con hilo embreado de pez, para hacerlos impermeables). En general, podríamos decir que en el libro de Swieten –como antes en Pringle– está contenida toda la panoplia higienista que manejaron, sobre el papel, los ejércitos europeos durante casi más de un siglo78. Alimento sano, frutas maduras y legumbres como protección contra el escorbuto. Agua potable, pura. Recomendando el aceite de tártaro como indicador de salubridad y, la utilización del vinagre como depurador. Terrenos secos para acampar, evitando la vecindad de los bosques porque impiden la movilidad del aire. Enorme cuidado con la humedad. Higienización del lecho del soldado, recomendando la muda de la paja del mismo. Habla de la necesidad de colocar encima un lienzo encerado, pero esto, solamente para los oficiales. Tiendas con lonas tensas y fosas o canalillos a su alrededor para la recogida de aguas. Evitar los campamentos durante un largo periodo de tiempo. Peligros de los aires calientes y húmedos como prevención de las disenterías Evitar marchas y esfuerzos con temperaturas elevadas. No dormir al sol. Lavado frecuente de cara, manos y pies. Baños en agua de río cuando la estación lo permite. Evitar la acumulación de soldados en espacios pequeños. Renovación frecuente del aire; pan bien cocido y amasado con harinas en buen estado y de calidad. Peligro con las harinas mohosas o “perdidas”, indicando que “ocasionan enfermedades muy peligrosas”. Después de estas cautelas generales Van Swieten, describirá el cuadro general de las enfermedades de los ejércitos: Toses, afectos de garganta, pleuresía, peripneumonía, reumatismo, fiebres intermitentes de primavera y otoño, fiebres cuartanas, ictericia, hidropesía, vómito, cólera morbo, diarreas, disentería, inflamación de los intestinos, frenesí, hemorragia nasal, fiebre continua, escorbuto, gangrena, mal venéreo, sarna, lombrices. En algunas de estas enfermedades –o sintomatologías– como en las fiebres continuas aparecerán algunas referencias al trabajo y los estados de agotamiento del soldado (1767: 131). Y, además, nuestro autor no se olvidaría de apuntar estrategias preventivas de carácter psicosocial, que vuelven a retomar el tema de la “nostalgia del soldado” con un considerable adelanto –como hemos ya apuntado– sobre el mundo de los trabajadores:
“…El soldado recién aliftado y feparado de golpe de sus parientes, no pierde de vifta las campanas de fu Aldea, y muy en breve abre las puertas, para que tome poffefsión la melancolía, y con fer regularmente Labrador robusto, efcafalmente puede fobftener los trabajos, las fatigas, é incomodidades de la vida Militar. Serìa muy conveniente en efte cafo, que poco a poco fe acoftumbraffe a efte nuevo genero de vida; atendiendo a que nada es mas del cafo que bufcarlos los medios que puedan divertirlo, y diftraherlo…”79
Otro escrito emblemático de higiene militar que se traduce al castellano, años después serían los dos tomos de las “Observaciones acerca de las enfermedades del exercito en los campos y las guarniciones” del médico escocés John Pringle (1707-1782)80, alumno como Swieten de Boerhaave en Leyden y con una gran experiencia como responsable médico-militar del ejército expedicionario británico en la Guerra de Sucesión austríaca (1740-1748)81. Al igual que posteriormente Swieten y Presle, su planteamiento es ambiental y alimentario. Las enfermedades serían el resultado de un conjunto de alteraciones atmosféricas que producen pestilencias y alteraciones; reforzadas por el mal estado o insuficiencia de los alimentos. La fatiga supondría un añadido que, al igual que el hambre, debilitaría el cuerpo facilitando las enfermedades. Si a partir del XIX, el ambiente de la fábrica –aireación y toxicidad– serán las primeras causas de las enfermedades de los trabajadores, el clima y, sobre todo, sus bruscas variaciones e inclemencias será lo que principalmente está detrás de las enfermedades del soldado. A esto, se añadirá la falta de víveres, que Presle, señalaba incluso como “el primer origen de las enfermedades, y el hambre es más cruel que el hierro” (pág. XVII de su Discurso preliminar en el primer tomo de la obra de Pringle)82. Realmente, no sabemos si lo más importante de esta obra es lo escrito por Pringle o por Presle. Quizá los contenidos debidos a Pringle presentan un carácter más terapéutico, mientras que Le Begue de Presle se decanta por las medidas preventivas. Dentro de éstas y, citando continuamente al mariscal conde de Saxonia83 abunda en la importancia del vestido, calzado y piezas de cabeza para la salud del soldado –a modo de EPIs84– y establece determinadas estrategias y rutinas psicosociales tanto para contrarrestar la “nostalgia” como por ejemplo, la música militar, como para la selección y recluta de la tropa apostando, por gentes con oficios como los de labrador, herrero, carpintero, carnicero o cazador, primando siempre, la robustez sobre la estatura. Para todos estos autores, la salud del soldado se inscribía totalmente en el diseño de “productividades mercantilistas” sobre los cuerpos de las gentes del común como combinación de rendimientos fisiológicos y psicosociales. En definitiva, cuerpos acostumbrados a fatigas, hambrunas y servilismos estamentales. Probablemente en esta primera mitad del XVIII, la forma productiva por excelencia –combinada con las tareas más duras del campo, pesca o manufactura– del jornalero sin tierra o del trabajador no especializado, estuvo representada por el soldado y marinero. Todavía faltaba casi un siglo para que este lugar le fuese ocupando lentamente el obrero fabril. Guerra, agricultura y manufactura representaron los pilares del mercantilismo y, las deserciones, enfermedades y mortalidad del soldado, superiores a la morbimortalidad del obrador gremial o de la manufactura premaquínica, suponían un lastre considerable para la “riqueza de las naciones”. Comprender la importancia –aunque sólo fuese desde lo doctrinal– que adquirió en estas décadas la conservación de la salud del soldado frente, a la del jornalero del primer industrialismo europeo y español, supone tener presente la escasez, el coste y el género, de la mano de obra militar frente la fabril o agrícola, siempre alimentada por un numeroso y necesitado “ejército de reserva” reforzado hasta el infinito por mujeres y niños. ¡Que claro lo tendría el Dr. Xiorro! el prolífico traductor de Pringle, cuando en su introducción, consideraba la salud de las tropas como una condición estratégica primordial…: “Para que el General pueda saber con alguna certeza el número de Tropas con que puede contar en cualquier tiempo, sea el que fuese, y conocer asimismo los efectos que produce en la salud una campaña de larga ó corta duración…” (op. cit. Tomo I, 1775: b).
Pero no todas son traducciones. Por estos años, un médico español Francisco Bruno Fernández, del que no se conocen muchos datos personales, aunque Chinchilla (1846) nos señala que participó como médico militar en el Ejército británico a las órdenes de Donald Monro, publica dos interesantes y no muy conocidas obras sobre higiene militar. La primera, es un librito titulado “Instrucciones para el bien público, y común de la conservación y aumento de las Poblaciones, y de las circunstancias más essenciales (sic) para sus nuevas fundaciones”85 que realmente, es un breve y temprano minitratado de Higiene Pública en donde el autor dedica varios capítulos a la higienización de campamentos militares y navíos, así como la alimentación de soldados y marineros con especial dedicación en estos últimos al escorbuto y la putrefacción del agua. Su segunda obra, interesante por sus recomendaciones preventivistas, es el “Tratado de las epidemias malignas y enfermedades particulares de los exercitos: con advertencias á sus capitanes generales, ingenieros, médicos y cirujanos”86. En ella, se hará especial hincapié en las epidemias como principal vector de devastación en un ejército, más peligrosas –comenta– que “las balas y el corte de las espadas”87. Como soluciones prácticas propone la dotación para cada Regimiento de una “ambulancia hospitalaria” y la presencia no solo de cirujanos sino también de médicos con las tropas expedicionarias88. Como fruto de su gran preocupación por la corrupción del aire inventó –parece que con la ayuda de dos artesanos– una sencilla máquina de aireación para ventilar la atmósfera de acuartelamientos y navíos, consistente en dos rodillos o tornos de madera en donde en uno de ellos incrustó un dispositivo a modo de abanico. Otra propuesta innovadora consistía en la recomendación como cama de campaña para el soldado, de una especie de colchoneta confeccionada con lienzos encerados o impermeabilizados (parecidos a las esterillas de los excursionistas de hoy día), que evitaban los inconvenientes del habitual lecho de paja recomendado por los demás higienistas militares. Desde el punto de vista bibliográfico/documental, las últimas décadas del siglo contaron además con la traducción del “Tratado de la conservación de la salud de los pueblos” del portugués Antonio Núñes Ribeiro Sánches (1699-1782), por el famoso matemático Benito Bails (Madrid, Joachin Ibarra, 1781) que, como hemos apuntado en nota anterior, contiene 11 capítulos dedicados a glosar diversos temas de higiene y prevención de las enfermedades de soldados y marinos, pudiendo considerarse como un verdadero tratado de Higiene Militar. Benito Bails, traduciría también la “Instrucción Militar del Rey de Prusia para sus generales” (Madrid, Joachin Ibarra, 1762) que contempla algunas recomendaciones higiénicas aunque muy polarizadas hacia la alimentación del soldado, dado que “lo más importante del Cuerpo de un Exercito es el vientre” y, señalando como ración obligada para el ejército prusiano a cargo del Estado: 2 libras de pan al día y 2 libras de carne a la semana, más una cantidad sin concretar de cerveza (págs. 1-5-16-162). Y, por último, la traducción de algunos escritos de Monro89, con el título de “Ensayo sobre el método de conservar la salud de los soldados de campaña: y de dirigir los hospitales” por Rafael Elerker y Manuel Fernández Barea.
III. La higiene militar como parte de las higienes profesionales en el XIX
Puede que el siglo XIX de los sociólogos no coincida con el de algunos historiadores.
Nosotros pensamos que la inercia cultural y socioeconómica del Setecientos se mantuvo, de alguna manera, hasta 1830 tras el fallecimiento de Fernando VII y el inicio de la ralentizada escalada y consolidación de las burguesías nacionales. En último lugar y, para ser más prudentes, 1812 podría constituir perfectamente una fecha de repuesto. Igualmente, el diseño de la Higiene Militar de las primeras décadas del siglo no supuso más que una prolongación de la medicina militar ilustrada, con la posible diferencia –patente ya desde la guerra del Rosellón y puesta en evidencia durante la de Inde-pendencia– de contar con un Ejército desestructurado y, ahíto, en precariedades de toda índole. Algunas, posiblemente motivadas por su situación de “paro” bélico –con la excepción, limitada a Cataluña, en la Guerra contra la Convención (1793-95)90– a lo que se pudo añadir su utilización desde 178491, para fines policiales y de “resguardo fiscal”, lo que debió aumentar considerablemente las endémicas deserciones de unas tropas ahora diseminadas en pequeñas unidades mal abastecidas y, perdidas por todo el territorio nacional en persecución de contrabandistas de tabaco, telas y “satánicos” libros impresos en la Francia revolucionaria. La bibliografía de higiene y medicina militar de estos treinta primeros años del siglo, se limita a la traducción de autores franceses de higiene pública en los que se contienen con mayor o menor extensión, capítulos de higiene militar y algunas, de autores específicos de medicina militar como Jean Colombier o sin especificar su autoría, como el firmado primero por L. A. de P. (1808) y posteriormente en 1822, acompañado de las siglas D.F.V. En el terreno de la higiene naval, tendremos la importante obra del médico de la Armada Pedro María González Gutiérrez92 (1760-1839), “Tratado sobre la conservación de la salud de la gente de mar”, precisamente el mismo año en que se libra el heroico encuentro de Trafalgar (1805). Durante la Guerra de Independencia aparecerán algunos autores con escritos en los que la higiene hospitalaria y epidémica aparece con un interés prioritario, como consecuencia de la permeabilidad civil/militar en una contienda en la que abundaron los prolongados y repetidos sitios a poblaciones. Así, Nieto Samaniego, escribe una “Memoria histórica de los sucesos más notables y estado de la salud pública durante el último sitio de la Plaza de Gerona” (Tarragona, 1810). Pedro Mora: “Apuntaciones acerca de los Hospitales de Campaña” (1811) y Hernández Morejón (1773-1836) un “Discurso económico y político sobre los Hospitales de Campaña” (Valencia, 1814) como adelanto crítico de sus “Proyectos” y Memoria sobre Hospitales Militares de 1836. A comienzos de la centuria, existieron dos modelos de tratamiento de la higiene y salud del soldado y marinero. El derivado de los textos de Higiene Pública –utilizados durante años en los colegios y facultades de Medicina– y el proveniente de escritos específicos de Higiene y Medicina Militar. En los primeros se observa la progresiva inclusión de lo militar y naval en los capítulos o apartados dedicados a la “higiene de las profesiones” que acompañan las obras de Higiene Pública93 de Fodéré o Tourtelle y que se hará más patente a partir de 1840, con Francois Foy, Michel Lévy y Ambroise Tardieu, con su resonancia en los “Elementos de Higiene Pública” (1847; 1862; 1871) de Monlau. En los segundos, el asunto se seguiría manejando como un territorio acotado sin relación aparente con otros oficios, dentro del esquema ambientalista dibujado por Pringle, Van Swieten o Donald Monro, siendo protagonizado por médicos o cirujanos militares, aunque, también, muchos de los autores de textos de higiene pública como Fodéré, Lévy, o el propio Monlau94 ejercieron en alguna ocasión como médicos castrenses. Tanto Tourtelle como Fodéré serán médicos compenetrados con el ideario emocional y militar de la Convención. Sus escritos de higiene militar están por lo tanto referidos a unas fuerzas armadas expedicionarias de carácter voluntario –presumiblemente motivadas– que se moverían por toda Europa y, por lo tanto, abundan en recomendaciones preventivas sobre las variaciones climáticas y la higienización de campamentos, con especial atención a las humedades y la alimentación, junto a una creciente preocupación por la ventilación de navíos y desinfección de los hospitales, haciendo repetidas menciones, al ventilador de Hales y a la utilización del ácido muriático. Con relación al escorbuto, parece que mientras Tourtelle es partidario del método de Lind –utilización de vegetales y cítricos y precauciones con las carnes saladas–, Fodéré recomendaría la aireación y el ejercicio, evitando sobre todo los ambientes húmedos sin ninguna cautela especial ante los alimentos. Tourtelle introducirá comentarios sobre la influencia de las emociones en la salud del soldado, indicando la utilidad de “… desechar de si todo sentimiento de dolor y tristeza; nada dispone tanto a contraer enfermedades epidémicas, como las afecciones desagradables, y nada contribuye para conservar la salud, como la alegría y la confianza…” (2ª Ed. 1818: T. I, 290). En relación con los hospitales, Tourtelle recomendaba para un contingente de 100.000 hombres un complejo hospitalario que pudiese atender a 20.000 enfermos o heridos. El planteamiento de Fodéré en su higiene pública95 estará claramente inspirado en el trasfondo psicosocial que rodeó al soldado francés durante los años posrevolucionarios. Un soldado esforzado, sobrio y sacrificado que se puede alimentar tan solo con pan y agua caliente; admitiendo que: “…la falta de alimento suficiente suele ser menos perjudicial a los soldados que la demasiado abundante…” (1802: T. VII, 301). Con respecto al traslado de enfermos a los hospitales insiste en que se haga en carros cubiertos, cuidando entre otros aspectos que su traqueteo no aumente los dolores de los enfermos. Ante el espectáculo de las formas habituales de traslado de los enfermos Fodéré diría –comentario inhabitual en otro médico no inspirado en el ideario revolucionario– que supone: “una violación de los derechos más sagrados de la humanidad” (1802: T. VII, 320). Posteriormente, y con anterioridad a los años cuarenta del ochocientos, volvemos a encontrar algunas referencias sobre higiene del soldado en una obra del médico catalán Ignacio Pusalgas i Guerris (1790-1874), que es transparentemente –lo señala el autor explícitamente– una trascripción no solo del “The Code of health an Longevity…” (1807) de John Sinclair (1754-1835) sino, sobre todo, de una versión de esta obra que realizó el médico suizo Louis Odier (1748-1807) de publicación póstuma en 1810, con el título “Principles d’Hygiène”96. Dicho libro titulado en su primera edición (1831)97 “Manual de Higiene…” y en la segunda “Compendio de Higiene…” tiene un cierto interés para nosotros en la medida en que al referirse a las profesiones como uno de los aspectos que influyen sobre la salud, incluye claramente la militar: “…A excepción de los pobres, mendigos o vagabundos no hay ningún individuo que no pueda incluirse en una de estas clases (…) Agricultura, Manufacturas, Minadores, Milicia, Marina, Comercio, Literatura y Política…” (2ª ed., 1839: 41). El que en esta clasificación se mencionen las manufacturas –luego se harían referencias directas a las fábricas– apuntaría a un cierto distanciamiento del enfoque ramazziniano característico de los autores franceses, desvelando de alguna manera, el peso que el despegue de la industrialización ejercía ya en los autores británicos, no solo en Sinclair, sino presente también como hemos anotado anteriormente en “The Domestic Medicine” (1769) del médico escocés William Buchan. Sin embargo, –y a diferencia de otras profesiones como la fabril o minera– el enfoque de Sinclair/Pusalgas, sobre la salud y enfermedades del soldado –junto con la del marino– parece ser bastante optimista y probablemente condicionado por la propia organización del ejército británico, en el que primaba sobre todas las cosas, una férrea disciplina. Supeditando a ésta y a la regularidad de las actividades militares la propia conservación de su salud. “…El militar bien disciplinado vive comúnmente robusto y bien: la regularidad en el modo de vivir, y las marchas regulares á que está frecuentemente expuesto que le prestan un ejercicio regular, son los medios más garantes para conservar su salud y alargar su vida; mayormente si toma las precauciones contra la destemplanza a que muchas veces es brindado por sus camaradas…” (1839: 43). En este párrafo estarían presentes imaginarios disciplinarios/culturales sobre la salud del soldado equiparables a los que se esgrimirían por algunos higienistas sobre los trabajadores fabriles, culpabilizándolos de sus desgracias y enfermedades por sus costumbres licenciosas e irregulares; apuntando al nuevo orden higiénico del industrialismo en donde cuartel y fábrica supondrían, sobre todo, espacios para regular y disciplinar moral y físicamente a los trabajadores.
Con respecto a las obras específicas de Higiene Militar el siglo se inaugura con la traducción (1804)98 de la obra del cirujano militar francés Jean Colombier (1736-1789) “Traité des maladies, tan internes qu’externes aux quelles las militaires, sont exposés dans leurs différents positions de paix & de guerre” (París, 1778). Aunque sea un escrito que se resuelva en líneas generales con los mismos argumentos que utilizaron los tratadistas de finales del XVIII, la versión española utilizará como encabezamiento del título la mención “Medicina militar”, que nos va a indicar el nuevo carácter autónomo regular y moderno, que van comenzar a tener en el XIX, las “higienes de los exercitos”99. La obra anónima firmada con las iniciales L. A. de P. “Higiene Militar o Arte de conservar la salud del soldado en todas sus situaciones en mar y tierra, como son guarniciones, acantonamientos, campamentos, marchas, embarcos, hospitales, prisiones & tanto en tiempo de paz, como durante la guerra y sus resultas, con reglas importantes para la buena policía de los exercitos… sacada de los autores más clásicos”100 nos está señalando por su mismo título su carácter de recopilación y mezcla de los autores del XVIII. De cualquier manera este recopilador desconocido parece que introduce alguna variación en el sentido de la importancia que da a los aspectos emocionales para la prevención de las enfermedades del soldado de la mano de lo que podíamos considerar como una estrategia “suave” de “recursos humanos”, que nos reafirma, en nuestra teoría sobre el papel adelantado o precursor de muchas de las recomendaciones preventivas contenidas en los textos de higiene militar anteriores a la constitución de la salud laboral contemporánea. “…Y a fin también de no hacerles nacer demasiado pronto el pesar de haber dexado su familia y su pais natal: es de la mayor importancia oponerse desde el principio a aquel disgusto y pesar siniestro quede generando en nostalgia, puede tener las consecuencias más funestas. Todos los medios de aliento y de descanso moderado deben emplearse para inspirarles confianza y apego a su nuevo estado, aficionándolos insensiblemente a su obligación, y someterles con gusto a la disciplina militar…” (1808: 101). Como apunte de carácter ergonómico, se hará mención al peso de armas y armaduras101 especialmente referido a los nuevos fusiles de la infantería, mochilas y cartucheras; recomendando ya el casco, en lugar del sombrero y gorras. Para la higiene del cuartel se seguirá insistiendo en el ácido muriático y el tradicional vinagre más el humo del tabaco (1808: 132-133). Para el soldado de caballería se comentan riesgos específicos como los tumores en los testículos y hernias, recomendando la utilización de “suspensorios”.
La recepción en nuestro país de la doctrina higiénico/militar derivada de la nueva organización de los ejércitos como resultado de las campañas napoleónicas, se entrelazará con la nacida de la propia experiencia española tanto en la Guerra de Independencia como en la 1ª Guerra Carlista. Mientras que el ejército francés de ocupación –aunque no dispusiese de infraestructura hospitalaria– contaba con potentes recursos sanitarios, el español, se vería durante toda la contienda sometido a una gran precariedad de infraestructuras y de personal, que muy bien, pudo ser el resultado lógico de su propia desorganización y atomización al no conseguirse nunca una dirección militar centralizada y, a la vez, a las características de una guerra en la que se mezclaban infinidad de circunstancias que se escaparon a la doctrina táctico/estratégica no solo de las guerras del XVIII, sino de la propia experiencia de los franceses en las contiendas de la Convención y las fulgurantes victorias iniciales de la Grande Armée. Desde el punto de vista médico, la Guerra de la Independencia supuso para los españoles algo más que un problema sanitario exclusivamente castrense en la medida en que de una manera u otra afectó a grandes colectivos de población civil –sitios de Gerona, Tarragona, Zaragoza, Valencia, Tortosa, o sangrientas ocupaciones de ciudades como Córdoba– junto con las “partidas” y grupos de combatientes informales102. Muchas de las prestaciones sanitarias serían además proporcionadas tanto por la población, como por médicos o cirujanos locales más, la aportación voluntaria de asociaciones peculiares como fueron la de las “brigadistas” de Santa Bárbara103 durante el tercer sitio de Gerona, o la Hermandad de la Caridad promovida por la religiosa sor María Ráfols i Bruna (1781-1835) que desempeñó un papel ejemplar y eficacísimo durante los sitios a Zaragoza. No obstante, nuestra impresión es que no se producirá en nuestro país la recepción/consolidación de una doctrina higiénico/militar más conforme con la organización de los ejércitos derivada de las guerras napoleónicas104 y, en nuestro caso, con la 1ª Guerra Carlista (18331840), hasta los últimos años de la década de los cuarenta y sobre todo, hasta el fructífero impulso que el médico Manuel Codorníu i Ferreras (1788-1857)105 impregnaría sobre la organización sanitaria militar desde su puesto de Inspector General, promulgando el Reglamento de 1846 y, promocionando las “Academias médico-militares” en todas las Capitanías Generales, pudiendo contribuir a la creación por vez primera, de una verdadera cultura clínica-militar autóctona y, sin duda, a “crear una Medicina Militar puramente española” como diría en su artículo de introducción al tomo I de la Biblioteca Médico-Castrense Española en 1851106 el propio Codorníu. En este sentido y, a pesar de la aparición de nuevos escritos de higiene pública, ahora, ya redactados, por algunos médicos españoles –el caso de Monlau primero y posteriormente Giné– en donde la higiene militar se presentaría como una región relevante de la higiene de las profesiones y oficios, o incluso, traducciones de obras específicas de higiene militar –por ejemplo Mutel– o autores españoles –como Bonafon107– los verdaderos constructores de la salud militar/laboral española van, a ser, los médicos y cirujanos “prácticos”108, que desde las experiencias de su abnegada labor como facultativos militares –sobre el teatro real de la guerra– inician a partir de 1840, un trabajo de reflexión y reaprendizaje clínico alrededor de las Academias de Medicina-Castrense ideadas por Codorníu. De entre ellos y, por razones de espacio nos vamos a limitar a citar solamente a tres: Francisco Bonafon, Fernando Weiler y Alberto Berenguer. De Francisco Bonafon y de la Presa, no sabemos mucho. Únicamente que fue un prolífico traductor109 y que participó como médico militar en calidad de secretario de la Subinspección de Cirugía del Ejército del Norte a las órdenes de Mateo Seoane –fue el Inspector General Médico– y de Manuel Codorníu como Subinspector en 1836. La obra higiénico/militar de Bonafon –que nosotros sepamos– estaría únicamente representada por su “Higiene militar ó Policía de sanidad de los ejércitos”110, dedicada a Narváez que, por la época, era el jefe del Gobierno moderado111 durante el reinado de Isabel II.
En los capítulos médico/preventivos, se expondrán algunos puntos de vista novedosos sobre diferentes materias que no habrían sido contemplados por otros autores. Así, se corregiría el fatigante ritmo de marcha de la infantería francesa de los 120 pasos por minuto señalando como límite los 100 pasos/minuto junto a las 6 horas, como tiempo máximo de duración sin descanso reponedor (1849: 67) En cuanto a la alimentación del soldado insistiría en las precauciones a tener contra afecciones ocasionadas por el enmohecimiento –o “florecido”– del centeno o del pan de trigo (cornezuelo, fiebres pútridas). Las adulteraciones del vino especialmente con litargirio (1849: 109). Recomendará que los oficiales se ocupen además de vigilar la limpieza y características de ollas, marmitas y vasijas de cobre (aquí citaría a Monlau). Apunta la necesidad de organizar un Cuerpo de soldados enfermeros de modo que en cada batallón exista una compañía de “sanidad” (1849: 177). Dentro del nuevo tono de la obra aparecerá un corto capítulo (el V) dedicado a la gimnasia militar señalando el intento de Francisco Aguilera para crear un gimnasio en Madrid, como un acontecimiento casi revolucionario (1849: 55). Sin embargo, lo más interesante de la Higiene militar de Bonafon residiría en sus contenidos sociopsicológicos y moralizantes, que comienzan a tener una presencia relevante en las obras de Higiene militar francesas y en las españolas de Higiene pública e industrial, como sucedería en la obra de Monlau. En el fondo se trataba de disciplinar y moralizar al mismo colectivo de individuos. A un universo inquietante e inquieto de trabajadores que por lo menos en Cataluña, desde los acontecimientos del verano de 1835, y posteriormente con los sucesos de 1843-44 en Barcelona, estaban anunciando las futuras e irreversibles conflictividades de “lo social”. Si los higienistas civiles del momento, intentaron de alguna manera en sus escritos y conferencias, que los dispositivos médico/higienistas fueran acompañados de estrategias de aculturación que, incorporasen a las Higienes industriales, los retazos moralizantes que las burguesías del moderantismo consideraron adecuadas para el mantenimiento del nuevo orden del capital, los médicos e higienistas militares, actuando sobre colectivos de jóvenes que más tarde engrosarían las filas del subproletariado rural o en el mejor de los casos de los obreros fabriles, intentarían –posiblemente desde las mejores de las intenciones– hacer de los mismos individuos que, introyectasen al máximo, los principios de orden, disciplina y acatamiento al poder establecido. Dicho esto, que posiblemente pueda ser válido desde un cierto enfoque doctrinario no exento de comprensibles prejuicios antimilitares, lo cierto es que, los higienistas castrenses plantearían los aspectos de disciplinamiento moral del soldado desde enfoques infinitamente más discretos y razonables que muchos de los médicos civiles con respecto a los trabajadores. En último lugar, disciplina sí, por supuesto; toda la necesaria. Pero, sin que “falte nada al soldado” (1849: 34). Bonafon, por ejemplo, hará más hincapié en el concepto de “regularidad” que en el disciplinamiento puro y duro, como un gran operador incluso de sustitución o de corrección, de las deficiencias higiénico/funcionales en comparación con los trabajadores. Además, el soldado no es un individuo “avieso”, deteriorado y pauperizado emocional o cognitivamente como repetidas veces es admitido y expresado por determinados higienistas civiles. De hecho, se reconocen sus habituales carencias culturales, por su extracción socioeconómica, y se insiste en su instrucción “enseñarle a leer, escribir, aritmética, historia de España” con la finalidad de que, después de licenciarse “puedan tener más facilidad para ciertas colocaciones favorables…” (1849: 181). La postura de nuestro autor con el trato y castigos a los soldados está meridianamente clara. Se pronunciará con acabar con el maltrato físico “dar palos a los soldados, aún por las faltas más leves, y hasta por la sola voluntad de un simple cabo (…) o golpes de los oficiales en el pecho con el pomo de la espada y la culata del fusil…” (1849: 33). Además, Bonafon se pronuncia en contra del maltrato psicológico. De las heridas emocionales en la autoestima del soldado, desestimando la costumbre de la corrección pública de las faltas, habitual en los ejércitos de la época, lanzando a los oficiales a modo de manifiesto higiénico, el mensaje de tolerancia cero con respecto a las agresiones a la salud del soldado: “…Ninguna tolerancia debe haber cuando la salud –del soldado– se resienta…” (1849: 138). Comportamientos además que, de alguna manera, serían inadmisibles en un Ejército que desde 1812 –a pesar del paréntesis “ominoso”– se habría distanciado del diseño estamental/aristocrático del XVIII, para ir reconvirtiéndose en un verdadero Ejército Nacional que, además, representaría hasta la Restauración no solamente los ideales del liberalismo, sino en significativas ocasiones como 1854 o 1868, desde sus versiones progresistas. Por último, Bonafon, dedicaría el capítulo XXIII de su libro a comentar la nostalgia. “Una terrible afección” que actuaba como “causa ocasional de las enfermedades que más predominan en los ejércitos”. Enfermedades que son enumeradas como: gastritis agudas y crónicas; dolencias cerebrales; fiebres lentas; tabes; tisis…que nos acercan cambiando algunas denominaciones a los cuadros morbosos relacionables en nuestros días con el estrés. Las medidas preventivas que propondrá iban desde intentar destinar a un mismo batallón a los reclutas de la misma provincia hasta los ya mencionados recursos psicosociales de tipo recreativo, sin olvidar un especial tacto en los oficiales en lo referente al “buen trato que se dé al quinto cuando ingresa en filas, y la forma y modo de enseñarle el ejercicio, cuyo difícil y penoso desempeño exige mucha paciencia…” (1849: 203). Pero lo más novedoso en el análisis que este médico militar haría de la nostalgia es cuando propone que no se castigue al soldado cuando se detecta su existencia, sino que se indaguen sus causas y se le conceda una baja, junto con el cuido a tener por la sanidad militar en utilizar un rigor excesivo, a la hora de administrar las bajas y altas por enfermedad con los soldados. “…Cuando se conozca que se halle un soldado apoderado de nostalgia, procúrese en vez de castigarle, como comúnmente se hace se investiguen las causas principales para que se remuevan, si es posible, ya disminuyendo sus fatigas militares por cierto tiempo, ya rebajándole del servicio, ya concediéndole una licencia temprana, porque es mejor privarse de él por una temporada, que perderle para siempre, produciendo su desgracia, y tal vez la de su familia (…) También puede desarrollarse en el soldado la nostalgia por hallarse algo enfermo, y usarse mucho rigor en su regimiento para dar baja de hospital (…) Que no se empleen en este punto un celo exagerado porque el soldado que realmente se encuentra enfermo, y no se ve atendido aun cuando no le produzca otros malos resultados, se entristece, y se haya invadido de nostalgia, y entonces es muy difícil hacer de él un buen militar…” (1849: 201, 202).
A pesar de que, como sociólogos, puede que participemos del criterio general que ve en las Fuerzas Armadas del XIX un dispositivo de refuerzo y reproducción del orden de disciplinamientos y rendimientos del mundo del trabajo, en ésta apresurada y, seguro que, deficiente, aproximación a la higiene militar y a la salud profesional del soldado español, estamos encontrando en estos años de la mitad del ochocientos, por supuesto junto a severas deficiencias estructurales, un tono, talante o discurso médico/militar, posiblemente menos contaminado por los “fantasmas” de lo social que la de los más representativos higienistas civiles del momento, que se acercan al mundo de los oficios y del trabajo. Probablemente Codorníu, Bonafon, Berenguer, y la numerosa saga de cirujanos y médicos españoles que durante su juventud se formaron en los hospitales de sangre y en los tajos de la batalla, estuvieron imbuidos de un talante liberal humanitario que les acercaba al cuerpo del soldado desde un agavillamiento de sensibilidades en donde lo doctrinario se uniría al contacto con el sufrimiento compartido. Vivencias quizá inexistentes en lo civil que, de alguna manera, pudieron estar en el camino de los numerosos intentos abortados de considerar al soldado como ciudadano y, no como una exclusiva y distante máquina productiva en la que, como ocurriría con el trabajador, los deterioros en su salud serían durante casi un siglo más, meros quebrantos del cuerpo. Fernando Weiler112, siendo viceconsultor de sanidad militar en la Capitanía General de Granada, presentó una Memoria sobre la “Oftalmia purulenta que padecen nuestras tropas” (1851)113, que muy bien puede suponer el primer escrito español en el que se expone rigurosamente una patología profesional del soldado. En este mismo año Alberto Berenguer ayudante médico militar en Zaragoza presenta otra memoria en estas Academias médico-castrenses que hemos mencionado, titulada “Influencias que experimentan nuestros soldados por el tránsito de la vida civil á la militar, y reglas higiénicas que les convienen”. Dicha “memoria” –por supuesto condicionada y limitada por la época– constituye una acertada reflexión –que abunda y completa el tratamiento realizado por Bonafon años antes– sobre la actuación de operadores psicosociales en la salud del soldado que nunca estuvo presente, por esas fechas, en la lectura que los higienistas civiles realizaron sobre las enfermedades de los trabajadores. La exposición comienza, ofreciendo el panorama sociológico de partida: “…El soldado español corresponde en general á las clases proletarias, únicas que carecen de recursos para buscar en la sustitución un medio de sustraerse a las penalidades del servicio…”114. Y las mismas, formadas mayoritariamente por jornaleros del campo, no tienen una existencia “muy halagüeña”, presentan a la larga, unas condiciones de vida mejores que las del soldado. Sobre todo, porque poseen recursos de afrontamiento psicosocial de los que éste carece en el medio castrense. “…Rodeado de su familia el labrador y el artesano, pueden en el seno de ella entregarse á las afecciones de que se halla privado casi completamente el soldado (…) Además de las afecciones de la familia, de las amistades y amores de juventud el labrador ama á su choza donde se resguarda de las inclemencias, los animales que le ayudan en sus trabajos, el perro fiel compañero de su vida, el monte donde está acostumbrado a ir todos los días (…) el artesano tiene afecto á su taller, á los instrumentos de su oficio…” (op. cit. págs. 10-12). Esta carencia de recursos psicosociales junto al miedo a perder la vida en la contienda se sumará para Berenguer a los riesgos y quebrantos propios del oficio de soldado que enumera prolijamente, deteniéndose especialmente en una dieta con carencia de carne, en la ventilación y limpieza de los cuarteles y, en aspectos ergonómicos relativos al correaje, gorros y armamento115, que irían presentando cada vez más, una cierta presencia en la literatura higiénico-militar española; también con bastante anterioridad al mundo laboral. Como recomendaciones preventivas contra los riesgos psicosociales que el doctor Berenguer etiqueta en algunos casos –sobre todo en los reclutas procedentes de algunas regiones como Galicia– con la clásica “nostalgia”, que también puede ser considerada, como venimos repitiendo, una enfermedad profesional del soldado y que, para nuestro autor, “…es afección puramente moral, se estrellan todos los planes médicos cuando ellos dicen <me morro>…” (op. cit. pág. 40), la propuesta preventiva no será otra que la que hoy consideraríamos como una estrategia de recursos humanos, sin faltar por supuesto, el obligado horizonte de productividad y control. “…La disciplina militar en nada se opone al buen trato y la dulzura que deben manifestarse á los soldados; pues es absolutamente preciso que se moderen los castigos arbitrarios de que tanto se abusa, no rebajar la dignidad del soldado, y convencerse de que el afecto y la confianza que profesen á sus superiores las harán mucho mejores que el miedo al castigo con que procurar dominarles…” (op. cit. pág. 45). Sobre la recepción más o menos generalizada de escritos foráneos de higiene militar durante estos años posteriores a la finalización de nuestra primera contienda civil del siglo, contamos con la traducción116 de los “Élémentes d’Hygiène Militaire” de Philippe Mutel en 1846117 junto con un resumen del conocido “Traité d’Hygiène Publique et Privé” de Michel Lévy (1844) editado en castellano en el mismo año118. Aportaciones continuadas y “copiadas” en los “Elementos de Higiene Pública” de Monlau (1847) e incluso todavía, en la obra de Giné en 1872. La higiene militar de Mutel nos introduce en un escenario organizacional de los ejércitos diferente, tanto al estamental del XVIII, como al patriota/voluntarista de la “Grande Armée”. El nuevo ejército permanente del industrialismo –que Mutel defiende– será junto con el emergente proletariado fabril, la fuerza sustentadora del capital y de la industrialización de la Europa continental. En este sentido, nuestro autor inicia su obra señalando la necesidad de un ejército permanente que sirva de fuerza protectora continuada de la Nación, considerando que el sistema de reclutamiento por “sorteo” (o quintas en España) supone una cierta contradicción, en la medida en que la obligación universal del servicio de las armas concerniente a todos los ciudadanos se vería adulterada por la práctica de las “sustituciones”, de forma que “hace que casi solo sirvan actualmente los hijos de los pobres” (1846: 4)119. Otro aspecto que toca Mutel –sin duda influido por la experiencia africanista de la Grande Armée– es el de la aclimatación de las fuerzas expedicionarias a países con climas diferentes, que como veremos comentarán Monlau y otros médicos españoles. Insiste en la influencia de la fatiga sobre la sensibilidad ante las epidemias y especialmente en la moral y clima emocional del soldado como un importante operador salutífero de los ejércitos: “…La ambición burlada, una noble esperanza perdida, la inquietud por la suerte de la patria ó la familia, la necesidad irresistible de volver al país que nos vio nacer, todo contribuye á poner el cerebro en un estado de sufrimiento que se designa bajo el nombre de pena moral, que predispone á esta víscera a participar de las lesiones de los órganos, sobre los que obran directamente las causas mas inmediatas de las epidemias…” (1846: 79). En general, el enfoque de esta obra de Mutel que en lo estrictamente “higienista” no ofrece excesivas variaciones con los escritos clásicos, será su abundamiento en aspectos sociológicos y psicosociales. Así, hace hincapié en las obligaciones de los oficiales y en los derechos y deberes de los soldados con especial énfasis en recalcar que “el primer deber de los gefes (sic) y de los subordinados, es el de permanecer fieles a la Constitución del país” (1846: 110), sin olvidar ese intercambio entre acatamiento, disciplina y salud, que el liberalismo impregnará en el diseño de los primeros intentos de legislación laboral –por ejemplo durante el Bienio progresista español–, mediante el cual los soldados o los trabajadores ofrecen un obediencia absoluta al mando –militar/fabril– y, los oficiales –o los empresarios– les corresponden proporcionándolos unas determinadas condiciones de “bien estar”120 con una cobertura higiénica razonable. También propondrá, con un carácter anticipador al mundo del trabajo, la necesidad de la formación e información del soldado en materias higiénico/preventivas, mediante conferencias e instrucciones, que en una nota del traductor –el médico militar Antonio Navarro Zamorano –hará referencia a una experiencia en este sentido iniciada por esos años en la Escuela de Ingenieros de Guadalajara121 (1846: 115). A propósito de este apunte, que nos ha parecido interesante para el estudio de la formación industrial/profesional en España, hemos profundizado en el asunto y, nos hemos encontrado, con un panorama realmente novedoso para una época en la que el nivel profesional del obrero especializado era mínimo, teniendo que recurrir continuamente a la contratación de especialistas extranjeros. Aparte la disposición general que establece la organización de los talleres (R. O. de 16 de octubre de 1847) de la Escuela de Ingenieros con la contratación de seis maestros de taller de diferentes oficios, anteriormente se instituiría la denominada Sección de Zapadores Jóvenes (R. O. de 11 de abril de 1844), que funcionó como una escuela juvenil de formación profesional. En ella podían entrar en régimen de internado niños entre los 8 y 12 años permaneciendo hasta los 16 años en que podrían reintegrarse a la vida civil –para poder acceder más tarde a trabajos industriales cualificados– o reengancharse en el ejército con la finalidad de proveer al mismo de cabos y sargentos especializados122. Con respecto a los acuartelamientos Mutel, se enfrentará con la necesidad –al igual que en España– de superar el modelo “conventual” y de construir ex-novo edificaciones apropiadas para cuarteles en cuyo diseño participen higienistas e ingenieros militares123. El cubicaje que Mutel recomendaría es el de 12m3 por soldado (1846: 123), con especial atención a la limpieza y ventilación. En lo que se refiere al mobiliario, menciona ya en lugar del miserable catre con paja del XVIII, la cama metálica de hierro barnizado con su dotación de sábanas que recomienda se cambien cada 20 días en verano y 30 en invierno. Propone también la existencia de las enfermerías regimentales como fase intermedia de tratamiento para las enfermedades y malestares pasajeros. Como medidas ergonómicas señala los inconvenientes de las prendas de cabeza de la época y aconseja el casco para la infantería junto con sus advertencias sobre el carácter antifisiológico de las cartucheras cruzadas y de las corazas. Como nota pionera de higiene del soldado recomienda la limpieza de la boca todos los días antes de acostarse. En cuanto a la alimentación, señala los peligros de una dieta absolutamente privada de carne –parece que era habitual en el ejército francés en tiempo de paz– e introducir por los menos dos ranchos con carne a la semana. También regula el régimen de marchas –una media de 105 pasos por minuto– y descansos para la infantería –de hora en hora– y una hora para la comida (1846: 142). El planteamiento de Michel Lévy, en el resumido tratado de higiene pública traducido por José Rodrigo (Madrid, 1846) constituye una prolongación del de Mutel, representando la aportación de los higienistas franceses a la consolidación de un modelo militar organizado alrededor de dos sistemas espaciales. El de la “caserne” o de ocupación del territorio y control de la conflictividad social que dará sus frutos en los sucesos de 1848 y 1871, y otro, basado en las tropas expedicionarias como resultado de la expansión colonial/comercial necesaria para el abastecimiento de materias primas y el aseguramiento de las burguesías nacionales. Toda la sistemática organizacional como higienista de Lévy, como la de los médicos del Segundo Imperio, girará en lo militar alrededor de estos dos campos de interés. El cuartel, como saneado espacio específico de adiestramiento para la guerra, pero también para la vida civil y laboral. “Por este concurso de medios es como se puede hacer del ejército un instrumento de civilización y de regeneración física de las clases deterioradas (…) en lugar de ser una contribución de sangre, será un agente regenerador…” (1846: 290). El regimiento o contingente expedicionario como algo que hay que atender desde las condiciones higiénico/preventivas, para controlar sus bajas y enfermedades como exponente de su rendimiento y productividad dentro del coste total de las empresas coloniales. Por lo tanto, habrá que manejar y comparar las estadísticas de morbimortalidad entre los ejércitos de diversos países, como se contabiliza el parque de artillería o el número de barcos de guerra. El hierro de las máquinas y los cuerpos de los soldados aparecerán como nuevos y necesarios indicadores de poder. Lévy comentará como mientras el ejército francés presenta una mortalidad media del 19,4 por mil, (10,8 para la oficialidad y 22,3 los soldados) la del británico es de un 17 por mil (12 para los oficiales y 17 la tropa). Para las fuerzas francesas fuera de la metrópoli, las cifras se dispararán: un 70 por mil en Argelia y un 75 por mil en las Antillas. En cuanto a medidas preventivas para evitar esta sobremortalidad propone estrategias de aclimatización del soldado previas a su embarque para las colonias poniendo como ejemplo lo realizado por el ejército británico al utilizar Gibraltar o Malta, como campamentos base de aclimatización ultramarina (1846: 287288). A Lévy también le preocupará la particular sobre mortalidad del ejército en comparación con la población francesa de la misma cohorte de edades –20 a 30 años–. Mientras que para estas edades supondría una mortalidad del 1,25%, para los soldados alrededor de 1825, suponía porcentajes del 2,25% al 2,75% (1846: 286). Las causas que se apuntan serán fundamentalmente dos: las intensas y rápidas variaciones climáticas más las fatigas de la vida militar, que excederían lo “que permite la constitución corporal y la reparación alimenticia” (1846: 287).
IV. La higiene militar y naval en la obra de Pedro Felipe Monlau i Roca (1808-1871)
Aunque todos digamos que el Dr. Monlau fue sobre todo un hábil recopilador de la obra de los higienistas más notables de su tiempo, hay que añadir también que fue el médico español que –y eso a pesar de su progresiva afiliación al “moderantismo”– posiblemente y, durante más de veinte años, intentó con mayor empeño desarrollar una cultura “higienista” moderna124 tanto entre sus propios colegas como en los medios políticos y la sociedad española de su tiempo125. La primera aproximación al asunto la realiza Monlau en el segundo tomo de sus “Elementos de Higiene Pública” de 1847126. Monlau ubicará la higiene militar como un apartado de la higiene de las profesiones mecánicas que, a su vez, subdivide siguiendo la maqueta de Michel Lévy (1844) en agrícola, militar, naval, termotécnica, higrotécnica, fitotécnica, minerotécnica y zooténica. Aunque en su conjunto los comentarios referidos a la higiene y enfermedades de los trabajadores son, por supuesto, superiores a los dedicados al soldado, éstos con 21 páginas serán mucho más extensos que los de cada uno de los otros sectores profesionales:
Termotécnica | 1/2 pág |
Agrícola | 2 pág |
Minerotécnica | 9 pág |
Naval | 7 pág |
Fitotécnica | 7 pág |
Higrotécnica | 3 pág |
Zootécnica | 2,5 pág |
Lo interesante de estos contenidos del libro de Monlau centrados en las enfermedades, riesgos y medidas preventivas de la profesión militar es que, por encima de su carácter recopilativo de autores extranjeros, introduce –al igual que haría en la higiene de los trabajadores– aspectos, comentarios y matizaciones nacidos o relacionados con la realidad española, sin olvidar como en el caso de las cantinas sus habituales obsesiones moralistas. Así tendrá presente el problema de las “quintas”, plagado de corruptelas y sometidas a una gran impopularidad que le hace reconocer “que son pocos los individuos que abrazan voluntariamente la profesión militar” (1847, II, 499), pero se pronuncia –a diferencia de Mutel o Lévy– por la justificación de la “sustitución” (1847, II, 500) mediante la aportación dineraria por la familia del “quinto” llamado “a filas” a otra persona que es el que realizará por él el servicio militar. Propone a modo de los CIR españoles de hace años un “depósito de entrada” para formación y habituamiento de los reclutas. Critica, como hemos adelantado, las habituales “cantinas” regimentales como lugares que “deterioran la constitución de la tropa y le predisponen a la embriaguez y los excesos”, con argumentos no excesivamente sólidos como son el que sirven “sardinas saladas podridas y mal vino” (1847: II, 508), que al igual que con la taberna obrera, esté respondiendo a una cierta cautela hacia la existencia de espacios de socialización autónomos del soldado. El resto del capítulo es un calco –a veces literal– de la obra de Michel Lévy, tanto en lo referente al Ejército como a la Armada. En este punto repite los argumentos de Lévy, sobre el descenso de enfermedades y mortalidad experimentado por las marinas de guerra en las últimas décadas que en algunos casos como en la británica sería inferior a la de la clase obrera inglesa, que no obstante tampoco es algo excesivamente meritorio si recordamos las informaciones sobre sus condiciones de vida y trabajo. La 2ª edición de la Higiene Pública de Monlau (Madrid, Rivadeneyra, 1862), no presentará variaciones de interés salvo que ya introduce algún dato estadístico autónomo, como el que durante el trienio 1857-1859, de los 375.532 mozos sorteados quedaron exentos por cortos de talla, 76.469 y por enfermedades y defectos físicos 33.685. Si tenemos en cuenta que la talla mínima era de 1,56 nos podemos dar una idea de grado de desarrollo de los jóvenes españoles de mediados del XIX, dado que cerca del 30% de los mismos casi no superaban el metro y medio de altura. En cuanto a los aspectos psicosociales, aparte de la mención a la nostalgia que señalamos al inicio de nuestro trabajo, Monlau habla del trato al soldado como un factor influyente sobre su salud. “Al recluta (…) le mandan con imperio, le riñen con aspereza, le castigan sin piedad, tal vez le maltratan, y por último es objeto de mofa para los soldados viejos…” (1862: 635) que sin duda “no es el mejor método” para conservarla. En la 3ª edición de esta obra de Monlau (Madrid, Moya y Plaza, 1871) sin duda la más completa y actualizada, impresa al filo del fallecimiento de su autor, sigue dependiendo del tratado de Lévy, aunque esta vez de su ampliada 5ª edición de 1869 ofreciendo interesantes estadísticas europeas sobre morbimortalidad militar junto con algunos datos españoles de interés. Por ejemplo, nos señala cómo de los 81.884 quintos sorteados en 1867, resultaron desestimados por no dar la talla, 11.509, con lo que el anterior porcentaje se verá bastante mejorado (un 14% frente a casi el 30%). Además, anota la cifra de 100.000 individuos para la población militar (suponemos Ejército de Tierra) de 1 millón para los obreros industriales y de 2 millones para los jornaleros del campo (1871: II, 214). Un aspecto novedoso de esta edición serán la exposición y comentarios de Monlau a propósito del celibato de los militares –contempladas todas las clases y empleos de jefes para abajo–. Aunque no vemos del todo clara la posición de Monlau sacamos la impresión de que esgrime una postura a favor del mismo. El hecho real es que según datos que nos ofrece el propio Monlau, el número de célibes entre la oficialidad (incluidos sargentos) española alrededor de 1852 es inmenso, suponiendo nada menos que un 78,17%. Este panorama nos recuerda una situación semejante al del maestro de escuela de la época; pudiendo suponer que remite simplemente, a las insuficientes condiciones económicas que en ambas profesiones se camuflaría con la retórica del sacrificio y de sus cercanías con los falsos sacerdocios de la espada y de la pluma. El que además existiese una normativa (R. D. de 19 de abril de 1869) obligando a los oficiales jóvenes que quisiesen casarse, a depositar en la Caja Central de Depósitos una cantidad que produjese una renta anual de 6.000 escudos, nos hace maliciar-nos la posible existencia de alguna relación con el asunto de las pensiones y coberturas asistenciales a las viudas e hijos de la oficialidad. Como enfermedades más frecuentes y prevalentes en el Ejército español, Monlau anota las siguientes: Fiebres intermitentes, viruela, hemoptisis y tisis, sífilis, sarna, reuma, oftalmías y nostalgia (1871: II, 224). Para un contingente anual de alrededor de 100.000 hombres durante los años anteriores al Sexenio, Monlau señala– anualmente:
2.014 casos de viruela con cerca de 143 defunciones, 1.832 casos de tisis con 742 defunciones y 10.285 casos de sífilis. Datos que nos dan una idea de la elevada letalidad de la tisis, un 40,5% y, la potente presencia de la sífilis que supone para un contingente anual de 100.000 hombres más de un 10% de enfermos. Como operativas preventivas y dentro del habitual voluntarismo de nuestro autor, propone contar en los cuarteles con dentista y pedicuro. Como remedios, Monlau seguirá insistiendo en la alimentación, la limpieza y la aireación añadiendo la necesidad de no mover a las tropas a Ultramar o a lugares con climas extremos y diferentes en determinadas épocas del año. Para Monlau, el transporte de tropas será una de las operaciones logísticas más peligrosas para su salud. Aplaude una disposición gubernamental (12, abril, 1868) que suspendía desde mayo a septiembre el envío de soldados a Cuba y Puerto Rico. En esta tercera edición introduciría algunos datos interesantes sobre la morbilidad militar en los ejércitos extranjeros –sobre todo de la reciente guerra de Crimea (1853-56)– apuntando, con su habitual ironía, ante la no inclusión de referencias españolas como podrían haber sido las resultantes de la reciente campaña africana (1859-1860) que “…en España somos algo turcos en materia de estadística sanitaria…” (1871: II, 235)127. En el apartado dedicado a la Higiene naval, parece que Monlau no establece una diferencia muy clara entre la Armada y la marina comercial, aunque se pueda deducir que es la de guerra la que concentra el mayor interés de nuestro higienista. Señala como problemas a cuidar la organización del espacio en los navíos en lo referente sobre todo a la ventilación, humedades y limpieza. En su obra de 1847, en la que los barcos eran aún de madera128 apuntaría la necesidad de que ésta estuviese seca y fuera de una dureza y resistencia adecuada. Su idea de los barcos de la época repetiría la habitual consideración de otros higienistas anteriores de que eran como “cloacas “y “pantanos flotantes” (1847: II, 516). Aparte algunas notas sobre la necesidad de utilizar alguna prenda impermeable como “capas de hule”, la alimentación sería una de las recomendaciones preventivas en las que más insistiría, sin que por otra parte se añadan aspectos novedosos. En la edición de 1862, relata a propósito de la destilación/ desalinización del agua de mar un procedimiento español documentado en una Memoria presentada a Felipe III, en 1610, y contenida en una obra de Rafael Antúnez de 1797129 (1862: II, 652). En la 3ª edición de 1871, se hará mención al uso del vapor en las embarcaciones, comentando los nuevos riesgos derivados del mismo como el aumento de las “fermentaciones pútridas” ocasionadas por el aumento del calor y de la humedad junto con la aparición de “cólicos secos” (la vieja intoxicación por el plomo descrita ya por Hipócrates) por la acción de los diferentes componentes metálicos de las máquinas de vapor. Por estos años el escorbuto parece que seguiría estando presente en la Armada, pues Monlau nos recuerda el caso de la fragata “La Blanca” que, en 1866130 durante la travesía desde Valparaíso a El Ferrol, fue presa de esta enfermedad con 229 casos y 19 defunciones (1871: II, 258). Dentro del terreno de la Higiene Pública, Joan Giné i Partagás incluiría también un apartado a glosar la higiene militar en su conocido “Curso elemental de Higiene privada y pública”131. Aunque constituya un mero capítulo de trámite, serviría como continuación de la obra de Monlau para institucionalizar la higiene militar y naval dentro del contenedor temático de las higienes profesionales. Como aspectos en los que Giné hará más hincapié estarían los de la revisión de la política de reclutamiento y, especialmente los contenidos médicos que limitarían el sentido “universal” del mismo por el excesivo número de exenciones por defectos físicos cuya casuística considera en numerosas ocasiones como “gollerías” (1872: 423). Por supuesto que, como buen liberal del Sexenio, criticaría el modelo de sorteo o reclutamiento por “quintas”. Con respecto a la alimentación del soldado insistiría, como lo haría Monlau, en la necesidad de incluir la carne en el rancho diario. Presenta datos de la dieta de diversos ejércitos europeos y, también como es habitual, sin incluir datos concretos sobre España salvo los genéricos de insuficiencia y exceso de alimentos carbonados. En cuanto a las “condiciones de trabajo” incide con una cierta extensión en la fatiga del soldado recomendando jornadas de marcha de menos de 6 leguas con dos horas de descanso en su mitad y pausas de 5 minutos. En cuanto a las guardias durante el día recomienda que no duren más de una hora. En las de noche, como trabajo nocturno, se pronuncia por un régimen de rotación de una noche de guardia por cada seis días (1872: 438), que nos parece una propuesta ergonómica enormemente madrugadora tanto para el mundo militar como para el civil y laboral. El inventario de las enfermedades profesionales del soldado plasmado por Giné, se centraría fundamentalmente en dos grandes escenarios nosológicos –de alguna manera además interconexionados– inclemencias climatológicas y procesos infecciosos. Pulmonías y pleuresías, meningitis agudas por insolación, reumatismos, oftalmias por el sol y el polvo, erisipelas de la cara, tifo, disentería, diarrea y enfermedades gastrointestinales, fiebres intermitentes (paludismo) y sarna. Como se ve, no menciona la fiebre amarilla ni el cólera, aunque esta última puede estar comprendida en el término sintomático de “diarrea”. Menciona la sífilis que, todavía a finales del XIX, podía considerarse como una enfermedad “profesional” en los ejércitos europeos. Habla de pasada de la “nostalgia”, introduciendo como complemento y refuerzo el trato hacia el soldado que, también apuntó Monlau: “… a causa de la brusca sustracción a los halagos domésticos y de los malos tratos de que a veces es objeto el soldado…” (1872: 439). Giné, dedicará además otra lección, la LXII, a la Higiene naval, que nos parece interesante dado que incorpora los nuevos riesgos derivados de la motorización naval, como explosiones y aumentos bruscos de temperatura. Denuncia los habituales malos tratos a los grumetes, que mientras que en la marina de guerra tenían una edad mínima de 13 años en la mercante era tan solo de 10. El cuadro resumido de enfermedades profesionales en la marina citado por Giné sería: Enfermedades del corazón y soriasis en las manos para los gavieros, palidez, intumescencia edematosa de la piel y debilidad general por falta de luz y aire puro en la gente de los oficios de mantenimiento y mecánicos (bodegueros, despenseros, maestro de oficios, guarda-almacenes, panaderos, cocineros…) (1872: 446). Esta incorporación de la higiene militar y naval en textos y autores civiles de higiene se mantuvo en España hasta la década de los sesenta del pasado siglo XX132. Como continuación a la obra de Giné, los posteriores higienistas “académicos” como Alcina, Javier Santero, Laborde133 o Santos Fernández, seguirán incluyendo en sus manuales, algunos capítulos o lecciones sobre higiene militar y naval, que en honor a la verdad no serán más que comentarios de “trámite” casi sin interés, reproduciendo o simplemente copiando en el mejor de los casos párrafos e ideas de Giné o Monlau. En general, a través de estos comentarios –algunos penosos o simplemente surrealistas como los de Benito Alcina134 sobre los dormitorios colectivos de la tropa– va quedando claro, que estos ilustres higienistas no pisaron como médicos un cuartel en su vida135 y, que la higiene militar será cada vez más, un asunto de especialistas.
V. La cobertura higiénico/ sanitaria en la campaña africana de1859-1860
Si desde el plano de la cultura higiénica y sanitaria, tanto en los teóricos como Monlau como entre los médicos con experiencia de campo, se podía estar a la altura de las potencias europeas136, en el terreno de las realidades la infraestructura sanitaria disponible sería escasísima, como se demostraría en el desarrollo de la campaña africana de 1859-1860. Antonio Población137 nos muestra en su “Historia médica de la guerra de África”, como al comienzo de la campaña “faltaba de todo”, camillas, vendajes, hilas, mochilas botiquines, tiendas de campaña, furgones, etc.,138. Como siempre ocurre en nuestro país a golpe de voluntarismo y esfuerzo de última hora se pudo reunir un colectivo de alrededor de 123139 facultativos incluyendo farmacéuticos, lo cual nos daría una proporción médico/combatiente por lo menos, algo superior al del ejército francés en la guerra de Crimea que, como hemos visto, fue claramente insuficiente140. Un adelanto sanitario/organizativo de esta contienda fue la materialización –aunque fuese improvisada y sin formación de sus componentes– de la R. O. de 11 de septiembre de 1859, creando las compañías sanitarias de batallón, integradas por un sargento, un subalterno, dos cabos y 22 soldados, más la implantación y uso, de las “mochilas-botiquín”141 a las que el Dr. Población denominaba “ambulancias de guerrilla”142, 143. En esta campaña africana en la que se iniciaría por España la posiblemente innecesaria presencia española en Marruecos, en este caso además, bajo un intento de justificación no demasiado convincente, parece que el esfuerzo sanitario/militar fue bastante aceptable144 (Población, 1860; Massons,1994), aunque no tanto las previsiones higiénicas, dado que el primer cuerpo expedicionario desembarcado en Ceuta llegó a esta plaza soportando una devastadora epidemia de cólera que constituyó la causa de la mayor parte de bajas. La tasa de letalidad –por el colectivo de afectados– parece que se mantuvo entre el 17% y el 21%. Índice presumiblemente aminorado gracias al esfuerzo médico/asistencial que, constituyó, un modelo de sacrificio personal y de profesionalidad de todos los efectivos sanitarios utilizados durante la campaña, pero que se nos presenta en términos de población global de cualquier manera elevado, teniendo en cuenta que, durante la epidemia de cólera madrileña de 1855 y, para una población de alrededor 250.000 habitantes, los muertos fueron 3.986, lo que nos daría un índice de mortalidad absoluto del 1,6%145.
Según estos datos, manejados por Población y en general admitidos por Massons (1994), se vuelve a repetir el ciclo de morbimortalidad tradicional de las operaciones militares anteriores al siglo XX, en donde bajas y fallecimientos están sobre todo causadas por enfermedades relacionables con las condiciones higiénicas tanto de la población en general, como de los propios contingentes militares. En este caso pudo haber alrededor de 13.000 soldados atacados por el cólera de un total cercano a los 55.000 hombres, con una mortalidad de 2.254146, mientras que la mortalidad específica por el “hierro y el fuego” enemigo fue tan solo de 981, en un total de 7.270 heridos147 (Población, 1860: 226-229)148. Otro ilustre médico militar que nos dejado su testimonio profesional sobre esta campaña sería el navarro Nicasio Landa y Álvarez de Carvallo (1831-1891) que junto a una interesantísima obra higiénico militar149 publicó un libro parecido al del Dr. Población titulada, “La Campaña de Marruecos: Memorias de un médico militar” en que relata, aunque en un tono menos técnico que aquél, su experiencia como médico agregado al cuartel general expedicionario; desempeñando una meritoria actividad sanitaria en el campo de batalla y en la logística hospitalaria. En esta obra Nicasio Landa nos relata algunos hechos desconocidos de esta campaña, como por ejemplo que cuando se utilizaron a los “forzados” del penal de Ceuta para transportar a los soldados heridos en las primeras escaramuzas del mes de noviembre de 1859, dichos presos, expuestos al fuego rifeño y moviéndose en un terreno escabroso, iban encadenados (1860: 50). En el terreno de los dispositivos sanitarios utilizados nos habla de la utilización posterior para el traslado de heridos de mulos con “artolas” como antecedente primario de las ambulancias150. Según nos relata Landa parece que el contingente expedicionario no contó hasta el final de la campaña con un surtido adecuado de medios de transporte y evacuación. La dotación al inicio de la guerra era de una camilla y un botiquín por batallón. Posteriormente parece que, a marchas forzadas, se intentaron fabricar 8 furgones ambulancia y 400 camillas, pero al final, se tuvieron que hacer gestiones en Francia para la adquisición de este material, que no tenemos claro que, realmente llegase a ser utilizado en su totalidad durante la campaña. Complementando el relato de Población con el de Landa151 va quedando clara la gran improvisación sanitaria de una acción bélica –además contra un enemigo miserabilizado y mal armado– que se saldaría entre muertos heridos y enfermos con más de 20.000 bajas en un contingente cercano a los 50.000 hombres. Realmente fue una guerra peculiar, en la que las improvisaciones higiénico/sanitarias no impedirían un comportamiento intachable de los médicos y enfermeros militares y, en donde, por los datos que manejamos, se intentó paliar estas deficiencias e improvisaciones, con mecanismos paralelos de compensación, como por ejemplo, una alimentación abundante y, sobre todo, con un despliegue de apoyos populares potentísimo, que sin duda, puede ser considerado como una de las operaciones más rentables de tipo psicosocial, en la historia político/militar española y, que al hilo de la guerra de liberación cubana ya no podría ser utilizada. Entre otras razones, por la existencia de organizaciones obreras, sindicales y políticas que se negarían a seguir apoyando la “contribución de sangre” de los jóvenes de las clases populares españolas. Llegados a este punto de nuestra exposición puede ser necesario intentar situar las prácticas higiénicas y sanitarias militares en el escenario general de las estrategias médicas dirigidas a la totalidad de la población y, especialmente, en lo que concierne a las clases trabajadoras. Nuestra tesis es que, en líneas generales, mientras que las condiciones higiénicas de la vida militar y naval no fueron muy diferentes a las de la mayoría de la población, en cuanto a presencia y cercanía médico/sanitaria/asistencial, los soldados y marinos españoles contarían con dispositivos institucionales notablemente superiores en motivación y profesionalidad a los de las clases populares y, muy especialmente, al naciente proletariado urbano –y aún más, al tradicional jornalero rural– abocados a la cobertura “asistencial de pobres” y a una existencia llena de precariedades e inseguridades que conducía en multitud de ocasiones a la pauperización absoluta. Aunque pueda parecer una exageración, y por supuesto sin obviar los riesgos específicos y peculiares de una profesión como la militar directamente expuesta a la pérdida de la salud en sus términos más radicales, como son los de la muerte, e incluso, considerando las grandes deficiencias estructurales e improvisaciones higiénicas –especialmente las que se dieron con motivo de las guerras de liberación cubanas– el soldado español estuvo en líneas generales, durante el ochocientos, menos desprotegido que, la generalidad de los trabajadores fabriles152 y los jornaleros del campo. Esta suposición, que no obstante –somos conscientes– puede ser precipitada, no supone ni mucho menos que las condiciones asistenciales en las que se desenvolvió la vida del soldado español fuesen mejores, sino tan solo, que fueron diferentes a las del resto de las clases populares. El hecho diferencial, en el que nosotros insistimos, se situaría no tanto en las condiciones higiénico sanitarias que sin duda fueron penosas, sino en la cercanía y profesionalidad de la cobertura médico/quirúrgica; sin olvidar, una cierta asistencia social en cuanto a pensiones por invalidez del soldado153, aunque siempre estando presente, por supuesto, la reproducción del modelo de sociedad sea estamental o de clase, se marcarían notables diferencias y dificultades en el acceso de la tropa a este tipo de prestaciones como nos recuerda Francisco Javier Martínez154; al igual, que en otros muchos aspectos de la vida militar como, por ejemplo, la diferente ración alimenticia para soldados u oficiales en los hospitales militares155 o el añadido sobre el formato asistencial –contenido en el “Amparo de pobres”– cuando se trataba de oficiales e hijodalgos añadiendo, a la “casa, cama y vestido” del soldado estropeado, una indemnización en forma de renta. Así, el circuito nosocomial castrense y naval, a pesar de contar con instalaciones vetustas y poco funcionales iría gozando progresivamente de una rigurosa administración centralizada156 y reglamentada. Con recursos profesionales, alimentarios y materiales aceptables, mientras que la red pública mantendría una estructura administrativa dispersa. Con competencias repartidas entre instituciones municipales, eclesiásticas y provinciales. La mayoría de las veces, todavía subsistiendo con donaciones privadas y diseñadas bajo el enfoque de la beneficencia para pobres, que a lo sumo, llegaría a cubrir en los años centrales del XIX tan solo, las necesidades asistenciales de un 2% de la población española157. Por otra parte, el médico y cirujano militar (en teoría, funcionalmente unificados desde 1827) actuaban como funcionarios públicos dedicados mayoritariamente –pero no excluyentemente– a su actividad sanitaria tanto en hospitales como unidades militares o navíos de la Armada. Aunque su capacidad organizacional y de decisión pudo estar muchas veces excesivamente supeditada a la jerarquía militar, gozaron –sobre todo en campaña– de una autonomía profesional/facultativa impensable, por ejemplo, en los médicos rurales supeditados, en muchos municipios, a las imposiciones y vejaciones caciquiles y sin posibilidad, además, de ejercer como compensación la medicina privada por la pobreza del lugar. Mateo Seoane (1791-1870), desde su destierro en Rueda como médico rural, escribiría una carta en 1819, en la que describía las dificultades y presiones para el ejercicio profesional de los médicos contratados por los Ayuntamientos para la asistencia de pobres sujetos “de las presiones más rastreras” y llevando una “subsistencia precaria y miserable”158. En este sentido, la vida profesional del médico rural español, durante una gran parte del XIX, no sería muy diferente de la del maestro de escuela. Ambos, sometidos a lo que hemos calificado en nuestros trabajos sobre la salud del maestro, como una de las primeras manifestaciones de “mobbing” laboral159. Aunque en el transcurso del s. XVII160, algunos municipios rurales comenzaron a contratar médicos o cirujanos en algunas regiones españolas, en general, bastantes poblaciones de menos de 2.000 vecinos se mantendrían hasta bien entrado el XIX, sin cubrir las plazas de médico para pobres, contentándose con un barbero o, en los mejores casos, un cirujano romancista y, por lo tanto, incumpliendo lo estipulado en la Ley Orgánica de Sanidad, promulgada durante el Bienio Liberal161. Es más, hasta el Reglamento de 24 de octubre de 1873, no se iniciaría realmente el cumplimiento de esta obligación que determinaba (art. 1º) que en todas las poblaciones que no pasaban de 4.000 vecinos “habrá Facultativos municipales de Medicina y Cirugía costeados por los Ayuntamientos para la asistencia de los pobres”162. El art. 4º, señalaba el reparto por facultativo que suponía un máximo –sobre el papel– de 450 familias. Si comparamos este número de personas –aproximadamente cerca de 8.000 individuos– con la cobertura médico/soldado y, admitiendo por batallón una composición media de 700 hombres, tendríamos que el ratio bruto facultativo/soldado sería en tiempo de paz, más adecuado que el civil, considerando, además, que esta población en la que se incluyen niños y ancianos sería “médicamente” más sensible que la formada por jóvenes que, además, han sido previamente “filtrados sanitariamente” en las cajas de reclutamiento. Por otra parte, es lógico suponer que estos médicos-cirujanos de partido o municipio, no contasen a la altura de 1860, con el equipamiento asistencial con el que comenzaban –aunque fuese insuficientemente– a estar dotadas las unidades militares y navales (cajas botiquín, camillas, cuartos de enfermería, medios de transporte para heridos y enfermos)163 más los recursos de apoyo de las “compañías sanitarias” y de la Plana Mayor regimental. Además, habría que resaltar la especial preocupación ergonómica y de equipamientos de protección individual, presente en los escritos de los higienistas militares y en diversas disposiciones administrativas a lo largo de todo el XIX. Otra cosa es que estas disposiciones y criterios se pusieran totalmente en práctica. Pero en los territorios del trabajo solamente existieron las recomendaciones bien intencionadas de los higienistas consagrados como Monlau o Giné, sin que las autoridades gubernativas –con la excepción de la Ley Benot de 1873, que es sobre todo una ley sobre el trabajo infantil/juvenil– legislasen sobre el asunto hasta, la aparición del Catálogo de mecanismos preventivos (2 agosto 1900) como consecuencia de la Ley Dato de 30 de enero del mismo año. Las condiciones higiénicas y de habitabilidad de acuartelamientos y navíos de la Armada mantendrían una situación seguramente llena de carencias, pero también mucho más soportable al final del siglo que las de la vivienda obrera en general, con la excepción de determinadas situaciones puntuales como las relativas a las formas en que se llevó a cabo el transporte de ida y vuelta de tropas en las campañas coloniales del último cuarto de siglo del XIX164.
A finales del ochocientos, en excesivas ocasiones, la población trabajadora todavía habitaba en viviendas sin agua potable ni luz, ocupando un espacio insuficiente y antihigiénico. En regiones mineras, como la vizcaína de San Salvador del Valle, era habitual que varios peones ocupasen una misma cama y, que el espacio por persona, no llegase siquiera a los 12 metros cúbicos, cuando en la casi totalidad de establecimientos militares se mantenían por lo menos los 20 metros cúbicos por soldado165. A partir de 1878, el ingeniero francés Casimir Tollet propugnaba para los acuartelamientos militares un espacio por individuo de 50 metros cúbicos166. Explicar adecuadamente estas cercanías y diferencias puede constituir una interesante apuesta para los jóvenes historiadores. Aquí y ahora, sin espacio ni tiempo para más sólidas investigaciones, solamente podemos apuntar la provisional constatación de una política y una práctica higiénico/sanitaria militar y naval que, por lo menos, en estos años centrales del ochocientos y, contando con todas las consideraciones que se quieran sobre las contradicciones habituales entre el discurso administrativo con la realidad más las carencias presupuestarias y los miserabilísmos políticos, parecen presentarse sensiblemente más adelantados que los existentes en el terreno de la población trabajadora en general. Como un apunte descriptivo más, de esta mayor presencia de la higiene y medicina militar frente a la laboral durante el XIX, tendríamos los datos de la producción bibliográfica española en estas disciplinas y materias. Manejando los proporcionados por Rafael Alcaide (2005) tendríamos desde 1808 hasta 1899, 41 obras rotuladas como de Higiene militar, y tan solo 7 de Higiene laboral.
VI. De las montañas del Rif a las Antillas o el hundimiento de una esperanza
A pesar de las improvisaciones y de las carencias higiénico preventivas de la campaña africana de 1860, se puede tener la impresión de que algo comienza a moverse en el intento de conformar una administración sanitaria militar cercana a la de otros países de nuestro entorno europeo, superando las ácidas críticas que Marx y Engels, lanzasen contra el ejército español en su obra “La Revolución en España”167. A nuestro entender y, aunque en el terreno sanitario asistencial se dieron momentos de renovación y de esperanza, el problema residiría en una especie de “anomia” estructural que atenazó a las fuerzas armadas españolas a partir de la crisis de 1866 (el motín de suboficiales de San Gil) en sus doble versión organizacional y de filosofía política u objetivos, que no supo resolver la Revolución de Septiembre, ni tampoco gestionar la I República y, aún menos la Restauración canovista, culminando en el momento finisecular con los desastrosos acontecimientos de 1898. Por si esto no fuese poco, se acumularon situaciones socioeconómicas (las hambrunas y crisis económica de 1868/69) con los nuevos conflictos de Cuba (1868) y los descontentos y revueltas en el interior (motines en Andalucía, desarme de las milicias y 3ª guerra carlista). A todo ello, se añadiría desde las clases populares –incluida la clase media urbana– un potentísimo clima de repudio a las “quintas”, que se reforzaría con el ingenuo doctrinarismo progresista y, sobre todo, republicano federalista que abogaba por la supresión del modelo de ejército nacional de recluta universal/obligatoria sustituyéndolo por contingentes de voluntarios. Aunque si no hubiese sido por los muertos, la campaña africana de 1859 se podría haber considerado como un alarde de marketing político del moderantismo isabelino, lo cierto es que con ella se conseguiría un clima pasajero de identificación entre el ejército y las clases populares que se iría lentamente fisurando en los años posteriores del siglo. Con los intentos de modernización higiénico/sanitario, que, pasados los primeros meses de improvisación y desconcierto, se pusieron en práctica, ocurriría algo parecido. Si en el dintel de la Revolución de septiembre el ejército español peninsular estaba en condiciones de avanzar en ese camino de modernización médico/militar, los forzados acontecimientos políticos y bélicos darían al traste con todas las esperanzas. El “Grito de Yara” de finales del 68, y la posterior y última sublevación carlista de 1872 llevarían a los gobiernos de la Gloriosa a movilizar “quintas” forzadas168 de jóvenes sin tiempo de preparación castrense, que radicalizaría, por otra parte, las posiciones de las clases populares contra el servicio militar obligatorio y, sin la cobertura asistencial, alimenticia e higiénica apropiada para desenvolverse en un escenario bélico tan problemático como el cubano. En la península, parece que las infraestructuras sanitarias aparte de contar con mejores medios funcionaron con bastante mayor eficacia. En los escenarios bélicos de Vasconia y Navarra se contó con 4 trenes hospitales con capacidad para 80 heridos cada uno (Massons, 1994: II, 128) así como carruajes ambulancias tipo Lechner en contacto con las compañías sanitarias de batallón que en la mayoría de las ocasiones se situaban a no más de 20 metros de la línea de fuego169. Por otra parte, los hospitales militares parece que actuaron con un razonable nivel de calidad. Contemplando los 27 que funcionaron entre marzo de 1875 y marzo de 1876 en el teatro de la guerra en Navarra y el País Vasco, de 67.004 enfermos ingresados las defunciones fueron 2.763 (un 4,12%). En cuanto a los heridos los ingresados fueron 4.702 y los decesos 425 (un 9,0%)170. En relación a la bibliografía higiénico/sanitaria, por estos años, aparecen algunas obras interesantes. En primer lugar, tendríamos a Ramón Hernández Poggio, un prolífico médico militar de la escuela de Codorníu, que entre otras campañas participaría en la guerra cubana de los “Diez años”. De su amplia producción higiénico militar171 únicamente hemos tenido tiempo de consultar su obra sobre el “Tratamiento de las heridas por armas de fuego”, con un apéndice sobre Higiene militar en campaña (Madrid, 1872) y “La guerra separatista de Cuba en el concepto de la higiene militar” (Barcelona, 1884). El libro sobre el tratamiento de las heridas no añadiría nada nuevo sobre el tema, que no sea la confirmación de la práctica habitual instaurada un siglo antes por los cirujanos españoles, a partir de las últimas experiencias de la campaña africana y los primeros años del conflicto cubano. Poggio seguirá exponiendo y defendiendo el “método español” asentado, como se sabe, sobre la consideración de estas heridas como “esencialmente contusas” con un tratamiento “blando” de las mismas sin cauterizaciones ni desbridamientos innecesarios172 dentro de un claro diseño quirúrgico “conservador” que supuso en la contienda de Marruecos la realización que solamente se llevasen a cabo 43 amputaciones173 con un margen de productividad asistencial aceptable dado que, por los datos suministrados por este autor los heridos fallecidos después de ser atendidos ambulatoria u hospitalmente, los podríamos situar alrededor de un 6% y, con referencia al conjunto del contingente en un 0,8%174. También estaría especialmente presente una clara preocupación por la deficiente e irracional alimentación del soldado, especialmente en las Antillas, a base de galletas, arroz y tocino, apostando como provisión de refuerzo por los extractos de carne, modelo Liebig adoptado por otros ejércitos. Insiste en muchas otras recomendaciones higiénico/preventivas como el uso de hamacas de lienzo, fajas de franela, camisetas de algodón, no andar sin calzado, vestidos limpios, más otras innumerables carencias como el transporte de heridos y enfermos realizados en carretas y sin contar con las camillas y furgones que ya poseía el ejército en la península, que nuestro autor ampliaría en su posterior obra “La guerra separatista de Cuba en el concepto de la higiene militar” (1884). Este escrito elaborado por un soldado como Poggio, sin ninguna sospecha de contaminación ideológica –o a lo sumo de progresismo consecuente–, constituye una de las más amargas críticas de la ineptitud y desinterés de la Administración militar por la salud y condiciones higiénicas del soldado en la primera guerra de Cuba, en la que, “no se tuvo en cuenta el clima ni los elementos morbosos endémicos” de la isla, sin consultar nunca a los profesionales de la sanidad militar bastando “los conocimientos de contabilidad para resolver cuestiones de fisiología e higiene”175. En pocos escritos de la época quedará tan nítida la consideración de la salud del soldado como la de un ciudadano, al que el Estado tiene la ineludible obligación de atender: “…El soldado hay que considerarlo no sólo como un hombre que va a manejar un arma y derramar su sangre ó perder su vida, sino como un ser que reclama nuestra solicitud como miembro de la sociedad humana como ciudadano cuyos servicios necesita la patria (…) de aquí los sacrosantos deberes que pesan sobre los gobiernos y autoridades militares para atender a la conservación de su salud y proporcionarle todos los medios indispensables a fin de librarlo de la enfermedad y de la muerte…”176. El panorama que dibuja Poggio tanto en el apéndice del tratado sobre las heridas como en esta obra específica sobre la higiene militar en campaña es, sencillamente, escalofriante, sobre todo teniendo en cuenta la experiencia y profesionalidad que la medicina militar española había acumulado en las últimas décadas. En cuanto a alimentación177, por ejemplo, la Capitanía General desestimaría escritos de Poggio sobre la conveniencia de cambiar el régimen de los ranchos de las tropas de Oriente –siempre la región más dura y conflictiva en todas las campañas cubanas– sin conseguirlo, manteniéndose por el contrario la insuficiente y antihigiénica Orden de la Capitanía General de 30 de octubre de 1868178. Amplía las críticas y recomendaciones expuestas en su libro sobre las heridas deteniéndose en la descripción de las deficientes condiciones de la red hospitalaria en la isla, sin haber preparado ninguna infraestructura de apoyos logísticos y de transporte de enfermos y heridos. Esta crítica abarca también a las monjas, en concreto a las Hermanas de la Caridad que, parece, se negaron a salir de la Habana y prestar sus servicios en los hospitales de Oriente179. Los datos estadísticos que nos ofrece el Dr. Poggio sobre la morbimortalidad de la campaña, aunque incompletos en el tiempo y en el espacio pues están concentrados en Oriente y en los dos primeros años, nos muestran palpablemente el gran fracaso preventivo y asistencial de este primer conflicto cubano que, aunque parezca imposible se agravaría todavía más en la última campaña de 1895-98. Por la rigurosa información presentada, todo apunta a que el fracaso sanitario estuvo directamente relacionado con deficiencias higiénicas y preventivas acompañadas de la falta de medios logísticos y hospitalarios deducibles del limitado peso de los heridos en general y el considerable porcentaje de fallecidos resultante. Tasa de heridos por contingente del 9,59% y de mortalidad de éstos del 23,08% que sería elevadísima si tenemos en cuenta que en los más descarnados encuentros en las guerras de la época desde la batalla de Alma en Crimea hasta Solferino o la guerra de Secesión, las tasas de mortalidad en relación con el total de heridos nunca pasaron de un 5%. En 16 meses de campaña desde octubre de 1869 a noviembre de 1870, los militares ingresados en los hospitales de la región militar de Oriente sumaron 31.414 de un total de efectivos compuesto por 33 batallones que presumiblemente según nuestros cálculos, entre jefes oficiales y tropa, no llegarían a los 14.000 hombres; lo que nos indica una presencia notable de recidivas que con toda seguridad nos está apuntando a una constante presencia de patologías infecciosas y/o carenciales. De estos 31.414 hospitalizados murieron 2.252 individuos dando una tasa del 7,16%180, con relación al número de enfermos y de un 16,51% con respecto al total de la División. El índice total de bajas mortales para todo el contingente durante estos 16 meses fue por lo tanto de un 18,73%181. Continuando en cierta medida con Hernández Poggio, en 1888 traduciría el “Tratado de higiene militar”182 de Georges Morache posiblemente uno de los escritos más representativos del higienismo militar europeo del último cuarto del ochocientos183. Seguramente sería una obra que ayudaría a fijar en nuestro país los contenidos doctrinarios más avanzados en relación a la higiene de los ejércitos y, en este sentido, bien vale su traducción, aunque mejor habría sido contar entre nosotros con un Morache español en, cuya ausencia, aparte del prolífico y riguroso Poggio, únicamente contamos con autores “menores” como Silverio Luis R. de Huidobro o Ramón Alba y López. No obstante, y, como compensación, en el terreno naval, sobresaldría la aportación de una interesantísima gavilla de médicos de la Armada como José de Erostabe, Manuel María Corrochano o Ángel Fernández-Caro y Nouvilas. En la obra de Morache, por otra parte comprensiblemente centrada en el escenario militar francés, habría que destacar el riguroso y amplio tratamiento de las condiciones higiénicas de los acuartelamientos, la “ergonomía” de todo la impedimenta militar, desde las mochilas a la carga del caballo184, junto a las estrategias de aclimatación para las tropas coloniales que se complementará con una rigurosa aportación de datos sobre morbimortalidad del ejército francés y de otros países –sin España– que siempre hemos echado de menos entre nuestros autores. Como apunte185 curioso, señalamos una breve referencia a los obreros militares que trabajan en los diferentes oficios necesarios para toda la logística militar como sastres, talabarteros, zapateros, panaderos, cerrajeros, silleros (para la caballería), etc. “expuestos a ciertos peligros particulares” (1888: 820) cuya presencia en los escritos de higiene militar no ha sido nunca habitual186, aunque, como en este caso, sea de pasada. Otra aportación novedosa en Morache residiría en la menor importancia y presencia de la nostalgia en las patologías castrenses de la época que asocia con la menor duración del servicio militar fijado en la década de los ochenta alrededores de los tres años frente a los 6 u 8 de épocas pasadas. De los médicos citados anteriormente la obra de Silverio Luis R. de Huidobro, “Manual de higiene militar” (Barcelona, Imprenta de Luis Tasso y Serra, 1882)187 quizá sea la más floja limitándose a repetir contenidos y argumentos contenidos en autores anteriores, especialmente, al igual que haría Alba, tomados de la 1ª edición del tratado de Morache (1874). Solamente mencionaremos sus críticas a los “cubre-cabezas” utilizados por el ejército Durante esos años que considera incómodos y antihigiénicos como por ejemplo el casco metálico de los lanceros españoles e incluso el shakó de los cazadores montados, así como el gorro cuartelero (denominado isabelino). Como referencia alimenticia nos anotaría la ración de un regimiento que suponemos era en el que ejercía como médico militar, el de cazadores de Tetuán, nº 17 de guarnición en Barcelona, en donde ya aparece –aunque mínima– la ración de carne: “…Pan, 700 grs, carne, 64,75 grs, tocino, 22,75 grs, garbanzos, 239,50 grs, patatas, 563,50 grs, arroz, 90,75 grs, sal, 30,30 grs.…” (op. c. pág. 194). En cuanto al manejo de la nostalgia o los problemas de origen psicosocial, su enfoque adolece de una gran simplicidad comentando como medios para “evitar la depresión física y moral” la conveniencia de “…los ejercicios metódicos, los paseos militares (…) la expansión en las horas de descanso por medio de alegres sonatas que se hacen ejecutar a los músicos militares…” (op. cit. pág. 67). Ramón Alba y López, publicaría unos años más tarde un reducido manual de Higiene Militar188 para uso de los alumnos de la Academia General Militar que se mantuvo por lo menos como libro de texto hasta 1906, en que se imprime su 3ª edición. Este breve manual de poco más de 200 páginas en 4º menor el Dr. Alba –al igual que Huidobro– no hará más que seguir los criterios de Morache. Se pronunciará sobre la nostalgia señalando también su menor incidencia en la actualidad acompañada de una llamada de atención sobre la habitual simulación de la misma por los soldados. Repite los criterios de la época sobre los modelos de acuartelamiento, señalando un cubicaje óptimo para los dormitorios de la tropa de 32 m3 189. Introduce, al igual que Morache, un rápido comentario sobre la salubridad de los locales de los obreros de los oficios presentes en los acuartelamientos; especialmente, las malas condiciones de los talleres de los armeros (1885:58); se detiene en la ergonomía de gorros y cascos al igual que Huidobro, apostando por un modelo de ros más bajo y ventilado. Defiende la guerrera corta frente a la levita y, el uso de la alpargata en la infantería como calzado al que está más habituado el soldado español. Plantea la necesidad de la implantación de la gimnasia en el ejército con la conveniencia de montar gimnasios en todos los acuartelamientos En cuanto a la alimentación seguirá insistiendo, como la mayoría de los médicos militares, sobre la inclusión en los ranchos de los 300 grs. de carne diaria aunque reconoce que en los últimos años –se habían añadido 60 grs.– se habrían producido mejoras que junto a las de las condiciones de habitabilidad de los acuartelamientos contribuían a una mayor resistencia de la tropa a las enfermedades: “…Ha pesar de haber sido invadido por el cólera la mayor parte del país, la cifra de atacados y muertos en el ejército ha sido relativamente muy inferior á la de la clase civil, no solo por la buena Higiene que se ha observado en los cuarteles, sino también por la mejor alimentación que se ha dado á la tropa, compuesta de desayuno de sopas de ajo, café o aguardiente y los dos ranchos confeccionados con carne…”. (op. cit. pág. 127). Desgraciadamente este optimismo se truncaría al finalizar el siglo. Un subinspector de sanidad militar, Felipe Ovilo y Canales190, con el recuerdo todavía reciente de la última campaña cubana, publica en 1899191 uno de los más realistas y desmoralizados escritos sobre las condiciones higiénicas del ejército en las últimas décadas. Ya en las primeras páginas del libro se explayaría en estos términos: “…En España mueren centenares de soldados que no deben morir y que no morirían seguramente se examinaran los cuidados de la Higiene militar, y sobre todo si no estuviera en vigor una Ley de Reclutamiento Nacional, absurda, inhumana y antipatriótica (…) solamente con retardar la edad para el ingreso forzoso en el Ejército disminuirá la mortalidad, cuanto menos en dos terceras partes…” (op. cit. págs. 4-5). Este planteamiento no será muy diferente al que en el mundo obrero se realizaba con respecto a las edades de incorporación de los niños y jóvenes al trabajo industrial. El Dr. Ovilo, sustentaría con datos sus argumentos: “Así, del contingente de 1896 integrado por 80.181 hombres fallecieron 1.269 de los cuales nada menos que 772 fueron menores de 21 años mientras que, los mayores de 21 años supusieron tan solo 194”. (op. cit. pág. 14). En el mismo periodo fueron una vez ingresados declarados inútiles para el servicio, 4.475, lo que le hace manifestar que estos jóvenes no debían haber sido dados como aptos en la caja de reclutamiento, sobre todo teniendo en cuenta la índole de sus patologías192. Continuando con datos de 1896193 el elevado número de soldados ingresados en los Hospitales militares con viruela, 1.408, o con tuberculosis, 1.097, justificaría sus ácidas manifestaciones en el sentido del abandono de la higiene por la administración militar que por otra parte haría extensiva al terreno de la Higiene pública española en general. El panorama se agravaría más si cabe en Cuba. Los datos aportados son escalofriantes: En los 10 meses iniciales del conflicto durante 1895 los enfermos asistidos fueron 49.485. Durante 1896 ascendieron a 232.714. En 1897 fueron 201.247. Las causas Ovilo las achaca por una parte a la falta de organización sanitaria agravada por circunstancias particulares como fueron la ausencia de aclimatación y la edad de las tropas enviadas a la isla. “…Llevo indicado que los reclutas elegidos fuera de sazón y sin condiciones para una larga campaña, á pesar de toda su bravura, no son un buen elemento para el Ejército peninsular, ni aun en tiempo de paz; bien lo dicen las enfermedades y fallecidos que señala la estadística”. Transpórtense estos muchachos á climas tropicales sometiéndoles á los rigores de una campaña en la que el menor riesgo es el de las contingencias de la guerra, y aunque se les atienda y cuide con esmero dándoles todo lo suyo –como se dice en los cuarteles– pronto será un plantel de enfermedades, y le rémora más fatal que ese ejército pueda tener para perseguir con éxito a un enemigo que se oculta…” (op. cit. págs. 24-25).
Los problemas sanitarios de la campaña se agravaron según nuestro autor a partir de 1896, cuando Weyler sustituye a Martínez Cam-pos194 con una fuerza de 120.000 hombres la mitad de ellos en su “mayor parte bisoños”. La discutible política de “trochas” de Weyler, con lo que supuso de movimientos de tierras, pudo tener consecuencias higiénicas “colaterales” desastrosas al potenciar el paludismo endémico de la zona. El hecho fue que a pesar de algunas previsiones higiénicas el contingente que avanzaba desde la Habana formado por 42.000 soldados se vería prácticamente diezmado, con 30.000 enfermos de ellos, más de 13.000 necesitados de asistencia hospitalaria. Asistencia que, por otra parte, sería materialmente imposible de cumplir por la falta de previsión tanto en la propia infraestructura nosocomial como en medios de evacuación y transporte de enfermos y heridos. La situación de la que se haría eco la prensa de la época fue realmente catastrófica, supliéndose, como otras muchas veces, la improvisación con el esfuerzo y heroísmo del personal sanitario “sin elementos en medio del pavor y del aturdimiento generales, contra la muerte. Treinta y seis y hasta cuarenta y ocho horas seguidas llevaron algunos sin descansar, apenas sin comer, hasta caer rendidos y sin conocimiento en los mismos camastros de los enfermos á quienes atendían…” (op. cit. pág. 29). Según datos que maneja el Dr. Ovilo195, entre marzo de 1895 y el mismo mes de 1897 el número total de muertos entre las tropas españolas fue de 55.588 de los cuales: únicamente
2.141 lo fueron por el “fuego o el hierro enemigo”, tanto en el campo de batalla o como consecuencia directa de las heridas, 13.322 por la fiebre amarilla y 40.125 por diversas enfermedades196. La clave del asunto, no estará en la reconstrucción de una cartografía de la tragedia. Seguramente nunca se sabrá el número de muertos de este desastre –más político/administrativo que militar en sentido estricto– que supusieron las campañas de Cuba. Lo grave fue que se reprodujera sobre el cuerpo del soldado197, el mismo miserabilismo higiénico/preventivo que se ejerció sobre el cuerpo de obreros y jornaleros en los tiempos del primer empuje, para la industrialización del país durante el último tercio del s. XIX. En último lugar, el escenario bélico de las Antillas, no sería otra cosa que la continuación –ciertamente agravada– de las condiciones de trabajo que denunciara rían entre otros, los informes a la Comisión de Reformas Sociales desde 1874. Para los políticos de la Restauración el cuerpo de este soldado proletarizado al igual que el del trabajador, no sería otra cosa que una mercancía, que una cosa, de la que se podrían obtener sustanciosas plusvalías tanto en la guerra, como en el taller o la fábrica. La única diferencia residió en que mientras en el terreno industrial aún no se habría llegado a utilizar como dispositivo paliativo institucionalizado los saberes y habilidades de una medicina especializada, ésta si existió198 en lo militar y, probablemente gracias a ello, la catástrofe sanitaria seguramente fuera menor. Y ya, para finalizar, un rápido comentario sobre el desarrollo de la Higiene naval española durante estas últimas décadas del siglo. La tragedia de Trafalgar, acompañada por la independencia de la casi totalidad de los territorios americanos pudieron condicionar el estancamiento de la marina de guerra española. Estancamiento que, de alguna manera, pudo a su vez influir en la precaria evolución de la higiene naval199. Desde la obra de Pedro María González en 1805 no nos consta ninguna publicación española dedicada a la higiene naval de manera específica200 hasta la escueta y elemental memoria doctoral –únicamente de 12 páginas– presentada por Bartolomé Gómez de Bustamante en la Universidad de Madrid, en 1853201. Los inicios del proceso de reconstrucción de la antigua cultura española de higiene y sanidad naval de finales del XVIII, la podríamos relacionar con la utilización de la Armada en la repatriación de soldados de las Antillas202 y, en su utilización táctica o frontal, durante las variadas e innecesarias aventuras militares del reinado de Isabel II (África, 1859; México, 1861; Indochina y La Dominicana, 1862; Chile y Perú, 1865). Por otra parte, desde la década de los sesenta, se contaría con fragatas blindadas203 como la famosa “Numancia” de la escuadra del Pacífico, que requerirían nuevas estrategias higiénico/preventivas relacionadas con la motorización por vapor, la climatización y, los riesgos inherentes a unos modelos de guerra naval en los que las armas utilizadas presentarían mayores capacidades destructivas. En definitiva, será a partir de la década de los setenta cuando comienzan a publicarse memorias y escritos204 referidos a diversos aspectos de higiene naval bajo la tutela y magisterio, de tres médicos de la Armada: José de Erostarbe205, Manuel Corrochano206 y Ángel Fernández-Caro que, probablemente como lo hiciera Codorníu para el Ejército, en los años cuarenta, fueron en los setenta y ochenta, los catalizadores de un considerable intento de puesta al día y, modernización de la higiene naval española207. Fernández-Caro, aparte de unos artículos sobre la “aclimatización del soldado” incluidos en el Boletín de medicina naval (1879 y 80) y un librito titulado “La profilaxis de las epidemias en sus relaciones con la Higiene Naval” (Madrid, 1884), publicaría en 1879 un completísimo tratado de higiene marítima titulado “Elementos de Higiene Naval”, que junto a la obra de Pedro M.ª González pueden considerarse como representativas del higienismo naval español durante el XIX208. Aunque en bastantes ocasiones Fernández-Caro cita a Fonssagrives y otros autores europeos, constituye una obra original que además incide sobre la nueva problemática higiénica de la marina de guerra española a partir de la utilización del vapor y del blindaje del casco. De su abundante contenido nos vamos a limitar a comentar solamente una serie de puntos que nos parecen los más relevantes o novedosos. El primero, su preocupación –como otros muchos higienistas militares– por el proceso de reclutamiento y selección de la marinería en una situación en la que ya no existía el antiguo modelo basado en la “matrícula del mar”209 que Caro le consideraba –sin olvidar sus defectos– un modelo fructífero, que habría servido para dotar a la Armada de gentes habituadas a la mar. El problema residía en la necesidad de contar con individuos previamente acostumbrados a navegar. El oficio de marino para nuestro autor no podía ser algo que se podía aprender con tres meses de entrenamiento como predicara Napoleón para la infantería al crear la Grande Armée. Se necesitaban hombres que “desde niños estuviesen acostumbrados a la mar (ajenos) a la repugnancia insuperable que experimenta el pobre labriego que se ve trasportado desde sus campos y dehesas a la movible cubierta de un buque…”210. A este respecto comentaría como en 1862, necesitando ampliar el cupo representado por los marinos procedentes de la todavía existente matrícula del mar, se reclutaron jóvenes de la quinta normal, dando un resultado catastrófico que casi colapsó el hospital de San Carlos en donde entre agosto de 1862 y octubre de 1864, ingresaron 415 reclutas, de los cuales, 230 con “lesiones del corazón”. Fallecerían 35 y fueron declarados inútiles 205 (1879: 31). Una tasa de un 55,42% de patologías cardiovasculares, nos apuntaría al desencadenamiento de potentísimos cuadros de ansiedad en este colectivo de jóvenes que de la noche a la mañana se ven abocados a saltar de la tierra al mar. El segundo, relacionado con la incorporación de todo el aparataje maquínico relacionado con la motorización por vapor. Los problemas básicos serían tres. Uno, el aumento general –en la sala de máquinas, hasta 70 grados– de temperatura en los barcos ocasionado por el funcionamiento de las calderas, con el consecuente aumento paralelo del grado de humedad. Otro, la disminución del cubicaje de aire respirable en los buques debido al espacio ocupado por las máquinas y el carbón, más la contaminación resultante de los productos de la combustión. Y, por último, las patologías colaterales como resultante de todos los productos utilizados en el mantenimiento y en la propia “funcionalidad” de la maquinaria. Especialmente el plomo y sus aleaciones o derivados. Patologías colaterales no solamente químico/higiénicas o respiratorias sino también físico/ergonómicas relacionadas con las “vibraciones” y “ruidos” que añadirían al tradicional balanceo marino los inconvenientes de la fábrica mecanizada de la 2ª fase del industrialismo. Los compuestos de plomo en sus diversos formatos tuvieron un nuevo campo de aplicaciones en los navíos a vapor y blindados tanto como productos anticorrosivos (minio) como para taponar las juntas de la maquinaria (albayalde)211. “…Se ha calculado que solamente para tapar las juntas de una máquina de 600 caballos se consumen próximamente 800 Kg. de sales de plomo (…) estas substancias, susceptibles de volatizarse y esparcirse en la atmósfera, ó de adherirse á las manos, pueden ser fácilmente absorbidas, determinando accidentes graves de intoxicación…”212. En este sentido Fernández-Caro, ampliaría el campo tradicional de la higiene naval desde lo que podríamos considerar los escenarios de la manufactura a los del maquinismo o la fábrica de finales del XIX, estudiando las nuevas patologías laborales del industrialismo presentes en los buques de guerra como metáfora o prolongación de la fábrica. Tal es así que la “gente de máquina” como fogoneros y mecánicos, formarán –junto a los diferentes oficios marineros tradicionales un nuevo colectivo laboral sujeto a las estrategias higiénicas y proclives a nuevos quebrantos sobre su salud: congestiones cerebrales, afecciones respiratorias, conjuntivitis, tuberculosis pulmonar, quemaduras, chispas sobre los ojos, forúnculos, úlceras, afecciones reumáticas, caídas, explosiones, intoxicaciones, etc. Esta nueva situación que como hemos apuntado convierte a la fragata acorazada en la reproducción de los escenarios fabriles hará necesaria metodologías higiénicas que puedan superar la simple aireación tradicional a base de flujos naturales de corriente para adoptar dispositivos o máquinas de aireación que nuestro autor describirá con una gran meticulosidad técnica, recomendando la necesidad de que como mínimo toda la tripulación pueda contar con 10 m3 de aire limpio por hora e individuo (1879: 182) El tercer aspecto en el que nos queremos detener sería al que Caro dedica el Capítulo II de su obra con el rótulo de “Higiene moral”. Resulta un escrito memorable que, nos recuerda en algunos de sus párrafos al Erving Goffman (1961) de “Internados” al comentar cómo el recluta de la marina se vería inmerso, “aislado en una sociedad impuesta… haciendo vida de familia con hombres de caracteres distintos al suyo…” en un medio que funcionaría como una “institución total” que, para los no habituados genera nostalgia. Enfermedad para el Dr. Caro, “…extraña, que muchas veces por si sola es causa de muerte…”. Una de las estrategias de afrontamiento prescritas será la de la lectura. Para ello, estaría clara la necesidad de una instrucción previa para enseñar a leer y escribir, con la recomendación de montar pequeñas bibliotecas en los buques de guerra213. Y aquí, nos encontramos con una terminología poco habitual, bajo la cual, a pesar de todo se encierra un triste significado: “…Esos hombres que hoy son simples marineros, mañana volverán a ser ciudadanos, y la educación moral que hayan recibido la comunicarán á sus hijos, y la sociedad reportará de todo esto un inmenso beneficio…” (1879: 439). Siendo importante el hecho de que el soldado o el marinero se integren en la sociedad civil como ciudadanos y, no como súbditos, parece desprenderse a la vez, la idea de que mientras dure el servicio militar se es otra cosa. Como si se viviera en un estado “bordeline” que no va a ser ya el estatus servil del soldado del “antiguo régimen”, pero tampoco el del ciudadano en sentido estricto. Situación que obligaría a nuestro buen doctor, seguramente un liberal convencido, a considerar el régimen todavía vigente de castigos corporales en la marina, como algo inadmisible proponiendo la redacción de un código penal para la Armada “con arreglo a la legislación vigente”. La postura de Fernández-Caro como marino experimentado, no es en modo alguna ingenua. Conoce al marinero y conoce la vida a bordo214. Defiende un régimen disciplinario severo, pero también justo y, sobre todo que sea razonablemente disuasorio y nunca humillante o vejatorio. Como médico, estaría además enfrentado a todo castigo que incumpla preceptos higiénicos básicos o atente directamente contra la salud del marinero. De esta manera se opondrá a castigos tales, como el de la privación de la ración de vino215 en el rancho diario por considerarla, como aporte alimenticio necesario. De la misma manera, estará en contra del habitual castigo a los guardias-marinas consistente en, encerrarlos como arresto en un “pañol” que, según nuestro autor suponía una medida altamente antihigiénica. El balance final del siglo, en cuanto a la higiene militar y naval española, sería reflejado algunos años después por el Dr. Pulido216 en una memoria en su calidad de senador y, a propósito de la discusión parlamentaria sobre el presupuesto del Ministerio de la Guerra en 1909. En dicha memoria realizará un repaso comparativo con otros países de nuestro entorno en los que una acertada política presupuestaria habría conseguido en las últimas décadas corregir los catastróficos resultados de la Guerra de Crimea y de los ejércitos británico y francés en la Indias, Argelia y Madagascar, mientras que nosotros todavía no habíamos aprendido nada de nuestro reciente desastre militar en Cuba y Filipinas. Defiende con calor la profesionalidad y heroísmo de los médicos y cirujanos militares españoles denunciando su marginación en los ejércitos “carecen de privilegios, honores y respetos militares que se conceden a las Armas generales (…) todavía se les merman insignias y prendas honoríficas (…) como si se tratara de significarles que son de casta distinta y más inferior que los demás cuerpos de la milicia…)”217 y dejando patente, los adelantos que incluso en el campo de la salubridad pública –tratamiento del tétanos, enfermedades tropicales, epizootias, etc– se habrían conseguido gracias a sus investigaciones218. Detrás de todo esto, existiría un discurso probablemente difícil de ser expresado por el bienintencionado Dr. Pulido, que nos llevaría a preguntarnos por la utilización como “cosa” del cuerpo y de la productividad bélica del soldado español en una maqueta de rendimientos que le colocaría en un plano semejante al de las clases trabajadoras en los escenarios productivos del taller, el campo, el establecimiento comercial o la fábrica. Realmente, parece que la higiene militar, como al mismo tiempo la industrial –con sus excepciones ambas– se mantuvo soportando continuamente, indiferencias político/administrativas y miserias presupuestarias que, superaron, con mucho, el dintel del XIX para acercarse a nuestros días219. Las diferencias con los territorios del trabajo industrial, agrícola o profesional, se nos presentan sin embargo como algo reseñable. En general y, aun descontando las penurias presupuestarias y los ninguneos administrativos, el siglo finaliza con la existencia de una clara y consolidada cultura médico/higiénica militar/naval, en el terreno concreto de los oficios de soldado o marino, que no deja de ser un escenario –aunque peculiar– de trabajo, o para ser más prudentes de actividad profesional. En este sentido, nosotros entenderíamos esta cultura sanitaria como paralela o próxima a la de una verdadera medicina del trabajo. Y al hilo de lo que actualmente nos interesa: el presente y futuro de la denominada todavía medicina del trabajo, nos gustaría terminar llevando la atención de los sufridos lectores que hayan llegado a estas líneas finales, al sentido de proximidad que tuvo y tiene esta medicina militar y, que de alguna manera puede estar perdiendo la actual medicina del trabajo. El médico militar ya sea en un Regimiento como en un buque de la Armada –sobre todo en éstos– desarrolla su oficio en contacto con el entramado psicosociofísico integral del sujeto al que va dirigida su práctica médica, constituyendo o formando parte de una mirada total y continua sobre la “carne y la piedra” del soldado o del marino en su espacio de trabajo. El diseño posmoderno de nuestra actual medicina del trabajo, la convierte en un acercamiento ajeno al cuerpo del trabajador y del profesional. En una lectura –seguramente correcta– pero excesivamente protocolarizada y sumamente alejada –externalizada– de las condiciones y de los escenarios puros y duros del trabajo y de los oficios. Tomemos nota.
1 El autor, aparte su formación específica en Sociología y Psicología Social es Diplomado por el Centro de Altos Estudios de la Defensa estando en posesión de la Gran Cruz al Mérito Militar con distintivo blanco.
2 De entre los autores clásicos –Polieno, Celso, Catón, Trajano o Frontino– que de alguna manera se ocuparon en sus escritos de la salud y enfermedades de los ejércitos. La obra más completa conservada desde el punto de vista doctrinal puede estar representada por las “Instituciones Militares” (De Re Militari) de Flavio Vegecio, escrita a finales del siglo IV de nuestra era. En su capítulo II del Libro III, se describe: “Como ha de cuidarse de la sanidad del ejército”, afirmándose que: “…En vano se formarán buenos ejércitos si no se sabe conservar su salud…” (1929: 202). Tarea que según Vegecio supone además: “…un negocio muy importante impedir que el soldado que ha de soportar la guerra tenga también que soportar la enfermedad…” (1929: 203). Otro capítulo de Las Instituciones de Vegecio, el XII, lleva por título el sugestivo rótulo: “Han de investigarse las disposiciones de ánimo en que se encuentran los militares antes de un combate”, conteniendo interesantes consejos de diseño psicosocial ante las ansiedades y temores del soldado (págs 254 y ss., de la ed. en castellano de 1929). La obra, en su 1ª ed., en castellano fue traducida y completada con una “Historia del arte militar en la Roma clásica” por José Belda Carreras y publicada por la Editorial Hernando de Madrid, en 1929. Anteriormente, algunos autores como Raimundo Fruchtman (1933: 461) nos recuerdan como Jenofonte, en su “Retirada de los diez mil”, pudo contar con 8 cirujanos y asimismo cómo posiblemente los griegos utilizaron algún “barco hospital” durante la guerra del Peloponeso. Por otra parte, el mismo Hipócrates pudo haber adquirido sus conocimientos sobre el tratamiento de las heridas y traumatismos, a partir de su actuación como médico militar en las expe diciones griegas de su tiempo, por Asia Menor, Macedonia, Tracia y Tesalia, según anotó tambien Fruchtman, y apuntábamos nosotros en la presentación de la reedición del libro sobre “Las fracturas y las articulaciones” (Madrid, Ed. Casariego, 1997).
Volviendo a los romanos, solamente recordar los conocidos “valetudinari” como hospitales de campaña, y la probable utilización de ambulancias. Las legiones romanas parece que también irían provistas de médicos o cirujanos, aunque su número no nos atrevemos a fijar dado que existirían diversas versiones (Fruchtman 1933: 462).
3 Éste sería el caso de Macaón y su hermano Polidario, hijos de Asclepio (el Esculapio de los romanos) que según el Canto II, participaron como armadores de navíos y capitanes en la Guerra de Troya. En el Canto III, se comenta cómo al ser herido por una flecha Menelao, fue atendido y curado por el médico Macaón. No obstante, en la Ilíada aparece también (Canto II), la mención a soldados con conocimientos paramédicos que “transportan y curan” a Héctor cuando es herido por una pedrada.
4 En las Siete Partidas (siglo XIII), podemos encontrar varios apartados con referencias de alguna manera relacionadas con la salud, heridas o enfermedades de soldados y marinos. En la Ley II, título XXV, se contempla una lista de indemnizaciones según las heridas y mutilaciones sufridas por los soldados en combata que va desde los 40 maravedíes por diente perdido, o por la pérdida de un miembro superior o inferior por su tercio medio con 120 maravedíes hasta los 5 maravedíes por una herida en la cabeza o los 40 por la de una oreja.
En la Ley, XIX, título XXIII, hay referencias a las condiciones higiénicas de los campamentos militares y en la XII, título XXIV, a la alimentación e higiene naval, apuntando a la necesidad de un “bastimiento” en donde estén presentes aparte del consabido bizcocho, legumbres, queso, cebollas y vinagre. (Estos aspectos higiénicos de las Siete Partidas, fueron anotados por Carlos Rico-Avello en el número de septiembre de 1948 de la Revista de Sanidad e Higiene Pública.)
5 Ya a partir del siglo XII, se materializarían operaciones de sustitución de estas mesnadas palatinas por milicias profesionalizadas aunque estuvieran diseñadas desde un modelo socioeconómico medieval como pudo ser el caso de las Órdenes Militares castellanas. En este sentido la Orden de Santiago fundó el que bien pudo ser el primer Hospital Militar europeo, en la ciudad de Toledo alrededor de 1172, con objeto de atender y curar heridas de guerra (Massons, 1994).
Por otra parte en los Fueros de Teruel (1176) y especialmente en el de Cuenca (1180), se encuentran referencias a los honorarios de los cirujanos que atendían a los soldados heridos y a la figura del “cuadrillero” como una especie de enfermero, cuyo cometido principal era la evacuación de los heridos.
Otros autores señalan el nacimiento de la medicina militar con la creación de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén alrededor del 1050, y, cómo la cruz triangular de esta institución sería precisamente retomada como logotipo de la sanidad militar en nuestro país.
6 La marina de Castilla incorporaría también estas medidas sanitarias como por ejemplo, en los viajes de Colón. Así en el primero, de 1492, embarcó un maestro cirujano en la nao capitana y un físico y/o cirujano o boticario en las carabelas Niña y Pinta. Según relata Massons (1994: I, 143), en el segundo viaje de Colón (1493) y, con motivo de la muerte de los expedicionarios de la 1ª travesía que se habían quedado en Fuerte Navidad (La Española), entre los que se encontraba el maestre cirujano de la Santa María, Juan Sánchez, se realizaría el primer peritaje médico en América por el Dr. Diego Álvarez Chanca al constatar, la falsedad del testimonio esgrimido por un cacique indio que manifestó que había sido herido al intentar defender a los españoles.
En el escenario militar terrestre es de todos conocida la especial preocupación médico-sanitaria de los Reyes Católicos alrededor de la larga empresa bélica y político/económica que supuso la guerra de Granada con la instalación del modelo de hospital militar itinerante o móvil, como el montado en el asedio a la ciudad de Álora, “la bien cercada” (desde el reinado de Alfonso VIII, 1184, se intentaría conquistar sin éxito) de los romances castellanos en 1484, para seguir con el de Gozo (1491) y Santa Fe (1492), posiblemente continuación del hospital instalado a base de grandes tiendas con motivo de la batalla de Toro (1 marzo 1476), contra el ejército portugués/castellano de Alfonso V, que apoyaba la causa de Dª Juana La Beltraneja.
7 En Geoffrey Parker, “El ejército de Flandes y el Camino Español”, Alianza Universidad, Madrid, 1985, págs, 27-36.
8 Piénsese que los índices médico/población no pasaron nunca de los 30 por 100.000 habitantes hasta bien pasada la mitad del XIX. En 1851, la tasa de Francia era de 29 médicos por 100.000 habitantes. En la España de la década de los sesenta del pasado siglo XX, y aunque en algunas provincias andaluzas no se llegaba a 30, la tasa promedio superaba ya los 100 médicos. (Referencias en Piñero y Ballester, 1971).
9 Parece ser que es durante el XVI, cuando la nueva monarquía de los Austrias y en particular durante el reinado de Felipe II, aparecen en los territorios del Imperio los primeros hospitales militares de carácter fijo y permanente que sustituyen al modelo provisional formado por grandes tiendas de campaña utilizado en las campañas militares de los Reyes Católicos.
Un poco antes (1583), al Hospital Real de Malinas, tendríamos otro, algo más modesto (100 camas) en Las Azores (la ciudad de Angra en la isla Terceira), que acogía tanto a soldados como marineros. Otros testimonios señalan como primer Hospital militar español el de Valenciennes en 1543 (Antoni Cardoner Planas, 1936: 161).
En relación con la Armada, parece que pudo existir una especie de hospital-enfermería en el Puerto de Santa María a finales del XVI, que pudo ser el denominado en algunos documentos como Hospital de Galeras fundado por un fraile de la Orden de San Juan de Dios (Clavijo, 1944).
Esta Orden sanitaria-religiosa de San Juan de Dios fundada alrededor de 1543, tendría un papel relevante en la cobertura hospitalaria y en la asistencial sanitaria general de la marina española. Enfermeros y cirujanos de la misma participarían en numerosos actos de guerra en las Escuadras expedicionarias de Túnez (Carlos I) y la Invencible, así como en la batalla de Lepanto. Algunos de sus miembros administraron hospitales y llegaron a ocupar los cargos de cirujano mayor en armadas expedicionarias e inclusive de la Marina; durando este protagonismo administrativo/sanitario, hasta la ordenación por Patiño (10 de noviembre de 1717) del Cuerpo de Cirujanos de la Armada.
Probablemente y, con claras diferencias con la red hospitalaria de los ejércitos terrestres, la sanidad naval en tierra y sus establecimientos asistenciales pudieron tener sus antecedentes en las “cofradías de la gente de mar” como instituciones gremiales de asistencia de los marinos que datarían del siglo XV. Alguna de éstas, como la sevillana de Nuestra Señora del Buen Asilo, contaba con hospital propio a mediados del XVI. Como reproducción de este modelo gremial se crearon en el Puerto y en Cartagena establecimientos asistenciales para soldados, marineros y trabajadores de los astilleros y arsenales bajo la cobertura de la Cofradía de la Piedad y Caridad y la aportación de recursos profesionales de la citada Orden de San Juan de Dios. Lo que bien pudo ser una estructura nosocomial estable con recursos de la corona como continuación de estas primeras instituciones rudimentarias, sería el Real Hospital de la Marina del Puerto de Santa María, iniciado en 1613 y rematado hacia 1646.
(Referencias y anotaciones tomadas de Salvador Clavijo en “La trayectoria hospitalaria de la Armada española”, Madrid, Editora Naval, 1944).
10 Para hacernos una idea de lo que significaba para la época un hospital con 300 camas, pensemos que en la España de 1966, la tasa promedio de camas hospitalarias por 10.000 habitantes era de 31. (Piñero y Ballester, 1971).
11 El estudio de esta institución nosocomial, desarrollada en un magnífico trabajo de Miguel Parrilla (1964), nos asombra por la minuciosidad reglamentaria que rayaría en lo obsesivo, sobre todo en lo que se refiere al control de las vituallas y fungibles, además de mostrar la existencia de un numeroso equipo médico (13 facultativos entre médicos y cirujanos, y 16 ayudantes) y en el que aparece institucionalizada la figura del boticario (2 boticarios titulados y 2 mozos de farmacia).
12 Según apunta José Mª Massons (1994), este aporte mutual parece que formó parte de todo el modelo sanitario de los Austrias. En el caso del Hospital militar de Pamplona, que según algunos historiadores (anotado Massons, 1994: I, 75) pudo ser el más antiguo (1579) de los hospitales estables para el Ejército, consiguió su financiación mediante una donación real de 600 ducados y el descuento mensual de medio real a la guarnición de la ciudad.
13 Aunque también se suele olvidar que unos años antes, en 1574, en que tuvieron lugar una serie de gravísimos motines en los Tercios de Flandes protagonizados mayoritariamente por soldados españoles una de las reivindicaciones era precisamente la construcción de un hospital para el ejército. (Parker, 1985: 237).
14 Según los datos que manejamos, (exclusivamente para el contingente español e italiano) podríamos estar hablando de alrededor de 100 soldados, los que pudieron ser definitivamente licenciados anualmente, de los cuales un 20%, lo serían por padecer enfermedades incurables. (Parker, 1985: 213).
15 Según las referencias utilizadas por Parker (1985: 213, nota 33) es precisamente en el XVII, cuando se detecta esta patología reflejada documentalmente en un legajo de los Archivos de la Secretaría de Guerra de Bélgica (AGRB SEG, 1643/4), registrándose seis casos de soldados licenciados por “mal de corazón”.
16 Cristina Borreguero, haría mención también a este modelo de reclutamiento “basado en la coacción”, a partir de 1620, en su obra “El reclutamiento militar por quintas en la España del siglo, XVIII”, Valladolid, 1989: 22.
17 Quizá se pueda encontrar alguna referencia en la obra de un no muy conocido médico sevillano del XVI, llamado Andrés Velasquez (nacido alrededor de 1535) que publicó un madrugador “Libro sobre la melancolía…” en 1585, y que no hemos podido localizar aún y por lo tanto consultar y estudiar directamente, aunque conocemos el magnífico trabajo elaborado por el etnólogo Roger Bartra (2001) sobre este personaje contenido en “Cultura y Melancolía”.
18 Estas referencias apuntan a determinados efectos de las llamadas fiebres pestilenciales (identificables con el tifus exantemático, cuyos vectores de trasmisión, pulgas o piojos son diferentes al agua o alimentos en mal estado, propio de las tifoideas) y que ocasionaban en los marineros, una situación de “estupor o modorra”; términos asimilables a los de melancolía.
El Dr. Fernando López Ríos, apuntaría en su obra Medicina naval española en la época de los descubrimientos, (Barcelona, 1993: 132-133), la relación entre el tifus y la sintomatología depresiva, encontrándonos ante una situación cercana pero a la vez, opuesta en sus recorridos etiológicos al mal de corazón o nostalgia; en principio, de causalidad psicosocial, detectados en los soldados de los Tercios. No obstante, los datos de que disponemos son muy limitados y posiblemente unos y otros, haya que leerlos desde enfoques nunca lineales, que tengan en cuenta los complejos procesos de interacción, que determinan la enfermedad.
19 Contenido en la obra sobre las fiebres tifoideas de Mardon de Limoges (pág. 33) que seguiremos comentando en la nota siguiente.
20 Nos referimos al químico y médico alemán George Ernest Sthal (1660-1734), acuñador como químico del término y concepto de “flogisto” y, como médico del “animismo”, dando un especial protagonismo a la influencia de lo psicológico en el desarrollo de las enfermedades. La obra que conocemos de este autor es su “Teoría medica vera” de 1708. Mardon de Limoges menciona sin datar “De febribus ingenere”, que no hemos podido localizar y posiblemente constituya un capítulo de la “Teoría medica”.
21 José María Massons por ejemplo, al comentar la diferente morbimortalidad entre la marinería francesa y española con motivo de la expedición conjunta contra Inglaterra en 1779, dentro de la política de apoyo a los independentistas norteamericanos, señala como causa del mayor peso de la francesa, el que sus navíos tenían techos más bajos y por lo tanto peor ventilación y que: “…los franceses llevaban mucho más tiempo navegando, y, por tanto, además de estar fatigados eran presa más fácil de la nostalgia…” (Massons, 1994: I, 345).
22 Aparte el interesante escrito del Dr. Berenguer (1851) que luego comentaremos, sobre los efectos psicosociales del tránsito de la vida civil a la militar, en un libro firmado con las siglas L.A. de P., titulado Higiene militar ó Arte de conservar la salud del soldado en todas sus situaciones en mar y tierra… impreso en Madrid, en 1808, se reflejaría también esta preocupación por los aspectos psicosociales en relación con la salud del soldado como indica el siguiente comentario, en el que ya aparece el término “nostalgia” (denominación que utilizaría más tarde Monlau en su Higiene Pública de 1862) como sinónimo de depresión esbozándose ya, diversas estrategias organizacionales de manejo del problema: “…Y a fin también de no hacerles nacer demasiado pronto el pesar de haber dexado su familia y su país natal: es de mayor importancia oponerse desde el principio á aquel disgusto y pesar siniestro que degenerando en nostalgia, puede tener las consecuencias mas funestas. Todos los medios de aliento y de descanso moderado deben emplearse para inspirarles confianza y apego a su nuevo estado, aficionándolos insensiblemente a su obligación, y someterles con gusto a la disciplina militar…” (op. cit. pág. 101).
23 A propósito del surménage, Langlois comentaría cómo: “…El cansancio de los jóvenes reclutas, añadido al cambio de medio, a la depresión moral que sigue a la llegada al regimiento, contribuye a facilitar mucho la producción de enfermedades epidémicas (…) Los experimentos de Charrin…? Han demostrado, en efecto, cuánta influencia puede ejercer la fatiga extrema sobre la receptividad de los individuos a los microbios patógenos…” (op. cit. págs. 406-407).
24 En la versión al castellano de un tratado sobre La fiebre tifoidea (1864) del médico francés Mardón de Limoges, podemos leer lo siguiente: “…Los disgustos morales profundos, tenaces, disponen á esta enfermedad (la fiebre tifoidea) por la postración. La tristeza agota los depósitos de la inervación, como una hemorragia el sistema circulatorio, y produce algunas veces efectos generales mas graves. Las fuerzas radicales se agotan en sus fuentes; el ser en totalidad languidece á continuación. El abatimiento moral es una especie de tifus del espíritu; por esto los epidemistas de los ejércitos han considerado esta influencia depresiva como eminentemente predisponerte…” (J.A. Mardon de Limoges: “De la fiebre tifoidea”; Imprenta Médica de Manuel Álvarez, Madrid, 1864: pág.183).
25 Nos referimos a Jean Paul Lucien Langlois (1862-1923). Su Précis tuvo varias reediciones, desde la 1ª en 1896 hasta una cuarta en 1909. En castellano hubo también diversas ediciones. La primera en 1902, una segunda de 1906, otra en 1912 y la última que es la que estamos manejando de 1919. Todas ellas editadas por Salvat, traducidas por Rodríguez Ruíz y revisadas y anotadas por Rafael Rodríguez Méndez.
26 Durkheim había publicado su famoso estudio sobre el suicidio en 1897.
27 P. Langlois, “Tratado de higiene pública y privada”, (Trad. de la 4ª ed. francesa de 1909), Barcelona, 1919: 400.
28 La supuesta o posible modernización de las fuerzas armadas españolas durante el XVIII, de que hablan los historiadores, se podría resumir en dos aspectos: Uno, la sustitución del modelo descentralizado y coyuntural austracista en dos momentos. El primero por el mercantilista/centralizado francés con Felipe V (Ordenanzas de Flandes) y, el segundo momento de diseño cameralista/disciplinario prusiano, a partir de las Ordenanzas de 1768 con Carlos III.
El segundo aspecto, vendría dado por la necesidad de integrar a la nobleza en la disciplina monárquica como gestores de la maquinaria militar y naval como Empresas del Rey. Las otras empresas del Rey, esto es, las Manufacturas Reales serán gestionadas por los “golillas” no sin excesiva profesionalidad, mientras que curiosamente algunos representantes de la pequeña nobleza, los “manteístas” –como versión española de la “noblese de robe” francesa– les estaría otorgada la administración del reino, siendo en estos últimos, donde precisamente, se hará más patente la mentalidad ilustrada.
En el fondo, la modernización militar no será otra cosa que la sustitución de un modelo, en el fondo feudal, por el esta-mental, como reproducción del modelo socioecómico. En este modelo, el soldado como el trabajador y jornalero de las manufacturas o del campo, no será más que un súbdito “amortizado”.
29 Anotado por Andujar Castillo (1991: 85-86).
30 Juan Bautista Picornell y Gomila (1759-1825), se le puede considerar el primer doctrinario del republicanismo español. Lideró el fracasado levantamiento republicano madrileño de 1795 (motín de San Blas) y fue el traductor al castellano de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1793, participando posteriormente en el proceso de independencia de algunas repúblicas latinoamericanas como Venezuela. Falleció en Cuba en 1825.
31 Algún historiadores como los franceses Amalric y Domergue nos relatan testimonios de la época –quizá, un poco forzados– en donde comentan que tanto los oficiales como los soldados nunca se quitaban la capa de encima “para no mostrar lo que la decencia obliga a ocultar”, pidiendo suboficiales y soldados limosna por las calles. (Ref. en Jean-Pierre Amalric y Lucienne Domergue, La España de la Ilustración, Madrid, Crítica, 2001, págs. 25 y ss.).
32 Aparte de los Arsenales Reales de Cádiz, El Ferrol y Cartagena, o Astilleros como la Real Fábrica de Bajeles de Guarnizo, a partir del reinado de Fernando VI, se consolidó un considerable tejido industrial de apoyo, con las Maestranzas (una especie de factorías metalúrgicas militares) de Barcelona, Ripoll, Toledo, Plasencia, Oviedo, Guipúzcoa y Sevilla.
33 Por ejemplo, el abastecimiento de cobre necesario para la fabricación de cañones de bronce, se extraía aparte de Rio Tinto, en Perú y Méjico.
34 Hacia finales del siglo Cataluña contaba ya, con cerca de 3.000 establecimientos fabriles (fundamentalmente textiles) y con alrededor de 100.000 obreros, la mayor parte mujeres. (Mercader y Dominguez Ortíz, 1972: 149).
35 En 1748, frente a los 53 Regimientos de Infantería formados exclusivamente por españoles, existían 7 Regimientos de soldados valones, 2 de italianos y uno de suizos. (Ref. en Montserrat, 1946: 269).
36 Ernest Lluch, comentaría en uno de sus escritos póstumos, cómo la nueva dinastía Borbón sería la responsable no solo de la introducción de la militarización en nuestro país, sino además del peso de lo militar en la sociedad española de los siglos XIX y XX. (Ref. en: Últimos escritos, “El programa político de la Cataluña austracista”, 2005: 49).
37 Referencia en Fernando Puell de la Villa, (1996: 22).
38 La primera disposición de contenido sanitario del siglo pudo estar representada por las llamadas Ordenanzas de Flandes de 1702, estipulando la presencia de un cirujano por cada batallón (García del Real, 1921:540). Salvador Clavijo (1925: 80) citaría una disposición de 1703, a propósito del recorte de las atribuciones de los barberos de la Marina y su sustitución por cirujanos titulados, seguida de la Real Ordenanza sobre la fuerza de los Regimientos de Infantería, Caballería y Dragones de 26 de septiembre de 1704 que en sus artículos 124 y 129, dispone el número de médicos y cirujanos para los Hospitales del Ejército (Clavijo 1925: 539; Montserrat, 1946), más la “Instrucción de Ospitales” (sic) que se emitiría en plena Guerra de Sucesión (1708), para seguir con una amplia batería legislativa que sustentará las bases iniciales de constitución de la sanidad militar española y, cuyas piezas más significativas pueden ser las siguientes: Reglamento de 1715 (1 cirujano por Batallón); el Reglamento de 1721, de sanidad para el Ejército; la Ordenanza de 1728, de sanidad para la Armada (nº de cirujanos por navío según el nº de cañones); el Reglamento y Ordenanza de Hospitales de 1739 y 1756; Ordenanzas de 1768 (un cirujano titulado en la Plana Mayor de cada Batallón); Ordenanzas de 1787 (todos los cirujanos de la Armada y del Ejército, titulados por los Colegios de Cádiz, Barcelona o Madrid). 39 inicialmente, solamente en el terreno del Ejército y Armada regular, dado que las Milicias Provinciales, una especie de ejército de voluntarios para la protección interior y la seguridad del territorio con orígenes medievales pero existentes durante el XVIII, no tuvieron cirujanos propios hasta 1734; abasteciéndose de los facultativos del lugar, con el que concertaban la asistencia médica o quirúrgica.
40 Especialmente en relación con los cirujanos, que mantendrían hasta el último tercio del XVIII, una condición profesional inestable y supeditada a los médicos, amparados éstos, por la poderosa e influyente institución real del Protomedicato, en la figura del Tribunal del Protobarberato como encargada de los asuntos de cirugía. Es más, en ocasiones y, especialmente en la Armada, fueron objeto de tratamientos degradantes y castigos corporales (200 azotes a
un cirujano) como nos relata Mikel Astrain Gallart (1996) en “Barberos, cirujanos y gente de mar”.
La cuestión de la marginación de los cirujanos, como facultativos de segunda clase, la interpretamos como consecuencia del potente diseño aristocrático y estamental, de los Ejércitos del XVIII.
Para la clase dirigente, el cirujano no era más que un artesano sanitario que utilizaba habilidades manuales en su trabajo, a diferencia del despliegue filosófico y especulativo del médico, que eso si, sabía “latines”, citaba a los clásicos, y había realizado estudios de humanidades, pero que nunca se manchaba las manos al prescribir innecesarias y algunas veces mortales sangrías y amputaciones.
Aunque estos cirujanos “romancistas”, fueron objeto de numerosas críticas durante el transcurso del siglo; las más sangrantes y probablemente inmerecidas, las pronunciadas por Diego de Velasco en la inauguración del Real Colegio de Barcelona en 1764: “…hombres empíricos y groseros sin capacidad de talento…” (referenciado por Clavijo, 1925, Montserrat 1946 y Massons, 1994), nuestra impresión es, que en el peor de los casos no fueron más torpes que los médicos “latinos”, y que en el fondo, con su artesanal y humilde oficio, fueron los únicos sanitarios que durante siglos salvaban vidas y arreglaban cuerpos, en los pueblos, los navíos de guerra y los campos de batalla.
Aunque siempre faltaron cirujanos experimentados, sobre todo fuera del ámbito militar, en pequeñas localidades y municipios rurales, el nivel profesional de los maestros y titulados en los Reales Colegios sería excelente (con 6 años de estudio y los llamados “nueve exámenes”) llegando en algunas materias como en las del tratamiento de las heridas por arma de fuego (el “método español”) a ser considerados como verdaderos pioneros a nivel europeo. Los nombres de Francisco Puig, Ibarrola, José Queraltó o Francisco Canivell, herederos del gran maestro de la cirugía militar española del XVI, Dionisio Daza Chacón, formarían parte de esta saga de profesionales que con su saber hacer librarían a miles de soldados de la muerte y de los sufrimientos de cauterios agresivos y amputaciones innecesarias.
41 El reclutamiento forzoso mediante el sistema de levas o quintas (un recluta por cada cinco vecinos sorteados), fue instaurado por Felipe V en 1702, originando grandes resistencias en los municipios; sobre todo, en los de la Corona de Aragón. Incluso motivaría la crítica del Marqués de Santa Cruz en sus Reflexiones Militares (Turín, 1724). Este sistema será modificado en 1770, designando y responsabilizando a cada Municipio, de un determinado contingente de reclutas. Aunque se complementaría con las levas de vagabundos y delincuentes, nunca fueron suficientes y se recurriría constantemente a un peculiar sistema de “privatización” del reclutamiento basado en los “asientos” de tropa y oficiales para “levantar” regimientos durante todo el setecientos. Sistema que de alguna manera como nos apunta el profesor Andujar (2004), daría lugar a la instauración de una corrupción institucionalizada en la conformación de los empleos de oficial e incluso en el propio de coronel que obtenía su plaza sin tener ninguna experiencia ni formación castrense. Simplemente por el mero hecho de invertir dinero en la recluta, vestido y armamento de un regimiento, que concebido como una empresa privada sacaba su particular plusvalía vendiendo los empleos de oficial –previamente firmados en blanco por el Rey–, y probablemente escatimando las iniciales condiciones retributivas del soldado, que en principio, recibía según señala Bennassar, (1989: II, 27) una paga de 11 cuartos diarios, una libra y media de pan (aproximadamente unos 700 grs), un uniforme (que le tenía que durar 2 años y medio), y cada 15 meses, 1 par de zapatos, 2 pares de medias y 2 camisas. Cada dos años, tenía derecho a un permiso pagado y manteniendo la ración de pan, de cuatro meses para atender las faenas agrícolas. La paga de 11 cuartos (aproximadamente un poco más de un real de vellón), servía sobre todo para cubrir complementos alimentarios ya, que la Real Hacienda solamente soportaba el coste del pan de munición (de ahí su nombre). Como comparación con los salarios promedio de los jornaleros españoles de la época –una media de 3,5 reales–, sería sensiblemente bajo, condenando al soldado español a una dieta exclusiva de glúcidos de baja calidad como era la del citado pan de munición. O’Reilly, el responsable de la fracasada expedición a Argel, en un informe elevado Carlos III en 1766, hablaba de una alimentación de la tropa en algunos Regimientos de Infantería basada en 22 o 24 onzas de pan, 2 de tocino y 4 de arroz, con lo que perdía el Estado “muchas vidas y un crecidísimo gasto del Real Horario en hospitalidades” (Anotado por Andújar Castillo, 1991: 88).
42 Responder con rigor y meticulosidad estadística a la pregunta ¿de qué enfermaban y morían? tanto soldados y marinos como población en general, no es en nuestro país nada fácil. Más todavía en fechas que sean anteriores a finales del XIX.
La literatura demográfica española y en especial Vicente P. Moreda (1980) admiten para el siglo XVIII español una tasa bruta de mortalidad general entre el 38 y 40 por 1.000, que se correspondería con el de cualquier otra sociedad preindustrial (35 y 45 por 1.000).
Con respecto a la esperanza de vida al nacimiento, España se movería también en índices acordes con el panorama general de las poblaciones europeas más o menos desde la revolución neolítica, situables entre los 25 y 35 años. Las diferencias serían locales y de carácter socioeconómico. Siguiendo a V. P. Moreda, podríamos afirmar que los 35 años supuso una barrera infranqueable para los países preindustrializados. Este índice apenas se alcanzaría en España en 1900 (34,8), presentando para el XVIII, una estimación de 26,8 años que curiosamente representaría en su desglose por género, 27,3 para los hombres y 26,3 para la mujer. (anotado por V.P. Moreda –1980: 146–, citando al profesor Levi-Bacci, 1968).
El siglo XVIII español seguiría representando un periodo problemático desde el punto de vista de la salud y la enfermedad, aunque se experimentase un aceptable crecimiento demográfico (se pasó de los aproximadamente 7 millones de finales del XVII, a los 11 millones y medio que da el Censo de Godoy en 1797) y se consiguiese mantenerse al margen de las últimas epidemias de la peste negra como la de Marsella en 1722. Las epidemias de peste bubónica ocasionaron una gran mortandad durante el seiscientos español y europeo. En una de las últimas, la de 1649 en Sevilla, los muertos llegaron a los 200.000 (García del Real, 1921: 230).
En general y probablemente coincidente con el carácter paradójico del XVIII, sería un tiempo en el que a pesar del establecimiento de la primera legislación de alcance nacional en higienismo público (1713; 1715; 1720; 1721), se mantendría aprisionado por una elevada sobremortalidad que aunque de carácter episódico y regional, golpeó poderosamente estamentos y poblaciones periódicamente, desde los primeros años de la centuria hasta pasada la Guerra de Independencia. Hubo epidemias de tabardillo (tifus exantemático) durante la Guerra de Sucesión que fueron especialmente graves en Extremadura y las Castillas, para extenderse por el país valenciano en 1728 y resto de la península a partir de 1735. De vómito negro -(fiebre amarilla) en Cádiz desde 1705, con brotes posteriores en Málaga (1741). Las epidemias de tercianas (paludismo) fueron endémicas en áreas del mediterráneo valenciano, murciano y andaluz durante todo el siglo con brotes severos en Valencia (1784) Sevilla (1736), Cartagena (1727,1753, 1776) y Cataluña (1783). En el brote de paludismo en la provincia de Valencia en 1784, algunas localidades llegaron a presentar tasas de morbilidad superiores al mil por mil, como Puzol (1283/1000) o Puebla de Vallbona (1190/1000) según Peset y Peset (1972), lo que indica que el mismo individuo las sufría más de una vez durante el año. No obstante, y a pesar de estos datos parece que las tercianas presentaban índices de letalidad que difícilmente llegaban al 10%, frente a las periódicas y continuas epidemias de viruela presentes durante todo el siglo XVIII, que podían llegar en su acción letal a un 40% (V. P. Moreda, 1980: 240). El criterio del profesor Moreda es que la sobremortalidad epidémica de la población española del setecientos se correspondería aproximadamente con el 10% de los individuos afectados.
En relación a los contingentes militares, se pudo dar una letalidad añadida en la medida en que a la mortalidad por hechos de guerra podría añadirse la ocasionada por los brotes epidémicos del propio escenario militar o contagiado desde la población o el espacio civil. De esta forma, si en una expedición o campaña aparecía un determinado brote epidémico, al 10% de bajas (tasa inicial bruta de muertos y heridos) que es el índice promedio admitido para la época (Montserrat, 1946) se añade el 10% de letalidad epidémica, nos podríamos mover en unas cifras realmente elevadas de morbimortalidad militar.
Nuestra opinión es, que con la excepción de momentos muy concretos de la historia militar del setecientos, como las grandes batallas de la Guerra de Sucesión (Monte Torrero, Almansa y Villaviciosa), y los sangrientos cercos y asalto de Barcelona en 1714, junto con algún hecho bélico desafortunado como la expedición a Argel en 1775, nuestros soldados y oficiales fueron diezmados sobre todo, por los mismos males y carencias de carácter infecto/contagioso, ambiental/higiénico, o carencial y socioeconómico, que el resto de la población; a lo que se añadirían aspectos relacionables con la propia administración sanitaria y organizacional de las operaciones militares, como presumiblemente pudo suceder durante el fallido intento de la expedición de O’Reilly a Argel, que se saldaría con cerca de 5.000 bajas. (superando ampliamente la tasa del 10%), o en el desastre derivado del empleo de “baterías flotantes” en el sitio de Gibraltar en 1781, que ocasionó 398 muertos y 638 heridos (Clavijo, 192:186).
En otra operación naval como fue la 2ª expedición contra Inglaterra en 1779, la penosa situación higiénica de los navíos añadida a la mala calidad de los alimentos produciría 12.000 enfermos en la escuadra española. (Clavijo, 1925: 185). Por el contrario, las bajas “naturalmente producidas” por el hierro o el fuego enemigo solían en general, presentar un peso cuantitativo inferior como por ejemplo se podría desprender del parte de bajas resultante de la expedición de Río
Grande en la Guerra contra Portugal en 1777, en donde se especifica como soldados hospitalizados: 874 por sarna, 153 por heridas, 53 por calenturas, 12 por escorbuto (Montserrat, 1946: 323).
43 A este respecto, por ejemplo, las raciones alimenticias de algunos hospitales militares de finales del siglo, podrían ser consideradas a tenor de las condiciones de vida de la época y a pesar de su posible carácter iatrogénico, al carecer de verduras y frutas, como pantagruélicas. Así, en 1794, la ración estándar en los hospitales de la Armada consistía por enfermo y día en: 340 gr de bizcocho blanco (galleta de harina sin salvado) más media gallina o 450 gr de carnero. El Dr. Pedro María González, autor en 1805 de un tratado sobre las Enfermedades de las gentes del mar, criticaría este modelo de dieta excesivamente monótona y generalista, abogando por otra, derivada del estado del enfermo y recomendando el uso de los extractos de carne; nuestros “cubitos” actuales, cuya elaboración parece se conocía ya por esa época.
En los hospitales del ejército, siempre con mejores posibilidades de intendencia, la ración diaria para los soldados solía consistir en una taza de caldo como desayuno, y para almuerzo y colación cocido o puchero, conteniendo siempre 344 gr de carnero o 459 gr de vaca, más 574 gr de pan y un litro de vino. La ración de los oficiales era verdaderamente potente: De desayuno, dos huevos cocidos, almendras, pan y vino. De almuerzo y cena, cocido o puchero, pero con 459 gr de carnero y 574 gr de vaca con 688 gr de pan y un litro y medio de vino. (Referencia en Massons, 1994: I, 230).
Como comparación con la dieta de la población civil, tenemos datos del consumo promedio de carne por habitante en varias ciudades españolas (Bennassar, 1989: II, 83), en Granada para 1746, no pasaba de 38 gr. En Madrid y Bilbao, para 1743, era de 70 y 100 gr respectivamente y en muy contadísimas ocasiones la ración diaria de las clases populares urbanas dotadas de un cierto acomodo, llegaría a superar los 300 grs diarios por persona y día, como el caso que Vicente Palacio Atard (1964) relata del consumo alimenticio en casa de un menestral madrileño (anotado también por Bennassar, (1989: II, 83). Este mismo autor al referirse a una curiosa encuesta encargada por Campomanes sobre la alimentación en la tahonas de Madrid en 1767, los mejores niveles alimentarios estarían representados por dietas por persona y día de: “…dos libras de pan, algo más de media libra de vaca (230 grs), casi 100 gramos de garbanzos y 60 de tocino además de alguna verdura…” .En la casa de un acomodado funcionario (sueldo de 25.000 reales anuales), según sigue informando Palacio Atard, el consumo de carne diario por persona se mueve también alrededor de la media libra con la diferencia que el pan es de mejor calidad (candeal o francés) y aparece el chocolate y diversas golosinas y postres.
(V. P. Atard, 1998: 51-52).
En general, y siempre ateniéndonos a una información muy limitada y probablemente sesgada, nos encontraríamos a lo largo del XVIII con la existencia de una alimentación –civil y militar–, excesivamente “energética” –a base de “calorías baratas”– centrada fundamentalmente en un pan de calidad discutible, con unas carencias importantes en nutrientes catalizantes como oligoelementos, sales minerales y vitaminas.
Por los datos que manejamos, que son absolutamente fragmentarios, podríamos intuir que la alimentación en los centros hospitalarios militares e incluso algunas veces en los civiles, como sería el peculiar caso del Hospital Real de Santiago, (estudiado por Eiras Roel, 1974), o en el Hospital General de Pamplona, estudiado por Jesús Ramos Martínez (1989), con raciones más creíbles por enfermo, aunque no por eso menos pintorescas (como desayuno por ejemplo, medio cuartillo de vino más un caldo de carne o un huevo) serían sensiblemente superiores a la media de la de la población civil, sobre todo en lo que se refiere a la ingesta de carne, cuyo consumo promedio difícilmente superaría durante el siglo, los 40 grs.
Los criterios bromatológicos de la época consideraban como ración ideal, la compuesta por: 90 grs de prótidos, 90 grs de lípidos y 400 grs de glúcidos. (Anotado por Antonio Eiras Roel, R. Hispania, nº 126, 1974: págs. 105-148). Nuestra impresión a propósito de la información que se suele manejar sobre alimentación institucional, al igual que sobre otros hechos sociológicos relacionados con la vida cotidiana de determinados colectivos; sin ir más lejos la pretendida sobriedad de determinadas Órdenes monásticas, es, que nos movemos en un escenario de datos secundarios absolutamente “maquillados”, que pocas veces y, por diversas razones, tienen algo que ver con la realidad. Así por ejemplo, repasando una comunicación presentada por Rafael Salillas con ocasión del Congreso que la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias celebrase en Madrid, en 1914, sobre los “forzados y efclavos” de las Minas de Almadén, en el XVIII, nos encontramos con los contenidos alimenticios que las Reales Ordenanzas consignaban para los mismos. Contenidos que se nos malicia, difícilmente se llevarían a la práctica en cantidad y calidad, y que responden a nuestro entender a una inveterada práctica administrativa española, proclive durante siglos a crear universos imaginarios en las “instituciones totales” ya, sean navíos, hospicios, prisiones u hospitales.
A título de ejemplo consignamos algunos artículos de estas Reales Ordenanzas de 1735:
Art. 226: A cada Esclavo o Forzado, que trabaja en el interior de la Mina, ú otros trabajos fuera de ella, se le acudirá, como se preceptúa, con tres libras de pan, una de carne, y dos cuartillos de vino. Art. 227: A los forzados de comida menor, que llaman, que son los que se ocupan de trabajar en las Herrerías, y otros ejercicios de la Cárcel, se les de dos libras y medio de pan, cuartillo y medio de vino, y una libra de carne al día; y así se observará en adelante. Art. 228: A los Esclavos y Forzados que están convalecientes, o que por muy cansados se les da alguno o algunos días de descanso, según lo ordene el Médico, se les asistirá con la misma comida menor, como se practica. Art. 229: a los que están enfermos se les acudirá al día, como se practica, con una libra de pan, y tres cuarterones de carnero, que son doce onzas, con el tocino, especias y garbanzos correspondientes; y además de esto se les da también bizcochos, pasas, huevos y otras cosas que suele recetar el médico (…) y mando á mi Superintendente tenga gran cuidado en que estén bien cuidados los enfermos, y que se les asista con todo lo que recetase el Médico ó Cirujano, ya sea de comida, o bebida, o ya sea lo que toca a medicina, sin escasear cosa alguna.
(Rafael Salillas. Informe/Memoria sobre la Cárcel de forzados y esclavos de Almadén, Madrid, 1914: 55).
44 En villas como Santander que en el catastro de Ensenada (1787), contaba con una población de 6.641 habitantes, el primer médico que contrata el Ayuntamiento lo fue en 1737. Y, su primer hospital propiamente dicho, no sería fundado hasta 1791. (Ref. María Jesús Pozas, 1993: 114). Por el contrario, en los Reales Astilleros de Guarnizo en las cercanías de Santander, se contaba con un médico-cirujano desde su fundación comienzos del XVIII (según nuestros datos hacia 1713).
45 Contando además en este proceso de renovación científica y profesional de la práctica médica del XVIII, como apuntase el profesor Granjel (1962), con el impulso derivado de la creación o potenciación –en el caso de la de Sevilla (1697)–, de las Academias de Medicina, como la de Madrid (1734) o la de Barcelona (1770).
46 Esta profesionalización del cirujano militar español a partir de finales del setecientos, que incluía la estabilidad en el empleo y el desarrollo de una verdadera carrera profesional, la podríamos considerar como el establecimiento y regulación de una práctica asistencial que con una cierta prudencia, la podríamos asemejar a la posterior Medicina del Trabajo, o si se quiere de la Medicina de Empresa, en la medida, en que se fijaba su actuación durante años en un espacio-tiempo profesional perfectamente acotado, ya fuese un regimiento, o un navío de guerra.
47 Una de las innovaciones de esta formación consistiría en que junto a su carácter eminentemente práctico, el cirujano militar adquiría una formación médica intentada ya, teóricamente desde 1630, pero efectiva en principio a partir de 1770; entre otras razones porque en los grandes buques de la Armada, solamente embarcaban cirujanos y en la mayoría de los regimientos –sustitutivos de los antiguos Tercios de los Austrias–, solían ser también –por lo menos sobre el papel–, los únicos facultativos. Formación médica, que hizo del cirujano español de la segunda mitad del setecientos, un sanitario altamente resolutivo y práctico, tanto en el campo de la milicia como en el civil y, especialmente en los municipios rurales, en donde por esas fechas los Ayuntamientos de alguna importancia, iniciarían la contratación de cirujanos titulados, aunque las exigencias administrativas de selección no contemplasen los denominados “nueve exámenes” de los cirujanos de primera categoría exigibles en los contratos con la Armada y el Ejército para los empleos sanitarios “mayores”. Por otra parte, la red hospitalaria de la Armada, contribuía también a la cobertura sanitaria de los trabajadores de los astilleros y arsenales. Unas veces con establecimientos independientes como en el de La Carraca, o en centros comunes como en el de La Graña (El Ferrol), o el Hospital Real de Galeras de Cartagena. Además, en situaciones de emergencia sanitaria pública como consecuencia de brotes epidémicos graves, la sanidad militar solía ofrecer sus recursos a la población civil, como sucedió, por ejemplo, con motivo de los mortales brotes de tercianas que asolaron Cartagena entre 1768 y 1782, en que la ciudad sufriría la pérdida de 12.000 vidas humanas durante ese periodo.
48 Pedro Virgili, que junto con Antonio Gimbernat (1734 -1816), se le puede considerar el iniciador de la cirugía española moderna, siendo alumno –al igual que Gimbernat– de otro pionero, el cirujano francés Jean Louis Petit (16741750), fundador y director de la Royale Acedémie de Chirurgie (1733), y autor del “Traité de maladies des os, dans laquel on represente les appareils et les machines que conviennent á leurs guérisons” (1723), obra básica para la posterior ortopedia y traumatología del trabajo.
49 El de Cádiz, dirigido casi exclusivamente a proporcionar cirujanos a la Armada y los de Barcelona y Madrid, preferentemente al Ejército, aunque en la práctica parece que se permitió un cierto trasvase. No obstante, tanto en los Batallones del Ejército como en la mayoría de los navíos de la Armada –con la excepción de la Plana Mayor del Regimiento o de la Nave Capitana y grandes navíos artillados– los empleos sanitarios siguieron hasta muy tarde desempeñados por cirujanos “romancistas”. En esta dirección hemos encontrado un comentario de Alejandro San Martín, con motivo de una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, en 1885, y en donde señala los esfuerzos realizados para impedirlo, por prestigiosos médicos como Mateo Seoane, ya, durante el XIX. Efectivamente es nada menos que en fecha tan avanzada como la de 1822, coincidente con el “Trienio constitucional”, cuando el Dr. Seoane, presentaría a las renovadas Cortes de Cádiz, un proyecto de reestructuración sanitaria manifestando en su punto 8º, la necesidad de que los cirujanos militares debían ser licenciados en cirugía médica (anotado por García del Real, 1921: 541).
50 En este sentido, la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728-1785) mantendría en sus navíos la presencia obligatoria de cirujanos según testimonio del profesor Luis S. Granjel (1981).
51 Según anota Mikel Astrain (1996) la Casa de Contratación de Sevilla, emitió en 1745, una normativa en donde se regulaban honorarios y cometidos de los cirujanos de la marina comercial.
52 Empleo que muy bien pudiéramos considerar como semejante al del “médico del trabajo” o “de empresa” de nuestros días.
53 La utilización de cítricos en la prevención del escorbuto se expuso unos años antes en “Treatise on the scuvery” (1753) por el médico británico James Lind (1716-1794).
54 Ver, el librito del profesor Granjel: “Medicina Naval Ilustrada”, Salamanca, 1981.
55 Realmente, el XVIII sería el siglo más que de la medicina, de la cirugía militar. Probablemente, los verdaderos impulsores de la sanidad militar y naval española desde la segunda mitad del setecientos fueron los nuevos profesionales formados en los Colegios de Cirugía. Impulso que no solamente pudo suponer mejores habilidades asistenciales sino, además, nuevas y realistas lecturas del cuerpo apoyadas en la observación anatomoclínica y, sobre todo en el contacto cotidiano con la lesión y las enfermedades epidémico/contagiosas, que les hacía en su práctica solitaria releer continuamente tanto el manejo tradicional de las heridas, como las miradas neohipocrático sobre la enfermedad. En el caso de que quisiéramos considerar un segundo espacio en el “nacimiento de la clínica”, éste podría haber consistido en el navío de guerra de finales del Setecientos.
56 Andújar Castillo presenta el siguiente mapa de bajas en la infantería para los últimos años de la centuria: Muerte Deserción Inutilidad
1798 | 5.199 | 2.132 | 2.851 |
1799 | 1.540 | 2.607 | 3.204 |
1800 | 2.803 | 3.270 |
En Francisco Andújar Castillo, “Los militares en la España del siglo XVIII”, Granada, 1991: 94.
57 En un ensayo para el establecimiento del programa de Higiene Pública de las Cortes de Cádiz en 1811, no se mencionará en ninguno de sus capítulos y artículos, ninguna referencia al trabajo artesanal. manufacturero o fabril. La higiene pública era algo únicamente predicable para las gentes en cuanto habitantes de una ciudad, pueblo o comunidad, desde supuestos ambientalistas –se habla por ejemplo de las ventajas anti miasmáticas del “gas nitro-muriático” pero todavía no, como jornaleros o trabajadores de un taller o factoría, sino como habitantes de una ciudad o como usuarios de un espacio. Los lugares a higienizar serían los que suponían una gran concentración de individuos: cárceles, hospitales, navíos y teatros. Lugares que patentemente –con anterioridad al industrialismo español– se presentarían de más urgente control por la Higiene Pública que los laborales. (Referencia en Y. A. L.; Ensayo sobre el modo de establecer Los Preceptos de la Higiene Pública; Real Isla de León, Oficina de Francisco de Paula Periu, 1811).
58 Una obra pionera en esta línea sería “Las Ephemérides barométricas-médicas” (1737) de Fernández de Navarrete.
59 Con anterioridad al XVIII, y sin contar con los “interrogatorios” o “Relaciones Topográficas” de Felipe II, en 1575 y 1578, (previamente, se habrían esbozado una serie de cuestionarios por Páez de Castro, en 1559), tendríamos una topografía médica sobre Zaragoza, (De morbis endemis Caesar-Augustae, 1686) obra de Nicolás Francisco San Juan y Domingo, referenciada por Piñero (1969) y más tarde anotada por Balaguer y Ballester, (1980).
60 En la España del XVIII, podemos mencionar a los siguientes autores: Gaspar Casal: “Historia natural y médica de el Principado de Asturias” (1762). Antonio Pérez de Escobar: “Medicina Patria ó Elementos de la Medicina Práctica de Madrid” (1788). Bosch i Cardellach: “Topografía médica de Sabadell” (1789). Guillermo Bowles: “Introducción a la historia natural y á la Geografía física de España” (1789). Miguel Pelegrí y Serra: “Topografía médica de Andraitx” (1790). Sastre i Puig: “Topografía médica de Taradell” (1790). Canet i Pons: “Topografía médica de Calaf” (1793). Antonio Josef Cavanilles: “Observaciones sobre la Historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del Reyno de Valencia” (1795). J. Bosch Barceló: “Topografía médica de Palma” (1797). J. Revert: “Topografía médica de Igualada” (1797). Llansol: “Topografía médica de Alcira y de las Riberas del Xúcar” (1797). Antonio Millet: “Topografía médica de Vic” (1798). Aunque no sean obras específicas de geografía médica, se encuentran numerosas referencias a la situación sanitaria de la población española del XVIII, en:
El cuestionario con 40 preguntas previo al Catastro del marqués de la Ensenada (1749).
Bernardo Espinalt: “Atlante español ó Descripción geográfica, cronológica e histórica por reinos y provincias” (1778). Antonio Ponz: “Viaje de España” (1787). Eugenio Larruga: “Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España” (1787). El Interrogatorio (a partir de 1782 y probablemente hasta 1798) del geógrafo madrileño Tomás López de Vargas (1730
1802), que constaba de 15 preguntas, de las cuales la 13ª, versaba sobre “las enfermedades que comúnmente se padecen y como se curan…” Miguel Dámaso Generés: “Reflexiones políticas y económicas: La población , agricultura, artes, fábricas, y comercio del Reyno de Aragón” (1793).
61 En relación con las enfermedades derivadas de determinados oficios, podemos encontrar en las respuestas a la pregunta nº 13 del anteriormente mencionado Interrogatorio de Tomás López, numerosas referencias a procesos morbosos que tenían que ver con actividades laborales de carácter rural o parafabril.
María Jesús Merinero Martín en su trabajo “Percepción social de la enfermedad en tiempos de la Ilustración” (Cáceres, 1995), nos ofrecerá una documentada síntesis de las contestaciones a dichos interrogatorios en Extremadura y Asturias, manifestando con respecto por ejemplo al municipio de Casatejada que: “…Es el pueblo más enfermizo de esta provincia, atribuyese comúnmente la causa a los espíritus fétidos que exhalan las lanas en sus diversas maniobras, a las lagunas que le circundan (…) Incluso en el mismo pueblo, Casatejada, donde se elaboran tejas y ladrillos, para los que es imprescindible trabajar con el agua embarrada…” (op. cit. pág. 55).
62 Esta presencia de lo social en la etiología pestilencial, aunque se pueda rastrear no solo en el XVII, como anotase el profesor Piñero (1964, 1998) al comentar el informe del dominico Francisco Gavaldá (1651), a propósito de la peste de Valencia en 1647-1648, sino en escritos del XVI, como lo atestiguan comentarios sobre la peste de Barcelona (1557) del jesuita Père Gesti (anotado por Bernard Vincent, 1990, y referenciado por nosotros, en el nº 9 de “La Mutua”) o los de Miguel Martínez de Leyva en sus “Remedios preservativos y curativos para el tiempo de peste” (1597) en que: “…moría tan poca gente regalada…” (anotado por V.P. Moreda, 1980: 226), tuvo una gran presencia institucional durante la segunda mitad del XVIII, en los informes y dictámenes del Protomedicato y de la propia Junta de Sanidad del Reino, que en una declaración de 1785, con motivo de la gran epidemia de tercianas que asoló durante varios años (1783-1791), casi toda la península, consideraría como causa principal, “la mucha pobreza y necesidad de los pacientes…” (anotado también por V. P. Moreda, 1980: 229).
63 Manuel de Aguirre y Landázuri (1748-1800), es un interesante militar español que llegó al empleo de Mariscal de Campo, siendo compañero de Regimiento y probablemente contertulio y cómplice intelectual de otro militar ilustrado como José Cadalso.
El documento al que nos referimos (26-XII-1786) es el primero –en este caso sin firmar– que Aguirre publica en el periódico crítico madrileño El Correo de los Ciegos (1786-1791), y que bajo el modelo de “cartas” firmaría con el pseudónimo del Militar ingenuo a lo largo de 1786 y 1787. Esta primera carta, titulada “Salud pública”, aunque sea un escrito informal, sin ninguna pretensión ni por otra parte posibilidad científica, está llena de ironía y lucidez crítica, puede ser considerado, como uno de los primeros documentos en donde con un lenguaje paladino se desmontan los trabalenguas del discurso médico oficial sobre las enfermedades pestilenciales y llana y simplemente se las llama por su nombre, que no es otro que el de la miseria de las clases populares y los privilegios de la nobleza y del clero. Algunos párrafos del corto pero jugoso documento une el realismo descarnado con un gracejo inigualable, que nos recuerda algunos escritos de Cadalso, como cuando recomienda “sembrar” más gallinas, vacas o carneros, y menos pepinos, melones y sandías, o cuando critica el “estanco” de los hornos para el pan en los pueblos.
64 Aunque su obra escrita referida a lo laboral es de comienzos del XIX, podríamos incluir también a Antonio Cibat i Aranuto (1771-1812), que desempeñó en los últimos años de su vida los máximos cargos de la Sanidad Militar del Ejército Francés de José I. (Inspector de Sanidad de la Guardia y General de División de Sanidad). Entre 1806 y 1807, publicó una memoria titulada: Consideraciones generales y particulares acerca de los medios para precaver a los que trabajan en las minas de carbón de piedra, en el desagüe de aguas cenagosas y podridas, abertura de canales, y a los que habitan en lugares pantanosos…/.
65 Frente a los escritos presumiblemente conocidos y manejados en la España del XVIII sobre las condiciones de salud y enfermedad de los trabajadores, incluyendo las traducciones de Tissot (1773) sobre sus famosos “Avisos” más la Medicina Doméstica (1785) de Buchan y, contando incluso con el informe/carta (1755) de López de Arévalo con el añadido de los dictámenes de Guëll (1781), Masdevall (1784), Salvá (1787), Ximénez de Lorite (1791) y por supuesto la obra de Parés (1778-1782) no llegaríamos a los 10 documentos.
En lo que se refiere a la literatura médica centrada en la higiene y medicina militar/naval, se contará en nuestro país con la temprana traducción de la obra de Van Swieten (Madrid, Joachin Ibarra, 1761) y de Pringle (Madrid, Pedro Marín, 1775), más la traducción por Benito Bails de la Instrucción militar del Rey de Prusia a sus generales (Madrid, Joachin Ibarra, 1762) y de la posterior de Ribeiro Sánches (Madrid, Joachin Ibarra, 1781).
La obra de Donald Monro, “On the Diseases of Military Hospitals” (1764), se traduce con el título Ensayo sobre el método de conservar la salud de los soldados en campaña: y de dirigir los hospitales militares por Rafael Elerker y Manuel Fernández Barea impresa en Madrid por Pedro Marín a finales del siglo.
Del cirujano militar francés Henri F. Le Dran, se traduce por Félix Galisteo y Xiorro, su obra sobre la curación de las heridas por armas de fuego bajo el título “Tratado ó reflexiones sacadas de la practica, acerca de las heridas de armas de fuego” (Madrid, Pedro Marín, 1774, con una 2ª ed. Madrid, Imp. de Benito Cano, 1789).
Como autores españoles de obras relacionadas con la higiene, medicina, cirugía o farmacopea militar y naval tendríamos –aparte de una Cartilla Militar de 1757, con algunas reglas de policía higiénica– como una provisional muestra a: Leandro de la Vega: “Pharmacopea de la Armada ó Real Catálogo de Medicamentos”, (Cádiz,1760). Vicente de Lardizábal: “Consideraciones político-médicas sobre la salud de los navegantes en que se exponen las causas de sus más frecuentes enfermedades, modo de precaverias, y curarlas…” (Madrid, Antonio Sanz, 1769) y “Consuelo de navegantes en los estrechos conflictos de falta de ensaladas y otros víveres frescos en las largas navegaciones” (Madrid,
1772) Francisco Bruno Fernández: “Tratado de las epidemias malignas y enfermedades particulares de los ejércitos: con advertencias a sus capitanes generales, ingenieros, médicos y cirujanos” (Madrid, Juan Antonio Lozano, 1776). Francisco Puig: “Tratado teórico-práctico de las heridas de armas de fuego” (Barcelona, 1782). Francisco Canivell: “Tratado de las heridas de armas de fuego. Dispuesto para uso de los alumnos del real Colegio de Cirugía de Cádiz” (Cádiz, Manuel Ximénez Carreño, 1789). José Queraltó: “Tratado sobre las heridas de armas de fuego” (1796). Posiblemente publicó también una “Higiene Militar”, de la que no hemos encontrado referencias. Pedro Ibarrola: “Memoria sobre las heridas de armas de fuego”, (1796). Agustín Peláez: “Disertación acerca del verdadero carácter y método curativo d las heridas de armas de fuego” (Madrid, 1797).
Al hilo de los primeros años del XIX, tendríamos la importante obra de Pedro Mª González Gutiérrez (1760-1839) “Tratado sobre la conservación de la salud de la gente de mar” (Madrid, 1805) y una Higiene Militar ó Arte de conservar la salud del soldado en todas sus situaciones en mar y tierra, como son guarniciones, acantonamientos, campamentos , marchas, embarcos, hospitales, prisiones & tanto en tiempo de paz, como durante la guerra, y sus resultas…firmada por las siglas L. A. de P. e impresa en Madrid, Imprenta de Villalpando en 1808. Chinchilla (1846) hace referencia a otro libro con casi idéntico título y firmado por D.L.A.P. y D.F.V. editado en Madrid en 1822. Y, en 1804, se traduce por Rafael Urbiquiaín el primer tomo de la Medicina Militar del médico francés Jean Colombier.
66 Antonio Núñes Ribeiro Sánches (1699-1782) fue, entre otros destinos, protomédico de los ejércitos rusos durante la guerra contra los turcos (1735). En el Tratado de comentamos editado por vez primera en París (1756) y, en la versión castellana realizada por Benito Bails en 1781 (Madrid, Imprenta de Joachin de Ibarra), dedicará 11 capítulos –de un total de 31– a glosar ampliamente diversos aspectos de las enfermedades de soldados y marinos.
67 En Memoria sobre el Origen y vicisitudes de la terapéutica que han usado los cirujanos españoles en las heridas de armas de fuego, Madrid, Imprenta de M. Rojas, 1862: 25.
68 En la introducción al apartado sobre higiene y enfermedades de los militares, Buchan consideraba que: “…El soldado, en tiempo de guerra, se puede numerar entre los oficios laboriosos, porque sufre muchas fatigas por la inclemencia de las estaciones, largas marchas, malas provisiones, hambres, vigilias, climas enfermizos y aguas dañosas. Esto les produce fiebres, fluxos, reumatismos y otras enfermedades fatales que hacen mas estragos que la espada…” Jorge Bucham: “Medicina doméstica”, Madrid, Imprenta de Antonio de Sancha, 1785, pág. 50.
69 Las referencias a las enfermedades del soldado en esta obra de Foderé salpica no obstante otros tomos de la misma de carácter médico legal como el IV, en que trata las heridas por arma de fuego a las que considera de difícil y grave pronóstico o cuando en el capítulo XIV del tomo I habla de la melancolía del soldado “llamada Nostalgia o enfermedad del pais” como causa de exención del servicio y de objeto de un permiso de convalecencia para ir a ver a su familia.
70 Igualmente, en sus “Elementos de Higiene”, Tourtelle (1ª ed. En castellano en 1801, 2ª en 1818) expondrá las condiciones higiénicas que deben reunir los acuertelamientos y navíos; insistiendo en la aireación y limpieza de los mismos. (Tomo I, págs. 273 y ss.)
71 Incluyendo además a Sevilla por la indudable relevancia de su Fábrica de Tabacos y numerosos establecimientos de manufacturas. Precisamente el médico Ambrosio Mª Ximénez de Lorite, vinculado a la ciudad, redactó una memoria en 1790, ante la Regia Sociedad de Medicina Sevillana titulada: “De los daños que puede ocasionar a la salud pública la tolerancia de algunas manufacturas dentro de los pueblos”. (Anotado por A. Menéndez y E R. Ocaña, Arch. Prev. Riesgos Labor 2005).
72 Aunque por supuesto, podríamos tener algunas lagunas en nuestros datos, durante todo el XVIII, solamente hemos encontrado tres disposiciones concernientes a la prevención de riesgos laborales. Las tres referidas a Madrid y a la colocación de andamios y aparejos en la construcción: 9 junio de 1725, 3 diciembre de 1778, 24 octubre de 1782. Habría otra disposición más amplia de 15 julio de 1805, referida a los andamios y otros aspectos de seguridad y policía urbana.
73 Que por ejemplo estaría presente en los escritos de los médicos militares franceses de finales del XVIII y, posiblemente determinado por la gran movilidad táctica de la Grande Armée, que se movía a una velocidad de marcha de 120 pasos por minuto superando casi en un 50% la velocidad media establecida para la infantería durante las guerras europeas del Setecientos.
74 La primera traducción francesa de la obra de Ramazzini se debió a Antoine-Francois de Fourcroy en 1777.
75 Ramazzini, dedicaría en la citada edición de 1713, el capítulo XLI, “De las enfermedades castrenses” a la profesión militar de la que irónicamente diría que es la única profesión “para derrochar la vida más que para conservarla como las otras” (1999: 265). El fuego, el hierro, las epidemias malignas y las fiebres castrenses, constituirían las causas prin cipales que diezman a los ejércitos. Con respecto a las “fiebres castrenses”, Ramazzini menciona la “Fiebre de Hungría” –posiblemente disentería, más que tifus exantemático– producida por “alimentos dañinos y aguas corrompidas”.
En general, los comentarios de nuestro autor se mueven en los mismos aspectos que tocarían los autores posteriores: Vigilias, fatigas, lluvias, calor, fríos, acompañados como ya hemos señalado de la emergencia de elementos psicosociales como los “pánicos inesperados” (1999: 265) o la “nostalgia” –la “das Heimwech”, de los alemanes– (1999: 269).
76 No obstante, con anterioridad a la segunda mitad del setecientos existieron en España, textos, comentarios y escritos que versaron con mayor o menor extensión sobre aspectos relativos a las enfermedades, heridas o atenciones sobre la salud de soldados y marineros. De entre ellas podemos citar el “Arte de navegar…” de Pedro de Medina (1493-1567) impreso en Valladolid en 1545, con sus posteriores “Regimientos” de navegación editados en Sevilla entre 1552 y 1563. La obra del eminente cirujano de los Tercios de Flandes sobre las heridas de las “pelotas de arcabuz”, Dionisio Daza Chacón, se editaría en 1605 y, antes, en 1575, se editaría en París (en castellano) el famoso tratado de Ambroise Paré (1509-1590) “La méthode de traicter les playes faictes par hacquebutes et aultres bastons á feu et de celles qui sont faictes par flèches, dards et semblables” (Paris, 1545). Posiblemente se conoció la obra de Raymund Minderer (1570-1621) “De la medicina militar” de 1619 y, el “De militum in castris sanitate tuenda” de Antonio Porcio (Viena 1685). Ambas citadas por Ramazzini (1713). Por último tendríamos el “Alphabeto y cartilla militar del soldado” de Gabriel de Arrieta, que contiene un apartado “para mantener y conservar el soldado y un regimiento con policía, economía, mecánica, quentas y razón”. Impreso en Cádiz en 1757.
77 La edición original puede ser de 1758.
78 Aunque editada en España más tarde, las “Observaciones” de John Pringle fueron publicadas por primera vez en Londres en 1752.
79 Gerhard van Swieten: “Descripción compendiosa de las enfermedades que reynan lo mas comúnmente en los exercitos, con el método de curarlas…”, Madrid, Andrés Ortega, (1767: 4-5).
80 Traducción de la 7ª edición francesa por Juan Galisteo y Xiorro, Madrid, Imprenta de Pedro Marín, 1775. La primera edición de la obra es la de Londres de 1852, por lo tanto, anterior en casi una década a la de van Swieten.
81 Una contribución reseñable de este personaje, al que se le suele considerar como un precursor de la Cruz Roja, fue conseguir con ocasión de la batalla de Dottingen (1742) contra los franceses, que los hospitales militares fuesen considerados como territorio neutral; permitiéndose además que en los mismos fueran indistintamente atendidos los soldados de bandos opuestos. Actuaciones humanitarias que los cirujanos y médicos militares españoles practicarían con cierta asiduidad durante todo el siglo, y cuyo exponente último, sería la caballerosidad y eficacia desplegada por los cirujanos del Hospital de la Marina de Cádiz con los ingleses heridos en la Batalla de Trafalgar.
82 Por lo menos en la traducción española, Galisteo y Xiorro, introduce un Discurso preliminar escrito por el ingeniero francés Louis Le Bègue de Presle Duportail (1743-1802), que con toda seguridad fue incluido en las ediciones francesas del libro de Pringle, probablemente con posteridad a 1763, que es cuando Presle publica “Le conservateur de la santé”.
83 Se refiere a un famoso y ambicioso estratega alemán, German Moritz Graf von Sechen (1696-1750), más conocido como Hermann – Maurice, comte de Saxe, que se enroló como mercenario a los 24 años en el ejército francés y llegó a Mariscal de Francia. De entre su experiencia y éxitos militares los historiadores resaltan su actuación en la sangrienta batalla de Fontenoy (1745) durante la guerra de Sucesión austriaca (1740-1748). La obra de la que se nutre Presle, pudo ser “Les rêveries ou Mémoires sur l’art de la guerre”, impresa en La Haya (Daniel Monnier, 1756). Anteriormente publicó otra obra –muy poco conocida– con comentarios higiénicos tomados de los autores clasicos de la se nutren “les rêveries” y titulada “Mémoires sur l’infanterie ou traité des legions” (La Haya, Antoine Gilbert, 1753). Una ampliación de la primera quizá sea otra obra póstuma, “Esprit des loix de la tactique et de différentes institutions militaires, ou notes de Mr. Le Maréchal de Saxe, contenant plusieurs nouveaux systèmes sur l’art de la guerre comentes par M de Bonneville…” (La Haya, chez Pierre Grosse, 1762).
84 Equipos de Protección Individual en la terminología laboral preventivista actual.
85 Impreso en Madrid (Viuda de Manuel Fernández, 1769).
86 Madrid, Juan Antonio Lozano, 1776.
87 Anotado por Anastasio Chinchilla en “Anales Históricos de la Medicina en General”, Tomo IV, Valencia, Imprenta de D. José Mateu Cervera, 1846: 61-62.
88 Por cada expedición militar a lo menos, un proto-médico, más un vice-protomédico con seis médicos mayores y otros seis médicos titulados como ayudantes.
89 Se trata tan solo de un librito o folleto de 88 páginas, que pudo ser editado por Pedro Marín con alguna posteridad a 1764 –y probablemente antes de 1780– fecha de publicación en Londres de la obra del médico militar británico Donald Monro (1727-1802) “Esay on the Means of Preserving the Health of Soldiers, and conducting Military Hospitals”. La primera obra de carácter higiénico militar de este médico que participó en la Guerra de los Siete Años (1740-1748) y en la de Independencia norteamericana (1775-1783), obteniendo el grado de General, trataría precisamente sobre su experiencia como inspector de los hospitales británicos en Alemania, bajo el título: “Account of the Diseases which were most frequent in the British Military Hospitals in Germany” London, 1761. En 1780, publicaría una ampliación de su Esay de 1761 titulada: “Observations on the Means of Preserving the Health of Soldiers, and of Consulting Military Hospitals; in the time of Service; and of the same Diseases”. Pensamos que esta edición difícilmente pudo se utilizada en la versión española dado que, a partir de 1780, Pedro Marín no utilizaba ya el rótulo “Imprenta de.” empleada en la traducción de Elerker y Barea.
90 Incluyendo, la cortísima guerra de las Naranjas contra Portugal (poco más de dos semanas en la primavera de 1801), y en el dintel de la Guerra de Independencia la peculiar y sacrificada expedición de casi 20.000 hombres a Dinamarca (1807) al mando de D. Pedro Caro y Sureda (1761-1811) marqués de la Romana, que después de peripecias dignas de una aventura de espías y agentes secretos, pudo devolver casi íntegramente a la península –menos un contingente d5.000 prisioneros dejados en Dinamarca por una traición– incorporándolos a la lucha contra el ejército francés. Esta desmovilización emocional y funcional del Ejército parece que no afectaría tanto a la Armada –por lo menos con anterioridad a Trafalgar– que a finales del siglo contaba con una potente marina de guerra dotada de navíos de línea como el Santísima Trinidad (4 puentes y 134 cañones) y el Príncipe de Asturias (3 puentes y 112 cañones) que suponía una fuerza global cercana a los 280 embarcaciones con más de 96.000 hombres.
91 Se trataba de la “Instrucción para la persecución de malhechores y contrabandistas”, dictada por Carlos III el 29 de junio de 1784 y, que a nuestro entender, supuso un antecedente significativo en la implicación del Ejército en tareas policiales que, a pesar, de la creación de la Guardia Civil en 1844, estaría presente durante todo el XIX.
92 Los profesores Alfredo Menéndez y Rafael R. Ocaña, apuntan el nombre de Francisco de Flores Moreno como coautor de este tratado (Archivos de Prev. Riesgos Labs, 2005: 8).
93 La recepción de los primeros escritos de Higiene Pública en España, fueron incorporando anotaciones relacionadas con el trabajo artesanal –y algo con el fabril– como posible reproducción del eco dejado por el progresivo contacto con la obra de Ramazzini, a través de los comentarios y su traducción al francés por Antoine-Francois de Fourcroy (1775-1809) en 1777.Aparte las traducciones a comienzos del XIX de las primeras obras de Higiene Pública más conocidas como las de Jean-.Baptiste Pressavin (1800; 1804; 1819), Étienne Tourtelle (1801; 1818) o Francois Emmanuel Fodéré (18011803), que contemplan enfermedades y riesgos de los oficios tradicionales, existe una interesante y temprana traducción de un escrito anónimo de autoría con toda seguridad francesa, firmada con las siglas A. C. D., y titulado Manual de sanidad y de economía doméstica ó Exposición de los descubrimientos modernos…/, impreso en Madrid por Gómez Fuentenebro en 1807. (El único ejemplar que conocemos del mismo se encuentra en la Biblioteca Pública de la Rioja en Logroño).Pues bien, en esta obra manifiestamente desconocida hay un capítulo entero, el IX, (págs.198 a la 216) dedicado exclusivamente a tratar las enfermedades profesionales de casi todos los oficios de la época –con la excepción del militar– siguiendo el esquema de Ramazzini, con una dedicación probablemente más exhaustiva que los demás autores traducidos por estos años.
94 En el caso de Monlau, la relación con lo militar fue muy marginal, aunque llegase a formar parte como secretario de la comisión encargada en 1846 de la redacción de las Nuevas Ordenanzas de Sanidad Militar y, de poseer el nombramiento de 2º ayudante del Cuerpo de Sanidad Militar desde 1833, parece que solamente realizó alguna actividad sanitario/castrense en el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona –probablemente antes de 1829– y más tarde durante su exilio en Valencia, en su hospital militar. En esos años de la 1ª guerra Carlista en la que la totalidad de los médicos y cirujanos militares ejercieron su oficio en el frente o muy directamente vinculados al teatro bélico, Monlau los dedicaría a la actividad literaria y política (colaborador de “El Vapor” en 1834; director en 1835; director del “Constitucional” en 1837; exilio en Paris y Londres, etc.).
95 Fodéré: “Las leyes ilustradas por las ciencias físicas ó tratado de Medicina Legal y de Higiene Pública”, Madrid, Imprenta Real (1801-1803).
96 Habría una segunda edición –la consultada por nosotros– titulada “Principles d´hygiène, extraits du code de santé et de longue vie de Sir John Sinclair”, Genéve, Imprimerie de J.J. Paschoud, 1823, que con la excepción de las citas y de los apéndices será la que Pusalgas vierte al castellano en 1831.
97 Se imprimieron tres ediciones de esta obra de Pusalgas: 1ª ed. “Manual de Higiene: arreglado según la doctrina de Sir John Sinclair”, Barcelona, Impresor J. Rubió, 1931. 2ª ed. “Compendio de Higiene ó Arte de conservar la salud redactado de las obras de Sir John Sinclair” Barcelona, Imp de Francisco Garriga, 1839. 3ª ed. “Compendio de Higiene ó Arte de conservar la salud redactado de varias obras, mayormente de John Sinclair”, Barcelona Imprenta de Ramón Martín Indar, 1843. Armando García González ha anotado también estas ediciones (Asclepio, vol LV, 2003) con la diferencia que para la
2ª de 1839, referencia como impresor al librero de Barcelona José Solá, en lugar de Francisco Garriga.
98 “Medicina Militar ó Tratado de las enfermedades, así internas como externas, a que los militares estan expuestos en sus diferentes situaciones de paz y guerra”. Traducida por Rafael Urbiquiaín y Múxica, Madrid, Imprenta de Repullés, 18041805.
99 Aunque el título original de Colombier llevaría la mención principal de “Traité des maladies”, su subtítulo es el de Médecine militaire y, la primer obra de higiene militar de este autor tendría como rótulo “Code de médecine militaire pour le service de terre…” (París, 1772). Los escritos de Colombier referidas a la higiene y medicina militar que hemos podido recopilar son los siguientes: Code de médecine militaire pour le service de terre: ouvrage utile aux officiers, nécessaire aux médecins des armé-es & des hôpitaux militaires, París, 1772. Préceptes sur la santé des gens de guerre, París, 1775. Traité des maladies, tan internes qu’externes aux quelles les militaires, sont exposés dans leurs différentes positions de paix & de guerre, París, 1778. En los últimos años de su vida el Dr. Colombier desarrolló un importante papel en la reforma y humanización de los hospitales y prisiones ocupando el cargo de Inspector General de Hospitales y Presidios del Reino. Una de sus últimas publicaciones –acompañado del internista Francois Doublet– fué su Instruction sur la manière de gouverner les insensés et de travailler á leur guérison dans les Asyles que leur sont destinés, París, Imprimerie Royale, 1785.
100 Madrid, Imprenta de Villalpando, 1808.
101 Utilizadas solamente por las unidades de caballería pesada (corazeros y lanceros) y nunca por la llamada “ligera” formada por dragones, cazadores y los famosos húsares. El progresivo poder destructivo de las armas de fuego haría que esta caballería “acorazada” fuese desapareciendo del escenario bélico para ser dedicada a tareas protocolarias o de escolta al paso que las funciones de la caballería ligera se irían centrando en operaciones de reconocimiento o en meros movimientos tácticos sin afrontar el protagonismo ofensivo de otros tiempos.
102 Por ejemplo, en los sucesos del 2 de mayo, hubo un total de 409 españoles muertos –contando los 85 fusilados– de los cuales por lo menos 61 eran mujeres. (González Navarro, 1987 y Massons, 1994).
Durante los siete meses del tercer sitio de Gerona en 1809, morirían cerca de 4.000 civiles y más de 5.000 soldados. (Massons, 1994, II, 64). En el último asedio a Zaragoza –invierno de 1808– las víctimas civiles pudieron suponer la mitad de los 53.873 muertos.
103 Esta asociación compuesta por cerca de 200 mujeres gerundenses se puede considerar como un adelanto de las enfermeras militares que la italo/británica Florence Nightingale (1820-1910) organizó para el ejército británico durante la guerra de Crimea (1853-1856).
104 Después de Colombier, el referente más importante en la bibliografía francesa de Higiene y Medicina Militar estuvo representada por el médico militar René Nicolas Dufriche Desgenettes (1762-1837) que fue el jefe médico en la expedición científico/militar de la Campaña napoleónica en Egipto y Siria. Su obra de medicina militar se compuso principalmente de: “Histoire médicale de l’Armée d’orient”, París, chez Bossange, 1802. “Remarques sur les «Institutions Militaires» de Végèce dans leurs rapports constants avec l’hygiène spéciale destroupes”, París, Impr., de CLF Panckoucke, 1827. “Souvenirs de la fin du XVIII siècle et du commencement du XIXe, ou Mémoires de R.D.G. (Desgenettes)”, París, Didot frères, 1835-1836. (Obra reimpresa por C. Lévy en 1893). Otros médicos y cirujanos militares franceses que plasmarían en diversos escritos sus experiencias sanitarias castren
ses en las guerras de la Revolución y del Imperio y que pudieron tener alguna influencia en los médicos españoles fueron: Jean-Philibert Maret (1758-1827). Francois Fournier de Pescay (1771-1833) promotor en Francia de la gimnasia militar. Dominique-Jean Larrey (1766-1842) cirujano militar y participante como Desgenettes en la Expedición a Egipto con sus:“Relation historique et chirurgicale de l’expédition de l’armée d’Orient, en Egipte et en Syrie”, París, Demouville
et sœurs, 1803.“Mémoires de chirurgie militaire et campagnes”, París, J. Smith, 1812-1817. “Clinique chirurgicale, exerce particulièrement dans les camps et les hôpitaux militaires”, depuis 1792, jusqu’en 1829, París, Gabon, 1829-1836.
105 El Dr. Codorníu, puede ser considerado junto con Antonio Hernández Morejón (1773-1836) uno de los impulsores –si no, el consolidador– de la medicina militar española en la primera mitad del XIX. Codorníu, antes de llegar a máximo responsable del Cuerpo de Sanidad Militar, fue un verdadero “médico de campo”, pegado al terreno real de la actividad profesional del soldado español en todos los conflictos bélicos de la primera mitad del XIX. Desde los inicios de la guerra de Independencia participaría, siendo todavía estudiante de medicina, como simple soldado enrolado en la unidad de voluntarios de la Real universidad de Toledo para continuar como practicante de medicina en el ejército de operaciones en Cataluña. Al graduarse como bachiller en medicina por la universidad de Cervera y obtener la licenciatura en 1810, obtendría la plaza de médico de número militar en 1811. Participó en el sitio de Tortosa y en la defensa del Castillo de San Fernando en Figueras en donde fue hecho prisionero. Posteriormente sería el jefe médico de la famosa Expedición a ultramar concentrada en Cádiz en 1819, en la que participaba como jefe (teniente coronel) del regimiento “Asturias, 26” Rafael de Riego. Precisamente, y de una forma indirecta el dictamen y la recomendación de Codorníu a propósito de la epidemia de fiebre amarilla, que se desencadenó en la ciudad, consistente en evacuar las fuerzas expedicionarias hacia lugares altos (Sierra de Gibalbín) para desactivar el vector de transmisión del contagio, pudo indirectamente, propiciar el levantamiento liberal de Riego en Cabezas de San Juan (enero 1820), que junto con Arcos de la Frontera fueron las localidades de la sierra a las que se desplazó el ejército concentrado inicialmente en Cádiz. La actuación médico-preventiva de Codorníu, sería decisiva para preservar del contagio a los soldados de esta expedición que únicamente tuvieron 34 bajas, precisamente del contingente que no había evacuado Cádiz. Sus experiencias en este asunto estuvieron reflejadas en su obra “Historia de la Salvación del Ejército Expedicionario de Ultramar” (1820). Durante el “Trienio” forma parte como médico-jefe del ejército español en Nuevo México, permaneciendo en este país en donde colaboró en su independencia hasta poco antes de la muerte de Fernando VII, en que volvería a España siendo “depurado” (R. O. 28 de marzo de 1830) por su militancia masónica y liberal. Contribuyó al nacimiento de la prensa médica y a la creación del mutualismo médico/profesional con la creación de la pionera Sociedad Médica de Socorros Mutuos en 1935. Participó como médico con las fuerzas “cristinas” y en 1836 sería nombrado Subinspector de Medicina del Ejército del Norte a las órdenes de Espartero. A los pocos meses y por fallecimiento de Hernández Morejón ascendió a Inspector de Medicina (30 diciembre de 1836) en el mencionado ejército de operaciones. Formó parte de la Junta de Revisión de las Ordenanzas Militares y a continuación diputado y senador por Tarragona en 1841. En 1847 sería nombrado Director General de la Sanidad Militar española. A partir de este momento –y con el bagaje de una gran experiencia clínica y epidemiológica– la actividad reconstructora de la sanidad militar española que realizaría D. Manuel Codorníu solo es comparable a la que casi un siglo más tarde realizaría otro ilustre militar, el General Marvá, en el terreno de la salud laboral.
De entre sus escritos citaremos únicamente los más representativos:
“Historia de la salvación del ejército expedicionario de Ultramar de la llamada fiebre amarilla, y medios de evitar sus funestos estragos en lo sucesivo”, (1820).
-“Último resultado de todas las observaciones que hasta el presenta se han hecho sobre el cólera morbo…”, (1833).
-“Reglamento de Hospitales Militares”, (1838).
-“El tifus castrense y civil”, (1838).
-“Formulario de Medicamentos”, (1839).
-“Observaciones sobre las Enfermedades mas perniciosas que han reinado en el ejercito en el año 1844, y medios de evitarlas”, (1845).
– “Aviso preventivo contra el cólera morbo epidémico”, (1849).
-“Formulario de medicamentos para los Hospitales del Ejército”, (1850).
-“Alocución al Cuerpo de Sanidad Militar”, (1852).
-“El Cólera Morbo”, (1853).
Referencias en Anastasio Chinchilla (1846) y Francisco Guerra (1971, 1973) más documentación propia.
106 Madrid, Imprenta de M. Giménez, 1851: XXI. Esta publicación nacería en mayo de 1851 como resultado de la instrucción firmada por Codorníu el 6 de diciembre de 1850, para publicar las Memorias médicas más interesantes discutidas por los médicos militares en las sesiones clínicas obligatorias que cada mes se debían tener en cada jurisdicción militar.
107 Vinculado como luego veremos a la gavilla de médicos teórico-prácticos catalizados por Codorníu y participantes tanto en las guerras carlistas, como en Marruecos y la guerra cubana de los “Diez años” (1868-1878).
108 El término “práctico”, le utilizamos como sinónimo de una carrera médica –a lo menos inicial– realizada y desarrollada desde una manifiesta práctica sanitaria en el campo de batalla o en hospitales de campaña, sin tener por lo tanto, nada que ver con la acepción referida a cirujanos romancistas o sangradores a los que en el XVIII se conocía también como “prácticos”.
109 Que nosotros recordemos, tradujo de Tissot, “Del influjo de las pasiones del alma en las enfermedades” (Madrid, 1798) y algunos escritos del Corpus Hippocraticum como el “Tratado de aires, aguas y lugares” (Madrid, 1808).
110 Publicada en 1849, Madrid, Establecimiento Tipográfico de F. de P. Mellado.
111 Seguramente durante el período 1847-1851, que se corresponde con el conocido como “gobierno largo de Narváez” una de las cuatro etapas en que este militar ocuparía la presidencia del Consejo de Ministros.
112 Fernando Weiler y Laviña (1808-1879), fue un peculiar médico militar, alumno del Colegio de Cirugía de Barcelona. Participó en la primera Guerra carlista, con destinos posteriores en los hospitales militares de Barcelona, Granada y Palma de Mallorca. En esta plaza fue el jefe de la Sanidad militar en las Baleares y de allí se incorporaría al Ejército expedicionario en la campaña africana de 1859 como responsable de sanidad en el primer Cuerpo de Ejército. Su hijo fue el famoso y controvertido general Valeriano Weiler y Nicolau. Junto a las actividades médico/castrense, publicaría una interesante “Topografía físico-médica de las Islas Baleares” en 1854.
113 F. Weiler: “Memoria sobre la oftalmia purulenta que padecen nuestras tropas”; Biblioteca Médico-Castrense Española, Tomo I, mayo-junio, 1851, Madrid, Imprenta de M. Jiménez.
114 Berenguer, A. “Influencias que experimentan nuestros soldados…” Biblioteca Medico-Castrense Española Tomo II, Madrid, Imprenta de D. Alejandro Gómez Fuentenebro, (1851: 4-5).
115 Con respecto al armamento, piénsese que el fúsil reglamentario de la infantería española por esos años es el llamado “Modelo 1836”. Pues bien, este fusil con la bayoneta calada medía 6 pies y algo más de 8 pulgadas (más de 1,78 m.) con un peso total de 10 libras y 6 onzas (casi 5 Kg.) Teniendo en cuenta que la talla mínima –a la que no llegaba de un 20 a un 30% de los quintos– era de 1,56 metros, nos podemos hacer una idea de su incomodidad ergonómica para el soldado medio.
116 Aunque en 1845, se imprime (Madrid, Imprenta de Ignacio Boix) la traducción del “Manuel d’hygiène” de Francois Foy (1793-1867) que curiosamente –según nuestros datos– habría sido impreso en Paris ese mismo año por G.Baillière. En este libro que ha pasado bastante desapercibido en la bibliografía higienista del XIX, la profesión militar formará parte de las que Foy denomina profesiones “plenamente manuales” en las que las “potencias físicas” son las úni
cas empleadas y, donde “la fuerza corporal supera á la del alma” (1845: 339).
Al soldado de infantería le compara con el labrador, jardinero o carpintero en la medida en que su actividad profesional se realiza sobre todo de píe. De ahí, que esté sometido a varices y reumatismos.
El de caballería le asocia con el trabajo de los correos, descargadores de carbón y barcos, siendo propensos a las hernias, “infartos intestinales”, varices en los miembros abdominales, etc. (1845: 342-343).
En cuanto a los navios insiste en la utilización de ventiladores (habla del hornillo ventilador de Wutig) las bombas de achique de agua salada y las fumigaciones de ácido sulfúrico con sal y peróxido de manganeso, descartando lossahumerios con vinagre y las fogatas de pólvora. (1845: 97-98).
117 Paris, Massons et Cie, 1843. La obra se traduce como “Higiene Militar”, con el nombre del autor escrito como M. Mutel, (Madrid, Tipografía de Lucas González y Compañía, 1846).
118 Madrid, Repullés, 1846. La traducción e impresión integral de los dos tomos del Tratado de Lévy, no se realizaría hasta 1870, en el establecimiento tipográfico de Roque Labajos de Madrid.
119 La III República francesa acabaría con esta contradicción prohibiendo la sustitución y, estableciendo el servicio militar como obligación universal para todos los ciudadanos, como a su vez, como derecho universal, la escuela pública, obligatoria, gratuita y laica. En España, la figura de la sustitución iría unida a la de la “redención” en metálico, siendo ambos hechos desconocidos en el diseño militar estamental del XVIII. Las Cortes de Cádiz, instituyeron el primer modelo de redención en metálico (15.000 reales) que durante el Trienio sería suprimido y, creando a su vez, la “sustitución”. Durante el Sexenio, se suprimieron ambas figuras para restablecerse en 1875. Con la Restauración se intentaría “controlar” el régimen de sustituciones reduciéndole a los parientes más próximos (1882), pero no así la redención en metálico, que formaría parte de uno de los grandes negocios de las compañías aseguradoras y del Gobierno. No será hasta 1912, cuando se supriman relativamente estos dos mecanismos de exención, pues la redención sería sustituida por la “cuota” como procedimiento que mediante el pago de una determinada cantidad se reduciría el tiempo de servicio activo a 5 u 8 meses. Ambas figuras fueron totalmente invalidadas por el Ejército Regular de la República a partir de 1937, y por el denominado Ejército Nacional, desde 1940.
120 Condiciones por otra parte mínimas que en caso del proyecto de legislación al que nos referimos –Proyecto de ley sobre ejercicio, policía, sociedades, jurisdicción é inspección de la industria manufacturera de 1855– ni siquiera llegaría a materializarse como ley.
121 Esta Escuela se fundó en 1833, como continuación de la de Alcalá de Henares de 1803. Su origen remoto se situaría en la Academia de Matemáticas y Fortificación de Madrid en el XVI. En la actualidad y, desde 1986 se encuentra ubicada en Hoyo de Manzanares (Madrid).
122 En el apartado 9º del Reglamento de esta sección de “Zapadores jóvenes” podemos leer: “…Siendo el principal objetivo de este Establecimiento crear un plantel de donde puedan salir no solo buenos cabos y sargentos para el regimiento, sino también individuos que sean después Celadores y Conserjes ( denominación de la época que podía asimilarse a encargados o contramaestres de taller en la industria) instruidos, se les enseñará las materias siguientes… Leer y escribir correctamente, Nociones de gramática castellana, Aritmética, Ordenanzas, Contabilidad de compañía, Instrucción del recluta, Táctica de compañía, Instrucción de guías y ejercicio de guerrillas, Principios de geometría elemental, Geometría práctica, Dibujo, Construcción de materiales de sitio, Principios de fortificación de campaña…” Imprenta Nacional, Madrid, 15 de octubre de 1847.
123 Planteamiento y recomendación que en nuestro país se repetiría posteriormente no solo con los cuarteles, sino también con la escuela primaria (durante el Sexenio) y solo mucho más tarde con las fábricas.
124 Y hablar de “higiene moderna” en la segunda mitad del XIX, es hablar para bien o para mal, del higienismo “políticamente correcto” de las burguesías conservadoras europeas, triunfadoras en la primavera de 1848. Un higienismo entreverado de progresivos adelantos funcionales pero también adulterado –sobre todo en España– por un potentísimo discurso moralizante, que le convertirá al final, en una herramienta más de control social que, como es habitual entre nosotros, tampoco sería excesivamente utilizada por unos poderes públicos que, contarían siempre, con dispositivos más bastos, cómodos, y seguros.
125 Sobre la trayectoria profesional y política de Monlau, ver el trabajo de Ricardo Campos Marín en Curar y Gobernar, Madrid, Nivela, 2003.
126 Barcelona, Imprenta de Pablo Riera, 1847.
127 Efectivamente Turquía fue el único país presente en el conflicto de Crimea que no presentó ningún dato sobre las bajas sufridas por sus tropas. Las bajas francesas anotadas por Monlau, fueron de 95.615 muertos, de ellos 75.000 por diversas enfermedades principalmente el cólera y escorbuto (un 32% del contingente galo). Inglaterra, tuvo 22.182 bajas mortales, de las cuales únicamente 4.600 lo fueron por el “hierro y el fuego enemigo. Rusia se llevaría la peor parte con 630.000 muertos de los cuales solo 80.000 lo fueron por fuego directo o como consecuencia de las heridas lo que nos da por enfermedades la cifra de 550.000 soldados. Según Monlau, el Gobierno francés abrió una investigación sobre este desastre, sacando las siguientes conclusiones: Reclutas muy jóvenes; Médicos insuficientes (450 en total para 300.000 hombres); Ausencia de hospitales ambulantes; Condiciones higiénicas generales; Alimentación insuficiente; y Ausencia de autoridad de los médicos militares. (1871: II, 234).
Sobre el número de médicos del contingente francés que suponía un facultativo por cada 666 soldados, Francisco Bonafon en su Higiene militar (1849: 211) comentada anteriormente, señalaba para un contingente de 100.000 hombres la necesidad de contar con una cobertura facultativa de: 50 médicos, 50 cirujanos primeros, 75 cirujanos segundos. Que nos daría un total de 175 médico-cirujanos que proyectados sobre una fuerza de 300.000 hombres supondrían 525 facultativos (un médico/cirujano por 573 hombres) que por lo menos sobre el papel, denotaría que los cálculos de los médicos militares españoles unos años antes de Crimea, pudieron estar más cercanos que los de los franceses a las necesidades mínimas de cobertura sanitaria en campaña. De cualquier manera, como se vería en la posterior campaña africana, una cosa fueron los recursos teóricos proyectados, y otra, la realidad en el campo de batalla.
128 El primer navío de guerra acorazado sería la fragata francesa “Napoleón” botada en 1850. La Armada española botaría su primera fragata acorazada, la “Numancia” en 1863 A pesar de lo que normalmente se cree, los navíos de la escuadra del almirante Cervera, ni eran antiguos ni construidos de madera. Eran buques modernos, con estructura acorazada y aceptable armamento, pero dentro de una filosofía de combate naval –más táctico que estratégico, primando la velocidad y agilidad frente a la potencia– diferente a la de la marina norteamericana dotada de acorazados pesados con una artillería de largo alcance y potentísima.
129 Monlau se refería a Rafael Antúnez y Acevedo en su obra “Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias de las Indias occidentales” impreso en Madrid por la Imprenta de Sancha en 1797.
130 Seguramente después de la batalla naval contra la flota chileno-peruana en el puerto peruano de El Callao (1866).
131 En concreto en la Lección LXI, del Tomo III, Barcelona, Imprenta de Narciso Ramírez, 1872.
132 Como muestra, el conocido “Tratado de Medicina Preventiva y Social” de Piédrola, Pumarola y otros, Madrid, 1966, o el “Curso de Higiene del Trabajo” de Primitivo de la Quintana y Dantín Gallego, Madrid, 1944, en donde se plantean diversos aspectos higiénicos relacionados con la aeronáutica y los gases de guerra.
133 Francisco Laborde, en sus “Elementos de Higiene Privada y Pública”, Sevilla, Imprenta de Díaz y Carballo, 1894, comentaba las pésimas condiciones higiénicas de algunas prendas de cabeza del ejército español y, muy especialmente, del sombrero (tricornio) de la Guardia Civil. (1894: II, 201).
134 A propósito de las condiciones higiénicas y de salubridad de los dormitorios en los cuarteles, Alcina se descolgaría con que el dormitorio colectivo es “un semillero de inmoralidades que afeminan al soldado y le destruye sus cualidades físicas…hemos dicho anteriormente que hay que fijar la atención en los lugares excusados y nos referimos al pensar de este modo, no solo en la infección que puedan provocar, sino en el motivo que den a prácticas inmorales sino están vigilados de un modo conveniente…” Benito Alcina: “Tratado de Higiene Privada y Pública”, Tomo II, Cádiz, Librería de José Vides, Editor, 1882: 405.
135 De los cuatro parece que solamente Francisco Laborde fue médico militar, aunque no tenemos claro si ejerció como tal, antes de ser catedrático de higiene en Sevilla.
136 En 1853, a partir de la R. O. del 5 de abril, se aprobaría el Reglamento del Cuerpo de Sanidad Militar. Un reglamento meticuloso y aceptablemente moderno –salvo algunas notas pintorescas como las relativas al baño de los soldados– en el que se regulan las “salas de observación” o enfermerías de los regimientos y se establece la obligación de reuniones mensuales de los médicos regimentales “en casa del Coronel”, para informarle de todo lo concerniente al estado de salud y de policía higiénica de la tropa. Sobre este panorama “deseado” de la cobertura sanitaria/militar española hemos encontrado una información bastante meticulosa en un librito titulado “El Veterano” o Resumen de conocimientos útiles para la Administración y gobierno de los cuerpos militares, escrito por el Brigadier Diego de los Ríos, Madrid, Imprenta de M. Minuesa, 1855.
137 Antonio Población y Fernández, participó como médico militar en uno de los batallones de cazadores combatiente durante la campaña africana de 1859-1860. Su obra médico/militar aparte el libro que comentamos está integrada por los siguientes escritos: “Memoria sobre el origen y vicisitudes de la terapéutica que han usado los cirujanos españoles en las heridas por armas fuego”, Madrid, imprenta de M. Rojas, 1863. “Historia de la Medicina Militar española, (primera parte)”, San Sebastián, Establecimiento tipográfico de Antonio Baroja, 1877.“Historia orgánica de los hospitales y ambulancias militares”, Ciudad Rodrigo, imprenta y librería de Ángel Cuadrado, 1880. “De la tuberculosis pulmonar en el ejército y medios e oponerse a sus estragos”, Madrid, establecimiento tipográfico de Fernando Fé, 1888.
138 A. Población y Fernández; “Historia médica de la guerra de África”, Madrid, Imprenta de D. Manuel Álvarez, 1860: 17.
139 Op. cit. pág. 21. 140 Para un contingente de 55.000 hombres nos saldría una proporción médico/combatiente alrededor de 447, frente a los 666 del cuerpo expedicionario francés. 141 Mientras que el botiquín consistía en dos pesadas cajas de madera (una de cirugía y otra de medicina) de casi un metro de longitud transportadas en el mulo, las mochilas-botiquín, eran más funcionales y estaban confeccionadas con lona barnizada y caja de hojalata para material quirúrgico y farmacéutico, teniendo un peso aproximado de 8 libras (cerca de 4 Kg.). Ver A. Población, op. cit. págs. 33-36. 142 Op. cit. pág. 29.
143 Según Antonio Población, cada batallón llevaba en principio “un botiquín, una mochila y maletín de ambulancia, camilla Anel completa, baste, mulo, cubeta para el agua y la cubierta correspondiente, de cuero ó de lona embreada. La caballería y artillería llevaban igual material, á excepción de la mochila , sustituida con una maleta” (op. cit. pág. 33).
144 Lo que no impediría un balance de muertos y heridos considerable (3.735 y 26.270 respectivamente) para un conflicto que en la práctica duraría cinco meses escasos, dado que aunque fuese el 25 de mayo de 1860 cuando se dio oficialmente finalizada la Campaña, en el mes de marzo después de la batalla de Wad-Ras, las partidas marroquíes quedaron prácticamente inutilizadas.
145 Antonio Fernández García (1978) y Bahamonde y Toro (1978).
146 Que nos daría un índice de letalidad por el total del contingente de 4,09% y de 17,33% por el de afectados.
147 Esta cifra relativamente baja, de mortalidad bélica (entorno a un 1,7%) pudo estar motivada –aparte la maestría facultativa– por las características del armamento rifeño (las “espingardas”) con una munición poco penetrante y con un escaso uso y posesión de artillería. Piénsese que pocos años antes durante la guerra de Crimea el ejército francés (300.000 hombres) tuvo 16.000 bajas mortales por hechos de guerra, lo que nos da una proporción del 5,3% (ref. en Población, 1860: 225).
En general y, a pesar del exagerado eco periodístico y político con que se arropó la campaña, desde el punto de vista técnico militar, no debía haber supuesto un balance de muertos y heridos tan considerable por parte española, teniendo en cuenta además, que se luchó contra un oponente no excesivamente numeroso y, dotado de una tecnología bélica atrasadísima. Por ejemplo frente a la rudimentaria espingarda rifeña, la infantería española estaba dotada de un fusil reglamentario modernísimo, de fabricación belga. El denominado “modelo 1859” de ánima rayada; con un alcance superior a los 300 metros y proyectiles cilíndrico-cónicos de plomo blando con un gran poder letal.
Un ejemplo de los excesos iconográficos con que se suelen acompañar muchas veces las guerras, estaría representado por los soberbios leones presentes en la entrada del Congreso de Diputados confeccionados con los restos de algunos de los pocos y anticuados cañones de bronce con que los “moros” intentaron defender la ciudad de Tetuán a primeros de febrero de 1860, inmortalizando, una innecesaria epopeya que la burguesía del moderantismo manipularía con bastante oportunismo para acallar descontentos populares y, corrupciones políticas que, ocho años después, tendrían que desembocar en la Revolución Gloriosa
148 A estas cifras habría que añadir, 6.000 enfermos más por diversas patologías – mayoritariamente disenterías – con una resultante de 500 muertos. (op. cit. pág. 229).
149 La aportación teórico práctica del Dr. Landa a la higiene y medicina de guerra es importantísima, sobre todo desde el punto de vista logístico/hospitalario y humanitario. En el primero, se le debe la ideación de dispositivos de evacuación como su “mandil” para la evacuación de heridos y sus apuntes sobre el uso de barcos y trenes hospitales. Desde lo humanitario Landa sería uno de los promotores en España de la Cruz Roja, utilizando y gestionando sus ambulancias en la última guerra carlista en la que nuestro médico actuó como subinspector de hospitales militares.
Sus escritos médico militares más representativos son: “Memoria sobre la alimentación del soldado: necesidad de mejorarla y reglas que deben observarse para la confección de los ranchos en guarnición y en campaña”; Madrid, Imprenta de Manuel Álvarez, 1859. “La campaña de Marruecos: memorias de un médico militar”, Madrid, Imprenta de Manuel Álvarez, 1860. 2ª ed. Madrid, Carlos Bailly – Baillière, 1866 “Mandil de socorro: nuevo sistema para el levantamiento de los heridos en batalla”, Pamplona, Imprenta de Muñoz y Sabater, 1865. “Transporte de heridos y enfermos por vías férreas y navegables: Hospitales flotantes, Trenes hospitales”, Madrid, Alejandro Gómez Fuentenebro, 1866.
Traducción de la obra de Bogeler basado en la experiencia de la sanidad militar alemana durante la guerra francoprusiana, “El médico militar alemán”, Pamplona, 1872. “Estudios sobre táctica de sanidad militar del servicio sanitario en batalla”, Madrid, Imprenta de Alejandro Gómez Fuentenebro, 1880. “Estudios de táctica de sanidad militar en el sitio y defensa de las plazas”, Madrid, Est. Tipográfico de Ricardo Fé, 1887. Referencias en Luis Sanchez Granjel, Medicina e Historia nº 16 (1980).
150 Según nuestras averiguaciones, la “artola” (voz de origen vasco-navarro) consistiría en una especie de silla adosada a los francos de una caballería para transportar heridos en posición sentada. Posiblemente su primera utilización sanitaria castrense se diese, durante la primera guerra civil, por las tropas carlistas.
151 El Dr. Landa nos señala que “ni se había acopiado en Ceuta utensilio y material de hospitales, ni contratado enfermeros, ni aún designado edificios que a aquel uso pudieran destinarse (…) la calamidad del cólera encontraba muy desprevenida á la Administración de nuestro ejército. (op. cit. págs. 62-63).
152 Con algunas excepciones localizables en establecimientos mineros y en el ferrocarril, y los arropados por asociaciones mutuales, que a la altura de la mediana del XIX, no suponía más que un pequeño número concentrado casi exclusivamente en Cataluña.
153 No obstante, a lo largo del XVIII y XIX, existirían diversos modelos institucionales de cobertura asistencial/indemnizatoria en caso de invalidez que incluyeron a jefes, oficiales y tropa, ampliada por defunción a viudas e hijos. Algunos autores (ver Agustín García Laforga, 1971) se remontarían al Título XXV de la Ley II de las Siete Partidas. El mismo autor mencionaría también una Ordenanza de 1632, en tiempos de Felipe IV, por la que se concedía un seguro de jubilación a los militares –imaginamos que oficiales y jefes– de más de 60 años y 20 de servicio. Anteriormente,a finales del XVI, Cristóbal Pérez de Herrera (1556-1620) había publicado un conjunto de discursos y memoriales bajo el título “Discursos del amparo de los legítimos pobres, y reducción de los fingidos: y de la fundación y principio de los Albergues deftos Reinos, y amparo de la milicia dellos” (Madrid, por Luis Sanchez, 1598). En esta obra Pérez de Herrera que fue en su juventud protomédico de las galeras reales, incluye un capítulo conteniendo un memorial a Felipe II para el “amparo de la milicia de estos reinos”en donde al soldado que “saliere estropeado o inútil de entre los peligros en que vive, o la edad le pusiere en necesidad de no poder servir, ni sustentarse por aquel oficio, que es el camino que siguió, será socorrido con casa, cama y vestido; y si es persona que ha tenido oficio en la guerra, o hijodalgo, tendrá renta con que pasar su vida, y morir en quietud y servicio de Nuestro Señor” (Amparo de Pobres, Madrid, Espasa-Calpe, 1975: 281).
Referencias más modernas estarían contenidas en la Real Cédula de 20 de abril de 1761 y en la R.O.de 18 de septiembre de 1836. En la primera se fijaban pensiones de viudedad y orfandad para todos los componentes del Ejército, con la diferencia por supuesto, que a las viudas de los Capitanes Generales les correspondían 15.000 reales, y a las de los soldados 360. En la segunda, se establecía una paga de retiro.
Como consecuencia de la campaña africana (Ley de 8 de julio de 1860) se decretaría lo que bien puede ser considerada –a lo menos en teoría– una madrugadora norma de “seguridad social” para los Ejércitos, bajo el membrete de “ Retiros, pensiones y beneficios, a inutilizados en campaña o en actos de servicio, huérfanos y viudas”. En su Art. 10 se contemplan los empleados civiles al servicio del Ejército y en el Art. 11, a sus viudas e hijos. El cuadro de tarifas de las pensiones estipuladas iría desde los 100.000 reales anuales para los Tenientes Generales con mando en Jefe, a los 1.825 reales para el soldado raso que en el caso de que realmente se llevase a la práctica supondría para estos últimos un jornal de 5 reales diarios, que aunque escasos, les colocaría en una situación infinitamente menos penosa que la de los trabajadores de la época, invalidados para el trabajo.
154 Contenido en una valiosa –y que agradecemos– comunicación personal de Francisco Javier Martinez, con el membrete “Evolución de la sanidad militar española en las décadas centrales del siglo XIX: la configuración del modelo sanitarista” que suponemos, pertenece al conjunto de su tesis doctoral sobre la sanidad militar española.
155 El Reglamento del Cuerpo de Sanidad Militar de 5 de abril de 1853, estipulaba como dieta común hospitalaria de sargento para abajo: 20 onzas castellanas de pan (de munición);12 onzas de carnero o 16 de vaca; onza y media de garbanzos; onza y media de tocino; bajo prescripción médica un cuartillo de vino como máximo. La misma dieta común para el oficial consistía en: Una onza de chocolate con pan tostado como desayuno; 20 onzas de pan blanco; 16 onzas de carnero o 20 de vaca; 1/4 de gallina; 2 onzas de garbanzos; 2 onzas de tocino; Un cuartillo y medio de vino, sin prescripción médica. (Una onza castellana se corresponderían con 28,25 gramos y un cuartillo medio litro de vino; nota nuestra). Anotado por el brigadier Diego de los Ríos en “El Veterano”, Madrid, (1855: 60).
156 A partir de 1853, se inició un proceso de eliminación de las contratas con asentistas en la administración de la red hospitalaria militar, creándose lentamente una estructura nosocomial propia y controlada totalmente por la administración del ejército. Según datos anotados por Massons (1994: II, 247) la propia funcionalidad curativa de estos centros parece que fue bastante aceptable, sobre todo teniendo en cuenta que se corresponden con los años comprendidos entre 1868 y 1876. En los mismos de 649.751 entradas el número de fallecidos fue de 24.129, lo que nos da una tasa de mortalidad hospitalaria de un 3,68%, que presumiblemente sería muy inferior a la de un hospital civil, aun teniendo en cuenta las características de la población hospitalizada. Incluso Massons la compara con otros datos referidos a 1864 y 1877, que son años de paz en la metrópoli, y la tasa de mortalidad, por ejemplo, para 1864 fue de un 3,66% casi idéntica a la de los conflictivos 9 años anteriormente comentados.
157 Incluso algunos hospitales civiles como el General de Pamplona, subsistieron gracias a su carácter mixto y tener alquiladas parte de sus dependencias al ejército, a un precio por estancia diaria que fue desde los 2 reales a comienzos del XVIII, hasta los 8 en los in inicios del XIX. Ya en estos hospitales mixtos se notarían prestaciones diferenciadas con los exclusivamente militares, como por ejemplo en la alimentación. Según datos recogidos por Jesús Ramos Martínez en sus estudios sobre el mencionado Hospital General de Pamplona (1989: 345), la dieta común del mismo consistía en: Una libra de pan (460 gramos); 8 onzas de carnero o 4 huevos; media pinta de vino (la pinta equivalía a un litro); caldo de carne y medio cuartillo de vino para el desayuno, o un huevo en sustitución del caldo.
158 Carta no publicada hasta el Trienio constitucional y titulada: “Exposición de las verdaderas causas de la decadencia de la medicina” (1821). La información sobre la misma está sacada del estudio y comentarios del profesor López Piñero en: “M. Seoane, la introducción en España del sistema sanitario liberal”, Madrid, Mº de Sanidad y Consumo, 1984.
159 Rafael de Francisco López, en: “La salud de maestros y profesores en España: Una asignatura pendiente” Revista “La Mutua” nº5 y nº6 (2001). “Escuela, maestro y salud durante el Sexenio Democrático”, Madrid, “Revista de Educación” números 330 y 331 (2003).
160 Tanto en las Ordenanzas municipales de los Ayuntamientos de la Corona de Castilla como en las “Ordinaciones” del Reino de Aragón, se contempló la contratación –normalmente a costa del presupuesto de “Propios”– de facultativos sanitarios y maestros de primeras letras. En Aragón dichas contrataciones tomaron la denominación de “conductas”, probablemente como señalan Asunción Fernández y Luis Arcarzo (2002) heredada de los modelos italianos de concierto sanitario urbano.
Mercedes Granjel (Dynamis, Vol. 22, 2002, págs. 151-187) ha estudiado los datos resultantes del Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura” (1791) en donde para una población de 370.218 individuos –340 localidades– la cobertura sanitaria estaría realizada –según, nuestra personal explotación de datos– por 135 médicos y 206 cirujanos. La tasa bruta de cobertura médica según nuestros cálculos sería de un médico por cada 2.742 habitantes. La de cobertura quirúrgica de un cirujano por cada 1.797 personas, aunque como nos indica la profesora Granjel (2002: 163), muchos de estos cirujanos serían “romancistas”. Por otra parte, este mayor número de cirujanos –sin contar barberos y sangradores– con relación a los médicos, nos estaría recordando las difíciles condiciones laborales que apuntaría Seoane en 1821 para el ejercicio de la medicina rural y que Mercedes Granjel (2002: 162) resume en tres: Salarios miserables; Cobros difíciles y Ausencia de vecinos acomodados para realizar “igualas” o ejercer la “medicina privada”.
161 La LOS de 1855, nunca tendría su Reglamento de aplicación. En lo que se refiere al ámbito asistencial de las clases populares y sin contar el Reglamento de 1868, el único válido sería el denominado “Reglamento para la asistencia facultativa de pobres y su interpretación” promulgado durante nuestra malograda Iª República y firmado el 24 de octubre de 1873 por el Ministro de la Gobernación Eleuterio Maissonnave.
162 Este reglamento sustituiría al anteriormente mencionado de “partidos médicos” de 11 de marzo de 1868.
163 Alrededor de la década de los ochenta (en el XIX), una vez que fueron fundados los llamados Hospitales mineros de Triano a partir de 1881, los accidentados y heridos eran transportados a hombros por sus propios compañeros por caminos accidentados y en travesías que podían durar hasta dos horas. Además, algunos hospitales como el del cerro Buenos Aires, estaban situados de tal manera que para acceder al mismo se tenía que remontar una escarpada rampa con 12 escalones.
Ref. en Manuel Vitoria Ortiz: los “Hospitales mineros de Triano”, Bilbao, 1878).
164 De cualquier manera, parece que hasta bien entrado el siglo XX las condiciones higiénicas y de habitabilidad en los acuartelamientos españoles fue bastante deficitaria, aunque a partir de 1847 –y sobre todo con la “Comisión de cuarteles tipo” en 1888– con la se comenzó lentamente el diseño de edificios modelo “Belidor”creados por el ingeniero militar franco-catalán Bernard Forest de Belidor (1693-1761) heredero intelectual del gran Vauban. Este modelo, aunque por supuesto más funcional que cualquier convento desamortizado, consistía básicamente en un patio central con edificios a su alrededor como una especie de panóptico militar y, no estaban por otra parte, exentos de problemas higiénicos. Los modelos de acuartelamiento más avanzado tuvieron factura británica siendo obra del ingeniero militar inglés Douglas Strutt Galton (1822-1899) a base de edificios separados (el modelo llamado de “descentralización”), cuyo exponente en la arquitectura militar española fue el madrileño cuartel del infante Don Juan diseñado en 1918. En este lento proceso de modernización e higienización de acuartelamientos otro modelo que se adoptaría en nuestro país fue el preconizado por el ingeniero civil francés Claude Casimir Tollet (1828-1898) representado por el Regimiento de Infantería del hoy desmantelado complejo militar de Campamento en Carabanchel que data de 1886.
La bibliografía española del XIX sobre higienización y construcción de cuarteles que hemos recopilado sería por orden cronológica la siguiente:
Ramón Hernández Poggio “Higiene de los cuarteles”, Madrid, 1853. “De la construcción de los cuarteles desde el punto de vista higiénico”, (traducción de una obra de M. Meynier) Madrid, 1853. Leopoldo Scheidnagel: “Ventilación y calefacción de edificios aplicados principalmente á las construcciones militares”, Madrid, 1858. Diferentes proyectos de cocinas económicas y uno de escusados (sic): en su aplicación en los edificios militares, Madrid, 1858. “Calefacción de edificios militares”, Madrid, 1861. Francisco Pérez de los Cobos: “Algunos accesorios importantes de los cuarteles”. Madrid, 1882. Antonio Araldi: “El problema de las letrinas en los cuarteles y edificios militares”, Madrid 1883. Juan Avilés Arnau: “Edificios militares: cuarteles, Barcelona”, 1887. En 1909, publicaría su obra “Los cuarteles higiénicos”. Francisco Roldán: “Cuarteles tipos: Memoria descriptiva”, Madrid, 1892.
165 Ref. en Pilar Pérez-Fuentes Hernández: “Vivir y morir en las minas”, Bilbao, U. P. V., 1993.
166 En Mémoire présente au Congrès d’Hygiène de Paris, sur les logements collectifs, hôpitaux, casernes, etc. Clichy, Imprimerie Paul Dupont, 1878.
167 En una crónica firmada por Engels para el “Daily Times” el 17 de marzo de 1860 a propósito de la campaña de Marruecos se expresaba en los siguientes términos: “…en el ejército español, tanto las ideas como sus aplicaciones a la práctica son de un carácter muy anticuado. Con una flota de barcos de vapor y transporte de vela constantemente a la vista, esta marcha es perfectamente ridícula (Engels se refería al avance de las tropas de O’Donnell por la costa hacia Tetuán) y los hombres puestos fuera de combate durante ella por el cólera y la disentería fueron víctimas propiciatorias de los prejuicios y la incapacidad…” “La Revolución Española”, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975: 175.
168 El 24 de marzo de 1869 el Gobierno presidido por Prim moviliza con destino a Cuba una quinta especial de 25.000 hombres, seguida de una segunda quinta de 40.000 hombres en septiembre de 1872. Por otra parte las necesidades del ejército metropolitano derivadas de la sublevación carlista y cantonal elevaron la recluta doméstica de unos 35.000 hombres a 80.000 efectivos en 1873; 125.000 en 1874 y 100.000 en 1876. (referencias en Headrick, 1981).
169 Estas unidades estaban ya por esta época formadas por 2 médicos, 2 practicantes y 24 soldados camilleros. Aparte los medios sanitarios de batallón, las Brigadas de infantería (normalmente 4 batallones) contaban además con una unidad de apoyo formada por 4 médicos, 9 practicantes, 12 soldados, 12 mulos con artolas y 5 vehículos ambulancia modelo Lohner.
170 Datos anotados por Massons, 1994: II, 136.
171 Los escritos higiénico/militares que hemos podido inventariar del Dr. Hernández Poggio serían los siguientes:
“Del suicidio en el ejército”, Madrid, 1849. “Los reclutas considerados higiénicamente”, Madrid, 1851.“De la construcción de los cuarteles desde el punto de vista higiénico” (Trad. de Meynier) Madrid, 1852. “De la alimentación del soldado”, Madrid, 1852. “Higiene de los cuarteles”, Madrid, 1853. “Del vestido interior del soldado”, Madrid, 1853. “Medicina y cirugía (sic) de los campos de batalla”, Madrid, 1853. “Estudios clínicos sobre el cólera-morbo epidémico: hechos en el Hospital militar de Valencia en 1854”, Valencia, 1855. “Vade-mecum del médico militar en los reconocimientos de soldados y quintos o Examen de las principales cuestiones relativas a los defectos y enfermedades que pueden producir la inutilidad en el servicio militar y de la simulación, provocación y disimulación de aquellos” (obra traducida de M.L. Fallot), Granada, 1859.
“De la mortalidad de los ejércitos en campaña desde el punto de vista higiénico”, Madrid, 1862.
“De la aclimatación en Canarias de las tropas destinadas a Ultramar”, Madrid, 1867.
“Tratamiento de la heridas por armas de fuego según la práctica de los médicos militares españoles: seguido de ligeras nociones de higiene militar de campaña”, Madrid, 1872. “Colonia para soldados enfermos de Ultramar”, Madrid, 1875. “La guerra separatista de Cuba en el concepto de la higiene militar”, Barcelona, 1884. “Traducción de la obra de Georges Morache, Tratado de Higiene Militar”, Madrid, 1888 (Existirían diversas reediciones; nosotros conocemos una de 1897 y otra de 1910, todas de la misma casa editorial, la de Carlos Bailly-Bailliere). “Tratado de las maniobras de ambulancia y de los conocimientos militares prácticos para uso de los médicos del ejército activo, de la reserva y territorial” (Trad. de A. Robert), Madrid, 1891.
172 Como nota curiosa, entre los diferentes productos que Poggio recomendaba para combatir el tétanos estaba el tabaco (op. cit. pág. 105).
173 De éstas, 5 en el propio campo de batalla y 38 en hospitales (op. cit. pág. 256).
174 En este caso calculamos sobre un total de efectivos de 45.188 hombres sensiblemente más bajo que el aportado por Población que contemplaba un contingente alrededor de los 55.000 individuos.
175 “La guerra separatista de Cuba…” Barcelona, Revista Científico-Militar, 1884: págs. 40-41.
176 Op. cit. pág. 74.
177 En 1866, otro sanitario militar Gregorio Andrés y Espala, primer médico del Hospital Militar de la Habana, había insistido en la necesidad de adecuar la alimentación en cantidad y calidad, a la climatología caribeña. En su exposición incluye además numerosas anotaciones comparativas sobre el panorama alimenticio de otros ejércitos extranjeros, en los que la ración de carne fresca, a diferencia del español, vendría teniendo una cierta presencia y, en donde destacaría el de la Unión –durante la guerra de Secesión– con nada menos que una libra de carne diaria, frente al francés, con 125 gramos. (1866: 12). Abogaría porque el Estado incluyese junto al coste del pan de munición también el de la carne, en una cantidad que fija en media libra. Además recomienda para Cuba un régimen alimentario variado que tenga en cuenta los primeros años de estancia en la isla a modo de aclimatación para ser luego modificado a partir de los dos años. En la primera fase propone cantidades discretas de carne (4 onzas) con mucha fruta del país y una libra de legumbres. Defiende el uso del café para este tipo de climas junto con el pan fresco de harina de trigo, mientras que se pronuncia en contra de la habitual galleta por sus negativas propiedades bromatológicas en un ambiente tan húmedo y cálido como el del Caribe.
178 La dieta oficial para el Ejército de Oriente en la isla fue fijada por la Orden General de Capitanía de 30 de octubre de 1868, consistiendo en: 400 g de galleta (menos de una libra), 100 g de tocino, 200 g de arroz, 0,008 g de sal, 0,010 g de café, 0,020 g deazúcar, 0,050 l. de aguardiente (Poggio, op. cit. pág.113).
179 “…no se explica como la abnegación y caridad de estas enfermeras no les llevó a los puntos donde más se necesitaban sus socorros humanitarios…” (op. cit. pág. 150).
180 Los fallecimientos debidos a la fiebre amarilla fueron 822 correspondiendo a una tasa del 36,5%. (Ref en “La guerra separatista de Cuba”, 1884: 157).
181 Poggio, op. cit. págs. 154-157.
182 Trad. de la 2ª ed. Francesa de 1886, Madrid, Imprenta y Litografía de Carlos Bailly-Bailliere.
183 La producción higiénico/militar de Georges Auguste Morache (1837-1906) es considerable pudiéndose anotar los siguientes escritos: “Considérations sur l’alimentation du soldat” (1870). “Souvenirs d’un chirurgien d’ambulance” (traducción) 1872. “Les Trains sanitaires, étude sur l’emploi des chemins de fer pour l’évacuation des blessés et malades en arrière des armées”. 1772. “Considérations sur le recrutement de l’armé et sur l’aptitude militaire dans la population française”, 1873.“Études hygiéniques sur le vêtement et l’équipement du soldat”, 1874. “Traité d’hygiène militaire”, 1874, (2ª ed. 1886). Aparte la 1ª ed. española de 1888, fue una obra que presentaría numerosas reediciones y tiradas hasta comienzos del XX. Nosotros tenemos anotada una 3ª tirada de 1897 y otra, la 7ª, de 1910.
184 Dentro de este amplio campo de la adecuación del vestido, armas, accesorios, prendas y utensilios a la actividad militar que nosotros la venimos considerando como una “ergonomía” del soldado, Morache contemplaría también los colores del uniforme a partir de una serie de estudios realizados por esos años por dos sugestivos personajes. Un cazador de nombre Gerard y un maestro armero llamado Devisme que a partir de pruebas empíricas elaborarían una tabla de visibilidad en la que las prendas de color gris y pardo serían las menos visibles en campaña. (op. cit. pág. 455).
185 Dentro de las curiosidades y, con relación al uso del tabaco Morache se pronunciaría en los siguientes términos: “…Es mejor no fumar, pero una vez adquirida esta costumbre por un individuo, tal vez haya inconvenientes en obligarle á dejar dicho hábito Para el soldado fumador en particular la privación del tabaco en el curso de una campaña sería realmente desastroso, porque influiría mucho en su moral; la tristeza y el aburrimiento son las causas directas de la enfermedad, lo que no debe olvidarse…” (op. cit. pág. 827).
186 No obstante en la “Higiene militar” de Ramón Alba publicada en 1885, hemos encontrado algunas referencias a las condiciones higiénicas de los obreros de los oficios necesarios para el ejército.
187 Hubo una 2ª ed. Impresa en Manila, Imp. y Lit. de M. Pérez, Hijo, 1892.
188 “Higiene militar”, Madrid, Imprenta de Miguel Ginesta, 1885. 2ª Ed. Toledo, Imp. Lib. y Encuadernación de Mena Hermanos, 1889. 3ª Ed. Madrid, Imp. del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, 1906.
189 Como novedad documental –siempre bienvenida– nos incluye los cubicajes de los dormitorios en algunos cuarteles madrileños de la década de los 80: Cuartel de la Montaña, de 21 a 25 m3, Cuartel de San Gil, de 17 a 19 m3, Cuartel de San Francisco de 8 a 24 m3, Cuartel de los Docks de 12 a 24 m3. (Op. cit. págs. 45-46).
190 El Dr. Ovilo del que no tenemos excesivas referencias realizaría la mayor parte de su carrera de médico en Marruecos, particularmente en Tánger. Tenemos anotada otro escrito de carácter higiénico-militar titulado “Precauciones que podrían adoptarse en el ejército en caso de una invasión de cólera” Madrid, Imprenta de Alejandro Gómez, 1883. De cualquier manera, es un personaje interesantísimo que, incluso sospechamos, probablemente se le podría considerar como otra olvidada figura más, en la historia nunca intentada, de la psicología social española. Escribiría un estudio sociológico sobre la mujer marroquí en 1885 y otro sobre la sociedad marroquí en 1888.
191 “La decadencia del Ejército; Estudio de Higiene militar”, Imprenta y Litografía del Hospicio, 1899.
192 Desglose por patologías de estas bajas por “inutilidad”: Hernias, 729, Tuberculosis, 699, Flegmasías respiratorias, 509, Lesiones cardiacas, 293 (op. cit. pág. 15).
193 Referidos siempre a la metrópoli y por lo tanto sin contemplar la morbimortalidad en las Antillas o Filipinas.
194 Como vemos por los datos ofrecidos por nuestro autor durante el primer año del conflicto (1895) las bajas por enfermedad no fueron excesivas. Arsenio Martínez Campos, militar experimentado y prudente que, a juicio de Ovilo estuvo siempre “verdaderamente obsesionado por la alimentación e higiene de las tropas” contó con un contingente no muy numeroso –cerca de 12.000 hombres– pero formado por soldados veteranos perfectamente aclimatados. Posteriormente se aumenta el número de efectivos a cerca de 80.000 hombres con soldados enviados desde la Península y, ya con un elevado porcentaje de reclutas “muy jóvenes y con poca instrucción militar”. La evolución de la campaña con la penetración de las partidas independentistas en las tierras occidentales de la Isla activaría las operaciones militares ocasionando una gran acumulación de fatiga que se reforzaría con la nueva dinámica bélica diseñada por Weyler y la incorporación de cerca de 45.000 nuevos efectivos compuestos en su mayoría por reclutas jóvenes que se tuvieron que mover en un escenario material y logístico pensado como mucho para 30.000 efectivos. Aunque en las estadísticas oficiales aparecería el “vómito negro” como la principal causa de los fallecimientos –alrededor del 50%– posiblemente no fuese más que la consecuencia de la insuficiente alimentación y, de la fatiga física y psicológica a la que estuvo sometida la tropa. Todo ello, además propiciado y reforzado hasta el infinito por una ausencia de recursos hospitalarios y de ambulancias, impensable en un ejército que se tuvo como moderno y, en el que la única modernidad pudo ser la incorporación del fusil Máuser en el último año de la campaña.
195 Tomados por el Dr. Ovilo Canales de un estudio realizado por los médicos franceses Burot y Legrand y anotados en las págs. 30 y 31 de la obra que comentamos. La obra de referencia a la que se refiere Ovilo, era “Les troupes coloniales. Statistique de la mortalité” compuesta por tres volúmenes y dictada en Paris por J-B Baillière, entre 1897 y 1898. El nombre completo de sus autores era Ferdinand Burot y Albert-Maximilien Legrand. Burot fue uno de los más renombrados expertos franceses en Higiene naval y colonial de finales del XIX, escribiendo entre otras obras:
“Maladies des marins et épidémies nautiques, moyen de les prévenir et de les combattre”. 1896.
“Hygiène Sociale”. 1897. “La maison du marin”, 1897. “Les Navires-hôpitaux dans les expéditions coloniales”, 1897.
196 Nuestro autor considerará esta última cifra manejada por los mencionados médicos franceses como exagerada, mientras que admite perfectamente las dos primeras. Las estimaciones de Ovilo para el total de fallecidos durante estos dos años serían de 30.000 y para toda la guerra de unos 100.000 contando los fallecidos por enfermedades y desatención higiénico-sanitaria durante el regreso. La primera campaña conocida como guerra de los 10 años pudo ofrecer un número de bajas mortales de alrededor de 120.000 hombres. Si sumamos los fallecidos en la denominada “Guerra chiquita” (1879) y los fallecidos en el tornaviaje a la península o, como resultado de las secuelas de las enfermedades contraídas, la independencia cubana pudo suponer en total, la pérdida de casi un cuarto de millón de soldados. La mayoría, jóvenes entre los 19 y 23 años, en una población que rondaba únicamente los 17 millones de habitantes. Para algunas de estas estimaciones Don Felipe Ovilo nos indica que sigue los criterios del Dr. Larra. –Suponemos que se refiere al Dr. Ángel de Larra y Cerezo que publicó diversos escritos sobre la contienda en la que participaría como Director del Hospital militar Alfonso XIII de la Habana. Algunos de estos escritos fueron sus “Datos para la historia de la campaña sanitaria de la guerra de Cuba”, Madrid, Imprenta de Ricardo Rojas, 1901 y, “La salud del soldado español” Madrid, Administración de la Higiene práctica, 1906– con el que se manifiesta en general de acuerdo.
De cualquier manera la cuestión de las cifras de mortalidad en la última guerra de Cuba, como de los datos generales de morbimortalidad de las tres campañas constituye aún una asignatura pendiente. El historiador cubano Manuel Moreno Fraginals (1993) utilizó como enfoque metodológico los registros de las compañías navieras que monopolizaron el transporte de soldados y su tornaviaje a la península. Primero la compañía fundacional de Antonio López López –enriquecido inicialmente con el tráfico de esclavos– y posteriormente la Trasatlántica propiedad del mismo personaje con el ya, flamante título de Marqués de Comillas. Según los registros de la Trasatlántica, entre 1895 y 1898, el total de militares transportados hacia Cuba ascendería a 220.285 hombres. Añadiendo a ésta cifra los de las expediciones realizadas desde 1886 más los efectivos fijos, Fraginals contabiliza 345.968 soldados y oficiales. Si en la documentación de tornaviaje tenemos 146.683, resultaría en principio un colectivo de 199.285 hombres a repartir entre muertos, enfermos o heridos asistidos en hospitales cubanos, algún preso y, sobre todo, desertores integrados de una u otra forma en la sociedad cubana. Las estimaciones de Fraginals –coincidiendo con un informe del general Martínez Campos– con respecto a la Guerra de los Diez Años, ahora sin contar con datos de referencia por no existir registro documental de la naviera de Antonio López, son unos 200.000 soldados de los cuales, regresarían alrededor de 100.000. (Referencias –con algún apunte nuestro– en Manuel Moreno Fraginals y José Moreno Masó, “Guerra, migración y muerte. El ejército español en Cuba como vía migratoria”, Barcelona, Ed. Júcar, 1993).
197 Un soldado que con la excepción de los voluntarios –algunos provenientes de las propias milicias cubanas proespañolas– fueron mayoritariamente jóvenes que no pudieron abonar las 2.000 pesetas que costaba la redención. Soldados de los sectores más humildes y empobrecidos del proletariado urbano y rural más, empleados y menestrales sin recursos. No es necesario abundar en este aspecto que ha sido estudiado y comentado por numerosos historiadores (Clara E. Lida, 1972; Nuria Sales, 1974; Elena H. Sandoica, 1978; Antonio Elorza, 1998). Solamente apuntar que pocas guerras como la cubana, supusieron para el Estado y, determinados sectores dirigentes, un negocio “tan añadido”, como el sustentado por los beneficios obtenidos por este obsceno recurso recaudatorio que supondría la redención en metálico.
198 Y por los datos que tenemos, muchas veces contando con el desinterés de determinados sectores dirigentes de la administración político/militar y, por lo tanto, alimentada y sustentada fundamentalmente por el sacrificado esfuerzo de infinidad de médicos y sanitarios militares.
199 Tan precaria, que supuso el que los médicos navales ocuparan –como nos indica Clavijo, 1925– el último lugar en el escalafón para poder ocupar la cámara de oficiales en los navíos de la Armada.
200 Salvo los comentarios de Monlau en sus ediciones de Higiene Pública desde 1847.
201 Reflexiones sobre la higiene naval, Madrid, Imprenta de la Compañía de Impresores y Libreros del Reino a cargo de F. Sánchez, 1853. 202 Órdenes de 17 de marzo y de 10 de mayo de 1859, en las que se regula el transporte de enfermos de las colonias a la Península en las que se regulan y exigen determinadas condiciones higiénicas en los buques. 203 Este tipo de barco seguiría teniendo estructura de madera con la diferencia de ir revestido con planchas de hierro. La mítica fragata Numancia construida en los astilleros de Tolón y botada en 1863, llevaba un blindaje de 13 cm. de espesor que aunque supusiera una potentísima protección –puesta a prueba satisfactoriamente en la batalla del Callao (1866)– introducía nuevos riesgos higiénicos al elevar considerablemente la temperatura y el grado de humedad bajo cubierta. 204 Por ejemplo y, como muestra por orden cronológico: Cesáreo Fernández Duro: “La mar descrita por los mareados” (Vol III de sus Disquisiciones náuticas) 1877. Juan Espada: “Relaciones entre la higiene y la navegación”, 1877. Joaquín Abella: “Higiene naval”, 1877. Rogelio Moreno Rey: “Diagnóstico diferencial de las afecciones nerviosas”, 1877. Mariano González: “Condiciones de alojamiento de nuestros buques de guerra”, 1879. Enrique Ruiz Sanromán: “Historia, importancia y desarrollo de la higiene naval”, 1879. Luis Iglesias: “Sobre las diversas temperaturas que se observan en los buques a consecuencia de las máquinas de vapor”, 1879. Vicente Cabello y Bruller (creador de la estadística sanitaria naval) “Mortalidad en los Hospitales de la Marina de España”, Madrid, Centro de Estadísticas de la Armada, 1882. Francisco García Díaz: “La Psicofísica y sus hombres”, 1884. Joaquín Mascaró: “De las medidas precautorias que debieran tomarse en la isla de Cuba para disminuir la mortalidad que hoy presentan sus ejércitos de mar y tierra”, 1885.Juan Álvaro Cañizares: “Influencia de la vida del mar en los individuos de profesión agrícola”, 1889. Pedro Muñoz Bayardo: “Ligeros estudios sobre la cocaína”, 1890 Eladio López García: “Higiene del traje del hombre militar de mar”, 1892 Pío Brezosa: “La neurastenia como complicación en los traumatismos de guerra”, 1898. 205 José de Erostarbe y Brucet (1830-1916) fue el fundador de la primera publicación periódica institucional española dedicada a la higiene y sanidad naval en 1878; el Boletín de medicina naval impreso en San Fernando, cumpliría un papel cercano al representado por la Biblioteca médico-militar de Codorníu en 1851, como fermento renovador y contenedor de innumerables artículos e informaciones sobre los últimos avances en higiene y medicina naval. La obra de Erostarbe se encuentra repartida en diversas colaboraciones contenidas en publicaciones de la época que aparte el citado Boletín incluirían el “Siglo Médico” y la “Crónica naval de España”. De entre ellas tendríamos un interesante Estudio sobre la higiene en los buques “blindados” de nuevo casco e Higiene de las profesiones militar y naval, ambos de 1879.
206 De Manuel María Corrochano y Casanova, sabemos que prologó la traducción al castellano del Tratado de higiene naval de Fonssagrives en 1886 (la 1ª ed. original de esta obra sería de 1856). De entre sus escritos tenemos anotadas los siguientes: “Higiene del hombre de mar”, 1877. “Apuntes bromoquímicos ó sea Guía del profesor de sanidad militar y de la armada en los reconocimientos de víveres”, Madrid, 1878. “Ración de Armada y su composición”, 1886.
207 Este esfuerzo de renovación quedaría reflejado en el número de escritos sobre higiene y medicina naval que se publicarían durante estos años. Nosotros hemos calculado a partir de un inventario elaborado por Clavijo (1925) nada menos que 580, en los años que van de 1881 hasta 1894.
208 El Dr. Ángel Fernández-Caro y Nouvilas, compaginó durante toda su vida profesional las actividades navales con las del higienismo público o civil, siendo un significativo miembro de la Sociedad Española de Higiene y participando como delegado en el VI Congreso Internacional de Higiene y Demografía (Viena, 1888).
Su interés por la higiene industrial quedaría patente en un documentado prólogo que redactó para la obra de Nemesio Fernández-Cuesta y Porta en 1909, titulado “La vida del obrero en España desde el punto de vista higiénico”
209 Modelo de reclutamiento instaurado por Felipe III en 1606, con jóvenes del litoral pertenecientes a los oficios del mar y que de alguna manera era requisito previo para ejercer posteriormente en los mismos, como una especie de filtro gremial. Sería abolida por un Decreto del Gobierno de la I República del 22 de marzo de 1873.
210 A. Fernández-Caro Nouvilas, “Elementos de Higiene Naval”, Madrid, Imprenta, Estereotipia y Galvanoplastia de Aribau y Cª, 1879: 26.
211 El albayalde, nombre de origen árabe. No era otra cosa que el carbonato básico de plomo (CO3-2 OH2 Pb2), conocido en la literatura higienista del XX como “cerusa”; siendo uno de los primeros productos tóxicos prohibidos por la legislación laboral española (Real Decreto de 19-2-1926).
212 Op. cit. pág. 372.
213 Parece que la Armada británica las tenía desde 1838.
214 El criterio de Fernández-Caro como el de infinidad de médicos del ejército y la marina estará lleno de un sentido común nacido de una permanente y dura experiencia clínica que seguramente les enseñó a separar el grano de la paja. Por ejemplo, en el manido asunto del tabaco –hoy tan fundamentalistamente puesto otra vez de actualidad– comentaría juiciosa-mente:
“…Para el marinero es de tanta necesidad, y no dudamos en emplear esta palabra, que su privación sería una verdadera desgracia…” (op. cit. pág. 446).
215 Práctica que parece fue abolida por el Gobierno resultante de la Revolución Gloriosa, el 7 de julio de 1869.
216 En sus comienzos –alrededor de 1874– como médico consiguió con el nº 1 de su promoción, plaza en el Cuerpo de Sanidad de la Armada.
217 Ángel Pulido: “La Sanidad Militar: Su importancia en la salud del ejército y en la salud pública”, Madrid, Imprenta del Patronato de Huérfanos de Administración Militar, 1909: 53.
218 Sobre este aspecto, al hilo de la promulgación de la Ley Dato en 1900, el primer médico de la Armada Don Agustín Machorro, publicaría en 1906 un interesantísimo artículo en la Revista general de Marina relacionando una serie de patologías del oficio de marino –entre ellas las hernias– con el alcance de la cita ley, ofreciendo además un cuadro bastante completo de riesgos profesionales del marinero.
Debemos y agradecemos esta información a D. Manuel Maestro
219 Por ejemplo, uno de los últimos accidentes en los que perdieron la vida nuestros soldados al volver de su misión en el extranjero hace pocos años, nosotros lo entendemos como resultado y como muestra –aún y todavía– de una arraigada y penosa cultura militar española de los riesgos profesionales del soldado, más allá o más acá del riesgo puramente bélico o funcional. Posiblemente la cuestión pase por buscar responsables. Pero ese no es el problema ni supone, el nudo de la cuestión. Quizá hubiese ocurrido lo mismo con otro equipo político/administrativo. Las claves del asunto habrá que situarlas en el lugar lateral que, las estrategias de prevención de las actividades profesionales, las que sean, las del soldado, las del marino, las del guardia civil, del policía o de los agentes del CNI, ocupan en el diseño logístico, táctico y global de cualquier actividad de seguridad y/o defensa. Y a eso, a pesar de los grandes avances conseguidos, puede que, todavía, no hayamos sabido llegar o completar.
Para rematar esta nota final, un apunte, relacionado con los hombres y mujeres que forman parte de las agencias estatales de policía centrado en los riesgos y quebrantos emocionales de tipo psicosocial, a los que, en nuestra opinión, puede que no se les esté otorgando la suficiente atención.