LOS ORÍGENES DE LA PREVENCIÓN DE RIESGOS LABORALES EN ESPAÑA Y EL COMIENZO DEL INTERVENCIONISMO DEL ESTADO HASTA 1939

LOS ORÍGENES DE LA PREVENCIÓN DE RIESGOS LABORALES EN ESPAÑA Y EL COMIENZO DEL INTERVENCIONISMO DEL ESTADO HASTA 1939

LOS ORÍGENES DE LA PREVENCIÓN DE RIESGOS LABORALES EN ESPAÑA Y EL COMIENZO DEL INTERVENCIONISMO DEL ESTADO HASTA 1939

Rafael de Francisco López (Artículo contenido en Historia de la Prevención de Riesgos laborales en España, Madrid, Fundación Largo Caballero, 2007)

Algunas consideraciones históricas con un toque arqueológico

Prevenir riesgos y contingencias en general supone, como condición previa ineludible, percibir dichos riesgos. Y las percepciones no son únicamente operaciones cognitivas primarias relacionadas con los sentidos, sino que, sobre todo, se construyen psicosocialmente y se modulan al hilo de la cultura, la sociedad y la economía por no añadir además, los intereses políticos.

Probablemente uno de los rasgos culturales más potentes en la evolución de los homínidos y de la superioridad del género sapiens pudo residir en su capacidad para superar los mecanismos defensivo-preventivos primarios asentados sobre la amígdala y construir dispositivos culturales de afrontamiento de las contingencias elaborados socialmente. El salto de la naturaleza a la cultura iría mucho más allá de la evolución de lo «crudo a la cocido» que señalara Lévi-Strauss1, abarcando, además, el salto de los mecanismos endocrinos elementales de defensa a los construidos psicosocialmente como grupo humano.

Por otra parte, los lenguajes sobre el riesgo o los acotamientos y enmaquetaciones institucionales sobre lo que es, o no es, riesgo, han formado parte de metalenguajes expertos que, aunque en vecindad con las hablas elementales de las gentes sobre las contingencias cotidianas supieron manejarlas y organizarlas como ideología que, no obstante, contribuyó, aparte los intereses de poder, a la conservación y productividad de los grupos sociales.

Así, no será de extrañar que, en las sociedades antiguas, fuesen los magos y sacerdotes los depositarios de los lenguajes y de las estrategias de control del riesgo. Estrategias además que se incrustaban en toda una cosmovisión del mundo que servía de armazón social y de guía política y moral. Los tan mencionados códigos higiénicos o comportamentales, babilónicos, hindúes o hebreos, no los podremos nunca desvincular de la propia arquitectura política y moral o ética de esas sociedades. En el fondo, toda cultura sobre el riesgo lleva agarrada a la misma una determinada apuesta moral que supone siempre una elección y un modo sancionado y sancionable de comportamiento individual y colectivo.

En lo que se refiere al riesgo como enfermedad, el traspaso del control mágico sacerdotal al laico o precientífico, todos sabemos que en nuestro entorno mediterráneo se realizó a partir—entre otras— de la escuela de los Asclepíades hipocráticos alrededor de los siglos V y IV ane., y aunque, sus estrategias preventivas sobre la enfermedad reposaron casi exclusivamente sobre la «dietética» supuso, como nos recordara el profesor Laín Entralgo: «la secularización de la dietética ritual de los pitagóricos» elaborando una mirada laica y racional sobre los cuerpos de las gentes2. El problema estuvo en que este nuevo modelo de acercamiento a la prevención de la enfermedad se atascaría irremediablemente al toparse con una radical segmentación social integrada por esclavos y ciudadanos libres. Mal podía funcionar como dispositivo preventivo «un régimen de vida racional»3 en colectivos humanos acuciados por la necesidad; comiendo y bebiendo «lo que la suerte les permite» de manera tal que, a pesar de la posible bonhomía de los médicos hipocráticos, la dietética como emblema de operativas preventivas iba a ser solamente cosa de ciudadanos libres con «suficientes medios de fortuna”4.

Lo que nos gustaría subrayar, a propósito de la historia o la construcción de estrategias y dispositivos preventivos ante enfermedades y riesgos, es la constatación de su potente relación con la organización de la sociedad y los estatus que el cuerpo de las gentes ocupa en la misma.

En la sociedad griega de la época clásica, aunque se valorase el cuerpo, existió una lectura estética, social y médica diferenciada según se fuese hombre libre, mujer o esclavo. Mientras que el cuerpo del varón libre constituyó una metáfora del poder de la ciudad, un cuerpo a proteger y fortalecer en la palestra o en el gimnasio, los cuerpos del esclavo y de la mujer funcionaron como cuerpos fríos y opacos a la mirada del Ágora; como cuerpos ocultos y únicamente funcionales para las necesidades domésticas del trabajo o la procreación. Cuerpos, en suma, alejados de la gloria de la ciudad5.

Esta diferenciación sociomédica del cuerpo e incluso de su valor económico se remontaría mucho más atrás en la historia de las sociedades humanas. En el famoso Código de Hammuraby (2000 ane) entre sus 282 artículos hay varios (215, 216 y 217) que hacen referencia a los estipendios de los médicos-cirujanos según se trate del estatus social del paciente. Si el médico salvaba el ojo de un ciudadano libre cobraba 10 siclos de plata; si de un liberto, 5, y si de un esclavo, solamente 2 siclos6. Posteriormente en la codificación judicial romana de la época republicana (Código del Censor Decenvinos del siglo V, ane) se castigaba con multa de 300 ases a quien rompiese un hueso a un hombre libre y, con 150 si era esclavo7.

Por otra parte, y aunque en la sociedad antigua se fuesen desarrollando políticas de higiene pública, que, en la sociedad romana serían considerables, la prevención de la enfermedad como tarea médica, constituyó una práctica individualizada y costeada dinerariamente por las gentes de los estatus privilegiados. La medicina y la higiene pública solamente se darían en los escenarios productivos para el poder y la gloria del Estado. Por ejemplo, los denominados «arquiatras» o médicos municipales, de origen griego, se reestablecieron en las ciudades romanas obedeciendo sobre todo a las necesidades de salud pública derivadas de la sobrecarga poblacional y de sus peligros para los ciudadanos libres y las clases dirigentes. Cuando el Imperio necesitó potenciar su aparato militar y expedicionario en la época de Augusto, no le quedó otra opción que atender a la salud de sus tropas desarrollando un ambicioso y pionero programa de higiene y medicina militar tanto para las legiones como para la marina (medici legiones y duplicari) con la utilización de los primeros hospitales de campaña, los valetudinarium legionarios8. Cuando la cobertura preventiva y terapéutica se extendió a colectivos civiles, siempre se limitó a corporaciones relacionadas con los intereses políticos del Imperio; así, parece que existieron médicos e higienistas (gimnastas y pedotribas) en teatros, circos y escuelas de gladiadores9.

En relación con la existencia de medidas o actividades higiénicas preventivas en la sociedad hispano romana, únicamente existen escasas referencias en la Naturalis Historiae de Plinio el Viejo o en la obra de Estrabón o Pedacio Dioscórides en las tareas mineras, la manipulación del esparto o la siega.

Dioscórides comentaría cómo los trabajadores que manejan el minio (óxido de plomo) y los propios mineros estarían expuestos «a un vapor tan maligno que ahoga. Por donde los que viven donde se coge, se cubren las caras con ciertas vejigas para mirar por ellas, sin atraer el aire dañoso»10.

Plinio señala las medidas de protección utilizadas por los recolectores del esparto utilizando a modo de EPI una especie de fundas o envoltorios de cuero para proteger manos y piernas, de la misma manera que recomendaba una especie de guante de madera, la «zoqueta», para prevenir los cortes en la mano que manejaba la hoz, durante la siega11.

Nuestra opinión es que la totalidad de estas contadísimas medidas de prevención/protección en los escenarios del trabajo durante la antigüedad respondieron exclusivamente a la propia cultura del trabajo, como elaboración colectiva de los propios obreros sin tener mucho que ver con la creación de una cultura preventiva desarrollada institucionalmente por los patronos o por el Estado, salvo en contadas ocasiones y circunstancias.

En nuestro trabajo sobre la salud laboral agrícola en la sociedad romana, vimos la casi nula preocupación de los tratadistas agrícolas más relevantes por estas medidas preventivas y, cómo sus inquietudes, se concretaban principalmente en la salud de los animales y en el buen orden, disciplina y rendimiento de la explotación haciendo trabajar en muchas ocasiones a los jornaleros-esclavos sin quitarles las cadenas de las piernas12.

Aunque no estamos en disposición de manejar la documentación necesaria sobre las condiciones de trabajo en la Hispania romana, parece que en el ámbito laboral del que se posee una mayor información es del sector de la minería. Y, éste, no es ni mucho menos homogéneo dependiendo sobre todo de la época histórica y del dimensionamiento y papel protagonizado por los trabajadores esclavos en las minas.

Habría existido una primera etapa de extremada dureza perfectamente documentada en los escritos de Diodoro Siculo13 en donde relata cómo se trabajaba encadenado, en extenuantes jornadas diurnas y nocturnas, incluso estando enfermo; refiriéndose, en especial, a las penosas condiciones laborales en la minería de la plata andaluza haciendo algunas referencias concretas como, por ejemplo, sobre la mina La Loba, en las cercanías de Fuente Obejuna14.

Si la vida promedio laboral máxima de un minero en la época griega era de 8 años, durante el Alto Imperio hispánico subiría sólo hasta los 12, en un panorama general de vida media para los mineros del sur peninsular no superior a los 3o años15. Estas cifras serían coherentes con las manifestadas en las excavaciones del profesor Boxarías (2002:21) en la Tarragona romana que marca una esperanza de vida para la población urbana de 33 años, que, por otra parte, nos indicaría que el panorama de las clases populares en las ciudades no era mucho mejor que en la minería16.

No obstante, la situación en el trabajo minero de la Hispania romana iría suavizándose a medida que descendía el número de esclavos v su adquisición v precio les daba la consideración de mercancía valiosa y escasa. En estas condiciones no sería de extrañar que en algunas grandes explotaciones mineras pudieran existir arquiatras que actuasen como médicos de empresa o del trabajo en la línea recomendada algunos siglos más tarde en la Geopónica de Casiano Baso (siglo v) para las explotaciones agrarias. De cualquier manera, a partir del siglo II da la impresión que el régimen del trabajo minero en Hispania experimenta una cierta moderación en la que, sin duda, debieron influir una serie de disposiciones conocidas como Código de Vipasca que bien podría ser entendido como el primer documento hispano-romano de carácter preventivo sobre el trabajo17.

La cuestión está en que siempre, fueron las condiciones socioeconómicas las que marcarían la oportunidad para la creación o formulación de disposiciones tocantes a la protección o prevención de riesgos y enfermedades de los trabajadores. Dentro de esta estrategia se llegaría, como nos recuerda José García Romero18, a edificar un teatro de 5.000 plazas para esparcimiento de los trabajadores esclavos en una ciudad minera de Ática llamada Thoricos, con la finalidad de suavizar o distraer su descontento ante las duras condiciones de trabajo inaugurando de alguna manera, el manejo psicosocial de la vida laboral.

Precisamente, la información posterior que poseemos a propósito de disposiciones preventivas en el mundo comercial o de los oficios seguirá presentando el mismo carácter. Así, en los reinos peninsulares de la Baja Edad Media, las primeras disposiciones cercanas a lo preventivo surgirán en los momentos en que se entrecruzan necesidades y ambiciones de tipo económico y político, de tal manera, que la vida y la salud de los trabajadores sea algo que merezca ser protegido y atendido para el buen éxito empresarial. En esta línea se situaron diversas ordenanzas y mandatos de los monarcas de la Corona de Aragón relacionados con las expediciones navales de carácter militar o comercial por el Mediterráneo como se atestigua en los documentos contenidos en el Libro del Consulado del Mar19 en donde entre otras prescripciones, a los patrones de los barcos se les obligaba a proveer de carne a los marineros por lo menos tres veces a la semana, más raciones de vino todos los días por la mañana y por la tarde. En 1359, una disposición de Pedro IV de Aragón obligaba, en los navíos de guerra, a la presencia de médico y barbero por cada una de las galeras20.

De todas formas, la Edad Media cristiana constituiría una época contradictoria en lo que respecta a las miradas sobre el cuerpo de las gentes y, particularmente, sobre los estamentos del común. Por una parte, estaba la potente lectura defensiva ante la «carne» heredada del discurso originario de San Pablo y de parte de la patrística oriental. Junto a ella, la consideración del cuerpo humano como tabernáculo del alma más la presencia de un diseño económico-vital centrado en la salvación por intermediación de las virtudes teologales, de entre las que la caridad comenzaría muy pronto a erigirse en un potentísimo dispositivo de acción social —probablemente el único— durante los siglos más duros de la Alta Edad Media. Desde esta economía de la salvación y la caridad, se despreció el cuerpo y la salud de los hombres y, al mismo tiempo, se hizo recaer e inscribir sobre él la posibilidad de la salvación y la vida eterna.

La lectura políticamente correcta instaurada en el alto medievo sobre el cuerpo y la enfermedad no fue otra que la del Cristo llagado sufriente del Nuevo Testamento. Sin embargo, lo que a nosotros nos gusta denominar la «revolución monástica» supuso un significativo cambio de tendencia, que no sólo pudo incorporar las lecturas laicas sobre la salud y la enfermedad de los autores clásicos sino, además, desarrollar una primitiva logística sanitaria que, sin renunciar al diseño originario de la economía de la salvación, contribuiría al acercamiento a la enfermedad y al sufrimiento de la población no perteneciente a los estamentos privilegiados de la nobleza o el alto clero.

El traspaso de una filosofía del riesgo centrada en la condenación del alma o la pérdida de la fe a otra de diseño laico, sustentado por valores materiales, no se sedimentaría en la cultura occidental hasta el Renacimiento; precisamente, en el marco de los nuevos ejes productivos del protomercantilismo europeo de los siglos XV y XVI.

Aunque realmente sea cierto el que la sociedad cristiana medieval iniciase considerables recorridos en la percepción de los riesgos sobre el cuerpo; éstos, siempre mantuvieron un rango inferior a los del alma; siendo además entendidos desde el paradigma de la «salvación» como obras de caridad o, excepcionalmente, como estrategias obligadas de higiene pública ante las pestilencias de la época, especialmente la lepra, como lo atestiguan las madrugadoras fundaciones de lazaretos en toda Europa, una de los cuales parece que obedeció al patrocinio del Cid en tierras palentinas alrededor de 106721.

El cambio de paradigma, en lo que se refiere a la visualización de la enfermedad y el riesgo, nacería camuflado o indirectamente contenido en los ejes sobre los que comenzaría a sostenerse el poder de los Estados a partir del siglo XV: la guerra, el comercio, la minería junto probablemente al desarrollo de la nueva ciudad de la burguesía. No nos debe sorprender el que las primeras instituciones europeas, castellanas o aragonesas, sobre prevención de riesgos se centrasen en el comercio marítimo22 y, desde el tejido socioespacial de la ciudad, como las ya anotadas en el Libro del Consulado del Mar (1260) las Ordenanzas de Burgos (1538) o las de la Casa de Contratación de Sevilla (1566). Disposiciones cercanas a la salud o la enfermedad, pero poderosamente relacionadas con la productividad de la República.

En el terreno militar, el gran esfuerzo sanitario y hospitalario de los Reyes Católicos, durante la guerra de Granada, estaría claramente motivado por las urgencias políticas del momento.

Igualmente, las conocidas disposiciones sociales españolas conocidas como «Leyes de Indias» pudieron responder, más que a profundas motivaciones humanitarias, a la necesidad de mantener la fuerza productiva y eugenésica de los nativos, en unas tierras poblacionalmente deficitarias, junto al aseguramiento de una mano de obra cuyo rendimiento prioritario se debía concentrar en la minería23.

De la misma manera, las primeras normas preventivas españolas que conocemos a propósito de riesgos emanados de establecimientos industriales en el siglo XIV, estarían pensadas desde la higiene de la ciudad más que desde los propios trabajadores. Así se desprende de una ordenanza municipal de Barcelona en el año 1324, prohibiendo los hornos de vidrio en el interior de la ciudad por los riesgos a los que podía estar expuesto el vecindario24.

Para más abundamiento, el primer hospital para trabajadores en España25, acompañado de explícitas recomendaciones sobre la vigilancia y control de las condiciones de trabajo de los obreros que lo construían, fue el monasterio de San Lorenzo de El Escorial; disposiciones, que, suponemos obedecerían a la —por otra parte, razonable y legítima— simple racionalidad e interés del Monarca en la culminación de una empresa que para él y la Corona, era claramente emblemática.

En relación con el trabajo minero ocurriría otro tanto, en la medida en que la minería volvería a retomar la importancia que tuvo durante el Imperio romano con la diferencia de que, ahora, la nueva tecnología bélica del cañón y el arcabuz necesitaba una metalurgia y un aprovechamiento de los metales infinitamente más potente. Será precisamente en este contexto socioeconómico y político de los siglos XVI y XVII donde afloren los primeros textos26 y escritos centroeuropeos sobre enfermedades profesionales, rondando todos ellos alrededor de la minería o de los oficios metalúrgicos y en donde aparecen los nombres de Ellembog, Fernel, Agrícola, Paracelso, Guarinonius, Andrés Laguna, Mattioli, Fallopio, Mateo Alemán, Livabius, Caesius, Pansajuan de Solórzano, Stockhausen, Zacchia, Warther Pope, Kircher, Becher, Berrichius, Ettmuller, con el cierre de la Diatriba de Ramazzini y, ya en el XVIII español, con los informes de Francisco López de Arévalo y Joseph Parés i Franqués27.

Lo interesante del asunto consiste en constatar cómo la construcción de estrategias preventivas sobre la salud y la enfermedad nunca ha supuesto un proceso lineal y unívoco sino que, por el contrario, ha sido el resultado de la confluencia de factores diversos y entrelazados. Por ejemplo, algo tan en principio apartado de la salud, como el seguro marítimo de mercancías o la propia ciencia actuarial, se tuvo al final que dar de bruces con el cuerpo, la salud o la enfermedad de la población al prolongar su negocio a los seguros sobre la vida. Sin entrar en detalles sobre el trasfondo filosófico que entrañaba el discurso científico sobre el que reposaban los saberes actuariales, como superación de la omnipresencia divina en la visualización de las contingencias humanas, lo cierto es que detrás de las primeras instituciones aseguradoras europeas estaban el núcleo, las claves de la revolución científica del siglo XVII; claves que llevaban obligadamente a la observación y a la experimentación sobre la naturaleza y la sociedad. No está de más recordar que la ciencia actuarial hunde sus raíces en los escritos de «aritmética política» de Leibnitiz28 y de William Petty29, en científicos como el conocido astrónomo británico Sir Edmond Halley30, quien confeccionaría las primeras tablas de defunción cruzadas por sexo y edad que sirvieron para que las compañías de seguros de vida británicas pudiesen fijar los montantes de las primas o anualidades vitalicias31. De esta forma, al lado de contingencias como las aguas del mar, tempestades, viajes y fuegos, van apareciendo las enfermedades y la vida de los hombres como acontecimientos asegurables32.

Este proceso de previsiones y aseguramientos edificados sobre el valor dinerario de la propiedad y la vida supondría un gran cambio cualitativo con respecto a las coberturas de contingencias medievales sustentadas metafóricamente sobre la muerte y desarrolladas a través de dispositivos religiosos como la plegaria, el pago de misas, novenarios, fundaciones, donaciones, limosnas o cualquier otro procedimiento devoto que asegurase la vida eterna. Es más, si repasamos la documentación de las antiguas cofradías y gremios europeos y españoles nos encontraremos con que la cobertura más señalada es la que se refiere a los funerales y a la estética del enterramiento; sin olvidar las misas y demás rogativas que debían acompañar al duelo. Cambio que, al pasar de la muerte a la vida, se topa con la enfermedad como factor directo de la misma. Y esto no quiere decir que la correspondencia entre enfermedad y muerte no estuviese presente en el imaginario medieval33 sino, simplemente, que la muerte desde el Renacimiento iría apareciendo como una contingencia separable de la exclusiva voluntad y predeterminación divina para inscribirse en el orden de la naturaleza. La proliferación de tratados sobre la vita longa a todo lo largo del Quinientos como expresión de la posibilidad del manejo humano sobre el control de la enfermedad y la muerte34, constituiría un ejemplo palpable.

Por último, y dentro de nuestro planteamiento de fondo, tendríamos el surgimiento del diseño sanitarista público impulsado desde la misma Monarquía, e iniciado por los Reyes Católicos, aunque más visible en tiempos de Felipe II y los últimos Austrias. El diseño sanitarista hispano se movería, por una parte, dentro de circunstancias históricas y socioeconómicas en las que la mencionada economía medieval de la «caridad-salvación» estaba siendo sustituida por una economía premercantilista basada en el comercio y en la producción protofabril.

Por otra parte, el modelo político centralista comenzado por los Reyes Católicos y continuado por la Monarquía austracista necesitaba y exigía una política poblacional de cuño diferente al mantenido en una sociedad controlada, de manera dispersa y estamental, por la Iglesia y las monarquías regionales. En esta nueva política de población se movían intereses de poder, intereses sociales e intereses de salud pública.

Entre los sociales, la muchedumbre de vagabundos, pobres, tullidos, pícaros y desocupados, que no sólo habitaban las ciudades del Reino sino que constituían una masa ambulante por todo el territorio peninsular transmisora de enfermedades y que, además, de alguna manera, sobrevivían gracias a la caridad de infinitas instituciones eclesiales que, a su vez, se podían convertir en focos de contagios y pestilencias.

Desde la salud pública, las continuas epidemias que el aumento demográfico, la concentración urbana, el comercio y las coyunturales pero continuadas crisis de subsistencias agravarían considerablemente. La suma de todo ello representaría una importante preocupación demográfica y productiva en una sociedad, en la que ya comenzaban a nacer sensibilidades modernas y protoburguesas sobre la conveniencia de asentar la riqueza del Estado en poblaciones sanas, trabajadoras y rentables. Los resultados y consecuencias fueron diversos aunque, al final, servirían de alguna manera para promocionar la formación de un Estado moderno en el que las preocupaciones sobre la salud de la población irían formando parte del discurso político.

La primera operación de estos primeros lenguajes protocameralistas consistiría en el conocimiento del territorio y de su población, en sentido cuantitavo y cualitativo. Operación llevada a cabo por medio de «Relaciones geográficas» desde 1530 cuyo alcance comprendía territorios coloniales y metropolitanos, con cuestionarios prolijos —a modo de interrogatorios— que abarcaban desde aspectos ambientales hasta las características de las viviendas, oficios y enfermedades.

La segunda, la edificación de una infraestructura sanitaria que centralizase y disciplinara la práctica médica a partir del Tribunal del Protomedicato (1477), más una política de control de pobres35 acompañada de una reestructuración hospitalaria que intentó racionalizar el heterogéneo y confuso escenario de la beneficencia eclesial.

Paralelamente, un sinfín de pragmáticas, instrucciones, previsiones y ordenanzas desde las que el poder real «intervenía»36 en los asuntos de salud pública. Si a todo esto añadimos la recepción en nuestro país de una mentalidad médico-higienista de corte neohipocrático que tendría como libro de cabecera Aires aguas y lugares y que, además, trabajaba sobre el terreno en muchas ciudades en donde se comenzaban a contratar «médicos municipales» con la obligación de tratar gratuitamente a la población indigente o de mermados recursos, tendríamos como resultado los primeros estudios, reflexiones y recomendaciones preventivas que, si bien inicialmente basadas en el manejo de las pestes, estaban superando la mirada individualista y cortesana del higienismo medieval y comenzaban a tener como horizonte a la población en general.

Mirada colectiva sobre la salud de las gentes que, además, iría considerando, como nos recordase el profesor Piñero (1989), que las desigualdades sociales lo son también ante la muerte. De entre los médicos más representativos de estas nuevas miradas higiénicas tendríamos que mencionar por orden cronológico al aragonés Juan Tomás Porcell (1524-1592) con su Información sobre la peste de Zaragoza en 1565; al castellano Luis Mercado (1525-1611) quien, junto a sus escritos sobre el «garrotillo» o anginas sofocantes y el «tabardillo» o tifus exantemático, publicaba en 1599 (reinado de Felipe III) un Libro sobre la peste cuya segunda parte es un verdadero tratado público-preventivo ante la pestilencia.

Entre unos y otros escritos irían surgiendo anotaciones y comentarios sobre las relaciones entre trabajo, salud y enfermedad, debemos mencionar a Miguel Sabuco (1525-1588) en su obra Nueva filosofía de la naturaleza del hombre (1587) en donde introduce comentarios adelantados de los efectos del «estrés» en el trabajo con sus consecuencias para la salud, además de otros inconvenientes ambientales como ruidos y temperaturas excesivas:

«…El trabajo demafiado, y cansancio. es como un dolor también mata«38.

En relación con la prevención de enfermedades que tuviesen una relación con el trabajo o con la industria prefabril de la época solamente existen referencias tangenciales como la suministrada también por el Dr. Piñero (1989:23) relativa a un dictamen pedido —seguramente por la Inquisición39— a Miguel Juan Pascual (1505-1561) en 1555, sobre los peligros para la salud pública que pudiese ocasionar: “la fetidez resultante de la maceración del cáñamo en balsas” en los alrededores de Valencia, y cuyos resultados serían negativos aconsejando «a los ricos» que, si quieren vivir en ciudades «salubérrimas y exentas de vapores malolientes», elijan otros lugares y sobre todo que se preocupen más por otros asuntos de salubridad pública, como las cloacas de la ciudad de Valencia «que exhalen un pésimo olor y siempre están abiertas»40.

Sobre las primeras lecturas que señalan las diferencias sociales ante la enfermedad y la muerte, aparte las anotaciones del profesor Piñero (1989), apuntando al dominico Francisco Gavaldá (1561), existiría alguna otra referencia algo más antigua de la mano de otro religioso, el jesuita Padre Gesti quien, al hilo de la peste de Barcelona en 1556, se expresaba de este modo:

«…la pobreza les quita a los pobres la libertad de huir… que son los que suelen quedar en tal tiempo y éstos son los que hasta aquí comúnmente han muerto…« 41.

Lo más interesante de estos recorridos higiénicos en los que se van superando los contenidos individualistas del higienismo para “nobles caballeros» de las sex res non naturales es que algunos médicos descienden a las minas, y se recrean estrategias preventivas contra las pestes. como antesala para la progresiva fijación de un espacio para el intervencionismo sanitario de los poderes públicos.

Ese espacio tendrá como escenario la ciudad preburguesa del Quinientos al Setecientos, propiciando las primeras higienes públicas modernas. A partir de las últimas décadas del XVII la tarea higiénica por excelencia se volcará sobre la ciudad como espacio inficionado por aires contaminados, climas, pestilencias humanas, animales y aguas corrompidas más las emanaciones de los primeros establecimientos prefabriles y, probablemente, a la muchedumbre de «vaga-mundos» y miserables que inundaban las ciudades como preámbulo de la futura «cuestión social» del XIX. En esta línea, surgirían los primeros documentos directamente relacionados con la salubridad pública a instancias de la Monarquía como el confeccionado por el médico milanés Juan Bautista Juanini (1632-1691) sobre las sustancias que «perturban las benignas, y faludables influencias del ambiente delta Villa de Madrid»42 en donde apunta que las verdaderas causas del inficionamiento del aire de Madrid residirían exclusivamente en su inmensa suciedad:

«…Quan perniciofo es el ayre de Madrid, fupuefto que cada dia lo alteran los vapores, y exalaciones, que fe levantan de los excrementos, y cadáveres. y lo demàs que eftà en las superficies de ¡as calles, como fe vè con evidencia» 43.

La contaminación de Madrid constituyó un serio problema de salubridad pública desde el reinado de los Reyes Católicos que emiten en 1496 uno de los primeros bandos preventivos prohibiendo la presencia de animales de cerda por las calles de la Villa44. Todavía en 1746, Casimiro de Uztáriz (1699-1751), hijo del ilustrado Jerónimo de Uztáriz, comentaba en su Discurso sobre el Gobierno de Madrid que el aire de la ciudad:

«…es muy sutil é inficionado con la pestilencia de este hedor hace que sean las calles el enemigo mayor de nuestra salud« 45.

Esta suciedad y contaminación debió ser tan intensa durante el reinado de Carlos II que Juanini la compara con las exhalaciones «salitrosas» que se desprendían en las minas de plata bolivianas y hacían irrespirable la atmósfera en la Villa de Potosí, añadiendo que, al igual que en aquellas tierras, las mujeres de Madrid experimentaban una menor fecundidad. Junto a las medidas higiénicas de carácter público centrado en la limpieza urbana, en lo individual seguirá el código hipocrático de las sex res, deteniéndose especialmente en mencionar los efectos negativos sobre la salud de las «pafiones del ánimo o pefadumbres» que:

«…ofenden el coraçon del hombre, como la polilla el vestido y la carcoma el leño« 46 .

En relación al mundo fabril, industrial o de los oficios, la intervención administrativa la hemos encontrado solamente reflejada en dos disposiciones. La primera encontrada en la Biblioteca Nacional (signatura A2, B-K2) referente a la documentación de un pleito de los vecinos de la ciudad de Sevilla que se quejan de los numerosos incendios ocasionados por la existencia de fábricas y almacenes de pólvora en el interior de la ciudad. Aunque este documento está fechado en 1711, habría una nota indicando que dicho pleito se resuelve a favor de los vecinos en el 1626.

La segunda, al filo de los últimos años del siglo XVII, con un acta de la Casa de Alcaldes de Casa y Corte de Madrid (13 septiembre de 1697), aprobando acuerdos de la Hermandad de Nuestra Señora de la Natividad y San Antonio de los sastres madrileños, por los que se asegura a todos los cofrades médico y medicinas gratis en sus enfermedades47.

De todas formas, el gran impulso higienizador en nuestro país, de carácter público, fue una tarea del Setecientos y sobre todo, durante los reinados de los políticos ilustrados a partir de la segunda mitad del siglo.

Desde las primeras medidas de intervención sanitarista, como fue la creación de la Junta Suprema de Sanidad del Reyno en 1721, seguirá un numeroso agavillado de medidas preventivas que dentro del diseño sociopolítico del Despotismo Ilustrado intentaría una ambiciosa pedagogía higienizadora de ciudades, hospicios, cárceles, artesanos, jornaleros, soldados, vagamundos, mujeres, niños, jóvenes, sin olvidarse, incluso, de los muertos y enterramientos en el interior de las iglesias, anunciando aunque fuese mínimamente el discurso intervencionista de la segunda mitad del ochocientos.

La inicial sedimentación de la higiene pública en España y las primeras intranquilidades ante lo social (1766-1840)

El siglo XVIII español bien podría considerarse como uno de los tiempos más complejos de la sociedad española en el que cohabitan Inquisición, regalismo centralizador, vasallaje estamental, despotismo, ignorancia y miseria, con los primeros atisbos de reformismo y progreso que abarcaron desde la creación y fomento de industrias manufactureras hasta instituciones médico-científicas con un potentísimo interés por la salubridad pública y la modernización de la práctica y la profesión médica. Pero también sería el siglo de los primeros desencuentros sociales. Un potentísimo aumento de la población que, desde los inicios del setecientos a sus finales, pudo situarse alrededor de cuatro millones de personas48, agravado por las hambrunas, crisis de subsistencias, mortalidad infantil y pestilencias periódicas49, a lo que habría que añadir la progresiva quiebra de los sistemas de control tradicionales del orden feudal.

Todo ello, motivaría importantes desajustes sociales que se materializaron emblemáticamente en los sucesos de Madrid de 1766.

De alguna manera el Motín de Esquilache, más allá del asunto del recorte de capas y alas de los sombreros, supondría el disparo de salida de la conflictividad social moderna en nuestro país. Una conflictividad que se movió sin duda alguna dentro del paradigma de la sociedad estamental pero que de algún modo prologaba50 la cuestión social del XIX, aunque solamente fuese porque las gentes del común se rebelaban por vez primera con motivaciones frontalmente alejadas de las tradicionales crisis de subsistencias. Fuera de estos acontecimientos, que no solamente tuvieron Madrid como escenario, lo que pudiéramos considerar como protesta protofabril estuvo limitada durante el XVI a algunos establecimientos de las Manufacturas Reales, como Guadalajara, y siempre «mirando hacia atrás», esto es, planteando reivindicaciones tradicionales de calado gremial o, simplemente, basadas en cuestiones salariales; pero, nunca, planteando cuestiones «estratégicas» relacionadas con el modelo productivo o de trabajo. De alguna manera el obrero español de las grandes concentraciones manufactureras sería un trabajador «descolocado,» situable entre el gremio y el factory system, incorporando y asumiendo una fuerte mentalidad de dependencia psicosocial de carácter estamental y servil, que lo único que pedía sería el mantener su estatus de «tutelado» lo más provechosamente para él. Piénsese que en muchas de estas manufacturas, ya fuesen estrictamente «Reales» o de propiedad privada, como las denominadas «Reales Fábricas», la relación contractual de fondo era idéntica a la general del régimen señorial, de manera que el estatus de los trabajadores de la manufactura estaba presidido por una relación estamental de servidumbre, como por ejemplo sucedía con la Real Fábrica de cerámica en Alcora (1727), propiedad del Conde de Aranda.

Relaciones de servidumbre que encerraron presiones, en ocasiones, de extrema dureza y control, como algunas de las relatadas en las Memoria de Larruga en donde se habla de aprendices de la Real Fábrica de paños de Guadalajara que por ser «sumamente traviesos» huyen del trabajo:

«Se use todo el rigor que fuese menester, aunque sea haciendoles encerrar, ó poniendoseles grillos para que se sujeten á trabajar y á todo lo demás que fuese justo» 51 .

En otra cita de Larruga, y esta vez relacionada con las Ordenanzas de la Compañía de Comercio y Fábricas de Toledo sancionadas por una Real Cédula de Fernando VI, podemos leer lo siguiente:

«Que la dirección vigile continuamente la conducta de todos los dependientes de la compañía, y sí a este fin necesitase valerse de espías secretos, á quien se les haya de remunerar con algunas gratificaciones, se despachará libremente por gastos secretos. sin expresar nombre alguno, ni por que motivo se despacha« 52.

Posiblemente fuese este diseño «tutelar» de la manufactura española el que, no obstante, daría lugar a la presencia de una aceptable cobertura asistencial que, aunque muy disciplinaria y moralista, permitiría contar con médico, cirujano —a veces con botica— en casi todas ellas, como lo atestiguan los apartados del Reglamento de la Real Fábrica de Cristales de La Granja en donde médico y cirujano, aparte su cometido sanitario, cumplían funciones de control del absentismo y de policía de costumbres. En el punto 109 de este reglamento referido a las obligaciones del médico se indicaría que:

«Deberá igualmente hacer presente al Director ó Contador si provienen las dolencias y achaques que padecen de algún vicio que les domine, y sea per-judicial así al paciente, como á los demas á quienes puede inducir ó inclinará que le comentan; pues en este caso se debe tomar providencia con el que se halle poseido de dichos defectos: y de no avisarlo el Médico, se le formará el cargo correspondiente siempre que se sepa lo calle en perjuicio de los intereses y servidumbre de las Fábricas» 53.

En otros establecimientos como la mencionada Real Fábrica de Alcora, parece que se consiguieron importantes apoyos sociales de forma que, alrededor de 1798, los trabajadores de una determinada edad con más de 10 años de antigüedad en la fábrica tenían derecho a una pensión de jubilación del mismo importe que su sueldo normal54.

A partir de esta fecha, los poderes ilustrados y el intervencionismo estatal comenzarían a considerar no sólo los mandatos derivados del simple ideario mercantilista en cuanto a la necesidad de contar con una población numerosa y sana, sino, además, la necesidad de disciplinar a la población desde estrategias de control en las que los dispositivos estamentales de la economía de la caridad y la salvación no funcionaban ya.

Los ejes estratégicos y operativos de esta nueva filosofía administrativa pasarían por las «policías de buen gobierno» de la población siguiendo los esquemas acuñados por los colbertianos franceses y los cameralistas alemanes. Las higienes del espacio urbano y de las gentes fueron siempre acompañadas de una prolija legislación de control de muchedumbres, costumbres y lugares públicos que, a partir del reinado de Carlos IV, y por causas relacionadas con los peligros de la contaminación de los revolucionarios franceses, derivaría hacia un obsesiva vigilancia de libros y publicaciones impresas.

En este sentido, el XVIII español, siendo por supuesto el tiempo de un gran tensionamiento modernizante, supuso, a la vez, la época de un gran control administrativo que, siendo probablemente menos severo en el control de las almas, inauguraría nuevos y potentes mecanismos en el disciplinamiento de los cuerpos.

Dentro de las estrategias de intervencionismo higiénico, las primeras disposiciones se centraron en la capital55 de la nueva dinastía borbónica. En 1713, se propone el estudio para la consecución de un Reglamento de salubridad pública para Madrid, que se concluye y presenta un año más tarde. En 1717, y bajo el impulso del alcalde Antonio de Salcedo56, el arquitecto Teodoro de Ardemans57 publica el primer informe realmente moderno sobre higienización de Madrid, precursor de la posterior Instrucción para la limpieza de Madrid de Francisco Sabatini en 1761.

De la higienización de calles y viviendas se pasaría a la de algunos oficios. En 1725, tenemos una Instrucción a los Alcaldes de Casa y Corte para que los maestros de obra cuidasen que en casas y balcones los andamios y maromas tuviesen la seguridad adecuada para que «no sucedan desgracias»58. La misma sala de Alcaldes de Casa y Corte dictaría otra orden en 1728, para que «en evitación de desgracias» se pusiesen brocados en los pozos de los tejares59.

En 1763, una Orden sobre el modo de poner canalones en los tejados con motivo de un accidente mortal sufrido por un aprendiz de vidriero60. En 1782, una instrucción más completa que la de 1725, sobre el modo «de formar los andamios en las obras públicas y privadas de la Corte para evitar las desgracias y muertes de operarios, y orden de proceder los jueces en estos casos…»61.

Podemos observar cómo estas primeras disposiciones preventivas sobre los oficios de Madrid giraron exclusivamente alrededor del trabajo de la construcción que siempre, y hasta nuestros días, tuvo un especial protagonismo tanto en siniestralidad, como en generación de productividades económicas.

Otros escenarios de medidas preventivas en el setecientos serían la minería, los ejércitos y la agricultura, aunque en esta última, limitadas a los cultivos arroceros levantinos, por las continuas, y claramente de naturaleza endémica, epidemias de paludismo que azotaron la región durante toda la centuria. Durante el reinado de Carlos III, se dictarían reglas y circulares para prevenir el paludismo en los arrozales, como la de 6 de enero de 1785 contenida en la Ley VII de la Novísima Recopilación (Curiel, 1946:549), y la Circular de 11 de noviembre del mismo año, sobre la alimentación de los peones para evitar los contagios (Col de Historia Antigua, pág 516 y Curiel 1946:549)62.

Con estas disposiciones quizá se iniciaron en el XVIII las primeras medidas realmente preventivas sobre lo que se podría entender como una verdadera agropatía dentro de las preocupaciones fisiocráticas de los ilustrados

En la minería el panorama sería diferente pues, aunque, como apunta el profesor Menéndez Navarro (1996), hubo desde mediados de siglo una importante cobertura médica con la existencia del Real Hospital Obrero (1752) de Almadén, nunca se utilizaron medidas ni dispositivos preventivos que pudieran entorpecer el proceso productivo, optándose por la «reparación» médica o quirúrgica de los cuerpos de los trabajadores. Para los administradores de las minas debió ser más rentable arreglar cuerpos que prevenir accidentes y enfermedades63.

Desde la higiene de la ciudad, se intentaría sobre todo manejar los más importantes focos de insalubridad que, unas veces, consistió en medidas y reflexiones de policía higiénica sobre enterramientos en las iglesias como el Discurso fisico-historico-legal sobre el abuso piadoso de enterrar los cuerpos muertos en las iglesias, escrito en 1781 por Francisco Bruno Fernández, y, otras, en medidas de higiene domésticas que presentaban alguna relación con los oficios como serían los escritos de Ruiz de Luzuriaga, con su Disertación sobre el cólico de Madrid (1796) o el de Vicente Mitjavila, De los daños que causan al cuerpo humano las preparaciones de plomo (Valencia, 1791).

En el terreno de la higiene y medicina militar, podemos considerar el XVIII, como un siglo innovador, aunque solamente fuese por la potenciación y profesionalización de la cirugía naval y terrestre pues, sobre todo la primera, convierte a los cirujanos de la Armada en verdaderos médicos de empresa, antes de la institucionalización de la Medicina del Trabajo; probablemente, de manera cercana al papel representado por médicos y cirujanos de arsenales, manufacturas y enclaves mineros. Nuestra opinión sobre el particular se mueve en la idea de que el modelo militar Borbón funcionó como copia del modelo protofabril de las manufacturas reales reclutando los mismos colectivos de trabajadores miserabilizados que había que «conservar» en las mejores condiciones de productividad, pero sin atender excesivamente a sus condiciones de trabajo, condiciones algunas veces sometidas —particularmente en la Armada— a una severa disciplina laboral. Sin embargo, y a diferencia de las manufacturas, parece que existió una cierta voluntad preventiva enfocada principalmente al régimen alimenticio y a la aireación y limpieza del espacio como estrategias dirigidas contra el escorbuto o las disenterías —aparte la fiebre amarilla—, enfermedades temidas y habituales en la marina de guerra y, quizá, más mortíferas que las balas de cañón.

Como acontecimientos a resaltar en cuanto a la higiene y medicina militar durante el XVIII, tendríamos que señalar, desde los primeros años del siglo, que se irá edificando una arquitectura sanitarista que nosotros consideramos infinitamente más importante que la relacionable con las actividades laborales civiles.

En las denominadas Ordenanzas de Flandes de 1702 se asignará la presencia de un cirujano por batallón (García del Real; 1921:540). En 1703, una disposición obligando a que los cirujanos barberos de la Marina sean cirujanos titulados (Salvador Clavijo; 1925:80). En 1721, el Reglamento de Sanidad para el Ejército y en 1728 la Ordenanza de Sanidad para la Armada en donde se establece que el número de cirujanos sea proporcional al de cañones. Entre 173 9 y 1756, el Reglamento y Ordenanza de Hospitales. En la Ordenanza de 1768 se especifica que, aparte los cirujanos por cada batallón, haya un cirujano titulado en su Plana Mayor. Las Ordenanzas de 1787 representarían el espaldarazo final para la profesionalización de la cirugía militar española obligando a que todos los cirujanos de la armada y del ejército fuesen titulados por los Colegios de Cádiz, Barcelona o Madrid64.

Durante el transcurso del siglo se tradujeron las obras más representativas del higienismo militar europeo como la del Barón van Swieten (1761), la Instrucción militar del Rey de Prusia (1762) con interesantes indicaciones preventivas; la obra de Pringle (1775); la de Donald Monro (circa 1780); o, la del médico portugués Ribeiro Sanches (1781)65.

Como autores españoles de higiene militar con reseñables aportes preventivos podríamos citar a: Vicente de Lardizábal Dubois (1764-1814) que como médico contratado por la poderosa Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728-1785), precisamente, para gestionar la salud de sus marineros66, publicaría Consideraciones Político-Médicas sobre la salid de los navegantes... (1769) y Salud de los navegantes en los estrechos conflictos de falta de ensaladas y otros víveres frescos en las largas navegaciones (1772). El clérigo y médico Francisco Bruno Fernández, autor de un interesante libro sobre higiene pública titulado: Instrucciones para el bien público, y común de la conservación de las Poblaciones… (Madrid, Imp de la Viuda de Manuel Fernández, 1769), publica un Tratado de las epidemias malignas y enfermedades particulares de los exercitos con advertencias a sus capitanes generales, ingenieros, médicos y cirujanos, Madrid, Imprenta de Juan Antonio Lozano, 177667.

La presencia de la higiene militar será tan potente a finales del siglo XVIII que autores como William Buchan (1729-1805) introducen en sus obras de higiene doméstica un capítulo dedicado a la higiene del soldado. En este caso Buchan irá un poco más allá, comparando el oficio de soldado a cualquier otro menester laboral:

«El soldado en tiempo de guerra, se puede numerar entre los oficios laboriosos, porque sufre muchas fatigas por la inclemencia de las estaciones, largas marchas, malas provisiones, hambre, vigilias, climas enfermizos, y aguas dañosas» 68.

Desde el punto de vista quirúrgico, las obras sobre la cirugía de las heridas por arma de fuego escritas por autores españoles69 fueron numerosas durante la segunda mitad del siglo, contribuyendo a la consolidación de una particular cultura quirúrgica que, seguramente, ahorraría multitud de sufrimientos y muertes a los soldados y marineros españoles y que, quizá, pudo servir también para conseguir en los cirujanos españoles habilidades utilizables en la vida civil cara a los accidentes en los oficios. Estos cirujanos militares -por otra parte, los únicos preparados profesionalmente en la época- produjeron no solamente saberes prácticos en el terreno de las heridas por armas de fuego, sino que desarrollaron habilidades quirúrgicas utilizables de manera general en cualquier traumatismo. Así, por ejemplo, Francisco Canivell, aparte de su obra sobre las heridas por armas de fuego, escribe un Tratado de vendages (sic) y apósitos para los alumnos de los Reales Colegios de Cirugía que, publicado en 1763, que se mantendrá como libro de texto hasta bien entrado el siglo XIX.

Otro cirujano militar, Miguel Ruiz Tornero (1740-1793), publica­ría Disertación quirúrgica de los medios de prevenir la gangrena en las grandes facturas sin necesidad de amputar los miembros (Sevilla, 1790).

En el último cuarto del siglo se dará la recepción traducida de al­gunas obras de higiene individual y pública como las ya anotadas de Ri­beiro Sanches y Buchan, a las que habría que añadir los célebres «avi­sos» de Tissot, dirigidos al mundo rural. En cierta forma son escritos preventivos de la salud en general, aunque muy centrados en consejos sobre alimentación y condiciones climáticas que tocan solamente de refilón —pero lo tocan— aspectos relacionables con las condiciones de trabajo.

Lo que si habrá que resaltar será el que al hilo de estas obras, a todas luces insuficientes y dirigidas a una minoría ilustrada y alfabetizada, se va formalizando una cultura higienista en la que se va asociando salud y condiciones socioeconómicas. Aunque éstas no lleguen del todo aún a ser condiciones de trabajo y, menos todavía, condiciones es­trictas de trabajo fabril, en el relato de las observaciones iría dibuján­dose poco a poco su presencia. En esta dirección, tendríamos que con­siderar el papel asumido por las «topografías médicas» que comenzarán a publicarse durante este periodo a modo de inventarios más o me­nos integrales sobre las características económicas, climatológicas, geográficas y poblacionales de ciudades y términos municipales, en don­de de manera parecida a los antiguos «interrogatorios» del XVI, la pano­rámica de salud y enfermedad de las gentes presentaría una cierta presencia, quizá, más relevante que en los censos, interrogatorios o relaciones topográficas.

En trabajos anteriores70 comentábamos cómo estos escritos, aun­que se mantuviesen agarrados a los enfoque del ambientalismo hipo­crático de «aires, aguas y lugares», iban introduciendo modificacio­nes sustantivas en donde lo colectivo iría cobrando una mayor presencia que tarde o temprano tendría obligatoriamente que contemplar o cho­car con lo social. Tanto las nuevas topografías médicas71 como, por ejem­plo, las descripciones de geógrafos, cronistas y economistas ilustra­dos como Cavanilles72, Larruga73, Tomás López74, Antonio Ponz75, o Lorenzana76, fueron introduciendo no solamente herramientas de observación más afinadas basadas en los nuevos adelantos científi­cos, como pudo ser el barómetro, sino que se acostumbraron a mirar la realidad de manera diferente relacionando riqueza agrícola, comercial o industrial, con población, probabilidades de vida y de muerte, educa­ción, cultura y enfermedad, de forma que todos estos informes echa­rían mano de cuestionarios más completos con la presencia de nu­merosos variables socioeconómicas relativas a la alimentación de la población según su estatus y oficio, datos sobre epizootías, enferme­dades y dolencias propias de determinados oficios, junto a, averiguaciones demográficas cruzadas por género, edad y ámbito rural o urbano.

Todos estos estudios formarían un cuerpo doctrinal y teórico con­siderable para la constitución de las primeras Higienes Públicas españo­les que, aunque probablemente insuficientes, proporcionaron una va­liosa información a la administración ilustrada y a las instituciones médicas a propósito fundamentalmente del manejo de brotes epidé­micos para establecer estrategias preventivas. Estrategias que, como he­mos apuntado, se moverían en un horizonte operativo casi universal, abarcando a los niños en la escuela, las atenciones del recién nacido, desde el fajado al amamantado natural o por nodriza, las enfermeda­des del marino o del soldado, del jornalero en las manufacturas o en el trabajo rural. De los internados en hospicios, inclusas, hospitales o presidios; de los enterramientos en el interior de las iglesias o núcleos urbanos. En definitiva, miradas que ineludiblemente se tuvieron que dar de cara con las tozudeces de la realidad socioeconómica.

Sin tener que citar a Johann Peter Frank, el militar ilustrado Ma­nuel de Aguirre y Landázuri (1748-1800), un Mariscal de Campo de los ejércitos de Carlos IV, comentaría en un breve escrito publicado en el periódico El Correo de los Ciegos (1786-1791), bajo el membrete «Salud Pú­blica» (26 -XII, 1786), que la verdadera causa y el único nombre por el que hay que llamar a las enfermedades pestilenciales no es otro que el de la miseria de las clases populares y los privilegios de la nobleza y el clero.

Todos estos comentarios a modo de elementales cartografías de las enfermedades de la población, aunque, como apuntábamos, rozaron los escenarios de trabajo, se mantuvieron normalmente sobre activi­dades artesanales o ruralizantes77 con la excepción de la minería y lo na­val-militar, en donde se desarrollarían miradas más específicas. Ade­más, en la medida en que estas actividades laborales tenían lugar en espacios domésticos o protofabriles, organizados todavía dentro de las relaciones de trabajo gremial o tardo gremial, será siempre difícil ais­lar dentro del higienismo del XVIII, lo que es estrictamente laboral o doméstico.

Solamente en Cataluña se pueden rastrear atisbos, en los que irán apareciendo lecturas sobre los riesgos de las primeras instalaciones pro­piamente fabriles; pero, curiosamente, motivadas por intereses situa­bles más allá de los propios trabajadores, pensando siempre en los peligros que de dichas fábricas podrían desencadenarse para la po­blación en general al igual que los inconvenientes debidos a la mane­ra de ejercitar sus oficios los artesanos.

Rememorando a Sennett, podríamos decir que desde los intere­ses de la piedra de la nueva ciudad burguesa se saltó a la carne del pri­mer proletariado urbano. Un documento único para entender cómo se irían percibiendo los primeros riesgos fabriles en España, nos lo dará el Dictamen que realiza la Academia Médico-Práctica de Barcelona en 1781 como respuesta a una requisitoria emanada del Ayuntamiento de la Ciudad. La petición tuvo como motivo la intranquilidad del consistorio por las frecuentes «muertes repentinas y apoplejías» que, en los últimos años se dieron en Barcelona. El documento evacuado desde el Ayuntamiento (17 de mayo de 1780) a la Academia hacía re­ferencia como posibles causas de los fallecimientos a un amplio con­junto de situaciones que iban desde la estrechez de las calles a los ex­crementos utilizados por los hortelanos como abono, pasando por los enterramientos en las iglesias, la existencia de cementerios en el in­terior del casco urbano, o la adulteración del pan con «hieso» (sic yeso). La respuesta de la Academia se produciría al año siguiente (II de ju­nio de 1781) llevando la firma de Pedro Guell78, a la sazón presidente de la misma, junto a Ignacio Montaner y Josef Ignacio Samponts. El Dictamen resulta ser un documento único y valiosísimo de Higiene Pú­blica, repleto de sabiduría clínica, sentido de la observación, sensatez y epidemiología básica.

La primera puntualización del Dictamen es que, el número de defunciones no es tan alarmante v se corresponden simplemente con el aumento de la población de Barcelona en los últimos años. Con los 28 muertos contabilizados por los médicos se puede pensar que a lo lar­go de 1780 el número de fallecidos de «muerte repentina» calculan que no pasarían de 40, lo que, comparado con las 2000 muertes anua­les en la ciudad, no supondría un porcentaje alarmante. A continuación, el informe rubricado por Guëll se extiende en consideraciones que cons­tituyen un sugestivo apunte psicosocial ante la muerte, diciendo:

«Seis muertes repentinas de personas muy visibles por su nobleza, literatu­ra. empleos, riquezas y otras notables circunstancias, suenan y amedren­tan más que veinte de gentes de la plebe. Estas solo las saben los parientes, amigos. y vecinos, y aquellas llegan d noticia de toda la Ciudad» 79.

El Dictamen sigue con la manifestación de los informantes sobre la imposibilidad de realizar estudios de este tipo sin contar con las ade­cuadas «tablas necrológicas» como se hace en otras grandes ciudades europeas:

«Mal se podrían tomar las providencias correspondientes para atajar la mortandad de un pueblo, si primero no se conocen las enfermedades que la ocasionan. las circunstancias que la acompañan, y los sujetos que la padecen» 80.

Una vez sentada esta premisa epidemiológica, reconoce la «im­posibilidad por ahora» de determinar las verdaderas causas de esas muertes, señalando que las mismas pueden ser muy variadas y, de al­guna manera, tanto las apuntadas por el Ayuntamiento, como otras muchas, pueden estar detrás de las mismas, v abogando, además, por la necesidad de la indagación anatomoclínica obligatoria para esta clase de fallecimientos; práctica, parece ser, no muy habitual aún, en nuestro país.

El Dictamen sigue desmenuzando todas las posibles causas reco­nociendo que cada una de ellas —y no solamente una— tiene algo que ver en el «inficionamiento» de la atmósfera con la particularidad de que, para cada una de estas posibles causas, apunta sus correspondientes me­didas preventivas como, por ejemplo, el número de metros cuadra­dos que debe tener un cementerio con arreglo al de cadáveres sepul­tados. En estos recorridos los médicos de la Academia se van encontrando con los oficios, las inmundicias y malos olores que echan varios oficios, como los «curtidores, veleros, jaboneros… recortadores de carnes y pescado salado… así, como los corpúsculos metálicos ve­nenosos que volatilizan en sus operaciones boticarios, plateros, dora­dores, latoneros, estañadores, los que muelen colores, los que varnizan el vidriado, los que azogan los cristales, los fabricantes de albaialde, car­denillo, sublimado, arsénico…» 81.

Para todos ellos, se recomiendan medidas preventivas que se van a mover siempre en el ámbito de la ciudad o de la salud pública, sin tocar las condiciones de trabajo. A lo más, y en este terreno de los oficios apremiados, se circunscriben a que los obradores no se establez­can en calles angostas y mal aireadas, o que los oficios «que despiden muy mal olor y que infectan el aire de la vecindad…deberían quitarse del interior de la población para colocarlos, ó fuera de la Ciudad, ó en los extremos más ventilados…»82.

Seguidamente, después de comentar los problemas higiénicos de­rivados de las aglomeraciones humanas en hospitales, cárceles, conven­tos y hospicios, se topa con las fábricas. Y, ya aquí, incluso refiriéndo­se a todos estos espacios de manera genérica, se produce un giro significativo; se cambia de una lectura centrífuga de los efectos nocivos —hacia la población, los vecinos, o hacia la ciudad— a otra centrípeta, en donde los principales afectados serán ahora los propios moradores, los trabajadores de ese lugar, industria, taller o institución, presentando:

«El semblante pálido, la debilidad, la constitución cachectica, las largas enfermedades, y la corta vida«

panorama, que en el caso de las fábricas de hilados y estampados —co­loquialmente «indianas»— se revestirá del siguiente comentario:

«Quantas veces se entra en las indianas, al asomarse á las salas de los texe­dores, de los pintores y de las mugeres que devanan, se experimenta casi en to­das un tufo tan caliente y sofocante, que obligad compadecerse de la triste inerte de aquella utilisima parte del estado, que en el mismo taller donde tra­baxa para ganar su vida, detruic su salud con el aire infecto que respira» 83.

En el dictamen se seguirá con la pauta de describir la situación y seguidamente recomendar medidas preventivas:

«Merece pues, este punto la atención del Gobierno para obligar dios dueños de las fabricas á que dén mas capacidad d sus talleres, ó pongan menos gente en dios, y que al mismo tiempo tengan su ventilador, ó a lo menos muchas ven-unas y respiraderos que faciliten la circulación del aire exterior» 84.

Puede que este dictamen médico sea el primer documento moder­no en el que se proponen medidas preventivas para los establecimientos fabriles españoles expresando además un nuevo lenguaje de la higiene pública que retoma el discurso de Ramazzini en el sentido de situar los riesgos para la salud, derivados de los oficios, en el propio cuer­po del trabajador, sin proyectarlos de manera generalizada a la ciudad o al vecindario, aunque, para ser más exactos, la lectura sosegada del texto del dictamen parece combinar los dos aspectos con la diferencia de que, al referirse a los oficios tradicionales, el hincapié es exclu­sivamente exógeno, se molesta e inficiona a los vecinos y a la ciudad, sin ver en el caso de las fábricas de indianas si se perjudica a los obreros al mismo tiempo que, a la población en general.

Sin embargo, parece que las conclusiones de la Academia barce­lonesa no dejaron muy satisfechas a las instancias de poder más cerca­nas a la Real Hacienda y por lo tanto a la Corona, y será el propio Rey el que encargue a un médico de su confianza directa, como Joseph Masdevall Terrades (1740-1801), por aquel tiempo Inspector de epide­mias en el Principado, que realice un nuevo Dictamen sobre «Si las fábricas de algodón y lana son perniciosas ó no á la salud pública…».

El informe sería rubricado por Masdevall en Figueras, el 4 de sep­tiembre de 1784, apareciendo impreso como apéndice a la segunda edi­ción del libro del mismo autor titulado: Relación de las epidemias de calenturas putridas y malignas que en estos últimos años se han padecido en el Principado de Cataluña...85.

El Dictamen elaborado por Masdevall constituye un ejemplo úni­co y temprano de cómo algunos médicos han podido contribuir a emborronar el panorama de la salud laboral. Posiblemente Masdevall no mentía cuando redactó este informe, pero introdujo medias ver­dades que influyeron para que las autoridades volviesen a permitir las fábricas de indianas en el interior de las poblaciones y para que, du­rante décadas, no se volviese a hablar del asunto.

Entre las medias verdades estaban los peligros de los productos que se utilizaban en el tintado de las telas especialmente el «aceyte de vi­triolo» «agua fuerte» y «sal de saturno»86. Masdevall opinaba que en las cantidades en que se utilizaba no eran nocivos para la salud, aun en el ca­so que contuviesen algún compuesto arsenical. Incluso llega a afirmar que los mezcladores de estas sustancias, que parece trabajaban aisla­dos en dependencias cerradas para preservar el secreto de estas mani­pulaciones, habían sido observados por el autor, y nunca detectó dete­rioro alguno, afirmando rotundamente que: «…a todos los he encontrado muy sanos, fuertes, robustos y con un semblante que demuestra estar aquellos hombres enteramente libres de toda disposición mor­bosa…»87 para terminar manifestando con la misma rotundidad que:

«Lo mismo que tengo dicho haber observado de los que manejan los tintes de los vestidos de lana, tengo verificado de los Operarios y jornaleros que trabajan en las Fábricas de indianas, la gente mas lista, mas robusta y menos enfermiza de Barcelona son estos Operarios. He entrado varias ve­ces en las referidas Fábricas, he mirado muy a propósito el semblante y las facciones de aquellas gentes, que de todas edades se encuentran en ellas, y todas las he visto con buenos colores, con buen semblante, y en general mu­cho mejores y con un ayre (sic) mas fuerte y robusto que los demás habitantes de Barcelona» 88.

Detrás de este dictamen no estamos en disposición de opinar sobre si existieron presiones o condicionantes espurios que guiaron sus conclusiones, pero lo que si está presente en el texto es una lacerante crítica al anterior dictamen de la Academia Médico-Práctica presidi­da por el Dr. Güell, a los que sin mencionar explícitamente tacha de «Médicos poco instruidos y sin reflexión…dignos del mayor despre­cio, y deben mirarse y tenerse por enemigos capitales de la felicidad de la patria y del engrandecimiento y prosperidad de la Monarquía… »89.

Dentro de esta inicial presencia del trabajo fabril en los escritos de médicos españoles en los finales del XVIII, habría que mencionar la fi­gura del médico sevillano Ambrosio María Ximénez de Lorite, au­tor de una memoria sobre Los daños que puede ocasionar a la salud pú­blica la tolerancia de algunas manufacturas dentro de los pueblos90; obra que nosotros no hemos podido consultar pero que, probablemente, se mueva en apreciaciones cercanas al dictamen académico de 1781 fir­mado por Pedro Güell.

Aunque el siglo termine, hasta producirse la invasión francesa, se­guirán apareciendo algunas obras y memorias que rozan o tocan frontalmente las enfermedades profesionales que, aunque contadísi­mas, queremos pensar que ayudaron a crear una mínima cultura pre­ventiva y, fundamentalmente, a que en los textos de higiene domés­tica e higiene pública las enfermedades o la higiene de oficios y profesiones ocupasen un cierto lugar.

En estos primeros años del XIX, tendríamos la paradójica figura del médico catalán Antonio Cibat i Aranuto (1770-1812), autor de una memoria titulada Consideraciones generales y particulares acerca de los me­dios para precaver a los que trabajan en las minas de carbón de piedra, en el desa­güe de aguas cenagosas y podridas, abertura de canales, y a los que habitan en lugares pantanosos, de adolecer de las enfermedades d que están expuestos. La Memoria, publicada probablemente entre 1806 y 1810, pudo estar di­señada pensando en una mezcla de escenarios laborales de obra pú­blica civil/militar, dado que por esos años Cibat era médico del Ejército91. Otro médico militar, en este caso el cirujano de la Armada, antiguo alumno del Colegio de Cádiz, Pedro María González Gutié­rrez (1764-1838), escribe un tratado de higiene naval92 como colofón de una serie de Instrucciones higiénico-preventivas con destino a los marineros de la Expedición Malalaspina (1789-1794).

El siglo lo inaugura el Arte de conservar la salud y prolongar la vida ó Tratado de higiene de Jean-Baptiste Pressavin (1752-1830), editado en Sa­lamanca por Francisco de Toxar en 180093, con reediciones en 1804 y 1819. Le seguirán los Elementos de hygiene (sic) ó del influxo de las cosas fi­sicas y morales en el hombre y medio de conservar la salud, de Etiénne Tour­telle (1756-1801), obra original de 1796 e impresa en Madrid por Beni­to Cano en 1801, con una segunda edición en 1818 que es la que nosotros hemos estudiado.

Mientras que la obra de Pressavin corresponde al diseño de las higienes domésticas del XVIII, tocando muy de pasada las enfermeda­des profesionales, la de Tourtelle se engarza en la nueva corriente higienista de los médicos de la Convención bajo la estela de Four­croy y Cabanis94, desarrollando numerosos comentarios descriptivos y preventivos de los riesgos y enfermedades de numeroso oficios con la particularidad de que, junto a los tradicionales problemas deri­vados de una «aireación» deficiente o «inficionada», van apareciendo nuevos elementos morbígenos como «la fatiga» y, por lo tanto, pro­logando futuros caminos preventivos que, sin olvidar el medio am­biente, se irían centrando cada vez más en el cuerpo del trabajador co­mo «motor humano».

La recuperación de la obra de Ramazzini más los escritos de los teóri­cos del «trabajo de los hombres», como Coulomb, Navier o Ponce­let95, seguramente contribuyeron a este despegue.

Aunque por estos años se tradujeron otras obras de higiene, todas de autores franceses, menos la tardía Macrobiótica del alemán Huffeland (1839) y un Tratado sobre el modo de criar sanos a los niños, de Johann Peter Frank (1803), pocas se acercan a la información que proporciona la de Tourtelle. Tanto la Higiene Pública, de Fodéré, como el posterior Compendio de Higiene Pública y Privada de Deslandes (1829) o tocan de pasada las enfermedades profesionales o las entienden dentro de la higiene de la ciudad.

Solamente hemos encontrado en esta primera década del siglo una segunda excepción, precisamente en un librito anónimo, cuyo úni­co ejemplar se encuentra en la Biblioteca Pública de La Rioja. Se trata del Manual de Sanidad y de Economía Doméstica ó exposición de los descu­brimientos modernos, entre los quales se hallará principalmente el modo de evitar los malos efectos del tufo… con observaciones, investigaciones y métodos útiles á toda clase de personas. Se indica que está recopilado por A.C.D. e im­preso en Madrid por Gómez Fuentenebro y Compañía en 1807.

Pues bien, este libro en 8° de 328 páginas que, en principio, no de­bería ser más que un inventario de consejas, propio de los textos de higiene doméstica, está lleno de medidas preventivas que tocan to­das las actividades artesanales y agrícolas de la época.

Como apunte sobre las traducciones de autores extranjeros duran­te estas primeras décadas, que por otra parte necesitaban permiso gubernativo y/o eclesial, es curioso cómo se traduce y publica en re­petidas ediciones la Higiene Pública de Pressavin96, escrito que pasa de puntillas sobre las enfermedades laborales y, en cambio, libros como el de Pátissieir, en donde se realiza el segundo rescate contemporáneo de la obra de Ramazzini, ajustándola a la problemática del momento, no se tradujese nunca al castellano.

Podríamos decir que, descontando estas primeras semillas higie­nistas previas a la Guerra de la Independencia, junto a los contadísi­mos rebrotes en los entresijos constitucionales, hasta la década de los cuarenta del XIX, realmente no existe una literatura preventiva re­lacionada con el trabajo. Es más, nuestra impresión es que, incluso, se desvanece la endeblemente acumulada en esos años iniciales del Ocho­cientos en los finales del siglo anterior. Solamente en el terreno de la higiene militar98 parece que se conservaría una cierta cultura higienis­ta, junto con los intentos de modernización en salubridad e higie­nismo público emanados de la Constitución gaditana que darían lugar al alumbramiento —sólo como proyecto— del primer código sanitario del liberalismo español en 1822, y en el que participarían personajes como La Gasca, Seoane, o Pablo Montesino.

De cualquier modo, las únicas manifestaciones prácticas de impor­tancia girarían alrededor de la organización de la política de beneficen­cia municipal a partir de la instrucción de 13 de junio de 1813, esta­bleciendo oficialmente la figura del «médico municipal» con la obligación de atender gratuitamente a los pobres del lugar, con lo que suponía en la época la cobertura sanitaria para las clases populares en general. Esta ley sería otra vez, reafirmada en la Instrucción del Trie­nio de 1823 v remachada y ampliada en la Ley de Ayuntamientos de 1840 por la que la obligación de contratar médicos se ampliaba al ciruja­no, boticario y albéitar.

Fueron años de gran desorientación en la política sanitaria oficial, en la que nunca se consiguieron formalizar ni concretar ejes de actuación estratégicos y centralizados de higiene pública. Piénsese que los diver­sos intentos para conseguir una legislación sanitaria, desde el Proyecto de 1822, fueron todos ellos fallidos hasta la promulgación de los Reales Decretos de 1847 que funcionarían como la antesala de la tardía Ley de Sanidad de 1855. En líneas generales, la impresión es que, se actuó ex­clusivamente a golpe de epidemia y de cordones sanitarios en los que, po­siblemente, los aspectos de orden público y control de poblaciones tu­vieron un protagonismo administrativo superior al higiénico-preventivo.

En estas circunstancias, los aspectos relativos a las enfermeda­des del trabajo tendrían que ocupar necesariamente un lugar de ab­soluta opacidad. Bastante se tenía con controlar la riada epidémica de los comienzos del siglo, centrada fundamentalmente en la fiebre ama­rilla, la viruela y el cólera morbo-asiático, más las endemias palúdi­cas mediterráneas.

En todo este articulado nonnato y voluntarista, protagonizado por un escaso número de médicos empapados del aliento liberal de Cádiz, y algunos, como Montesino v Seoane del movimiento sanitarista británico, se intentaría sin éxito una primera reconducción científico-higiénica del nuevo orden burgués, que a modo de ingeniería socio po­lítica sirviese de dique contenedor de los problemas sociales.

Finalmente, este discurso liberal sobre la Higiene Pública, entre lo tutelar y lo hegemónico99, será algo excesivo para los dirigentes del libe­ralismo español y, eso, a pesar de que en el Proyecto de Código Sanita­rio de 1822 no se incluyó ninguna mención a los dos espacios de higie­nización más urgentes y necesarios como eran el taller y la escuela.

Este silencio sobre las enfermedades de los oficios e, incluso, so­bre la problemática laboral, podría ser explicable por los aconteci­mientos que inundarían a la sociedad española desde 1808 hasta 1833 con su mezcla de catástrofes bélicas y sociopolíticas a las que ten­dríamos que adjuntar un panorama de desmantelamiento indus­trial, agrícola, económico y científico que agarrotaría a todo el país hasta bien transcurrida la mediana del siglo. Panorama en el que, además, el tejido realmente fabril, descontando minería, arsenales y grandes ferrerías, se limitaba a Cataluña, con un proletariado más cer­cano al subproletariado «miserable»100 que, al obrero especializado, in­tegrado además por un ingente porcentaje de mujeres y niños que, to­davía, estaban lejos de organizar reivindicaciones «modernas» sobre sus condiciones de trabajo.

Si consideramos que las políticas y el discurso sobre la salud de los trabajadores es algo que hay que encuadrar en el tiempo de la Revo­lución Industrial y en los terrenos del taller y la fábrica mecanizada, es­tos años serán precisamente los de la revuelta contra la «máquina» y, por lo tanto, anteriores a las reivindicaciones que se inscriben en el contac­to con la nueva organización del trabajo fabril, de tal manera, que se­rían años de protesta luddista, paro y miseria, a modo de primerizos «fantasmas» que atravesarían España y Europa antes de las inquietudes de la lucha de clases.

Las revueltas luddistas que en nuestro país se iniciaron en la dé­cada de 1820 con los sucesos de Alcoy (1821) y Camprodón (1822), para tener su culminación en el incendio de la Bonaplata en el vera­no de 1835, no fueron más que revueltas del hambre y la miseria, más el aliñado posible de un punto de intoxicación antiliberal. No olvi­demos que, en el asalto a la Bonaplata, los elementos que defienden la fábrica de los asaltantes son los obreros de la misma, junto con efec­tivos de la Milicia Provincial. Los continuos amotinamientos contra las selfactinas nunca fueron protagonizados por obreros de las gran­des factorías del textil catalán sino por el subproletariado, más, artesa­nos y pequeños empresarios que se resistían a dejar las antiguas «bergadanas» o no querían correr con los costes de adquisición de la nueva maquinaria.

Por supuesto que, durante estos años irían apareciendo brotes de descontento v de revuelta que, forzando las cosas, alumbraban la pro­blemática de lo social; nosotros pensamos que desde las clases po­pulares, incluido el mundo rural, estos descontentos retrocedieron en parte al escenario de las protestas de subsistencia de siglos anterio­res y solamente en las clases medias urbanas y entre los intelectuales tardoilustrados y radicales, podemos hablar con propiedad de un cier­to nivel de conflicto que fundamentalmente, y aunque se codee con lo social, será sobre todo de supervivencia y político. De tal manera que hablar de conflictividad social en estas primeras décadas pasaría por diferen­ciar entre motines y «bullangas» del hambre, la miseria y la ignorancia, y protestas, resistencias y movimientos pararevolucionarios y libe­rales en general, motivados por la persistencia de las herencias estamentales del Antiguo Régimen y el deseo inequívoco de consolidar el poder de la burguesía. Lo que ocurriría es que estas reivindicacio­nes políticas, nacidas al rescoldo de los socialismos utópicos, como su­cedería en décadas posteriores en Alemania con los jóvenes hegelia­nos y los revolucionarios de 1848, tarde o temprano se encontrarían con los problemas del naciente proletariado industrial. Además, no debemos olvidar que el discurso higienista, como parte del discurso ilustrado, fue pensado, preferentemente, desde y para los individuos de las clases dirigentes de la sociedad estamental, y tan sólo en las si­tuaciones de emergencia o de catástrofe epidémica ampliado a las gen­tes del común o, por razones productivas, proyectado hacia colecti­vos económicamente sensibles como soldados, marineros, mineros o trabajadores de arsenales y manufacturas reales.

La construcción de una higiene de las gentes, como diseño públi­co y universal, sería tan sólo una bienintencionada apuesta política que se quedaría encerrada en los escritos de unos pocos ilustrados como Campomanes o Cabarrús y, de allí, no pasaría nunca al terreno de los hechos y las realidades. Solamente algunos de los liberales de las revuel­tas de 1835 y 1836 harán de pasada alguna referencia al proletariado como el joven propagandista saint-simoniano Pedro Felipe Monlau antes de su conversión al moderantismo, cuando habla del «bienestar del proletario«101 y las más amplias y ya claramente referidas a las con­diciones de trabajo de Abreu102 que, aparte de defender el asalto a la Bo­naplata, como resultado de que: «…El proletario sufre por su aumen­to de escasez, mira con disgusto la causa de su mal, y le rompe…» 103, describirá las condiciones de trabajo del momento denunciando sus consecuencias para la salud y abogando porque el mismo resulte atrac­tivo y deseable:

«Tampoco se presta atención a las condiciones en que el trabajo se realiza. inseguridad, monotonía de las funciones. larga duración de la jornada, in­suficiencia de las remuneraciones (..) La sociedad está organizada de manera que el trabajo necesario a la producción lo presente bajo una for­ma repugnante, que en consecuencia produce poco y distribuye con injus­ta desigualdad (…) Hacer el trabajo bastante atractivo para que apasio­nadamente sean arrastrados a él los hombres, las mujeres y los niños practicándolo sin auxilio de la moral ni del hambre, es un hecho generador del nuevo orden social» 104.

Este planteamiento de Abreu, que estaría apuntando como corta­fuego de la cercana «cuestión social» al «armonicismo» en las relaciones entre fabricantes y trabajadores, se nos presenta lleno de significa­ciones para entender por qué, derroteros va a transcurrir en las próxi­mas décadas el discurso sobre la salud de los trabajadores y en qué medida las diversas administraciones liberales, ya fuesen moderadas o progresistas, nunca entendieron estas ofertas equilibradoras —posi­blemente hasta 1883— que, por otra parte, como vemos, no eran nada del otro mundo, pues no importaba el trabajo de mujeres y niños con tal, que éstos lo considerasen atractivo.

Los intentos fallidos del primer intervencionismo preventivo. Entre el higienismo de cátedra y la cuestión social. 1840-1883

Hemos escogido intencionalmente el inicio de este apartado en el din­tel. de 1840 como fecha en la que podemos considerar cerrado el primer ciclo de consolidación formal del liberalismo en España. En el vera­no de 1839 finaliza la Primera Guerra Carlista y se puede decir que, en principio, han desaparecido los impedimentos más sobresalientes que engatillaban el derrumbe de la sociedad estamental y daban paso al programa revolucionario pergeñado años antes por las reformas del gobierno Mendizábal desde septiembre de 1835. Desamortiza­ción eclesial, supresión de las pruebas de sangre, nobleza y Mesta, abo­lición de mayorazgos, señoríos y diezmos a la Iglesia, liberación de los oficios, etc.

Pero también fueron tiempos en los que se conocieron las primeras revueltas populares que, aunque tuvieron como eje basal del con­flicto y como protagonistas principales a sectores de la menestralía ur­bana y de lo que podríamos considerar ahora como «clases medias» interesadas en acabar con los flecos de poder del Antiguo Régimen, die­ron lugar a situaciones aparatosas, violentas e intranquilizadoras, ejecutadas por gentes de los segmentos más empobrecidos y margina­dos de la población. Si en la Barcelona de 1835 fue un subproleta­riado miserabilizado, probablemente manejado por intereses reac­cionarios, en Madrid, serían jornaleros sin trabajo, mujeres y desheredados, los protagonistas de los motines con la diferencia de que, en este caso, los agitadores pudieron ser los mismos liberales. Lo importante de ambos acontecimientos es que de una u otra forma, las clases populares más endebles, desde el punto de vista socioeco­nómico, fueron utilizadas como carne de cañón, reproduciendo metafórica y realmente el estatus de dependencia, utilidades y sim­ples objetos, que la nueva sociedad burguesa les tenía asignado en el taller y la fábrica. Sin embargo, como señalan Lida y Zavala105 , no sería hasta el Bienio, cuando el obrerismo español agavillando me­nestrales, operarios y jornaleros, hiciese momentáneamente suyo, añadimos nosotros, el ideario democrático liberal inaugurando, con el movimiento huelguístico de 1854 y 1855, la verdadera «cuestión social» en nuestro país.

Desde el punto de vista médico-higiénico comenzará de nuevo la recepción traducida de obras de Higiene Pública que van incluyendo capítulos y apartados cada vez más prolijos, dedicados a tratar ries­gos y enfermedades profesionales como parte si no central, a lo menos, obligada y relevante, en los textos de higiene. Paralelamente, apare­cen los primeros escritos de autores españoles que bajo el indiscuti­ble liderazgo —aunque solamente sea por su prolífica capacidad de publicista— de Pedro Felipe Monlau i Roca (1808-1871) formarán la saga de los que nosotros denominamos como «higienistas de cáte­dra». Será un discurso higienista que reclama el intervencionismo gu­bernativo pero que considera al mismo tiempo la higienización del tra­bajo como una estrategia médico-moral, para el disciplinamiento de un obrero que cada vez va presentando mayores resistencias a su inte­gración en el orden de la nueva sociedad del capital y la fábrica.

A pesar de ese moralismo higienista, son también escritos descrip­tivos que recrearán una verdadera cartografía de la miseria y la en­fermedad obrera cuyo planteamiento tutelar, paternalista e intere­sado, no impedirá que, en la misma línea de los médicos franceses y británicos, sirviesen como denuncia de las condiciones de trabajo del proletariado fabril, haciendo un especial hincapié en el trabajo de mujeres v niños como colectivo más cómodo de manejar desde las sensibilidades filantrópicas de la burguesía bien-pensante del momento.

El primer escrito traducido en estos años, con un contenido des­criptivo-preventivo sobre riesgos y enfermedades en el trabajo, se lo debemos a Charles Londe (1798-1862) del que se traduce, en 1843, la se­gunda edición (1838) de sus Nouveaux éleménts d’hygiéne de 1827106. En el segundo tomo, algo camuflado y dentro de una extensa sección de­dicada a la higiene del aparato respiratorio, contempla todas las pro­fesiones cuyas enfermedades y riesgos tienen algo que ver con las pato­logías del aire y la respiración acompañadas de sus correspondientes medidas preventivas. Esta segunda edición, aparte su traducción más acertada, amplía considerablemente lo contenido en la de 1829, espe­cialmente, en lo relativo a la prevención. Podríamos decir de ella que constituye el primer texto relativamente moderno de higiene profesio­nal que se recepciona en nuestro país. Sabemos de él que fue texto oficial (Mercedes Granjel, 1983, Jacinto Molina, 1891) y que, aparte las reediciones v ampliaciones que tuvo en Francia, en España ten­dría dos más, traducidas por el prestigioso higienista Rogelio Casas de Batista107.

Una segunda obra de menos calado que la de Londe sería la de un no muy conocido médico francés, el Dr. François Foy (1793-1867), del que se publica, en 1845, un Manuel d’hygiéne, ou Histoire des moyens propes á conserver la sante et á perfectionner le physique et le moral de l’homme. Es una obra mediocre y sin ninguna originalidad, pero incluye un apartado relativamente extenso sobre enfermedades de los oficios, acompaña­do de algunas propuestas preventivas. Probablemente fue una obra que pasó desapercibida en Francia en un momento en que se publicaban los dos volúmenes de la Higiene Pública de Michel Lévy unos años atrás, junto al texto de Londe; en 1841, Adolphe Niotard había publicado sus Essai dygiéne générale108. El caso es que esta obra se traduce al cas­tellano rapidísimamente, el mismo año de 1845, como Manual de Higie­ne, ó Historia de los medios oportunos para conservar la salud y perfeccionar lo físico y moral del hombre109 siendo, según Jacinto Molina, libro de tex­to, junto con el «Tratado» de Londe y los “Elementos» de Monlau, por sen­das Reales Órdenes de 1851 y 1852110.

En 1846, se traduce de manera incompleta el segundo tomo del Trai­té d’hygiéne publique et privée de Michel Lévy111, editado un año antes en París, abriéndose el ciclo de recepción en España del higienismo fran­cés del Segundo Imperio en el que de la mano de fuertes reflejos defen­sivos, moralistas y tutelares, no presentes aún en Motard, Londe o Foy, se seguirá insistiendo en enfoques higienistas todavía hereda­dos del galenismo, que durarían hasta el Précis d’hygiéne privée et sociale de Alexandre Lacassagne en 1876.

Así, las higienes profesionales se cuelgan de la «gesta» o «gimnás­tica» como componente de las sex res non naturales de tal manera, que la lectura de la enfermedad se hace desde el paradigma del ejercicio y el movimiento combinado con la «atmosferología» como reproducción de la “circumfusa” de la tradición hipocrática-galénica. Posturas, movimientos y aires corrompidos formarán los «modificadores» o condicionantes de la salud o la enfermedad en los oficios. Únicamente, para las profesiones no mecánicas, las denominadas intelectuales o liberales, se echaría mano como constructo explicativo de la «percep­tología» y de los «accidentes del ánimo» como adelanto de los riesgos psicosociales.

El eje de todo este diseño higienista, heredado y repicado por los hi­gienistas españoles no será otro, que el enmascaramiento de las condiciones de trabajo en su dimensión estructural y organizativa de ma­nera que la actividad laboral, se desmenuza y parcela en espacios y operaciones puntuales, condicionados solamente por el umbral de esfuerzo o por la mayor o menor presencia de una aireación insuficiente, o de excesivas partículas contaminantes y nocivas. Incluso, cuan­do se habla de esfuerzo, todavía no se habla de fatiga en el sentido moderno y, además, se proyecta insistentemente sobre mujeres, niños y jóvenes asociado a la duración de la jornada, como dando a enten­der que son los únicos cuerpos sensibles a la fatiga y al esfuerzo, cuer­pos “asténicos” y «blandos», diferentes a los «esténicos» y sufridores del trabajador adulto y varón que puede aguantar sin problemas jornadas de 14 horas.

En el mismo año en que se recepciona el texto resumido de Michel Lévy, Monlau publica sus Elementos de Higiene Privada dedicando unas escasas páginas finales a comentar brevemente algunas enfermedades profesionales como parte de lo que él llama «higiene privada especial». Estos primeros apuntes de Monlau a pesar de su esquematismo y cortedad nos han parecido siempre interesantes, pues marcan el derrotero «angélico» que va a tomar en adelante el «higienismo de cá­tedra’ español. Así, por ejemplo, cuando relata las medidas preventivas para diferentes oficios, éstas, se plantean como si el trabajo se realizase en un escenario idílico absolutamente controlable y gestio­nado por los trabajadores, que por su propia voluntad pueden salir a tomar el aire, pasear por el campo o tener acceso a una adecuada ali­mentación aparte de esbozar ya, sus acostumbrados comentarios morales surrealistas:

«El libertinaje es muy común, sobre todo entre los sastres, los zapateros, las modistas, las costureras y las lavanderas: en estas últimas, la inmersión con­tinua de las manos en agua, y la posición ó estacion sentada en las otras, no deja de contribuir mucho á la sobreexcitacion de los órganos genitales» 112.

Un año más tarde Monlau publicará sus Elementos de Higiene Públi­ca. Más allá, de la obra de un Monlau que por esos años habría perdido su fervor progresista113, incluso de ser, en numerosos capítulos y aparta­dos. una reproducción de comentarios y reflexiones, entre otros, de Mi­chel Lévy o Motard, nos parece una obra realmente interesante que, aparte reflejar una gran erudición, está atravesada por una profunda convicción higienista. Incluso, su diseño moralista se presenta más con­tenido que en su Memoria de Higiene Industrial de 1856, cuyos 20 pun­tos incluiría en la reedición de 1862.

Este texto de Monlau, a pesar de su moralismo, constituyó un grito en el desierto, se­ría también, un relato riguroso de denuncia; una fotografía de la miseria higiénica española y de las condiciones de trabajo existentes en donde, a pesar de que puedan sobrar excesivas referencias a otros países114, no para en mientes al reflejar el panorama nacional; no cansándose en instar y recordar al Gobierno sus obligaciones en la procura de la salubridad de la población:

«El Gobierno (cualquiera que sea su forma) es siempre una institución esencial y expresamente creada para proporcionar seguridad, libertad, comodidad y salud d todos los gobernados» 115.

Sus propuestas preventivas pueden parecer idealistas, pero son sin duda correctas, adelantándose en muchas décadas a su implanta­ción real en España. Entre otras, abogaría por la redacción de un «manual de higiene» para cada profesión dentro de una política ofi­cial de prevención, de modo

«Que el Gobierno hará examinar el mecanismo de cada trabajo ó ejercicio industrial, y estudiar las influencias que obran sobre los industriales ó arte­sanos de la profesión dada. En vista de todo, dispondrá que se redacte un manual de higiene para cada profesión, y hará de modo que este libro an­de en manos de las personas para quienes se escriba, ó que estas sepan al menos las reglas consignadas para mejor cuidar la salud» 116.

Con relación al trabajo infantil propugna, antes del fallido pro­yecto de los progresistas de 1855, que los menores de 10 años no puedan ser admitidos en las fábricas, no hagan trabajo nocturno y su jornada no supere las 8 horas, obligando a los patronos a que, por lo menos, les dejen asistir durante tres días a la semana a la escuela (pág 545 y ss). Y recomienda la existencia para los niños de una inspección sanitaria en las fábricas

«…regular, constante, desinteresada, é independiente de la natural que de­ben ejercer los padres y también los fabricantes…Este médico cuidará de la salubridad de las cuadras, suspenderá ó acortará la duración del traba­jo de los niños según los accidentes de su crecimiento y las fases de su sa­lud, autorizará el aumento de la duración del trabajo en los niños dotados de un vigor precoz; en una palabra, seguirá d los niños en las vicisitudes de su desarrollo, y atenderá á la regularidad de su vida física… Se re­dactará un reglamento administrativo general que comprenda todas las disposiciones relativas á la salud de los operarios, á la salubridad de las fábricas» 117.

Este planteamiento se hará todavía más original y hasta moder­no, cuando apunta la necesidad de que el citado médico «no dependa en manera alguna del fabricante» sino de una Junta mixta formada por «administradores (se debe referir a representantes gubernativos) fabricantes y médicos» con lo que estaría anunciando el papel correcto de un verdadero médico de empresa.

A pesar de la severidad con que muchos historiadores han enjui­ciado la obra de Monlau, también es de recibo reconocer, aunque sea dentro del horizonte utópico y moralista, de lo que venimos en denomi­nar como «higienismo de cátedra», como honrados intentos – aunque, nunca inofensivos -, por plante­ar soluciones concretas para el manejo correcto de la salud laboral.

Intentos que tardarían casi medio siglo en concretarse legislativa­mente y que en la reedición de su obra, en 1862, hará que nuestro pa­radójico doctor se lamente, al recordar el nunca aprobado proyecto de ley propuesto por Alonso Martínez, el 8 de octubre de 1855, Sobre el ejercicio, la policía, las sociedades, jurisdicción é inspección de las industrias ma­nufactureras. Proyecto por otra parte que además, le parecerá tímido e insuficiente al declarar que de sus 25 artículos, solamente tres de ellos se refieren a contenidos directamente relacionados con la salud laboral. El 7°, al trabajo de lo niños; el 12°, a la capacidad y salubridad de los es­tablecimientos industriales; y el 12°, apuntando indemnizaciones por accidente cuando la culpa es del fabricante.

No es cuestión de extenderse más, por ahora, sobre esta primera etapa de la contribución de Monlau a la prevención en nuestro país co­mo no sea añadir que, los 20 puntos de la Memoria con el mem­brete de: «¿Qué medidas higiénicas puede dictar el Gobierno á favor de las clases obreras…?» se añadirían a la edición de 1862, que por lo demás, se mantendría prácticamente idéntica a la de 1847.

En 1848, en una publicación de divulgación científica madrileña, Instrucción para el pueblo, continuaría insistiendo en que el Gobierno se preocupe —por entonces «tutelarmente»— de la salud de los traba­jadores: «Todos tienen derecho á que el gobierno, como padre y tu­tor de la sociedad, vele por su salud, avisándoles de los peligros que co­rren, conjurando por sí los muchos peligros…y dándoles todos aquellos consejos que valgan para dirigir atinadamente su conducta. En esto consiste principalmente la gimnástica social ó administrativa…»118. En el horizonte español de 1848, puede que a nuestro buen doctor, aho­ra militante del moderantismo liberal, le fuera imposible llegar a más, en sus recomendaciones que, por otra parte, nos indican el carác­ter paternalista y graciable, desde el que se estaba diseñando en Es­paña la salud obrera, mientras que, por esas mismas fechas, en el Berlín de las barricadas, otros médicos como Rudolf Virchow y So­lomon Neumann planteaban tajantemente la salud de los trabajado­res como un derecho ciudadano.

La antigua polémica de finales del XVIII sobre la conveniencia o no de ubicar los establecimientos fabriles en el interior de las ciudades, seguirá cobrando protagonismo durante estos años centrales del XIX. Una de las circunstancias que abrirían el debate sería el amurallamiento de la ciudad Condal contra el que se levantaría un potente movimiento ciudadano119 a partir de 1841, momento en que Monlau re­dacta uno de sus primeros escritos de higiene urbana en defensa del de­rribo de las murallas. En 1846, se añadirían las intranquilidades de di­versos estamentos locales desde el Ayuntamiento a la Comisión de Fábricas, por el aumento tanto de establecimientos fabriles,120 como del número de obreros. Se convoca a diversas instituciones, se discute y se llega a algunas conclusiones, que en resumidas cuentas resulta que no tienen mucho que ver con la higiene sino con lo social: al final el argumento de peso para sacar de la ciudad «vapores»121 y fábricas de pro­ductos químicos era que los obreros en un medio rural presentarían «reivindicaciones más moderadas» que en la ciudad, añadiendo que siempre sería más fácil destruir y arruinar la industria concentrada en una sola ciudad que la desparramada en numerosas localidades rurales. Probablemente en estas consideraciones confluyeron no sólo los fan­tasmas y temores ante las iniciales reivindicaciones obreras más las recientes bullangas populares, sino además, los destrozos en el tejido fabril de los bombardeos que sufrió Barcelona entre 1841 y 1843, sin olvidar, claro está, los sucesos de 1835122.Unos años más tarde, el mé­dico barcelonés Joaquín Font i Mosella, pondría un toque de profe­sionalidad higienista al debate, mediante un informe dirigido al Ayuntamiento en el que reconociendo que:

«…otro perjuicio de la existencia de las fábricas grandes dentro de los muros de esta capital es la facilidad con que muchos jornaleros se dejan embaucar por su poca instrucción por los revolucionarios diestros para servirles en sus mi­ras, las más veces en perjuicio propio de los mismos jornaleros. Todavía son demasiado recientes varias asonadas de que ha sido teatro esta capi­tal, en mayor número que todas las demás, á las cuales indudablemente han dado pábulo las mismas clases proletarias, que más tarde han pagado los efectos de su impremeditación» 123.

Despliega y muestra, paralelamente, una minuciosa cartografía de las duras condiciones de trabajo y vida del proletariado barcelonés de la época, poniendo de manifiesto jornadas de trabajo para hom­bres sanos o enfermos, mujeres y niños de hasta 13 horas. Grandes carencias alimenticias; viviendas insalubres y caras; talleres y fábricas con una atmósfera altamente contaminante y tóxica. Aconsejaría, ade­más, el reconocimiento médico previo, introduciendo para la vida la­boral los términos de comodidad, vitalidad y bienestar,

«…y no permitiendo tampoco que nadie se dedique d aquellos oficios que han de ser perjudiciales á su salud. para lo cual haga reconocer d los aspirantes jornaleros por facultativos prácticos que declaren acerca de su utilidad …»(pág 35).

Como reclamación novedosa Font propondría la necesidad de con­tar con máquinas que hagan menos fatigoso y peligroso el trabajo, es­pecialmente en la industria textil:

«Limitándome á la clase algodonera, haciendo adoptar algunas máquinas de reciente invención. y procurando que se hagan en otras, modificaciones recién descubiertas, podrá disminuir el número de los perjuicios de algu­nas de las preparaciones que sufre» 124.

Otra novedad en el enfoque de este higienista es que, a diferencia de otros médicos como Monlau y Salarich, se alejaría claramente de cualquier juicio peyorativo sobre la moralidad y personalidad del obre­ro manifestando:

«Por último, nuestros jornaleros, salvas muy pocas excepciones, son honra­dos, laboriosos, buenos esposos. excelentes padres; dignos son por lo mismo y muy dignos del aprecio de sus amos y de toda consideración y protección del gobierno» 125.

A partir de la obra del Dr. Font, la problemática fabril barcelone­sa saltará de lo ambiental a lo social. El problema no va a ser ya el de la salubridad de los establecimientos fabriles considerados desde el pun­to de vista de la salud pública.

Lo que, a partir de los sucesos de julio de 1854, va a constituir el sus­trato principal de las intranquilidades de los núcleos de poder de la ciu­dad, va a residir ahora en la conflictividad social incrustada en la re­volución progresista con que se inicia el Bienio.

Aunque, después de la dudosa victoria del pronunciamiento de Vicál­varo, a finales de junio, se tardaría semanas en conseguir el apoyo popu­lar, en lo que se refiere a la ciudad Condal y, a pesar de los tres días de barricadas madrileñas’, revestiría las características de un movimien­to en donde los trabajadores formarían el núcleo duro de la protesta aunando ideales político-progresistas con los relacionables con las con­diciones de trabajo. A la dinámica política del 14 de julio se le uniría el con­flicto de las selfactinas con la reaparición de la violencia luddista de las dé­cadas anteriores cuya última manifestación se había dado en el incendio de la fábrica de los Subirats y Vila, en 1848 (Casimir Martí, 1977).

Fue precisamente este conflicto, que supuso junto a la revuelta de dos días una huelga total del textil barcelonés, el catalizante proba­blemente de las primeras estrategias gubernamentales de negocia­ción e intervención administrativa en la problemática de lo social, lide­rada por el propio gobernador civil; en este caso, el liberal progresista Pascual Madoz, para continuar con su sucesor, Cirilo Franquet.

Como relata Casimir Martí (1977), el papel protagonizado por Madoz tendría una significación realmente revolucionaria en la his­toria española del manejo administrativo de los conflictos obreros, siem­pre tratados como problemas de orden público, para situarlos en la esfera estricta de lo sociológico o laboral.

Madoz levanta el estado de sitio y se establece un programa de negociación con los fabricantes que permita, aparte de la desactivación del conflicto, la instauración de comisiones mixtas de asociaciones obre­ras y la Junta de Fábricas que, de alguna forma, y aunque no trataron asuntos concretos de salud laboral, servirían de prólogo a toda una corriente armonizadora posterior, ejemplificada en 1883 por la Comi­sión de Reformas Sociales (CRS).

Los dos cortos años del Bienio, aunque contabilizaron el fracaso del primer proyecto de legislación laboral moderna, supusieron un clima de libertad de expresión y asociativa que permitiría la salida a la su­perficie del lenguaje de un discurso obrero autónomo sobre sus proble­mas y situación, que lentamente iría introduciendo percepciones y reivindicaciones higiénicas que, curiosamente, fueron siempre acom­pañadas de sentidas llamadas a la dignidad y a la consideración moral de su trabajo, situándose de un modo transparente en el solado de lo psicosocial, como un acompañante estructural del accidente o la enfer­medad. En este sentido, siempre han sido para nosotros esclarecedo­res los diversos documentos emitidos por el asociacionismo obrero bar­celonés que desde el documento fundacional de los tejedores de Barcelona, en 1840, hasta el manifiesto de la Asociación de Hilado­res, en 1856, pasando por la exposición dirigida a Espartero, en 1855, por la Junta de Directores de la Clase Obrera,127 suponen un verdadero grito reivindicativo que se colocará como solemos a menudo decir: «más allá del cuerpo y de la máquina»128.

Desgraciadamente esta posibilidad de entendimiento se agostaba en el verano de 1855 dando lugar a la huelga general de primeros de julio en donde, según una proclama publicada durante esos días, las rei­vindicaciones laborales se articulan directamente con las de los derechos ciudadanos emblematizados en la exigencia de poder acceder a las filas de la Milicia Nacional, como significante máximo de un estatus de ciudadanía plena129. Pues bien, será sobre este suelo de desesperanzas y desencuentros, en el que se van a dar los primeros escritos de higie­ne industrial desgajados de las higienes públicas, acompañados de publicaciones sobre higiene rural, más una aceptable producción de textos y obras de higiene militar y naval130 independientes, de los ma­nuales de higiene pública donde, como sabemos, se incluían en los apar­tados tocantes a la higiene de las profesiones.

En enero de 1855, y por lo tanto, antes de que el umbral de con­flictividad social hubiese alcanzado su clímax, la Academia de Medi­cina y Cirugía de Barcelona promueve un concurso bajo el lema: «¿Qué medidas higiénicas puede dictar el Gobierno a favor de las clases obre­ras? » La Memoria como sabemos fue ganada por Monlau y publicada en Madrid (Imprenta y Estereotipia de Rivadeneyra), en 1856, bajo el rótulo principal de Higiene Industrial.

La Memoria, de no más de 63 págs en 4° menor, se aparta sensible­mente del tono, en el fondo comedido, del capítulo dedicado a la higiene de las profesiones mecánicas de sus Elementos de Higiene Pública de 1847. Aparcando, y a pesar del tono profundamente moralista y lleno de pre­juicios sobre la personalidad obrera, que ha sido profusamente trata­do131 en la bibliografía española, las veinte medidas que propone al Gobierno, algunas totalmente utópicas por no decir ingenuas, hay por el contrario otras, que sí, deben ser tenidas en consideración, formando, junto con las que se irían lentamente desgranando de las demás pro­puestas de los higienistas de cátedra, el basamento prevencionista en nuestro país que, como estamos repitiendo, tardaría casi medio siglo —a pesar de la Ley de 1873— en proyectarse sobre resoluciones admi­nistrativas realmente operativas. De entre ellas nosotros resaltaríamos las siguientes:

1a Medida: Descentralizar las fábricas y talleres; … llevando las grandes ma­nufacturas y los talleres de alguna consideración a los pueblos rurales…

2a Medida: …Sujetar la construcción de los talleres y de los edificios-fá­bricas a las condiciones de salubridad convenientes, y mandar inspeccionar los mismos edificios, bajo el punto de vista higiénico, después de construidos o mientras sirvan para el objeto que fueron construido (…) Ni así cons­truida la fabrica ha de abandonarla el celo tutelar del Gobierno. Desde el momento en que se empiece a trabajar en la fábrica o el taller; debe nombrar­se para su inspección sanitaria un médico inteligente que la visite todos los días, y prescriba al dueño o al empresario las medidas higiénicas con­ducentes para la mejor salud y el bienestar físico de los operarios…

3a Medida: …Mandar construir casas-modelos con habitaciones adecuadas para los obreros y sus familias; y fomentarla construcción de casas análogas por cuenta de los particulares…

8a Medida: …Dictar una ley sobre el trabajo de los niños de ambos sexos en las fábricas (…) haciendo patente que el trabajo fatigoso y despropor­cionado, impuesto desde la niñez, es una de las causas más poderosas de enfermedad y de muerte en las clases obreras…

Pasando a continuación a señalar los contenidos que debería contemplar una ley española sobre el particular:

«…No admitir ningún niño o niña menor de diez años, y siempre previo reconocimiento y declaración, del Médico ins­pector del establecimiento, de que el respectivo trabajo no podrá perjudicar a la salud ni al crecimiento o desarrollo del niño (…) fijar la duración máxima del trabajo a seis horas diarias para los niños de diez a doce años. y a diez horas para los de doce a dieciseis..prohibir absolutamente el tra­bajo nocturno…«

9a Medida: …Evitan y en su caso remedian los accidentes y desgracias que ocasionan a veces las máquinas (..) inquiridas las causas de los accidentes desgraciados en las manufacturas y los talleres, nada más fácil que encon­trar el posible remedio o método preservativo. Reglamentos severos para los fabricantes, mayordomos y jefes de tallen imponiéndoles la obligación con su correspondiente sanción penal, de adoptar todas las precauciones con­venientes; e instrucciones claras y circunstanciadas para los obreros, a fin de que no sean víctimas de su incuria o distracción…consumada ya la desgracia, el obrero víctima de ella ha de ser inmedia­tamente socorrido y visitado por el Médico inspector de la fábrica, para lo cual debe haber en ella un botiquín con los medicamentos y apósitos ne­cesarios. En el caso de que el obrero quede inútil, la humanidad y la justicia aconsejan que en manera alguna quede abandonado a sus míseros recur­sos el inválido de la industria…

15a Medida: …Mandar componer, y distribuir gratis. una Cartilla higiéni­ca para uso de los obreros de cada arte o industria...

16a Medida: …Ofrecer y adjudicar premios anuales a los autores de cual­quier método o descubrimiento que contribuya a disminuir los peligros o la insalubridad de ciertas artes o industrias…

20a Medida: …Abrir una información general acerca de la situación o de las condiciones físicas y morales de las clases obreras v formar las estadís­ticas de la industria fabril en España…

Hemos querido extendernos en la trascripción de estas propues­tas por considerar que, más allá de algunos de sus comentarios críti­cos, y posiblemente reaccionarios, es obligado reconocer la madruga­dora aportación de Monlau a la salud laboral en nuestro país; tan adelantada, que algunas de sus recomendaciones no serían incluidas en la legislación de 1900. En un concurso posterior de la misma Aca­demia barcelonesa bajo el lema u objetivo de: «una cartilla que seña­le los medios higiénicos con la que puedan precaverse en las fábri­cas, talleres de obradores, las enfermedades que acarrean los materiales que se elaboran, las máquinas y los instrumentos que se usan…» Joa­quín Salarich i Verdaguer (1816-1884) ganaría el primer premio con una Memoria titulada Higiene del Tejedor o sean Medios físicos y morales para evitar las enfermedades y procurar el bienestar de los obreros ocupados en hilar y tejer el algodón. El escrito, de 13o páginas en 8′ mayor, sería pu­blicado en Vich, en 1858.

Esta obra de Salarich se nos presenta como un escrito menos uni­forme que la anterior Memoria de Monlau, adoleciendo de una po­tente añoranza ruralista que no estaría presente en su Higiene Indus­trial, acompañada además, de un excesivo afán moralista y defensivo lleno de reservas ante la personalidad «aviesa y viciosa» del obrero; des­confiando de que las medidas materiales con ellos puedan tener re­sultados positivos sino «se les moraliza y no se les inculcan las creencias religiosas» (pág 130).

Para Salarich, «las masas inmensas de obreros (…) forman un cuer­po colosal, por cuyas venas corre una sangre ardiente y viciosa…» (pág 130).

Pero dicho esto, también hay que reconocer su descripción de las insalubres condiciones de trabajo en el textil catalán y de algu­nas de sus patologías más características como la llamada «tisis al­godonera» al lado de una serie de rigurosas consideraciones sobre la prevención de los accidentes debidos a la maquinaria, dirigidas es­pecialmente a la protección de los niños obreros. Al igual que Mon­lau, recomendaría la adquisición y empleo de máquinas provistas de dispositivos de protección para evitar accidentes, señalando estas me­didas como imposiciones obligatorias del Gobierno hacia los fabri­cantes para

«que se sirvan de las máquinas más perfeccionadas, y menos peligrosas que sea posible: mándeles como en Inglaterra. con reglamentos severos, y hasta con multas si es necesario, que adopten todas las preocupaciones convenientes«

A pesar de que no le quedase más remedio que hablar de la má­quina, el enfoque higienista de Salarich estuvo siempre atornillado por un potente ruralismo que tendía a defender las costumbres y las cul­turas de trabajo de la sociedad estamental. El que su vida transcurrie­se casi toda en Vich v su estrecha relación como médico y como indi­viduo con el medio campesino catalán pudieron ser determinantes, para tener esta mentalidad.

Esta inmersión en lo rural, le hará escribir una obra directamente relacionada con la higiene rural titulada Higiene del campo, que publi­ca en diez y nueve artículos en la Revista de Agricultura Práctica de Barcelona, entre 1857 y I860133. Aunque según nuestra investigación, pue­de ser el primer134 escrito con este rótulo publicado en España, al que le seguiría como luego comentaremos la Higiene rural de Giné i Parta­gás, en 1860, es un texto muy elemental que visualiza en general el asun­to desde criterios de higiene privada y ofrece escasas consideraciones preventivas dando la impresión que lo que le preocupa es sobre todo la salud de los labradores al estilo de Tissot, más que la de los jornale­ros. No obstante, contiene varios apartados de un cierto interés cuando trata aspectos de higiene pública, como por ejemplo los dedi­cados a los establecimientos escolares, señalando los deterioros mús­culo-esqueléticos de los niños por malas posturas, los peligros en la visión y la necesidad de atender a las condiciones de espacio, tempe­ratura y humedad de las escuelas135.

En otro párrafo recomienda la necesidad de que en cada distrito ru­ral haya un hospital y en relación con enfermedades propias del mun­do rural, comenta la insalubridad de los arrozales y la necesidad de separar las habitaciones del espacio dedicado a los animales. Quizá lo más reseñable sea, sin embargo, el énfasis que pondría Salarich en las virtudes del trabajo campesino y muy especialmente en montar sobre el mismo, un modelo de relaciones de trabajo sustentado sobre la disci­plina y las servidumbres estamentales, que será precisamente lo que in­directamente intenta proyectar en su Higiene del Tejedor. Este diseño idí­lico/perverso, sobre el trabajo agrícola no será solamente exclusivo de nuestro autor, sino que pesará durante años sobre los trabajadores del campo, haciendo que sus enfermedades y riesgos hayan ofrecido siempre, una gran opacidad. La constatación la tendremos en el comentario con el que Salarich cierra su Higiene del campo:

«La profesión agrícola, dice un autor contemporáneo, es un culto perpetuo que la especie humana rinde al Criador; perfeccionando su obra. Este cul­to tiene sus dogmas (..) Los labradores y los colonos son los sacerdotes de este culto: los grandes propietarios terratenientes son los pontífices. Es una profesión noble que no se han desdeñado de ejercer algunos monarcas (..) Esta profesión generalmente hablando es sana. Los agricultores no cono­cen la tisis de los tejedores, los cólicos de los pintores, el escorbuto de los marinos. el carbúnculo de los pelaires, y otras cien enfermedades caracte­rísticas de otras tantas profesiones. Los agricultores respiran un aire puro; (…) Si gana menos jornal que otros industriales, es este más seguro y más su­ficiente, porque no tiene tantas necesidades (..) la profesión que siempre se ha considerado como una de las más propias para la salud’.

La dedicación de Salarich al mundo de la agricultura se reflejaría además en la confección de una Cartilla rústica en donde desgrana abun­dante información sobre maquinaria y modernización de técnicas de cultivo con algunas notas sobre medidas preventivas. Sería editada por la Imprenta del Diario de Barcelona, en 1859.

Durante estos años, aparecen algunos trabajos que, sin consti­tuir aportaciones tan estructuradas como las de Monlau y Salarich —y en general desapercibidas—, eran exponentes de que las cosas es­taban cambiando y se iniciaba en nuestro país la producción de una cierta literatura higienista que se iba lentamente diferenciando del tra­tamiento ambientalista y antimiásmático de las higienes públicas, pa­ra ir situándose en los territorios de la producción fabril. En el mis­mo concurso en el que Salarich consigue el primer premio, es adjudicado el segundo a Antonio Prats i Bosch (1836-1862) que, po­siblemente, si no hubiese fallecido a una tempranísima edad, hubie­se sido un higienista relevante. El título de su Memoria era: Higiene del operario de una fábrica de albayalde.

La única referencia que tenemos sobre esta Memoria viene indi­rectamente de otro escrito de Prats contenido en El Monitor de la Sa­lud137 que versaba sobre la «Intoxicación saturnina por el polvo de cristal138 en donde recomienda como medida preventiva abstenerse de bebidas alcohólicas y frutos ácidos, recordando, que dichos precep­tos los había ya inculcado en:

«Una memoria que, estando cursando el cuarto año de la facultad, tuve la honra de presentará la Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona, y fue premiada con el accésit en enero de 1857. En esta memoria, intitulada: Higiene del operario de una fábrica de albayalde, al hablar de la alimen­tación que más convenía d dichos operarios, hacia las siguientes conside­raciones sobre las sustancias ácidas: Según cual sea el ácido que predomi­ne en la sustancia alimenticia, podrá ocasionar la descomposición del albayalde que ha ido a parar al estómago, y dar por resultado una sal so­luble que será absorbida con muchísima facilidad» 139.

En el citado Monitor de la Salud, revista quincenal (1858-1864) diri­gida y escrita íntegramente por el prolífico Monlau, podemos encon­trar alguna que otra información más sobre higiene industrial, como unos «Consejos higiénicos e instrucciones sanitarias para todos los em­pleados de la Compañía de los ferro-carriles de Madrid a Zaragoza y a Alicante», redactados por el jefe médico de los servicios sanitarios de la Compañía, el Dr. Ramón Carrión y Sierra140. Nos parece un docu­mento valiosísimo para atestiguar, a mediados del XIX, la existencia en los ferrocarriles españoles de un servicio de medicina de empresa que, probablemente, fuese, junto a la minería, los únicos centros de tra­bajo en donde se instalaron, al margen de cualquier decisión o impo­sición gubernamental directa.

Otra obra que en esta línea podemos citar sería la de Francisco Jo­sé Bagés: De la intoxicación saturnina observada en los mineros de la Sierra de Gádor; comparada con la de los fabricantes de los varios preparados de plomo141.

Durante la década de 1850, tenemos anotadas dos obras de higie­ne pública que no hemos estudiado, y que por lo tanto no sabemos si contenían alguna referencia a la higiene de los trabajadores. Una es de Cipriano de Cribará, con el título de Tratado de Higiene, Barcelo­na, 1852 y otra, Compendio de Higiene del médico extremeño Francisco Ramírez Vas (1818-1880) impresa en Badajoz, Imprenta de Arteaga y Compañía. en 1858.

Puede ser interesante señalar que, durante estos años previos al Sexenio, comienzan a proliferar las memorias de doctorado142 con membretes relativos a la utilidad de la higiene pública, de entre las cuales, de las que hemos podido estudiar, solamente hemos visto en algunas tocar de pasada aspectos relacionados con la higiene de los trabajadores, pero ninguna centrada particularmente en conteni­dos de higiene industrian143. Aspecto éste que, nos podría señalar, a pe­sar de los esfuerzos de algunos contados médicos como Monlau, el peso o el lugar casi marginal que la higiene industrial ocupaba dentro del higienismo público y las expectativas intelectuales de los nue­vos doctores. El problema podría estar en responder en nuestros días a la misma cuestión.

Como otra aportación adelantada a la higiene del trabajo agrícola Juan Giné i Partagás publicaba un texto de Higiene Rural mucho más técnico, centrado y extenso, que la Higiene del Campo de Salarich. Lo más interesante de esta obra es que introduce numerosas recomen­daciones preventivas para el trabajo agrícola, al mismo tiempo, acom­pañadas de criterios que en la actualidad podríamos tomar como ergo­nómicos. Comentará el descuido que se ha tenido en el diseño de los instrumentos de labranza sin atender a:

«…proporcionarlos d las fuerzas de los que deben usarlos. Por eso vemos esas azadas con tanto hierro, esas layas tan pesadas, esas estevas tan inclina­das al suelo. que obligan a mantener posiciones violentas y duraderas» 144.

Dentro de las comunicaciones, memorias y discursos académicos de la época existe un documento memorable en el que, por primera vez, descontando la Estadística sobre la situación de la clase obrera en Barcelo­na del ingeniero de caminos Ildefonso Cerdá, en 1856, junto a un profesional ajeno a la medicina. Se trataría del arquitecto y Direc­tor del Real Instituto Industrial de Madrid, Manuel María de Azofra y Saénz de Tejada (1813-1879) que con motivo de su discurso de recepción en la Real Academia de Ciencias Físicas y Naturales, hablará de las máquinas y de los motores animados, reconstruyendo el primitivo discurso sobre las máquinas y el trabajo en nuestro país, iniciado por el coronel de artillería José de Odriozola145, en 1839.

Expone su noción del motor humano como motor animado, se­ñalando inicialmente que es un modelo de motor intermitente que ne­cesita descanso y alimentación, para pasar a continuación a desarrollar una sugestiva teoría que se concreta en la idea de que este motor huma­no no podrá considerarse nunca como un motor fuerza, para eso es­tán las máquinas, los motores inanimados movidos por la fuerza del agua o del vapor, afirmando que el motor humano —descontando deter­minadas tareas— es fundamentalmente un «motor intelectual», «una fuerza vital» que a nosotros nos gustaría traducir como «cognitiva y emo­cional». Alrededor de este eje argumental, habla de la fatiga y del des­canso, denuncia los egoísmos y la improductividad del trabajo exce­sivo y del infantil, señalando que el trabajo fabril necesita una acomodación fisicomecánica, intelectual y organizativa, que nos traslada a la posterior cultura de la Organización Científica del Tra­bajo, con algún toque premonitor de los enfoques ergonómicos. Para este arquitecto «…Tratar de obtener del hombre en todos los casos la mayor cantidad de trabajo corporal de que sea susceptible…» será al­go que repugna a la humanidad y además «…opuesto a los intereses de los que tan torpemente quisieran abusar de los medios de trabajo puestos a su disposición…».

El «trabajo-fuerza» será para nuestro autor una tarea de esclavos; la nueva sociedad de la máquina necesitará de nuevos modelos de orga­nización del trabajo humano:

«Más para obtener del hombre como motor una cantidad de trabajo, que tan útil pueda ser en las diversas operaciones de la industria, de la manera mas ventajosa, no basta aplicar á ciegas su fuerza muscular; es preciso po­ner los medios necesarios para aumentarla cuanto sea dado, para emplear­la con la posible destreza y aptitud, y dirigirla con la mayor inteligencia y acierto; es indispensable la educación física, artística é intelectual (.) el re­poso, el sueño y el alimento, son indispensables para la vida y para recobrar .fuerzas perdidas en el trabajo (..) si por una prolongación excesiva del tra­bajo diario, ópor verificarlo en condiciones insalubres. Ó en edad y cir­cunstancias poco acomodadas, se origina una perturbación en la economía animal del motor» 146.

La entrada en la lectura del trabajo de profesionales ajenos a la me­dicina, incluso de médicos con una visión más moderna de la pato­logía humana, como sería años más tarde el caso de Simarro, ayuda­ría a la superación de la visión antimiasmática y accidental de los riesgos laborales para ir encontrando y desarrollando nuevos constructos afian­zados en la fatiga, los ritmos de trabajo o el descanso que, necesaria­mente, desembocarían un siglo después en la organización del tra­bajo y en los riesgos psicosociales. Pero por ahora, a la altura de 1868, es ya de por sí, significativo el que se inicien estas nuevas miradas sobre la salud laboral.

A pesar de estos tímidos intentos por construir estrategias pre­ventivas sobre enfermedades y accidentabilidad laboral, éstas nunca llegarían a plasmarse en leyes positivas que obligasen a su cumplimien­to por empresarios y fabricantes. Como hemos apuntando anterior­mente, el tímido proyecto de Alonso Martínez (Gaceta del 10 de oc­tubre de 1855) no sólo no se aprobaría sino que ni siquiera llegaría a discutirse. Por otra parte, no fue más que un mezquino y vergonzante proyecto que únicamente pretendía distraer el creciente desconten­to obrero para intentar intercambiar unas cuantas medidas de higie­nización ambiental por orden y disciplina, a fin de conseguir, «la correc­ción de aquellos excesos que conmoviendo los talleres y las fábricas con exigencias y quejas inmotivadas, alteran y suspenden su trabajo»147. Seguramente con la memoria puesta en las huelgas barcelonesas del ve­rano de 1855.

El inicio de las primeras leyes intervencionistas españolas que inten­taron romper el monopolio que las instituciones caritativas, los mon­tepíos y la filantropía —o la inteligencia— de algunos pocos empresarios tenían sobre el cuerpo del trabajador sería obra de los progresistas y republicanos del Sexenio con el Decreto de 29 de diciembre de 1868 y la Ley de 24 de julio de 1873.

En el Decreto de 29 de diciembre al mismo tiempo que se senta­ban las bases de la nueva ley de minas se instaba al Gobierno a la promul­gación urgente de un Reglamento de policía minera que determinaría que, en adelante, fuesen los ingenieros de minas los gestores de la segu­ridad e higiene minera. Reglamento que, sin embargo, no verá luz hasta el 15 de julio de 1897.

La Ley republicana de 24 de julio de 1873, firmada por Eduardo Benot148, que intentaría recuperar, sobre todo, el alarmante retraso español en relación a la regulación del trabajo infantil, más que corta, llegaría demasiado tarde, con 30 años de retraso respecto a la france­sa; estableciendo como edad mínima los 10 años que, de haberse cumplido, hasta hubiese sido enormemente aceptable. El problema fue que, junto a su reiterado incumplimiento, solamente contemplaba una parte del trabajo fabril, sin incluir el trabajo infantil en el campo, el comercio y la multitud de talleres y empresas no mecanizadas.

Otros artículos como el 6° se quedarán también cortos al limitar las medidas asistenciales a empresas de más de 8o operarios con lo que dejaba fuera a la casi totalidad de las empresas españolas. Co­bertura asistencial que tampoco suponía mucho si la comparamos con las recomendaciones de Monlau en 1856. Así, por ejemplo, la contratación de un médico-cirujano (por iguala) que no viviese a más de 10 kilómetros, teniendo en cuenta el estado de las carreteras, los medios de transporte de la época y el carácter de muchos acci­dentes laborales, quedaba casi como un simple brindis al sol. No obs­tante, supuso el primer paso y, de hecho, el empujón ya irreversi­ble para romper con el doctrinarismo liberal de dejar las cosas del trabajo en manos de la invisible lógica del mercado, introducien­do dispositivos de intervención como los «jurados mixtos» que de alguna forma estaban anunciando la figura posterior de la inspección de trabajo. Por otra parte, habría que añadir para entender la ti­bieza de su articulado que, siendo impulsada durante el cortísimo periodo presidencial de Pí i Margall, sería discutida y aprobada sien­do Presidente de la República Nicolás Salmerón con un ministro co­mo Benot, más interesado y entendido en el mundo de la escuela y la filología que en el fabril e industrial. Si añadimos el turbulento cli­ma social y político que motivaría la dimisión de Margall unos días antes de la aprobación de la ley, nos encontraríamos con una especie de «bucle diabólico149 que formaría uno de los peores decorados po­sibles para la primera legislación laboral moderna en la historia de España.

En 1871, unos meses antes de su muerte, Monlau publica la tercera edición de sus Elementos de Higiene Pública. Ha transcurrido casi medio siglo desde la primera, y la sociedad española ha iniciado un proceso de cambio que, a pesar de los atascos y fracasos de las esperanzas de sep­tiembre de 1868 y de las ilusiones del febrero de 1873, iría dando —aunque lentamente— algunos frutos.

Esta tercera edición, aparte de transmitir un profundo pesimismo, que se traduce en una gran amargura denunciando cómo en materia de «previsión higiénica siempre se llega más o menos tarde» poniendo co­mo ejemplo los peligros de nuevos productos industriales: «…así, respec­to de los aceites minerales y productos análogos, no se han tomado medidas, ni dictado Instrucciones, hasta después de ocurridas muchas desgracias…»150, introducirá algunas modificaciones y novedades que se traslucen en la misma semántica de la rotulación del capítulo al uti­lizar el término Higiene Industrial en lugar del de Higiene de las pro­fesiones. Reitera los puntos de su higiene industrial de 1856, pero los am­plía sensiblemente en algunos casos colocando como primera recomendación preventiva un modelo diferente de comisión de control higienista en la que ahora señala la participación explícita de los ingenie­ros industriales y una nueva finalidad que es la de la selección de perso­nal para los oficios fabriles, que formará, en los años veinte del Novecien­tos, uno de los dispositivos más valorados por los doctrinarios de la organización científica del trabajo.

Detrás de esta inocente, y por otra parte, razonable propuesta, se es­condía una particular trampa conceptual y operativa en la medida en que —por lo menos en el texto de Monlau— se puede entender como una es­trategia conducente a evitar riesgos y accidentes que, repetimos, pudien­do ser en principio totalmente pertinente, a la vez, estaba sobreconno­tando la idea de la responsabilidad exclusiva del obrero en su siniestralidad por acceder a un oficio o puesto de trabajo para el que fisiológicamen­te no reunía las adecuadas condiciones. Precisamente, el diseño ergonó­mico moderno, especialmente cuando no es estrictamente biomecáni­co, serviría para corregir el asunto; trasladando la «función de adecuación diferencial» del cuerpo del trabajador a la estructura de la máquina, más, la organización de la actividad, de manera que lo que realmente habrá que «seleccionar» para evitar los accidentes no es otra cosa, que las condiciones de trabajo.

Otro componente novedoso en esta tercera edición será el mayor hin­capié que hace en la siniestralidad derivada de la nueva maquinaria in­dustrial y, quizá, un tratamiento del comportamiento obrero más atina­do—se olvida de la personalidad aviesa—, pero no del imaginario defensivo ante su fuerza organizativa al calor de la Internacional, haciendo llama­mientos a las autoridades para que se enteren de la urgencia en utilizar las coberturas higienistas como herramienta de profilaxis sociopolítica.

«La industria moderna con sus vastos talleres, populosas manufacturas (…) ha venido a crear una población especial, la populación fabril, ignoran­te en su inmensa mayoría, necesitada, imprevisora, disipada en su conduc­ta, y que en las épocas de crisis suele traducir su malestar por el desor­den, la sedición y la anarquía social (…) Y el estudio de las condiciones de esta población especial, muy de atender entre los demás grupos que for­man la población general, conviene que se ocupe seriamente la Adminis­tración» 151.

Entender la obra higiénica de Monlau, y de ahí su profundo desen­gaño final, pasa por tener presente su profundo trasfondo cameralista que quedaría reflejado en todos sus escritos y que con motivo de su úl­tima lección inaugural, cuando era catedrático de higiene en Madrid, quedaría plasmado en su afirmación de considerar la Higiene pública co­mo «…un vasto y minucioso programa de sabia administración y buen gobierno…»152. El testigo higienista-industrial, mantenido durante estos años por Monlau, será recogido por el ya mencionado Juan Giné i Par­tagás en escrito «Higiene Industrial», incluido como cuarto tomo de su Curso elemental de Higiene Privada y Pública (1871-1872).

Esta aportación de Giné no es, en el fondo, más que una recopila­ción de párrafos y referencias del Diccionario de Tardieu153 y de la Hi­giene Industrial de Vernois154, que no obstante, sin olvidar los problemas de lo social, ofrecerá un tono infinitamente más comedido que el de los higienistas catalanes de la generación de 1856; pero manteniendo el di­seño teorizante de los higienistas de cátedra, tan alejados de la realidad que al comentar la esperanza diferenciada de la vida de los trabajado­res recurre a datos proporcionados por el Tableau de Villermé de los años cuarenta olvidándose de que su paisano Cerdá había estudiado y escrito sobre el asunto, en 1856, refiriéndose concretamente a los obre­ros barceloneses.

La aportación más reseñable de Giné, e incorporada a la cultura mé­dico-prevencionista de los higienistas de la Restauración, residirá en la patente y definitiva superación del escenario ambientalista en que, a pesar de las referencias a los accidentes maquínicos, no logra ser to­talmente superada por Monlau155. Para Giné —siguiendo especialmen­te a Vernois— la lectura preventivista sobre riesgos y enfermedades debe olvidarse de la exclusividad de la «materia del trabajo» para añadir «el lugar, la naturaleza y los agentes del mismo»156 y por lo tanto, yendo —o comenzando el camino-del constructo espacial-ambientalista en el fondo hipocrático y ramazziniano, al de las «condiciones de trabajo».

Aunque no se le pueda considerar estrictamente como higienista, habría que mencionar a José de Letamendi157. Es un personaje pecu­liar y difícil de seguir en sus escritos médicos y filosóficos y, en varia­das ocasiones, contribuirá, como luego indicaremos, al fomento de la cultura higienista en los medios obreros barceloneses. De entre sus nu­merosísimos escritos y discursos, contenidos en 5 volúmenes publi­cados por Rafael Forns158, destacaríamos —por sus comentarios sobre la relación entre enfermedad y modelo de sociedad— su discurso inau­gural de la Academia de Medicina de Barcelona, en 1874, «El pro y el contra de la vida moderna bajo el punto de vista social» y en donde, ade­más, reflejaría los desgastes fisiológicos y la trituración de los viejos ofi­cios, como consecuencia de la monotonía del trabajo fabril:

«…siendo la salud el resultado de una armonía orgánica, dañoso debe ser con­denar al individuo a un servicio inarmónico (…) ¿qué podremos esperar? Qué no habremos de temer que sufran las infelices víctimas de la trituración del trabajo, esos miserables proletarios de todo sexo y toda edad, que se levan­tan a las cuatro de la madrugada y hacen dos leguas de camino para ir al ta­ller unos a limar tachuelas, y no más, otros d echar nudos, y no más, otros a conducir mechas, y no más, otros á remachar rosetas de abanicos, y no más, otros a vigilar batanes de vapor y, no más, en medio del aturdidor es­truendo y la sempiterna trepidación de la fábrica, sin otro descanso que el suficiente para la comida, y luego vuelta a lo mismo hasta el cerrar de la noche, para de allí volver a echar sus dos contra leguas de regreso, llegará las nueve, cenar en seguida y luego al punto acostarse, con el cuidado de vol­ver a despertarse a las cuatro para repetir la historia del día anterior» 159.

Instaurada la Restauración, se vivirá una atmósfera de absoluta ato­nía y silencio en el terreno, a duras penas iniciado, de presencia del Estado y las instituciones académicas en la búsqueda de soluciones pa­ra paliar los problemas del accidente y las enfermedades en el traba­jo. Únicamente desde los ateneos y desde algunas sociedades obreras o círculos amparados por publicaciones médicas, se impartirían cursos y conferencias relacionados con la higiene y la prevención de riesgos de los que tenemos alguna constancia, como los que tuvieron lugar en La Salud de Barcelona, revista médico-popular dirigida por el ya men­cionado Dr. Letamendi, en donde dentro del membrete «Salud del pro­letariado» participaron varios médicos cercanos a la Internacional como García Viñas o Gaspar Sentiñón160. Frente a estos casi testimo­niales intentos, la administración callaba y permitiría el incumplimien­to reiterado de la Ley de 1873.

Solamente a partir del impulso catalizante que supuso la creación de la Sociedad Española de Higiene en 1882 y, fundamentalmente, de la Comisión de Reformas Sociales un año más tarde, se volvería a in­tentar la reconducción de los balbuceos nacidos durante la Revolución Gloriosa.

En estos años del primer tiempo de la Restauración, y hasta 1882­-1883, ni siquiera habrá higienistas de cátedra nacionales; únicamente la recepción de traducciones de autores foráneos161 aunque, alguna de ellas, como el Resumen de Higiene Privada y Social de Alexandre Lacassagne162 (1843-1924), fuese innovadora al contemplar el concepto de «modifica­dor social» como operador socionosológico, en la causalidad del enfer­mar de los trabajadores, aparte de ser el primer escrito en castellano que cambia el término «higiene pública» por «higiene social».

Otra obra que mereció la pena serían los Nuevos elementos de higie­ne del médico militar francés Jules Arnould163 (1830-1894), que puede considerarse como uno de los mejores escritos preventivos de finales de siglo sirviendo de referencia posterior a las higienes industriales de Ambrosio Rodríguez y José Ignacio Eleizegui.

Aunque las estrategias de prevención de siniestros y emergencias públicas quedarían fuera del ámbito de nuestro trabajo, sí participan del clima o de la cultura práctica preventiva de una sociedad de ma­nera que normalmente, existe un paralelismo entre la prevención de la seguridad y salud obrera con la higiene pública y con las instituciones, servicios o modelo públicos de salvamento y emergencias, que, en el terreno de la marina comercial y pesquera, en un país como España, serían importantes.

Dentro del panorama de desidia general sobre el asunto, nos sor­prende una memoria realizada por el teniente de navío Ramón de Silva, a propuesta del ministro de Marina, para asistir como observa­dor y realizar el informe correspondiente de la Exposición de Higie­ne y Salvamento164, celebrada en Bruselas, en 1876. En esta memoria, De Silva realiza un relato minucioso de todos los mecanismos, me­dios y procedimientos preventivos, aproximadamente sesenta en el as­pecto estrictamente naval, más dispositivos y disposiciones relativos a la agricultura y a las condiciones de trabajo de la población obrera, así como a la salubridad pública en general.

En dicho informe, que por razones de su oficio y origen del en­cargo se centrará más en lo naval, De Silva aprovecha para trazar un pa­norama del estado de la higiene y salud pública en el país, doliéndose del panorama existente:

«Al contemplar en la Exposición de Bruselas la variedad de objetos apli­cables a la higiene y salvamento, reunidos allí por las naciones exposito­ras, el corazón se me ha afligido, pensando en lo muy poco que tenemos en Es­paña, de aquellos aparatos), objetos perfeccionados, para cuidar la salubridad pública y salvar las vidas y propiedades puestas en peligro por accidentes desgraciados«165

y mostrando cómo, al final, se da siempre una correspondencia entre la atención a la salud de los trabajadores y la salubridad pública en ge­neral, de manera que la lectura de esta memoria, cuando habla de las condiciones y los medios higiénicos en el Ejército, de las condiciones de salubridad de la vivienda popular, de los elementos con que cuentan los bomberos, es como releer cualquier documento o informe obrero sobre sus condiciones de trabajo.

1883 -1936. O, la lenta consolidación del intervencionismo estatal con respecto a la seguridad y salud de los trabajadores

El fundamentalismo canovista de los primeros años de la Restauración se iría suavizando a partir de la década de 1880, con la puesta en esce­na de la propia estrategia de equilibrios políticos, que diseñara el pro­pio Cánovas y la llegada al ejecutivo del partido progresista en las elecciones de 1882.

La creación de la Comisión de Reformas Sociales (CRS), en 1883, fun­cionaría realmente como el gran catalizador de toda la problemática so­cial española relacionada con el trabajo desde hacía más de cuarenta años. Aunque sus consecuencias prácticas no se viesen hasta 1900, realmen­te, y a pesar de sus tibiezas, ingenuismos armonicistas e indecisiones, su labor la podemos entender, si no revolucionaria, a lo menos, propiciado­ra de un intenso cambio de signo en la lectura de la salud y las condi­ciones de vida y trabajo de las gentes, de manera que sería considerada «como punto de arranque de toda la reforma social española… »166.

En el primer artículo del Real Decreto fundacional de la Comi­sión presentado en el Congreso, el 5 de diciembre de 1883, por el minis­tro de Gobernación Segismundo Moret, se decía:

«Se crea una Comisión con objeto de estudiar todas las cuestiones que directamente interesan a la mejora o bienestar de las clases obreras, tanto agrícolas como industriales, y que afectan a las relaciones entre capital y trabajo» 167.

Enunciado programático que en lo esencial sería casi idéntico al intento de comisión promovida treinta años antes por el ministro de Fomento Francisco Luxán y Pascual Madoz, a la sazón Presidente del Congreso, que en el artículo 20 adelantaba ya la decisión de obtener in­formación sobre toda la problemática social española, reuniendo «to­dos los datos y antecedentes relativos al estado y condición de las clases obreras y de las industrias; a la organización actual de su trabajo, sus ven­tajas y sus inconvenientes…»168.

Probablemente, su actuación más importante residió en la creación, fomento y análisis de su macroencuesta de 223 preguntas, en 1884169, en la que los contenidos referentes a siniestralidad, enfermedades, inva­lidez, trabajo de mujeres y niños, jornada, habitabilidad y condicio­nes higiénicas, ocuparían numerosos apartados de la misma170.

El mismo hecho de promover esta encuesta sería de por sí alta­mente indicador de que algo estaba cambiando. Y este cambio no era tan sólo de voluntad administrativa o política sino que atañía a la di­rección de las miradas higienistas sobre el cuerpo del trabajador, utiliza­das hasta entonces por el higienismo de cátedra, imprimiéndole un nue­vo sentido. El nacido desde el propio lenguaje de los trabajadores frente a los metalenguajes de los expertos, de los médicos higienistas —y/o de algunos pocos ingenieros— que hasta entonces, habrían en cierto modo, «bienintencionadamente» secuestrado el discurso sobre la seguridad y salud de los trabajadores. En este sentido, la macroencuesta de la Comi­sión de Reformas Sociales (1884) podría señalar un antes y un después, en la construcción de la sociología española y, en general, en la de toda Eu­ropa con respecto a su aplicabilidad al mundo del trabajo.

Desde la segunda mitad del XIX, las primeras sociologías que has­ta entonces permanecieron vinculadas con la filosofía política o con la economía, iniciaron sus propios recorridos empíricos utilizando los apoyos de la naciente estadística administrativa que, en general, si exceptuamos los estudios de morbimortalidad, esperanza de vida y po­blación, no estuvieron pensados para su cuantificación rigurosa, pero sí servirían, para el asentamiento del pavimento metodológico de la so­ciología empírica moderna. La novedad de estos nuevos cuestionarios, de los que el de la CRS es un exponente valiosísimo, consistiría en que la fuente de información utilizada iría descansando en la palabra del refe­rente de la investigación, transformando —en este caso al trabajador—en objeto y, al mismo tiempo, en sujeto y protagonista de la encuesta. De esta forma los materiales de la empíria sociológica comenzarían a ser recogidos desde el lenguaje individualizado y, a la vez, colectivo de las gentes.

La que podríamos considerar como la protosociología de la Ilustra­ción —ejemplarizada en el Catastro de Ensenada— e incluso del Barro­co, como los «Interrogatorios» de Antonio López, reposaban sobre informaciones sostenidas solo lateralmente, desde el lenguaje. El nú­cleo central del proceso de recogida de la información presentaba fuen­tes documentales tanto de carácter secundario (planos, documentos, registros parroquiales) como directas o primarias, pero éstas, sumi­nistradas por lo que el «informante» veía o «había oído». Por otra parte, el entrevistado no estuvo nunca individualizado. Funcionaba como un «relator»; como testigo o, en último lugar, como depositario de una mi­rada colectiva reconstruida y reelaborada por el informante (normal­mente el cura párroco del lugar) que redactaba y contestaba al cuestionario sin intervención de los vecinos.

La gran transformación de la sociología aplicada aunaría dos gran­des saltos metodológicos. Uno, la sustitución de la encuesta colectiva por la individual. La segunda, el traspaso del ojo a la palabra o de lo que se ve a lo que se siente, experimenta, percibe y habla. En suma, de la pluma a la palabra. Posiblemente por esto, fueron siempre contadas las encuestas y estudios de campo sobre condiciones de trabajo a partir del exclusivo lenguaje del trabajador. En resumidas cuentas…continuaría siendo hegemónica la palabra del experto, sea médico, ingeniero, político o sociólogo.

El resultado, en nuestro caso revolucionario, y sin duda, inquietan­te para algunos, no sería otro que la incorporación del lenguaje del trabajador al discurso sobre la seguridad y salud en el trabajo desde su libertad y desde sus propias experiencias.

Por supuesto que la metodología utilizada en la encuesta de la Comisión tendría un carácter mixto en la medida en que intervendrí­an como redactores individuos o instituciones interpuestas; pero, por la información que hemos manejado, casi siempre después de discusiones y reuniones colectivas en donde los trabajadores exponían o desgranaban sus percepciones sobre los puntos señalados en el cuestionario, acercándose a un escenario metodológico próximo a las técnicas cualitativas de la psicosociología aplicada moderna, estaba presente la palabra de los trabajadores. En particular, en la Información presentada ala CRS por el Ateneo-Casino Obrero de Gijón, son los tra­bajadores los que en pequeños grupos exponen sus vivencias y per­cepciones dentro de una dinámica discursiva que nos recuerda la téc­nica del grupo de discusión. Los acuerdos finales fueron recogidos y redactados por el ingeniero Fernando García Arenal en un documen­to-informe, que seguramente constituye uno de los escritos más va­liosos de toda la encuesta de la CRS172.

A estas alturas de las técnicas de investigación documental infor­matizada estaría aún por realizar un trabajo de análisis de contenido de todo el extenso relato formado por los cinco volúmenes publicados por La Comisión, entre 1889 y 1893, para poder cuantificar la presencia de términos o semantemas referidos a salud, seguridad, accidentes o fa­tiga en comparación con los que se verbalizan bajo los membretes se­mánticos de habitación, vivienda, salario, alimentación, dignidad, derechos políticos, asociación etc., con objeto de elaborar una carto­grafía perceptiva del trabajador de la época frente, a las condiciones de vida v trabajo que nos ayude a encontrar un eje de sentido a todo ese prolijo conjunto de informaciones.

En relación con la seguridad y salud en el trabajo, nuestras con­clusiones provisionales, a la espera de ese necesario estudio de análi­sis de contenidos semánticos, apuntaría al posible protagonismo o sobre-representación de imaginarios, percepciones y/o expectativas identificables con aspectos o problemas referidos a la articulación entre condiciones de vida v trabajo, como el salario, el tener o no tra­bajo o la invalidez, entendida ésta, más que como pérdida o quebran­to físico, como pérdida de un jornal. Esto es, sensibilidades quizá di­ferentes a las sostenidas por el higienismo oficial. Así, por ejemplo, la percepción catastrófica de la vejez o la jubilación, como dintel de la miseria, e incluso las deficiencias higiénicas de la escuela con sus consecuencias para los niños pequeños, tendrían una lectura más sensible que la concreta del accidente como riesgo puntual sobre el cuer­po y serán siempre interpretables, desde la miseria económica. Un ejem­plo nos lo proporcionaría la lectura que algunas madres realizan a propósito de la salud de sus hijos y las condiciones higiénicas de las «es­cuelas para pobres» como resultado de la ecuación: Bajos salarios, igual a necesidad de trabajo de la madre. Carencia de escuelas públicas, igual a llevar al niño a escuelas privadas gratuitas para pobres (generalmente de religiosos/as), con infinitamente peo­res condiciones higiénicas que la escuela pública.

En el fondo, todavía estaba presente la maldición de la miseria y la insuficiencia o ausencia de estrategias e instituciones públicas, que fuesen eliminando imaginarios y prácticas fundamentadas en la cari­dad. La miseria económica con este añadido de las miserias políticas daba como resultado la miseria higiénica para niños y adultos, de tal ma­nera que, reconociéndose los quebrantos y problemas directamente conexionados con accidentes y enfermedades emanadas y derivadas del trabajo en sentido estricto y directo, lo que realmente angustiaba era la miseria, la recaída y la vuelta a la pauperización como situación existen­cial y de partida, del inicial proletariado fabril.

Por supuesto que la máquina mataba e invalidaba, pero, sobre todo, era la indefensión económica y social lo que realmente aterra­ba después del accidente mortal o de la invalidez. De ahí también que las reivindicaciones de índole preventivo que, efectivamente, van apa­reciendo en los relatos de los informadores, ya sean ambientales o de dispositivos de seguridad en máquinas, se presentarán con me­nor peso significante que el salario, la duración de la jornada o el derecho de asociación cercenado durante la primera etapa de la Restauración.

En el fondo, lo que parece emerger son reinvidicaciones primarias y básicas de seguridad y supervivencia cuya clave estaría en potentes percepciones de indefensión y pobreza enmarcadas en un determina­do modelo de relaciones de trabajo. Para dejar esto claro tendremos que insistir en que, estando todo el conjunto de comunicaciones constantemente atravesado de referencias a insalubridad, ries­gos, desatención patronal y abandono ante accidentes y enfermeda­des, son las condiciones socioeconómicas, en definitiva, la miseria sa­larial y la indefensión, lo que estructuralmente estaría detrás de los problemas de salud, de manera que uno de los imaginarios presen­tes más potente, derivado o aprendido, por otra parte, de algunos mé­dicos de la época, relacionaría el desgaste vital con la imposibilidad de tener una alimentación compensatoria, motivada por causa de sala­rios insuficientes. Posiblemente aquí influiría el discurso maximalis­ta de la Internacional y particularmente el mantenido paradójicamen­te por el asociacionismo anarquista hasta bien entrado el siglo XX.

A pesar de que la denuncia de la siniestralidad e insalubridad en el trabajo tuviese su reconocimiento en los manifiestos fundacionales de la FREI73 de 1870 y 1872, la idea estratégica del anarquismo ibérico entendía la enfermedad y la siniestralidad laboral como una patología derivada de la patología sociopolitica representada por la sociedad capitalista. Por lo tanto, se entendería como una patología fantasma, cu­ya terapéutica no podía ser nunca de orden biomédico o incluso so­cial, por medio de leyes laborales, sino simple o llanamente, por la revolución. En esta trampa entendible, pero maximalista, entrarían también durante algún tiempo los socialistas, como lo atestiguan diversos comentarios de sus dirigentes fundacionales como el ilus­tre médico Jaime Vera y López (1859-1918), que en su informe —por otra parte, posiblemente explicable desde el momento político— ante la CRS manifestaba su desdén y desconfianza ante cualquier propuesta reformista por parte de los empresarios y del Estado con la siguiente frase:

«Toda legislación aparentemente encaminada a la protección del trabajo ha tenido por verdadero objeto la defensa de los intereses capitalistas«

Terminando su exposición con estas consideraciones:

«Resulta por lo tanto:

Que la misión de los gobiernos no es mejorar la condición del trabajador

Que las ventajas obtenidas hasta aquí por los obreros son triunfos del tra­bajo sobre la burguesía y los gobiernos que la representan

Que no teniendo la clase obrera española la fuerza necesaria para impo­ner sus pretensiones. no debe esperar ventaja alguna de los trabajos de la Co­misión Informadora ni de los desarrollos del pensamiento a que su crea­ción obedece174.

Esta postura radical en los primeros tiempos del socialismo español, condicionada no solamente por el combativo programa máximo fun­dacional de 1879, sino, además, por la constante y dura confrontación con los anarquistas, sería matizada y reconducida hacia la sensatez es­tratégica a finales del siglo, siguiendo el ejemplo de los guedistas fran­ceses y especialmente del socialismo alemán, de manera que la única ba­talla que se tenía que ganar, en el futuro, era la de las elecciones.

Entender los titubeos y la tardanza en la materialización de una legislación social que respondiese a los contenidos de la encuesta pa­sa también por comprender los efectos de estas posturas excesivamen­te cerradas y maximalistas del asociacionismo obrero-militante que, sin duda, exacerbadas por el fuerte lastre estamental-conservador de unas burguesías reconvertidas al doctrinarismo liberal más fundamen­talista, introdujeron distorsiones y distanciamientos innecesarios en el entorno de una CRS de la que, con toda seguridad, la generalidad de sus componentes estuvieron honradamente convencidos de las urgen­cias y necesidad en establecer disposiciones adecuadas en el ámbito de las condiciones de trabajo.

En paralelo con el impulso que pudo surgir de la labor «agitadora» de la CRS, desde el terreno profesional de la higiene y la medicina, se pro­duciría una especie de resurgimiento que rompió el silencio de los años inmediatamente posteriores al Sexenio. En parte continuaría siendo un higienismo de cátedra, pero también se alumbraron nuevos enfoques y miradas sobre la salud y las patologías del trabajo que comenzaban a considerar deteriores y desarrollos morbosos diferentes a los maneja­dos por el higienismo clásico de la segunda mitad del siglo. De entre éstos, muy especialmente los que presentaban relaciones con la fatiga o el denominado surmenage, más un cuadro inespecífico de malestares que entraban en las rotulaciones consideradas como neurastenia o enfer­medades de los nervios que, de alguna manera, estarían cubriendo el lu­gar de las antiguas afecciones del ánimo y consiguiendo tímidos acerca­mientos para una comprensión estructuralmente diferente de la enfermedad profesional. A su lado, la ampliación del inventario de los higienistas tradicionales, con profesionales de la ingeniería o especia­lidades médicas modernas como la neurofisiología, de manera que los médicos higienistas irían perdiendo una parte del papel hegemónico que habían ejercido sobre la seguridad y salud de los trabajadores en las décadas precedentes, aunque seguirían representando el eje basal del discurso higienista sobre la salud de los trabajadores.

A los ingenieros, economistas y sociólogos les quedaba organizar la relación entre higiene, productividad u orden y/o bienestar social co­mo quedaría de manifiesto en las aportaciones de algunos de estos pro­fesionales a la higiene minera, como Francisco Gascue o José Suárez y Suárez, ambos ingenieros de minas y, de alguna manera, propagandis­tas de la higiene obrera. Para el primero, desde un enfoque, como apun­ta Ovidio Fernández176, productivista y el segundo, en la dirección de que sirva de herramienta de conciliación y armonía de la conflictividad entre patronos y obreros.

De cualquier manera, acontecimientos como la fundación de la So­ciedad Española de Higiene, en febrero de 1882, supusieron la re­construcción y nuevos impulsos para la cultura higienista española que, al mismo tiempo, repercutiría directamente en la seguridad y salud obre­ra a través de publicaciones, conferencias y sesiones monográficas que suponemos incidirían también de alguna forma en la construcción del andamiaje posterior de la legislación social española.

Como escritores y contribuciones surgidas en el seno de la Sociedad de Higiene podemos recordar a Mariano Baglietto, con una memoria sobre La influencia de la Higiene Industrial en el proceso del bienestar hu­mano (1893); la gran aportación de Ángel de Larra y Cerezo a la higie­ne del soldado y a la recuperación de los inválidos del trabajo; o la inten­sa labor—aunque posterior a 1900— de José Ubeda y Correal en el terreno de la higiene minera o la alimentación obrera con sus escritos sobre: El presupuesto de una familia obrera (Madrid, 1902), Higiene de las industrias mineras (Madrid, 1912), o una de las primeras referencias españolas a la anquilostomiasis en su Dictamen referente a una información acerca de la anquilostomiasis (1917)177 , más otros escritos preventivos fuera del ám­bito minero como: Medios de prevenir los peligros del manejo del plomo en las fábricas de colores, de acumuladores… (Madrid, 1908).

Al mismo tiempo, algunos profesores universitarios retomarían los hábitos de sus predecesores en el «higienismo de cátedra» y publican sus manuales de higiene, en donde la higiene industrial se seguirá incluyen­do en los diversos «grupos profesionales» de los textos tradicionales. No obstante, alguno de estos autores como el catedrático de Valladolid, Víc­tor Santos Fernández, haría hincapié en la urgencia de utilizar proce­dimientos de protección para las máquinas, con comentarios sobre pa­tologías no muy conocidas en la minería como la «anemia de Anzin», que la encontramos relatada en la famosa novela Germinal de Zola. También dedicará un capítulo a tratar las enfermedades y riesgos del trabajo en el ferrocarril, describiendo la sintomatología y las medidas preventi­vas ante la denominada «enfermedad del maquinista», proponiendo des­cansos periódicos y trayectos que no superasen de media 217 kilóme­tros en los trenes de viajeros y solamente 107 en los de mercancías178.

Otro autor con cierto interés será Francisco Javier Santero, cate­drático de Madrid, con sus Elementos de Higiene Privada y Pública (Madrid, El Cosmos editorial, 1885), insistiendo también en la nece­sidad de las medidas preventivas. Las Lecciones de Higiene Privada y Pública del catedrático de Sevilla, Francisco Laborde y Winthuyssen, encuadra la materia referida al trabajo bajo el epígrafe de Higiene Indus­trial, siendo el único que junto a constantes planteamientos técnico-preventivos expone criterios socioeconómicos aludiendo a los benefi­cios productivos y sociales de la prevención y a las responsabilidades del empresario y del Estado, señalando que:

«A todas estas enfermedades propias del grupo que nos ocupa debemos añadir las que se denominan accidentes de la industria, de cuya mayor par­te son responsables los patronos ó las autoridades cuando no entrambas entidades. El albañil que cae y se lesiona por faltarle el andamio, el obrero quien una correa de transmisión lo hiere o le arranca un miembro por hallarse en mal estado opor ponerla d mayor presión por obtener mayores rendimientos, son otros tantos accidentes que se evitarían con sólo cum­plir fielmente lo mandado en todas las ordenanzas municipales y por las leyes de Sanidad del Reino»179.

Un importante elemento diferencial, en todos estos higienistas que hemos citado, será su constante diseño técnico profesional y su aleja­miento absoluto de cualquier imaginario moralista y/o culpabilizador sobre la personalidad o el comportamiento obrero. En último lugar, la higiene, como pensaría Laborde, puede funcionar como una adecua­da condición para beneficiar, tanto al trabajador como a los intereses productivos del empresario, de tal manera que, de herramienta de mo­ralización y disciplinamiento de las décadas anteriores, se puede ir trans­formando en un eficaz dispositivo productivo.

A partir de 1883, podríamos señalar que el discurso español sobre la seguridad y salud de los trabajadores se debate entre el viejo principio del controlo apaciguamiento del conflicto social y el componente emer­gente de la productividad y racionalización del trabajo como antesala de lo que en pocos años será la cultura de la organización científica.

Para los médicos higienistas de este periodo, que se han ido ya formando en el positivismo, que se van desembarazando del miasma­tismo prebacteriano, estando muchos de ellos imbuidos de ilusiones neodarwinianas de esfuerzo y progreso sustentados por la razón, la má­quina y la ciencia, la intervención administrativa en la cobertura de la morbimortalidad obrera, será fundamentalmente un asunto de racionalidad médico-sociológica. De una racionalidad coherente con la del mundo de la técnica y del progreso industrial del tiempo de la se­gunda revolución industrial.

Si a todo esto agregamos el clima, los tensionamientos de bús­queda de futuro plasmados en el ideario regeneracionista posterior al 98, podremos entender el nuevo papel protagonizado por las higie­nes del trabajo, en esta última década del XIX.

Aunque nunca se olvidarán los reflejos de control y disciplinamien­to higienista que, por otra parte, se irán reconduciendo hacia una nueva versión rotulada como Higiene Social, empeñada en potentísimas campañas contra las lacras sociales —una de ellas el alcoholismo— que unirá en militante cofradía a curas, anarquistas, empresarios, médicos, republicanos y socialistas en una potentísima cruzada pública de re­generación patriótica-social, las movilizaciones de higienización se co­rresponderán irreversiblemente con el ideario de la técnica y de la re­generación industrial de la sociedad española. Como botón de muestra, el propio Alfonso XII con ocasión del acto de inauguración de la Socie­dad Española de Higiene, el 28 de febrero de 1882, señalaría como objetivos de la higiene, los de poder contar «con soldados y trabaja­dores más útiles y más inteligentes» como medio para conseguir el «en­grandecimiento de nuestra industria y agricultura».

La movilización higienista relacionable con oficios y profesiones du­rante este tiempo finisecular, no nos atrevemos a decir que fue enorme, porque aquí siempre nos hemos quedado cortos en comparación con otros entornos cercanos y, como luego veremos, con los años treinta del siguiente siglo; lo cierto es que, fueron numerosos, los médicos, soció­logos, políticos, literatos, militantes obreros, sindicalistas e ingenie­ros que debatieron y escribieron sobre seguridad y salud de los traba­jadores o sobre la higiene aplicada a numerosas manifestaciones y escenarios.

Como muestra, el inicio moderno del higienismo escolar represen­tado en el ideario de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) y en obras realmente pioneras como las protagonizadas por Alcántara Gar­cía (1886) o Tolosa Latour (1893) o la memoria inigualable sobre el Trabajo de los niños de José Balaguer i Oromí (1889), así como Las nue­vas aportaciones a la Higiene rural de Arsenio Marín Perujo (1886) y Narcís Fages (1888).

Las obras e informes sobre higiene militar, a pesar del desastre bé­lico-higiénico de Cuba, representaron —al menos en la teoría— un nivel técnico considerable. En este apartado destacaríamos la aportación del ya citado Ángel de Larra y Cerezo180 al diseño higiénico militar espa­ñol (1896) con motivo del Congreso Internacional de Higiene y De­mografía de Budapest (1894) que, según otro informe posterior, publi­cado en 1901 sobre la situación sanitaria del ejército en la contienda cubana, parece que no sería muy tenido en cuenta. Todo ello, seguido de numerosos escritos posteriores de gran interés como otra memoria sobre sanidad militar a propósito de XVI Congreso de Medicina celebra­do en Budapest, en 1909, junto a un librito sobre La salud del soldado es­pañol (1906) y un Estudio higiénico acerca de los alojamientos militares (1909).

En este apartado de la higiene militar y naval, de enorme importan­cia para un país en donde el servicio militar era mayoritariamente realizado por los jóvenes de las clases populares, y por lo tanto, las enfermedades y quebrantos físicos en su periodo militar repercutirían directamente en su salud como trabajadores, la producción biblio­gráfica será considerable en cantidad y calidad181.

Volviendo al terreno de la higiene de los trabajadores no pode­mos pasar por alto las primeras lecturas de lo que más tarde será en­tendido como trastornos y riesgos laborales de causalidad psicosocial, y en donde la consideración de la fatiga como un fenómeno patoló­gico complejo, más allá de lo muscular, formaría parte de este proce­so. Al lado de la recepción de la obra de Angelo Mosso (1846-1910); El Miedo (Madrid, José Jorro, 1892); y La Fatiga (Madrid, José Jorro, 1893), que sería completada con la de los psicofísiólogos alemanes de la escuela de Wundt, tendríamos el magisterio excepcional de Luis Simarro Lacabra (1851-1921).

El Dr. Simarro no sólo fue uno de los pioneros de la moderna psi­cología española sino que, además, tuvo una especial sensibilidad por la salud de los trabajadores que le llevaría en variadas intervenciones y escritos a establecer criterios novedosos v adelantados sobre el fenóme­no de la fatiga. Particularmente, el discurso sobre la fatiga se irá constru­yendo en nuestro país desde varios ejes. Uno, el de los «físico-mecáni­cos» o «protoergónomico» tipo Odriozola o Azofra; otro, el nacido del desgarrado lenguaje obrero asentado sobre la duración de la jornada; el tercero, el de algunos higienistas; y el cuarto, desde la escuela, con una presencia añeja ya, desde la Ratio Estudiorum (1598) de los jesuitas, y dotada de una fuerte presencia en la sensibilidad de las gentes de la ILE.

El impulso final de los primeros psicofísicos españoles como Sima­rro, unido sin duda a la transformación de las condiciones laborales por la sustitución y alteración de los ritmos de trabajo «antropométri­cos» o naturales por los «maquínicos,» daría lugar a que la «fatiga» se fue­se convirtiendo a finales del siglo, en uno de los problemas emergen­tes de salud laboral. En esa deriva teórica de la fatiga desde la escuela al taller, la aportación del Dr. Simarro nos parece de un gran interés no solamente por lo que tiene de superación del escenario escolar, sino además por su especial tratamiento comprensivo del asunto, superan­do al mismo tiempo el simple diseño mecanicista de la fatiga y con­templando el peso de las condiciones de vida y trabajo; añadiendo además, como retoque, una lucidísima lectura psicosocial sobre la neu­rastenia, que en la Europa finisecular, marcada por la sombra del Char­cot de las «…sur les maladies du systéme nerveaux (1886) y el Freud an­terior al Malestar en la cultura (1930), podemos considerar como excepcionales.

En una memorable conferencia pronunciada en el Museo Peda­gógico Nacional de Madrid—uno de los santuarios institucionistas—, ba­jo el inocente membrete de: «El exceso de trabajo mental en la enseñan­za» Simarro, se despacharía en estos términos:

«Los casos de falta de reposo o nutrición insuficiente, por pobreza, provo­can la neurastenia, por exceso de trabajo e insuficiencia de su remuneración, y comprenden numerosos hechos de gran importancia social, por ejemplo: la situación de la clase obrera, en cuyos individuos se reúnen aquellas dos causas combinándose con los trabajos duros y comprensivos de un gran número de horas, que hacen corto el descanso; la alimentación escasa y malsana que los jornales permiten (…) Todos estos hechos reunidos promue­ven la neurastenia de las clases trabajadoras proletarias cuyo natural malestar adquiere así explicación cumplida» 182.

Al comentar anteriormente la influencia que pudieron tener deter­minados acontecimientos e instituciones en la creación de la Comisión de Reformas Sociales dentro del rebrote y presencia social del higienis­mo en la España finisecular, nunca nos podremos olvidar de la apor­tación doctrinal y humana de la Institución Libre de Enseñanza. En al­gunos campos, como el de la ergonomía escolar o la lectura del cuerpo desde lo somático-físico y lo psicológico, serían los profesores de la Ins­titución los que darían los primeros pasos que, progresivamente, con su articulación con otras influencias convergerían, en la posterior cul­tura higienista del trabajo. Por otra parte, numerosos profesionales que más tarde participarían en las tareas de programación y gestión tanto de la CRS como del Instituto de Reformas Sociales y del Instituto de Previsión, mantendrían una potente impronta institucionista como se­ría el caso no solamente de Gumersindo de Azcárate sino de Urbano González Serrano o el naturalista Enrique Serrano Fatigati.

El broche fin de siglo lo pondrá el IX Congreso Internacional de Hi­giene y Demografía, celebrado en Madrid entre el 10 y el 17 de abril de 1898. En las actas y memorias del mismo, recopiladas en nueve to­mos por Enrique Salcedo y Ginestal, hay un tomo, el VII, dedicado a la Higiene del trabajo, que ofrece interesantes aportaciones no sólo de médicos higienistas sino también de ingenieros y arquitectos. Destacarían varias intervenciones de las cuales la más relevante sería la comunicación que Enrique Lluria presenta en la sesión del 16 de abril con la denominación: «Concepto mecánico de la fatiga y agotamien­to» que, junto al texto que hemos anotado de Simarro, probablemen­te constituyan los escritos más lúcidos y pioneros sobre la fatiga ela­borados por autores españoles.

Frente al diseño mecanicista de la fatiga y su unívoca representación gráfica ejemplarizada por la famosa curva de Krapelin, Lluria intro­duce de manera análoga a Simarro operadores o componentes psicoso­dales que le llevarían a exponer que:

«Nuestras enfermedades nacen de nuestra imperfección social: El hombre no puede seguir el desarrollo enorme que ha adquirido la industria, sin fatigar­se, sin consumirse, sin agotarse (…) Todo esto demuestra que al problema demuestra salud física y moral, no hay que buscarle otro origen que la orga­nización social, que constituye un medio deficiente» 183.

O simplemente, señalando su oposición a una lectura aislada y disgregada de la fatiga, que aún en nuestros días, suele ser bastante habitual:

«Se habla de fatiga, física, moral. e intelectual, corno si fueran cosas distin­tas en su forma y en su esencia., y nosotros creemos que no hay más que una fatiga, aunque tenga distintas manifestaciones; el individuo que se fatiga o se agota haciendo esfuerzos musculares, o el que se consume gastando fuer­zas intelectuales (…) el resultado al final es el mismo, el aniquilamiento del individuo» 184.

Son de destacar otras comunicaciones de autores españoles rela­tivas a la seguridad y salud en el trabajo, en las que estarían presentes no solamente médicos, sino ingenieros y representantes obreros. Sin embargo, después de todo este despliegue bibliográfico y documen­tal, podríamos caer en la tentación de suponer que, al finalizar el si­glo, el «estado de la cuestión» con respecto a la seguridad y salud de los trabajadores no era excesivamente pesimista. La realidad sería bien diferente. A pesar del rebrote higienista, a pesar de los intentos re­formadores de la CRS, de la creación de instituciones más voluntaris­tas y propagandistas que otra cosa, como el Asilo para la Reeduca­ción de Inválidos de Vista Alegre (1887), de la política de protección de la infancia como la Ley de 1878185 sobre el trabajo de niños y adolescen­tes en determinados espectáculos, de la existencia de una cierta infraes­tructura asistencial en empresas de alto interés económico como la mi­nería, la siderometalurgia, los ferrocarriles186 y, especialmente, las fuerzas armadas, la realidad se traducía en una ausencia generalizada de es­trategias administrativas que hiciesen posible el traspaso de la teo­ría, o la acumulación de memorias e informes, a la simple operativa práctica. Aquí vendría como anillo al dedo recordar el juicio que, con relación a la higiene pública en general, expresaba el médico Medrano Estévez en un librito de Higiene a finales del XIX:

«¿Qué importa que la Higiene nos diga que no debernos respirar aire corrom­pido, ni beber agua infecta, ni comer alimentos adulterados, si la Admi­nistración Pública no ejerce su acción fiscalizadora sobre el aire, el agua y los alimentos de que hemos de hacer uso?» 187.

Realmente, el siglo se cerraría con un panorama realmente negativo que, incluye desde la higiene pública hasta la siniestralidad obrera. Se­guramente el problema todavía más acuciante seguía estando en los ele­vados índices de mortalidad infantil y general de la población espa­ñola y, en particular, de ciudades como Madrid que, durante el último cuarto del XIX, superaba la media nacional y se colocaba en umbrales europeos sensiblemente más elevados. Así, mientras que el índice de mortalidad por 1.000 habitantes en España para 1892 era de un 31,7, el de Madrid, era de 32,8; mientras que Francia tenía un 24,8 nacional y un 22,3 para París; y Gran Bretaña, 19,1 y 19,3 respectivamente188.

Aunque algunos sectores como el de los trabajadores de la cons­trucción madrileña experimentara por esa época un tremendo aumen­to de la siniestralidad189, como se deduce de los informes a la CRS, los aspectos más urgentes estaban contenidos en las condiciones bási­cas de alimentación y vivienda que funcionaban como resonadores y reforzadores de las condiciones de trabajo. Los informes de destaca­dos higienistas como Felipe Hauser190 hablaban de un Madrid obre­ro en donde los trabajadores se hacinaban en corralas de hasta 700 vecinos o en «casas de dormir» o «de gallegos» en las que había cuar­tos ocupados por 20 ó 30 jornaleros, con lo que las enfermedades respiratorias e infectocontagiosas ya de por sí condicionadas por la in­salubridad de los lugares de trabajo, se verían potentísimamente for­talecidas. Piénsese que entre las décadas que van de 1880 hasta 1900 solamente la tuberculosis ocasionaría 40.000 defunciones, a las que sumando las 13.882 por la viruela, prácticamente extirpada en mu­chos países europeos, nos encontramos con más de 50.000 muertes solamente ocasionadas por dos de las enfermedades infecciosas191 del momento y, además, para una población media del Madrid finisecular que no superaba el medio millón de habitantes192.

La entrada en el nuevo siglo, que precisamente se iniciaría con la Ley de 30 de enero sobre Accidentes de trabajo, no hará más que ins­titucionalizar el diseño asistencial-reparador que de alguna manera ha­bía hegemonizado toda la práctica empresarial y administrativa has­ta el momento.

Desde el punto de vista de la bibliografía higiénica se darán dos no­vedades significativas con respecto a las últimas décadas del Ochocien­tos. En primer lugar, la desaparición de textos con el membrete de hi­gienes privadas y públicas, ahora bajo el rótulo único de tratados o lecciones de higiene, con la inclusión en algunos de ellos del término «Higiene Social». En segundo lugar, la aparición de obras con el título específico de «higiene industrial» o «higiene de los trabajadores» que iría completando los tímidos intentos anteriores de independencia de las higienes públicas.

Sin duda alguna, la legislación de 1900, incluida la fundación del Ins­tituto de Reformas Sociales (IRS), funcionó como un impulsor de la cul­tura higiénico-industrial española no sólo por toda la problemática téc­nica y forense relacionada con la visualización legal de accidentes y enfermedades, sino además, permitiendo cada vez más la emergencia de los aspectos preventivos en un marco legislativo en el que, des­contando el «Catálogo de mecanismos preventivos», no habían sido to­talmente contemplados.

A pesar de su relativo retraso, que de cualquier manera no sería tan­to (pues tanto la ley francesa sobre accidentes, como la italiana y la de Dinamarca, se promulgarían en 1898), supuso un cambio fundamen­tal en la concepción de la responsabilidad empresarial que rompería la tradición del doctrinarismo liberal, que la supeditaba al simple dere­cho civil, e introdujo una filosofía de las relaciones de trabajo basada, como se sabe, en la responsabilidad empresarial que por sí sola era ya relevante, engarzando, con los viejos discursos de los propagandistas de la medicina social en la mediana del XIX. Es más, sobre esta platafor­ma jurídica se abrían las puertas para la investigación y la práctica de una traumatología u ortopedia laboral acompañada necesariamente del trabajo clínico y de estrategias preventivas. Siendo cierto que la Ley Da­to se movió en un horizonte reparador e indemnizatorio, habrá que re­conocer que, en la práctica y con el tiempo, supuso el nacimiento de la moderna cultura española de la prevención. Incluso sus omisiones, como sería la no inclusión del trabajo agrícola, fomentarían desde la dis­cusión y la crítica, las primeras lecturas modernas sobre la seguridad y la salud del campesinado español.

Entender alcances, omisiones, limitaciones y aciertos en la Ley Da­to es, en mucho, comprender el trasfondo sociológico y médico-científico de la España finisecular. Al fin y al cabo, y a pesar de que el trabajo suponía una sobrecondición de morbimortalidad, lo que real­mente mataba y enfermaba era la miseria higiénica, alimenticia y sa­larial; recordemos tan sólo, las palabras ya mencionadas del médico de la Armada Fernández-Caro, en 1888.

En esta miseria sociológica, la invalidez era simple y llanamente una tragedia que cerraba el ciclo maldito de las condiciones de vida del obre­ro. Probablemente, o seguramente, funcionaron al mismo tiempo los reflejos defensivos del capital y de la Administración siempre deseosos y proclives al intercambio de higiene por paz social, perfectamente cla­ros en el preámbulo con que Dato redactase para la ley de 30 de enero; pero la historia social tiene mucho de momentos y «acontecimientos palanca». Denme una ley de accidentes y, sobre ella, se podrán levan­tar y edificar no solamente estrategias reparadoras sino también toda una cultura preventiva.

En la primera década del siglo, el nivel de conocimientos higiénico-clínicos y preventivos en el terreno de la seguridad y salud de los tra­bajadores, serán en España, en general, aceptables. Podrán presentar un alcance cuantitativo inferior al de otros países de nuestro entor­no, pero su rigor y calidad serían para la época y para el país discreta­mente satisfactorios, nutriendo adecuadamente las necesidades profe­sionales de médicos, ingenieros, técnicos y políticos que iniciarían sus primeras actuaciones preventivas en el entorno del Instituto de Re­formas Sociales, de algún modo, reproducción, en lo laboral, de sen­sibilidades próximas a la Institución Libre de Enseñanza.

Como apuntábamos anteriormente, durante estos primeros años del siglo se fortalecerá considerablemente la cultura higienista espa­ñola mediante una significativa producción autónoma más la recep­ción de la obra de prestigiosos autores extranjeros, aunque posible­mente se echen de menos los escritos de los acuñadores de la higiene social alemana o francesa, como Eduard Reich (1836-1919), Ludwig Hirt (1844-1907) y Alfons Fischer (1873-1936), o Jules Rochard (1819-1896) y Émile Duclaux (1840-1904), entre los franceses.

Por lo menos, se traducen y publican en España los textos de tres representativos higienistas europeos: el alemán Max Rubner (1854-1932), alumno de Pettenkofer, con su Tratado de Higiene193, prologado y anota­do por Rafael Rodríguez Méndez, y el Tratado de Higiene del francés Achille Adrien Proust (I834-1903)194, más la Higiene Pública y Privada de Jean Paul Langlois (1862-1923)195. Las tres son aportaciones excelen­tes, especialmente la de Rubner, que, de la mano de las notas intro­ducidas por Rafael Rodríguez Méndez, se convierte en un minitratado de higiene del trabajo. Destaca en todas ellas el protagonismo que toma la prevención de accidentes y las primeras anotaciones estadís­ticas sobre frecuencia, causas y ubicación corporal y temporal de los mismos. En todas estas traducciones se incluirán referencias com­pletas a la reciente legislación española.

Al mismo tiempo, y solapándose entre sí, aparecen varios textos y escritos de higiene industrial obra de autores españoles: Ambrosio Ro­dríguez Rodríguez, Enrique Salcedo i Ginestal y José Ignacio Eleizegui López. De los tres, Enrique Salcedo será el más prolífico y conocido. La trayectoria higienista del Dr. Salcedo que le hemos visto redac­tando la información sobre el Congreso de Higiene de Madrid, en 1898, se iniciaba en el campo de la higiene escolar196 con alguna incursión en el terreno industrial a finales del XIX, con una Memoria premiada por la Real Academia de Medicina de Madrid197. Sus actividades más impor­tantes en el higienismo laboral se darían a partir de 1900, con su cola­boración como higienista en el organigrama del IRS en donde traba­jaría a partir de 1907 como inspector de trabajo. Entre sus escritos, podemos señalar: Higiene y patología del obrero, Madrid, 1902; Cartilla Samaritana, Primeros socorros que pueden prestarse mutuamente los obreros en casos de accidentes de trabajo, Madrid, Imprenta de Ricardo Rojas, 1903; Estudios elementales de Higiene Industrial, Madrid, Madrid Médico, 1904; El trabajo de la mujer y del niño, Madrid, Imprenta de Ricardo Rojas,1904.

Los Estudios elementales de Higiene Industrial constituyen un texto fundamentalmente prevencionista y práctico. Posiblemente más que el de Ambrosio Rodríguez, redactado, a pesar de su voluntad didácti­ca, de forma más teorizante. Contempla todas las circunstancias del trabajo fabril y minerometalúrgico con especial dedicación a máquinas y mecanismos. Quizá le faltarían más referencias a la prevención de las enfermedades profesionales198, pero en general, ofrece pautas claras pa­ra su utilización, como apunta en el subtítulo, por los patronos y res­ponsables de la industria.

La Higiene de los Trabajadores y Enfermedades de los Obreros (Gijón, 1902) del médico asturiano Ambrosio Rodríguez Rodríguez (1852-1927)199, res­ponde a un modelo más teórico y amplio que los Elementos de Salce­do, resaltando por la inclusión de patologías relacionados con los nuevos oficios, así como por un tratamiento más extenso de las enfer­medades profesionales. En este sentido puede que sea una obra me­nos práctica para los no profesionales, pero indudablemente resulta una gran obra de higiene industrial con una exposición equilibrada tanto de los accidentes como de las enfermedades y su semiología, acompaña­da de una minuciosa descripción de mecanismos y dispositivos preven­tivos tanto para máquinas como para ambientes tóxicos. Su único de­fecto puede residir en la excesiva utilización de datos de autores extranjeros como Vernois o Arnould.

Entre las nuevas200 patologías profesionales contempladas, estarán las que comienzan a denominarse «neurosis profesionales» que en una primera aproximación se corresponderían con los actuales trastornos músculo-esqueléticos (TME), siendo adjudicadas inicialmente a escri­bientes, costureras, telegrafistas y pianistas o violinistas profesionales. Igualmente hará referencia a las enfermedades y accidentes propios de «los operarios manipulantes» que conducen automóviles, como la conjuntivitis catarral o mocopurulenta, y, como accidente, la fractura de la extremidad inferior del radio al escaparse la manivela de arranque. En esta línea novedosa, podemos mencionar también «el cólico de los electricistas» que no era más que una versión más potente y rápida de la intoxicación por sales de plomo de los pintores, a la que estaban expues­tos los obreros que fabricaban acumuladores y que, recordando, sería más tarde estudiado por Ubeda Correal en un escrito de 1908.

En 1903, en el seno del XIVCongreso Internacional de Medicina ce­lebrado durante el mes de abril, en Madrid, se presentan varias co­municaciones201 sobre salud laboral de las que citaremos una del Dr. Baltasar Pijoan202 sobre «Enfermedades del Trabajo» y una segunda del Dr. Rutilio Roldán Gutiérrez titulada «Influencia de la higiene en el estado social del obrero industrial». La primera es un exponente de lo más avanzado del pensamiento higienista catalán a comienzos del si­glo y plantea la relación entre fatiga y operadores psicosociales siguien­do el diseño esbozado por Mosso y Simarro:

«Un hombre bien organizado puede soportar perfectamente y durante mu­cho tiempo, una serie más ó menos larga de horas de trabajo nervioso, pe­ro no dudéis que si este se ve obligado d hacerlo bajo la influencia del miedo, de la duda, o debiendo interrumpir a cada momento su trabajo para de­dicar su atención a otros., sufrirá mucho más rápidamente la fatiga (…) y así se comprende que si bien la neurastenia de los poderosos es de efectos terri­bles, la de las clases obreras y necesitadas lo es muchísimo más» 203.

La comunicación del Dr. Roldán, del que sólo sabemos que ejer­cía como médico en Palencia, se moverá por el contrario en plantea­mientos sociológicos defensivos y ya un poco desfasados, en los que amasija comentarios sobre las protestas violentas obreras, la intransi­gencia de los patronos y la ineficacia gubernamental, con las esperan­zas puestas en el papel de la higiene como herramienta que ayude al pro­greso y a la armonización de lo intereses entre unos y otros. Aparte de estos comentarios que, en general, serían ya esgrimidos por muy con­tados médicos, parece que las cosas no habrían mejorado mucho cuan­do insiste en que: «…sobre todo en España, la higiene se halla en un lamentable estado de abandono, para vergüenza de sus gobiernos y de la sociedad…»204.

Otros autores, como el Dr. Eleizegui en sus Nociones de Higiene Industrial (Barcelona 1905), cumplirían un importante papel didáctico y difusor de la cultura higienista y preventiva al hilo de la ley de 1900, aunque simplemente fuese por la publicación de la obra en una de las colecciones paracientíficas más populares y extensas de la época, co­mo fueron, los Manuales Soler y más tarde Gallach, cuando se traspa­san a Espasa-Calpe, con más de cinco reediciones hasta la última de 1930. No nos equivocaremos mucho al afirmar que quien ha deseado conocer el entramado básico de la seguridad y la prevención en el tra­bajo en nuestro país ha recurrido, alguna vez, a las páginas de este hu­milde y magnífico librito que, incluso en nuestros días, se puede encon­trar fácilmente en muchas librerías de lance.

Las nuevas leyes obreras, que suponen sobre todo coberturas míni­mas y, a la vez, básicas de supervivencia según un modelo asegurador-reparador, colocarán al accidente «maquínico» como punto de referen­cia único en los quebrantos del trabajo, dando lugar a dos ejes discursivos. Uno, de tipo actuarial o técnico, sobre las modalidades, ins­tituciones, tarifas y casuística aseguradora. Otro, que es el que nos interesa, de tipo médico, que bascula entre dos sensibilidades: la estric­tamente técnica o higienista y la sociomédica. Lo paradójico de estas dos sensibilidades será que por un lado se irán interconexionando y, por otro, darían como resultado el agotamiento de ambas, y particular­mente la pérdida del protagonismo ambientalista de la higiene, para ir dando paso a estrategias más complejas en las que se entremezclan lo fisiológico con lo psicológico y lo organizacional.

Abundando en el asunto, el propio protagonismo y centralidad del accidente determinará un cambio de mirada médico-legal sobre la lesión que exigirá el aislamiento y especificidad de las traumatologías del traba­jo, tanto en su clínica, como en su terapéutica y prevención, que, inevitablemente, conduce al afinado en las miradas sobre el cuerpo del tra­bajador y sobre sus condiciones de trabajo. A su lado, las pocas lecturas sociomédicas, según el modelo iniciado por Letamendi, Lluria o Valen­ti Vivó205, se irán recomponiendo lentamente desde los ya cercanos esce­narios de la racionalización y de la organización científica del trabajo.

En una línea cercana a Vivó, nos encontramos con el Curso de Higie­ne Individual y Social206 de Rafael Forns i Romans (1868-1934), cate­drático de Higiene en la Universidad de Madrid, cuya especialidad mé­dica sería realmente la otorrinolaringología. Los contenidos relacionados con la seguridad y salud laboral los engloba dentro de un heterogéneo capítulo dedicado a la Higiene Social bajo el epígrafe «La actividad humana» de tan solo 28 páginas.

El contenido del libro, aunque escaso, es correcto y se supone condicionado por el organigrama curricular de la asignatura dado que fue pensado como libro de texto. Menciona los «espasmos profe­sionales» a los que ya no denomina como «neurosis profesionales» si­no «paraquinesias» o «disquinesias» profesionales siguiendo a su maestro Letamendi. En las intoxicaciones, junto a los «venenos me­tálicos» tradicionales, tratará el «hidrocarburismo profesional» expo­niendo las medidas preventivas contra las intoxicaciones y ulceracio­nes debidas al contacto con bencinas, nitrobencinas y anilinas así como alquitranes, esencia de trementina o sulfuro de carbono. Terminará di­ciendo —cargado de razón— que:

«La mejor profilaxia de los accidentes profesionales ha sido la promulgación de la ley de Accidentes del trabajo: en ella se obliga al patrono d indemnizar d todo operario que sufra una lesión corporal con ocasión ó por consecuencia del trabajo que realiza por su cuenta. La responsabilidad pecuniaria del pa­trón ha bastado para proveer de tambores protectores a los engranajes y po­leas de transmisión. y de barandas d los andamios» 207.

La etapa de los grandes manuales generalistas de higiene se ago­taría al filo de la segunda década del siglo hasta la reaparición, en 1935, de la Higiene Urbana y Social de Antonio Salvat208 y la reedi­ción en 1936 de su Tratado de Higiene aparecido con una introducción de Hauser, en 1915. En esta primera edición, realizada en Sevilla, no hay nada de interés sobre enfermedades ni siniestralidad laboral, aunque en la 2a edición, de 1925, se incluyen algunas notas como por ejemplo una descripción interesante sobre la patología y la historia del estu­dio de la anquilostemia en nuestro país.

A partir de los años veinte, la cultura profesional de los médicos y técnicos españoles sobre seguridad y salud laboral habría alcanzado un nivel bastante óptimo, en el que no fueron ajenos la propia labor del IRS y los Institutos de reeducación y selección profesional de Barcelona y Madrid. Un indicador puede ser el hecho de que a partir de esos años no se publican traducciones de higienistas extranjeros. En 1915 se publicará la última traducción de un higienista francés. Se trata del Ma­nual de Higiene de Jules Courmont (1865-1917), del que se realizaría una última edición algo ampliada en 1944209. Curiosamente esta nue­va edición no incluirá el extenso capítulo dedicado a legislación labo­ral española contenida en la de 1915, que iba desde la Ley Dato hasta el Reglamento para la aplicación de la ley de 27 de diciembre de 1910, fijando la jornada máxima de trabajo en las minas, incluido el R.D. de creación del Instituto de Reformas Sociales.

La última traducción210 será el Compendio de Higiene del alemán Hu­go Selter (1878-1952), que se edita por la casa Calpe de Madrid, en 1925-1926. Son dos extensos tomos de los que el primero ofrece dos ca­pítulos dedicados uno a la higiene de las profesiones y otro exclusiva­mente dedicado a las medidas de protección del obrero, con un total de 133 páginas en 4° mayor. Presenta algunas novedades como la pro­blemática higiénica y preventiva en la industria química; plantea medi­das de evacuación y protección contra el fuego, no muy habituales en los textos de higiene profesional, incluyendo un generoso apartado de­dicado a exponer los peligros de la toxicidad de productos orgánicos, desde los compuestos alifáticos y aromáticos hasta las intoxicaciones ocasionadas por maderas «envenenadas». Es una obra interesantísi­ma, pero tiene el defecto de que tanto su abundante contenido estadistico como muchas de sus estrategias están exclusivamente ceñidas al escenario laboral alemán. Por algo su primera edición se titulaba Hand­kark der Deutschen Schulhygiene (Dresden, 1914).

Mientras tanto, parece que la apuesta intervencionista del Esta­do va avanzando en la construcción de su andamiaje administrativo con la creación del Instituto de Reformas Sociales el 23 de abril de 1903, co­mo continuación del nonnato Instituto del Trabajo.

Como suele suceder en toda organización administrativa, aparte la oportunidad o los medios, lo más relevante suelen ser los individuos de que está dotada. Y en el caso del Instituto, con unos recursos misé­rrimos, y teniendo como primera sede los desvanes del Ministerio de la Gobernación en la Casa de Correos de la Puerta del Sol, su gran activo fueron sus gentes, desde el Presidente Gumersindo de Azcára­te, o su sucesor, el Vizconde de Eza, hasta los responsables de las di­recciones y secciones técnicas: Adolfo Posada, Adolfo Buylla, José Marvá, Pedro Sangro, Bernardo de Quirós, Práxedes Zancada, Enrique Salcedo; pasando por los vocales de la representación obrera como Lar­go Caballero, Francisco Mora o Trifón Gómez; fueron todos ellos personajes inigualables, incluso los más conservadores como el Vizcon­de de Eza211, uno de los primeros representantes de la sociología rural española, a quien debemos el primer libro moderno sobre los riesgos en el trabajo agrícola212.

Aunque el IRS tuvo como tarea básica completar la incipiente legis­lación social iniciada el 30 de enero de 1900, sería la institución que real­mente promocionó la cultura española moderna de la prevención de accidentes y enfermedades en el trabajo. Y su artífice principal —por lo menos para nosotros— sería un ingeniero militar: el coronel, y más tarde general, José Marvá y Mayer (1846-1936) desde la Sección 2a del Instituto, que él dirigía con la misma habilidad y tesón de gestor que, no muchos años atrás, había desplegado para montar las baterías de los potentes «Ordóñez» en la bahía de La Habana.

Si para el Dr. Forns, el gran dispositivo preventivo de esos años residió en las obligaciones y responsabilidades legales que contenía la ley de 1900, nosotros añadiremos que lo realmente significativo con­sistió en el celo de las gentes del IRS tensionado/empujado continuamente, por la positiva presión colaboradora de los vocales obreros, más algunos acontecimientos administrativos, como pudo ser la creación de la Inspección de Trabajo, bajo el impulso del General Marvá, organizada y gestionada por él, durante sus primeros años de existencia.

Sin embargo, las cosas nunca fueron fáciles. Al lado de las fuertes re­sistencias en los sectores más conservadores del empresariado, la legis­lación de 1900 dejaba insatisfacciones razonables en los colectivos y or­ganizaciones sindicales que lógicamente fueron recogidas por los vocales obreros del IRS, que presentan una moción en 1904 para la modifica­ción de la Ley Dato, especialmente en lo referente a su universo de actuación, excluyendo a la mayoría de la población trabajadora del comercio y la agricultura y dejando la enfermedad profesional fuera de su articulado. Insuficiencias que se agravarían por toda la problemá­tica de inseguridades en el pago de las primas del seguro de accidentes, más el sempiterno incumplimiento de la Orden del 2 de agosto fijan­do el «Catálogo de mecanismos de protección…».

Las diferentes secciones del IRS se ponen a trabajar de inmediato recogiendo una amplia documentación y presentando propuestas que tienen ya totalmente elaboradas en octubre de 1905. No será hasta 1907 cuando son discutidas en el pleno del Instituto, que aprue­ba un proyecto para la reforma de la Ley de Accidentes del Trabajo de 1900, el 28 de junio de 1907.

En lo que a nosotros nos interesa, el proyecto intenta sobre todo centralizar toda la estrategia preventiva, incluida la inspección, en el IRS, con competencias técnicas, de investigación y vigilancia de la prevención, intentando convertirse en un verdadero órgano adminis­trativo de gestión absoluta de la prevención de riesgos y enfermedades en el trabajo que, desgraciadamente, no se verían aprobadas por el Go­bierno, para ser de alguna manera incorporadas al cabo de 13 años en el futuro Ministerio de Trabajo y la legislación de accidentes de 1922; aunque, por lo menos, algunos de los puntos del proyecto de 1907, como el Museo Social, se pudieron llevar a cabo, y aunque, a pesar del empeño de Marvá, solamente tuvo verdadera entidad el de Bar­celona, auspiciado por el Ayuntamiento y la Diputación Provincial.

En relación con la prevención de accidentes, el proyecto apunta en­tre otros, una serie de contenidos que nos parecen resaltables: Mul­tas por infracción de los reglamentos sobre mecanismos y medios preventivos de 25 a 25o pesetas, aparte de la responsabilidad civil o penal. Regulación y organización de la figura de la Junta técnica que, contemplada en la ley de 1900, había quedado en el aire al cumplir con el mandato inicial de tener en cuatro meses formalizado el catá­logo de «mecanismos preventivos» que por otra parte cumpliría con creces. La Junta estaría formada por tres ingenieros y un arquitecto. La higiene en el trabajo se centrifugará al Real Consejo de Sanidad o a la Real Academia de Medicina. La Inspección, recientemente creada el año anterior, se fija funcional y, sobre todo orgánicamente, al IRS. Or­ganización de un denominado «Gabinete de experiencias» a modo de institución de investigación y formación que finalmente se pudo ma­terializar en el Museo Social de Barcelona213.

Pero, otra vez, se produce el atrancamiento operativo. Una especie de maldición que siempre ha planeado entre nosotros, sobre las pro­puestas preventivas que, en general, correctas o aceptables sobre el pa­pel, son posteriormente bloqueadas o entorpecidas, muchas veces —aparte las resistencias de clase- por no haberse contemplado previa­mente los recursos presupuestarios necesarios. El resultado nos daría un penoso desfase entre teoría y práctica, que iría acumulando insa­tisfacciones como expresasen personajes nada sospechosos de radicalismos obreristas como el mencionado General Marvá en la intro­ducción a su libro Museos de Higiene y Seguridad en el Trabajo:

«En España, doloroso es decirlo, estamos aún en la infancia de este asunto: (se refiere a los Museos sociales) carecemos de legislación obrera, falta el co­nocimiento de la materia. no existe interés en asimilarla, y, lo que es más, personas ilustradas la desconocen, desdeñan su estudio y afectan no creer en su utilidad» 214.

Sin embargo, a pesar de estas insatisfacciones, la voluntad de traba­jo de las gentes del Instituto es realmente enorme; redactan leyes preventivas, algunas tan singulares y útiles como la «ley de silla» de 1912; visitan tajos industriales y mineros, peritan accidentes y escriben profusamente sobre procedimientos preventivos, desarrollando pos­teriormente las primeras estrategias de formación y comunicación pu­blicitaria sobre prevención de accidentes.

En otras regiones de la higiene profesional fue también relevante el despliegue preventivo, como lo atestiguan las numerosas obras de hi­giene militar y naval, que para nosotros entran también en el campo de los oficios. Desgraciadamente en nuestro país, el estudio de las condiciones de trabajo del soldado y del marino han sido inexplicablemen­te olvidadas por los estudiosos de la salud laboral, sin pensar que es algo que ha pesado sobre la salud de miles y miles de jóvenes que, an­tes o después, se incorporarían al mundo del trabajo, con posibles y severos deterioros en su constitución fisiológica, cuando no en la emo­cional y psicológica.

Para entender el despegue de la prevención de riesgos y enfer­medades en España hay que contar con una sucesión y mezcla de factores que, sin obedecer a una coordinación previa, tuvieron la vir­tud de reforzarse entre sí para ir creando las bases de esta cultura preventiva que, por lo menos desde la teoría, habría alcanzado su madurez alrededor de 1936.

En primer lugar, la recepción en nuestro país de la doctrina de la «Organización científica» con dos focos de desarrollo: el barcelonés y, un poco después, el madrileño. El catalán, inscrito y alimentado por la potente tradición social del Ayuntamiento de Barcelona y de la Diputación Provincial, y el madrileño, posiblemente más teorizante v endeble, amparado en el Instituto de Orientación y Selección Pro­fesional de Madrid.

En segundo lugar, y en interacción con lo anterior, la creación de dos instituciones funcional v culturalmente separadas pero con recorridos semejantes y paralelos como fueron el Museu Social de Barcelona, di­rigido por el ingeniero y economista Joseph María Tallada i Pauli (1848­1946) e inscrito dentro del Institut d’Estudis Catalans, bajo el patro­cinio del alcalde Prat de la Riba y el apoyo de personalidades como el filántropo barcelonés Ramón Albó, autor además de un catálogo sobre las «instituciones sociales» de la ciudad Condal, que será prologado por Marvá. La inauguración pública del Museu tendría lugar, en 1911, con una Exposición sobre Seguridad e Higiene Industrial, para manifes­tar claramente sus objetivos prevencionistas. Del Museu surgiría el Se­cretariat d’Aprenentatge, en 1914, dirigido por Joseph Ruiz Castella, y, de él, el Institut d’Orientació Professional, bajo la dirección de Talla­da y el Dr. Mira, en 1919.

En Madrid, y respondiendo al articulado de la nueva legislación de accidentes de 1922, se creará el Instituto de Reeducación de Invá­lidos del Trabajo bajo la presidencia del Conde de Altea y la dirección médica del cirujano ortopédico Antonio Oller Martínez (1887-1939). Institución que heredaría en principio la trayectoria ortopédica—más simbólica v paternalista que efectiva— del Asilo de Inválidos del Tra­bajo de Vista Alegre, fundado al estilo de una obra pía por la Regente, en 1887, y gestionado por una Junta de Damas ilustres.

El nuevo Instituto impuso una filosofía médico-quirúrgica en la que, junto a la utilización de nuevos procedimientos ortopédicos, conta­ría con servicios de readaptación y formación profesional a partir de 1923, fecha en la en que se incorpora como director técnico el inge­niero de minas César de Madariaga y Rojo (Carabanchel, 1961). La incorporación de Madariaga fue decisiva para la creación de un área o sección de Orientación Profesional (1924) que, con la desapa­rición del IRS, se irá independizando de la cobertura institucional del Ministerio de Trabajo para constituir en 1928 el Instituto de Orienta­ción y Selección Profesional dirigido por José Germain Cebrián (1897-1986).

Durante estos años, el bloque médico-quirúrgico del inicial Insti­tuto dirigido por Oller iría concentrando cada vez más su actuación en la cirugía y rehabilitación ortopédica para convertirse, en 1933, en el pri­mer centro hospitalario laboral público español, con la denomina­ción de Clínica del Trabajo, contribuyendo, de manera decisiva, a la constitución de la Medicina del Trabajo en España a partir de 1934, seguido por alguna institución privada como el Instituto Rubio215 de Madrid y los servicios quirúrgicos hospitalarios dirigidos por el Dr. Gar­cía Tornel en Barcelona216, López Trigo217 en Valencia, y Andrés Bue­no en Valladolid, que, con el añadido del Dr. Dantín218 y el magisterio de Oller, formarían la saga pionera de la medicina del trabajo en nuestro país.

Serán todos estos mimbres los que agavillen los primeros pasos de nuestra cultura preventiva. Pasos inseguros y difíciles que, realmen­te, y con el corto paréntesis de 1932-1936, no irían consiguiendo una cierta materialización práctica hasta la Ordenanza de 1971, como verdadero antecedente de la actual legislación de 1995-1997.

Dificultades e inseguridades que nacían, aparte de los escollos y re­sistencias interesadas, del propio diseño de la legislación de 1900, cen­trada en la reparación dineraria y exclusiva del accidente industrial y “maquínico» que, aunque corregidas por la legislación laboral de la República, seguirían ofreciendo una potentísima inercia casi hasta nuestros días.

Cara a la prevención los resultados fueron los siguientes:

Desde la práctica médica, un nuevo nicho profesional a medio camino de la medicina legal tradicional y la cirugía ortopédica o sim­plemente la traumatología de botiquín que pudo suponer la contra­tación de profesionales sanitarios por determinadas empresas, compa­ñías de seguros y las primeras mutuas patronales; aunque nuestra opinión es que, en general, eran contrataciones a tiempo parcial o por determinados servicios y que, solamente el personal asistencial con contrato fijo total —con la excepción de algunas empresas mineras, metalúrgicas, químicas o del ferrocarril— estuvo formado por «practi­cantes» que, con excepciones, darían lugar a una práctica profesional que, sobre todo, suponía un acercamiento «resolutivo» al cuerpo del tra­bajador que nos podría recordar el comportamiento funcional, del que habla Pedro Laín (1970), con el que se trataba a los esclavos por los médicos no hipocráticos de la Grecia clásica.

Por otra parte, la propia operativa facultativa de los médicos cer­canos a la nueva medicina del trabajo se mantendría fuertemente con­dicionada por las necesidades forenses a las que la legislación laboral obli­gaba. No obstante, y como derivación positiva, el peritaje legal obligaba amuevas miradas sobre el cuerpo del trabajador, permitiendo una minu­ciosidad clínica219 diferenciada, que contribuiría a la consolidación de una potente cultura médica especializada sobre la siniestralidad y las pa­tologías del trabajo, de manera que podríamos afirmar que la medici­na del trabajo moderna no es otra cosa —de cualquier modo simplifi­cando— que el resultado de las leyes aseguradoras del accidente.

Aunque los primeros médicos del trabajo compaginaron la tarea clínico-terapéutica y forense con la prevencionista, como quedaría pa­tente en la obra de Oller, Dantín o Andrés Bueno, el diseño estructural del discurso preventivo durante los años de la República fue lentamen­te conquistado por otros profesionales como ingenieros, químicos y psi­cotécnicos que, sin desbordar en ningún momento a los médicos, permi­tirían el desarrollo de miradas y estrategias prevencionistas enclavadas en las condiciones de trabajo y en la organización de la producción.

El higienismo médico de los aires y lugares del XIX será sustituido por una mezcla de higienismo forense, de higienismo de la máquina, y de higienismo de la organización, peritando quebrantos, diseñan­do, regulando y controlando consecuencias patológicas y dispositi­vos de protección, de manera que médicos especializados, ingenie­ros, organizadores del trabajo, psicofisiólogos e incluso psicólogos, irán adquiriendo nuevos protagonismos, que permitirán a su vez, nichos de empleo emergentes. En una conferencia pronunciada por Marvá, so­bre la «Función técnico-social del ingeniero«, en 1908, se anuncia y pro­pone la responsabilidad —aunque compartida con los médicos— de la in­tervención de los profesionales de las ingenierías en las tareas de prevención, dentro de una tarea general de supervisión y racionaliza­ción del trabajo que la podríamos considerar como sustitutiva del hi­gienismo socio-moral de la segunda mitad del XIX:

«El ingeniero moderno, para estar a la altura de su misión, no debe limi­tarse a poseer los conocimientos técnicos de la ingeniería; le son indispen­sables los conocimientos económicos y sociales (…) Concretándonos al aspec­to social, el ingeniero ha de poseer conocimientos de economía social, a saber Salarios… Modos de interesar d los obreros en la obra que ejecutan… Cuan­to tiende d asegurar el bienestar material, presente y Muro de los obreros Casas baratas… Modo de procurar recursos necesarios d la subsistencia del obrero… Legislación del trabajo. Accidentes. Trabajo de la mujer y del niño. Duración del trabajo. Higiene y seguridad del mismo… Huelgas. Tribunales de arbitraje y Consejos de conciliación» 220.

A los médicos les tocaba realizar fundamentalmente el trabajo post-accidente y de peritaje forense-laboral con una función preventiva como apuntan los profesores R. Ocaña y M. Navarro221 limitada a las tareas de selección de los trabajadores222.

Y aquí, aparecerá un nuevo constructo preventivo que, al lado de la posible y razonable hipótesis de que un trabajador fisiológica y cognitivamente adaptado a una determinada actividad laboral puede experimentar o estar expuesto a una menor siniestralidad, se podría estar, indirectamente, difuminando la responsabilidad empresarial en la adopción de las adecuadas estrategias preventivas, optando por el trillado camino de la culpabilización del trabajador.

De cualquier manera, este aspecto de la «selección profesional» co­braría un papel central en la constitución de una nueva filosofía preven­tiva en donde, aparte de nuestras maliciosas y posiblemente condi­cionadas suposiciones, se daría paso a la recepción en España de una cultura de racionalización del trabajo, que incluirá la potenciación de la formación profesional; y la acumulación de datos sobre lo que podrí­amos llamar la antropología del esfuerzo y la actividad humana, con el diseño de las primeras lecturas ergonómicas acompañadas de la in­corporación al trabajo de las miradas psicotécnicas, como antesala de las muy posteriores aproximaciones psicosociales.

Realmente, la tarea más significativa de los profesionales que, du­rante estos años, trabajaron en las instituciones madrileñas y barce­lonesas que hemos mencionado, sería la de introducir y conseguir la ra­cionalización del trabajo, como una opción probablemente cercana a todo el paradójico intento de regeneración de la sociedad española.

Sobre esta tarea, que pudo ser en parte, una ilusión, se despren­derían resultados prevencionistas en relación con la seguridad y sa­lud de los trabajadores que, aparte de ser estructuralmente pertinen­tes con el proceso, alumbrarían la posibilidad de nuevos enfoques. Entre ellos, el ergonómico y el psicosocial. Enfoques que no fueron nunca li­neales, pero que, en el horizonte de 1936, habrían conseguido un ni­vel de calidad y consistencia no muy alejado del de otros países de nues­tro entorno.

En este recorrido se entrecruzaron:

La práctica clínica y ortopédica del magisterio del Dr. Oller en el Instituto de Reeducación y posteriormente en la Clínica del Trabajo, consiguiendo la reconstrucción de una práctica médica atenazada por la póliza de los seguros de accidentes, para convertirla en una verdadera Medicina del Trabajo, yendo más allá de la simple recupe­ración funcional e incorporando el diseño de la medicina social ale­mana e italiana223.

En segundo lugar, tendríamos el eje organizativo o de racionalización del trabajo, emanado de los institutos de selección y orientación pro­fesional, con el inigualable magisterio de Mira, Germain o Madaria­ga, más el esfuerzo de Mallart, Mercedes Rodrigo, y tantos más.

La recepción entre nosotros de la doctrina de la OCT224 tendría una significación totalmente jánica para el desarrollo de nuestro mo­delo preventivo. Desde una de sus caras, permitiría el despegue de un discurso prevencionista, en cierto modo engatillado por una prác­tica asistencial organizada alrededor de la lesión, la reconstrucción fun­cional y la reparación económica. Despegue que, además, vendría amparado por una especie de incorporación crítica del taylorismo fundacional, representado por la entrada en España de la obra de una serie de autores europeos como la fisióloga belga JosEfina Ioteyko (1866-­1928), discípula del fundador de la Universidad del Trabajo de Charle­roi (1902), Ómer Buyse (1865-1945), ingeniero y fisiólogo al que se le de­be como aportación la introducción en Europa de las teorías psicopedagógicas de John Dewey (1865-1952) en su aplicación al cam­po de la formación profesional en la industria.

De la Dra. Ioteyko se publica La ciencia del trabajo y su organización226. Es una obra que debió impactar en el colectivo de los psicotécnicos es­pañoles227. Para nosotros, la relevancia del enfoque que transmite Io­teyko consiste en que, a pesar de la sin duda potente influencia que im­primiría en toda Europa el biomaquinismo de Jules Amar (1897-1935), consigue deslizarse por los caminos esbozados años antes por el An­gelo Mosso (1846 -1910)228 sobre el estudio de la fatiga (1891); caminos que la conducen necesariamente al encuentro con lo psicológico, con el «factor humano»:

«El hombre sólo trabaja rara vez como motor físico en las industrias de la vie­ja Europa; su trabajo se aproxima cada vez más al de un aparato psicoftsi­co. El problema del trabajo industrial no puede. pues, ser tratado solamente como una rama de la mecánica aplicada a las ciencias naturales; en él in­terviene un elemento psíquico, que se conoce por sus manifestaciones (…) El modo de trabajar, el esfuerzo dinámico la duración de los descansos, etc., llevan al gasto de energía y ala cantidad de trabajo útil obtenido, elemen­tos de variación dependientes cíe las cualidades psíquicas del individuo, por lo que respecta a las variaciones de rendimiento en cantidad), calidad«

Planteamiento que conduce a una intervención sobre el trabajador para conseguir:

«…el conocimiento exacto de las cualidades fisiológicas y psicológicas sobre las cuales descansa la aptitud de un obrero en el trabajo profesional» 229.

Y aquí aparece la otra cara de la moneda, consistente en el interven­cionismo selectivo-pedagógico como dispositivo para conocer, evaluar y recomponer aptitudes, comportamientos y habilidades, de forma que, las diferentes herramientas psicotécnicas de selección y los cursillos de readaptación o formación profesional derivan hacia estrategias preven­tivas básicas amparadas en numerosas constataciones empíricas que proyectan altos porcentajes de siniestralidad a una causalidad depen­diente de factores personales del trabajador, ya sean emocional-cog­nitivos, culturales o fisiológicos.

Este viejo discurso, presente en los higienistas del XIX, reaparecerá aho­ra bendecido por estudios de un aparente rigor científico, que posible­mente expresaban una faceta pertinente de la siniestralidad, siempre en­clavada en el sujeto de la misma pero que puede dejar en el camino otros operadores causales, como reforzadores, catalizantes o condicionantes de las reacciones u omisiones individuales.

La realidad es que los bienintencionados psicotécnicos, mu­chos de ellos personas de un manifiesto talante progresista como Ro­drigo, Madariaga, Mira o Mallart, harán suyo estos enfoques con ver­dadero fervor militante; Josep Mallart i Cutó (1897-1989), el más prolífico y entusiasta de los psicotécnicos se expresaba en estos términos:

«Basta una simple observación para comprobar que la ignorancia es causa de muchos de los accidentes que ocurren en el trabajo, en la calle o en el mis­mo hogar Los niños, los aprendices y los trabajadores incultos suelen ser los que pagan con más víctimas esa negra cantidad de muertes, mutilaciones e invalideces con que nos asombran las estadísticas de los accidentes» 230.

Mercedes Rodrigo Bellido (1891-1982) añadiría:

«No hay que echar toda la culpa a la clase de trabajo, malas condiciones del local, falta de dispositivos de protección, etc. Los accidentes del traba­jo podemos asegurar que dependen en gran parte, del factor humano» 231.

Otros autores, como Mario Oliveras y Soler Dopff, serían más con­cluyentes en el establecimiento de la relación entre orientación pro­fesional y reducción de los riesgos en el trabajo:

«Los beneficios de la Orientación se extienden, no sólo a las mejores condicio­nes generales de realizarse el trabajo para los obreros correctamente situa­dos en la industria, sino que, de rechazo, les produce una indiscutible venta­ja desde un punto de vista concreto como es el de los llamados accidentes del trabajo y el padecimiento de las enfermedades profesionales» 232.

Podemos pensar que, con esta doctrina, se pudo contribuir a que la aún reticente postura empresarial a invertir en prevención sobre las condiciones de trabajo y a dotar a los trabajadores de equi­pos y dispositivos de protección, se viese en cierto modo fortaleci­da. Por otra parte, también es cierto que este énfasis en la selección y en la formación profesional y, sobre ella, en la construcción de estra­tegias preventivas queremos pensar que produjo resultados positivos y, por lo menos, sirvió para la inauguración de nuevas estrategias preventivas que obligadamente tendrían que conducir al encuentro con las condiciones de trabajo y a ir encauzando las primeras lecturas ergonómicas, aunque, en esta etapa, se presentasen balanceadas unilateralmente hacia el ajuste del trabajador con la máquina. Además, tampoco estos psicotécnicos se engañaban excesivamente; la propia Mercedes Rodrigo, una gran defensora y propagandista de la selección y orientación profesional, dejaría bien claro que la prime­ra condición, para la eficacia de los métodos psicológicos, pasaba obligatoriamente por «la aplicación íntegra de todas las medidas técnicas de prevención»233.

De cualquier manera, estas nuevas valoraciones del trabajo, con la intensa visualización de la fatiga como fenómeno complejo, pergeñada como hemos visto en décadas anteriores por los primeros psicofísió­logos españoles como Simarro, habría que empezar a contemplarlas des­de claves positivas.

En el horizonte social, cultural y científico de estas primeras dé­cadas de nuestro Novecientos pensamos, honestamente, que tampo­co se podía pedir más. Bastante adelanto era ya indagar en las causas de la fatiga, construir una rudimentaria epidemiología del accidente y ad­mitir la especial significación del «motor humano», como apuntase Ta­llada en 1922:

«…malgrat tot, el motor humá és el més important de tots que la indústria utiliza; i comenta a capar que no són indiferents la sena alimentació i la du­racio del seu traball, i les causes de la seva fadiga i la selecció entre uns altres, i l’adaptació de cada horne a faines per a les quals sa constitución fi­sica i psíquica elfin més apte:» 234.

Para más abundamiento en este asunto, y en la misma línea de luci­dez de Mercedes Rodrigo, César de Madariaga intentará una relectura de la doctrina del factor humano que, por otra parte, estuvo siempre rondando por la sensibilidad de los psicotécnicos españoles:

«Solamente hace muy pocos años aparece corno una preocupación la del factor humano y su posible aumento de rendimiento intrínseco y aún esta preocupación en un principio no está libre de un cierto matiz de inhuma­nidad «muy humano» en las cuestiones de trabajo, cuando sólo se ocupa de un interés particular» 235.

Probablemente —recordando a Maquiavelo, Mandeville o We­ber— las cosas difícilmente responden a los purismos ideológicos, y la realidad se suele construir muchas veces a golpe de vicios que se reconvierten en virtudes o en utilidades públicas. Lo cierto es que, a partir de la doctrina del factor humano, se instala en España una verdadera cultura preventiva y protoergonómica sobre la actividad la­boral que permitió, sobre todo, crear lenguajes «proactivos» en la lí­nea de que las estrategias de prevención son rentables y son útiles para controlar la siniestralidad laboral. Esta semántica de la preven­ción utilizaría toda la panoplia de medios que la publicidad y las téc­nicas de comunicación ofrecían por esos años: carteles, folletos236, con­ferencias, radio y cinematografía; siendo claramente el cartel el soporte de comunicación más utilizado.

La utilización de estrategias de publicidad y comunicación esta­ría presente en el organigrama del IRS de 1919, en el que, dependien­do de la Dirección General de Legislación y Acción Social, dirigida por Adolfo Posada, una de sus cinco secciones era la de «Legislación y Publicidad» bajo la responsabilidad de Pedro Sangro.

Con la desaparición del IRSen 1924, sería el Instituto de Reedu­cación de Inválidos el que lideraría la mayoría de la gestión publicitaria de la prevención en España ahora dirigida por el omnipresente José Ma­llart, quien establecerá las claves doctrinales y los objetivos de la car­telería, en un documento publicado por el Instituto en 1927 en don­de, entre otras consideraciones, diría:

«¿Cómo luchar contra la, alta de cuidado, contra la despreocupación, que al fin y al cabo es luchar contra la enorme frecuencia de los accidentes? Desde luego que hay que recurrir a la acción educativa, hay que llevar al estado de ánimo de las gentes unas normas de conducta y unas maneras de reaccionar apropiadas. Para esto se han señalado las excelencias del cartel llamativo, encargado de producir por vía visual, choques frecuentes diri­gidos a crear un estado de espíritu especial que logre del individuo una aten­ción siempre despierta a los peligros que puedan estar a su alrededor» 237.

Efectivamente las llamadas de atención sobre la conveniencia de la cartelería preventiva van a estar presente en todos los textos de impor­tancia que a partir de 1929 se publican sobre seguridad en el trabajo.

En el entorno de la tercera década de la centuria, la psicotecnia española puede ser considerada como una verdadera psicología in­dustrial que, incluso, reclama para sí misma una parte del discurso mo­ral de las higienes industriales. Su puesta de largo se llevó a cabo en la vi Conferencia Internacional de Psicotecnia, celebrado en Barcelona238, en abril de 1930, bajo la presidencia conjunta de Mira y Madariaga y la asistencia de personajes del relieve de Claparéde, Lahy o Vygotsky239.

Serían años, sobre todo desde 1931 hasta 1938-39 en la España leal a la legalidad republicana, en los que se conseguiría un grado de ma­durez teórica en nuestra cultura prevencionista realmente potente que tardaría décadas en ser reconstruida; aspecto, que solamente se daría en 1971, con la creación del Plan Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo y su prolongación en el Instituto Nacional de Seguridad e Hi­giene en el Trabajo (INSHT) como lenta recuperación —malgré el fran­quismo— del ideario del Instituto de Reformas Sociales y los Institu­tos de Reeducación y Selección de Madrid y Barcelona, cuyas gentes —no lo olvidemos—, con algunas excepciones como Mallart o Ger­main, pagarían con el exilio su decencia política y su fervor en pro de la mejora de la seguridad y salud de los trabajadores españoles.

La lista de contribuciones, publicaciones y actores durante estos años sería interminable. Solamente cabe indicar, entre lo más sobre­saliente, el Decreto de 23 de agosto de 1934 por el que se crea la Inspec­ción Médica del Trabajo; disposición que suele pasar inadvertida y que pudo constituir un importantísimo dispositivo preventivo de las enfermedades profesionales, junto al impulso que se daría en inten­tar sacar de la opacidad las condiciones de siniestralidad y enfermedad en el trabajo agrícola, aspecto éste que constituyó una de las activida­des más representativas de la República.

Aparte las disposiciones legales de la ley y reglamento de 1931 so­bre la consideración de los accidentes y las enfermedades profesio­nales en la agricultura, anotaríamos dentro de un número importan­te de publicaciones la obra de Vicente de Andrés240, un médico vallisoletano que ejerció como médico del trabajo en los talleres de «Campo Grande» (Valladolid) de la Compañía de Ferrocarriles del Nor­te241, a propósito de La siniestralidad en el trabajo agrícola; se trata de un verdadero manual de medicina del trabajo para el médico rural, que en la práctica funcionaba en los pueblos como un verdadero y solitario médico del trabajo.

Es un libro eminentemente práctico, lleno de sabiduría clínica y sentido común, que perfectamente puede considerarse como uno de los primeros manuales españoles de «valoración del daño corporal», repleto de ejemplos, con interesantes anotaciones sobre enfermeda­des profesionales que aunque ya conocidas por la clínica europea, no era frecuente su exposición en los escritos españoles como, por ejemplo, la mención que hace de un caso de diabetes traumática ocasionado por la influencia de un activador estresante sufrido por un maquinista que sale ileso, pero traumatizado psíquicamente, de un grave accidente ferroviario242, más novedosas instrucciones y consi­deraciones sobre el manejo en las patologías del trabajo en los deno­minados estados «anterior v posterior”243.

Con respecto a las coberturas asistenciales en caso de accidente, aboga por la necesidad de instalar «Puestos de socorro» en los pue­blos, así como utilizar y adaptar para el tratamiento de la siniestralidad laboral, en el campo, los Centros de Higiene y Sanidad Rural.

En el capítulo dedicado a las estrategias preventivas da una especial importancia a la educación y a la implantación de una urgente cultu­ra preventiva que debería partir de la escuela primaria para continuar en la enseñanza técnica y con los propios encargados y empresarios agra­rios. Aunque se le escapen algunas patologías agrícolas, como la an­quilostomiasis244, el despliegue informativo es realmente amplio y detallado yendo más allá de los planteamientos genéricos de otros autores anteriores. En el apartado de las enfermedades y patologías ocu­lares su exposición se detiene en la oftalmía ocasionada por el polvo de las orugas (por ejemplo, la procesionaria de las pináceas) o en la «vibrio­grangrena» de los párpados (queratomicosis) producida por un hon­go o vibrión séptico presente en el estiércol. A continuación menciona ya los peli­gros derivados del manejo de productos fitosanitarios245 y de ciertos abonos como los nitratos de cal246. Abundará en insistir sobre la impor­tancia de la función prevencionista del médico del trabajo, como del médico rural en particular. Para los trabajos del campo, su diseño preventivo se sitúa en la estructura de las condiciones de trabajo, ar­ticulando climatología, tipo de labor, duración de la jornada, régimen de descansos y modelo de contratación de la tarea, subrayando la re­lación entre fatiga y accidente:

«Favorecen la aparición de lafitiga y, por tanto, de los accidentes, el exce­sivo calor, el poco descanso» 247.

A lo que nuestro autor añadiría determinados «estados patológicos», como el alcoholismo, y la ausencia de políticas de selección de perso­nal que, aunque representando en el trabajo agrícola un cierto desi­deratum, no dejaban de formar parte de un nuevo y modernizante lenguaje preventivo que, reforzado con la insistencia en una formación profesional adecuada acompañada de soportes publicitarios, constitu­yó el enmarcado teórico-operativo de los psicotécnicos, como lo atestiguaría la posterior obra de Mallart sobre la Organización Cientí­fica del Trabajo en la Agricultura (1934).

Para terminar, incluiría una interesantísima muestra de carteles preventivos confeccionados específicamente para el trabajo en el cam­po por los técnicos del INP, algunos de los cuales mostramos en esta publicación:

La aportación de José Mallart ala prevención de la siniestralidad en el trabajo agrícola iría enfocada desde la racionalización de la actividad laboral en el campo, intentando transmitir al mismo la cultura de la OCT e insistiendo en multitud de criterios y recomendaciones que, bajo el rótulo habitual en la época de «ergológicos», no son más que lo que aho­ra consideraríamos como ergonómicos, deteniéndose en los instrumen­tos y herramientas de mano y en la maquinaria, adaptándola al ‘fun­cionalismo humano» con el añadido de la formación profesional y los conocimientos técnicos que requerían la urgente modernización de la agricultura española.

Para Mallart, como para el resto de los psicotécnicos de la Repú­blica, la prevención se deberá incrustar en la modernización organi­zativa del trabajo tanto de la industria como de la agricultura. En es­ta modernización la enseñanza, la profesionalización técnica y la propaganda formarían los pivotes maestros de la prevención. Una pre­vención que, paralelamente y al mismo tiempo, iría unida a estrategias de motivación y valoración entre la población campesina del trabajo agrícola248.

«Se impone una acción de la escuela primaria y de las obras complementa­rias de educación, dirigida en este sentido. Las lecciones, las conversaciones, las referencias incidentales, la propaganda gráfica, deben presentar cons­tantemente las posibilidades que ofrece la agricultura»’

Planteamiento que, no obstante, su voluntad renovadora y moder­nizarte, nos puede dar una idea del enfoque idealizado con que es­tos bienintencionados psicotécnicos entendieron la problemática cam­pesina de la época. Aspecto nada desdeñable, que nos señala la existencia permanente, cuando se trata de los lenguajes sobre el traba­jo, de dos discursos: el de los expertos y el de las gentes o los propios trabajadores en general. Probablemente estas adelantadas teorías sobre la racionalización del trabajo agrícola se engatillaron en la práctica y en las percepciones de una población campesina acogotada por el paro y la supervivencia, con la mirada y las expectativas más urgentes, puestas en el reparto de la tierra. Este ingenuismo pedagó­gico, quizá heredado del potente poso institucionista-regeneracionis­ta de muchos de los profesionales del IRS y del Instituto Nacional de Previsión, se puede visualizar perfectamente en un cartel, en el que un trajeado y «profesoral» personaje con lazo de «pajarita» instruye a un bracero sobre el modo más adecuado para manejar la pala.

Dicho esto, habrá que reconocer la validez y corrección del cau­dal de criterios prevencionistas esgrimidos por Mallart para el traba­jo agrícola, que tocaban desde la duración de la jornada y descansos, condicionada por el tipo de labor y las estaciones, la alimentación, el vestido, la vivienda, la fatiga y las instalaciones «maquínicas» sin pro­tección, hasta la organización general del trabajo, con la mirada siem­pre puesta en la «educación y propaganda preventivas»:

«La educación general y la formación profesional son, por sí solas, obra de prevención del accidente: pero si se hacen sistemáticamente y con preocu­paciones de prevención. tendremos un magnífico instrumento para la disminución de la frecuencia de los accidentes, no solo en los jóvenes (que son los que más caen) sino también en los futuros obreros formados. Un aprendizaje científicamente organizado hace el profesional completo, es decir; el que produce obra de calidad al mismo tiempo que evita los peligros del trabajo» 249.

Mallart entendió siempre la seguridad y salud de los trabajadores del campo como algo integrado en un ambicioso marco regeneracio­nista en que lo psicosocial, lo emocional, lo cultural y lo científico se en­tremezclaban, dando como resultado, a modo excesivamente ingenuis­ta, una sociedad campesina a medio camino entre la racionalización geopónica y la taylorista e intentando —posiblemente sin maldad—sustraerse de los grandes tensionamientos socioeconómicos y políti­cos del momento. Este ideario de Mallart quedará bastante esbozado en su escrito La elevación moral y material del campesinado, obra escrita con anterioridad a la Organización científica del Trabajo agrícola y en la que despliega estas ilusionadas confianzas en la racionalización técnica de producción y mentalidades en la agricultura española:

«Por otra parte, el agricultor dentro de su explotación ha de procurar que las instalaciones estén dispuestas de modo que ahorren pasos inútiles, que las he­rramientas respondan al fincionalismo de los hombres que han de manejar­las, que cada tarea sea hecha por quien mejor pueda hacerla; que el hora­rio de trabajo se acomode a la reaccionabilidad psicofisiológica de los trabajadores; que la contabilidad penetre todos los sectores de la empresa ru­raly se puedan conocer perfectamente los costes de las operaciones ), los precios de los productos. De este modo. la riqueza natural del suelo pasará. a ser riqueza del hombre, y el valor de uno y otro en el concierto de los valores sociales y económicos habrá aumentado considerablemente» 250.

La postura de Mallart, como la de muchos de los psicotécnicos, po­siblemente sirvió, a pesar de su ingenuo y madrugador voluntarismo pedagógico, como contrapunto a la severa, ordenada y realista legis­lación republicana que, con la sólida cultura higiénico-preventiva y ortopédica elaborada por los fundadores de la escuela española de medicina del trabajo, formaría la bóveda maestra sobre la que se sus­tentó la enorme e inigualable tarea socio-laboral de la República.

A pesar de la tremenda conflictividad social de la época, en la que se entrelazaron paros251, huelgas252, resistencias constantes de la pa­tronal y de poderes institucionales, coyuntura económica internacio­nal adversa, oposiciones y maximalismos revolucionarios del anarco­sindicalismo253, los cinco primeros años de la Segunda República, y, en particular, los del bienio republicano-socialista, más los pocos me­ses del Gobierno del Frente Popular anteriores a la sublevación militar, constituyeron un tiempo realmente irrepetible en la historia españo­la de la seguridad y salud de los trabajadores; integrado, todo ello, en un ilusionado discurso por la libertad, la democracia y la civilidad que, como apuntase Ortega254, suponía el gran remozamiento técnico, económico, social e intelectual de la sociedad española.

Los cuatro grandes ejes sobre los que se inscribiría, en la práctica, esta gran obra de remodelación, en los primeros años de la Repúbli­ca, reposaron sobre lo político, en el andamiaje estructural de la li­bertad y la democracia; sobre lo laboral en la justicia social; sobre la edu­cación y sobre la salud pública en la universalidad y la modernización.

Si se puede considerar a Manuel Azaña como el gran gestor de la obra política de la República, el gestor de su obra social255 sería indis­cutiblemente Francisco Largo Caballero durante su periodo al fren­te del Ministerio de Trabajo y Previsión. Gestión, además, que se ini­ciaría en las primeras semanas de la proclamación de la República en el marco legislativo del Gobierno Provisional y que, continuadas por el Gobierno Azaña, darían lugar, a lo largo de dos años, a un caudal de leyes sociolaborales que nunca se dieron ni se darían, en la histo­ria de España.

Solamente, en algo más de dos meses, entre el 14 de abril y el prime­ro de julio de 1931, se promulgaron entre Decretos, Decretos-Ley y Ór­denes Ministeriales, 11 disposiciones referidas al trabajo, teniendo su colofón unos meses más tarde en la Ley del Contrato de Trabajo del 21de noviembre256. Fue una legislación de urgencia que principal­mente respondería al mensaje de esperanza y renovación lanzada por la República257 a los trabajadores del campo, intentando paliar tres pro­blemas básicos del trabajo agrícola en España: el del paro; el del caci­quismo, con el control absoluto de las condiciones de trabajo por los propietarios, y la ausencia de coberturas aseguradoras sobre acciden­tes emanadas de las leyes de 1900 y 1922. Más allá de sus efectos prác­ticos e, incluso, de no suponer estrictamente una reforma agraria revo­lucionaria, sí supuso un claro mensaje de reforma, transformando radicalmente las relaciones de poder en el campo al introducir, po­tenciar, regular y amparar administrativamente el viejo dispositivo armonicista de los Jurados Mixtos (Decreto del 7 de mayo de 1931).

La primera disposición, el Decreto-Ley de 28 de abril de 1931, supu­so un entorpecimiento para las estrategias de control de los propieta­rios sobre la contratación de braceros, al obligarles a recurrir a los jornaleros locales.

El Decreto-Ley del 7 de mayo de 1931 fue en la dirección de paliar el paro estacional obligando a los grandes propietarios a labrar y culti­var terrenos baldíos y de utilización exclusivamente suntuaria y de ocio.

Se intentaría que en caso de accidentes el trabajador del campo —no obstante, con limitaciones— estuviese en las mismas condiciones de ase­guramiento que los obreros industriales, ratificándose en primer lu­gar el Convenio de la OIT sobre Accidentes de Trabajo en la Agricul­tura (Decreto de 9 de mayo), para plasmarse, por el Decreto de 12de junio de 1931, en las Bases para la aplicación en la Agricultura de la Ley de Accidentes de Trabajo.

Realmente los aspectos relativos a la prevención, considerados en su sentido normativo estricto y directo, no presentaron casi ningún pro­tagonismo258 hasta la promulgación del Reglamento de Accidentes de Trabajo en su capítulo III (Decreto de 31 de enero de 1933) que se puede considerar como el primer documento institucional español so­bre medidas preventivas, aunque éstas estuvieron, siempre, implíci­tamente contenidas desde sus primeros días en todo el discurso le­gislativo de la República; discurso, no olvidemos, con la mirada puesta en la democratización y reequilibrio de las relaciones de tra­bajo, más la superación y corrección de los agujeros e injusticias que las leyes sociales de la Restauración y el Directorio habían dejado sin solventar como fundamentalmente representaba el panorama de opacidad y marginación de los trabajadores agrícolas españoles con res­pecto a los de la industria, desde La Ley de Accidentes de 1900.

Podríamos decir que se legisló sobre lo más básico de la preven­ción y especialmente sobre aquello que en su ausencia impediría cual­quier estrategia mínimamente operativa como pudo ser, el señala­miento de las obligaciones mínimas de prevención para los empresarios industriales (artículos 44 al 51 del Reglamento de 1933), la jornada de 48 horas semanales (Ley de i de julio de 1931), la limitación de la jorna­da de trabajo en las minas (Orden de 28 de agosto de 1931), o simplemen­te el fortalecimiento de la Inspección de Trabajo (Decreto 9 de mayo de 1931), respaldado todo ello con el protagonismo administrativo de los Delegados de Trabajo (Decreto-Ley de 29 de mayo de 1931).

A pesar de todo esto, no podemos dejar de considerar la prevención como una tarea que, siendo siempre considerada importante, quedaría en el fondo supeditada a la urgente construcción del solado mínimo del aseguramiento ante el accidente, la invalidez, la enfermedad, la ma­ternidad o la vejez, intentando aminorar la gran tragedia social de la época que, como moderna espada de Damocles, estaba, ante la me­nor contingencia laboral, continuamente condenando a las clases po­pulares a la miseria y al pauperismo.

Nos encontramos por lo tanto con una legislación de enfoque actua­rial y compensatorio, presidida por un horizonte estratégico moderni­zante empapado de bonhomía socialdemócrata y republicana que, apar­te sus manifiestas sensibilidades de justicia y progreso, no intentaría otra cosa que completar el diseño asegurador-reparador nacido a co­mienzos del siglo, ampliándolo a los colectivos más desprotegidos del proletariado español como era el agrícola y la mujer trabajadora, se­gún lo atestiguaría la implantación del Seguro Obligatorio de Materni­dad (Decreto-Ley de 26 de mayo de 1931) procurando, al mismo tiem­po, reequilibrar el significado y alcance de las leyes sociales en la dirección de los intereses de los trabajadores como quedaría plasmado en el segundo párrafo del art. 9 de la Ley de Contrato deTrabajo de 1931, dejando meridianamente claro que, «…no será válido el contrato que sea contrario en perjuicio del trabajador…».

De cualquier manera, y aunque no existiera una legislación espe­cífica de prevención, la voluntad de instaurar unas condiciones de hi­giene y seguridad aceptables atravesó de manera indirecta toda la co­dificación sociolaboral republicana como, por ejemplo, en el art. 39 de la citada Ley de Contrato de Trabajo, a propósito de las condiciones higiénicas del local, dormitorios y comida de los obreros cuando és­tos vivan en dependencias del patrono. En el terreno de la fatiga y de las consecuencias para la salud, de la duración de la jornada laboral, el minucioso articulado de la Ley de 1 de julio de 1931259 constituiría otro ejemplo de esta voluntad preventivista particularmente presen­te en el capítulo 11 dedicado al trabajo en minas, salinas y canteras en donde en su art. 42 expresamente se dice:

«En casos de urgencia, en que el exceso de humedad. impureza del ambien­te o motivo excepcional de insalubridad, naturaleza del mineral o del criadero, amenaza de un riesgo general, u otra causa cualquiera (…) hicie­se peligrosa para la vida o salud del personal, una duración excesiva de los trabajos (…) la Inspección Provincial del Trabajo podrán imponer una duración de jornada inferior a la normal».

En la agricultura, esta voluntad prevencionista que obligaba a los propietarios a «emplear todas las medidas posibles de seguridad e hi­giene del trabajo»260, aunque a menudo se quedase atascada en la le­tra de las codificaciones, sería, a la altura de la época, verdaderamen­te innovadora, de tal manera que hasta casi medio siglo después no se volvería a contemplar en la legislación española.

En este inventario de medidas y disposiciones preventivas la la­bor de los técnicos del INP sería enormemente importante intentando organizar no solamente plataformas teóricas e informativas que sirvie­ron de resonancia y divulgación «preventivista» sino también, como he­mos apuntando anteriormente, publicando y promocionando carteles y diversos soportes de comunicación de manera que las estrategias de prevención van a comenzar a visualizarse como lenguaje, traspasan­do la etapa de la cartilla y de los circuitos boca-oreja para formar par­te de la iconografía visual y de la pedagogía organizacional de la fábri­ca fordista. En esta línea el art. 49 del Reglamento de Accidentes de 1933, obligaría a los patronos «…a colocar en sitio visible de los luga­res de trabajo las instrucciones que dicten a los obreros respecto a la evitación de accidentes…».

Para comprender el lugar que ocupó la política prevencionista de la República habría que entender el papel protagonizado por los dos escenarios administrativos y, sobre todo, las dos culturas que alimenta­ron la labor de los gestores del Ministerio de Trabajo. Por una parte, la actuarial y compensatoria heredada del discurso fundacional del INP (1908) yque, de alguna manera, incidiría sobre las necesidades más urgentes y prioritarias de los trabajadores españoles; y otra, también protagonizada por el Instituto de Previsión, pero esta vez heredera de las sensibilidades del Instituto de Reformas Sociales que recoge y re­funde a partir de su disolución y absorción en 1924.

Si la cultura actuarial se tradujo rápidamente en una respuesta legis­lativa directa y frontal, la prevencionista ocuparía necesariamente un lugar lateral ante las urgencias de un momento sociopolítico que pa­saba por asentar de una vez por todas, y desde el nuevo horizonte programático de la Constitución de 1931, unas condiciones de trabajo y una legislación de accidentes moderna, democrática y lo suficientemen­te amparada administrativamente, para compensar los desequilibrios, ambigüedades e ineficacias prácticas de las precedentes.

Desde esta situación, y aparte los contenidos preventivos —por otra parte innovadores— introducidos en los reglamentos sobre accidentes ya mencionados de 1931 y 1933, el núcleo central de la actividad pre­vencionista republicana consistiría en la organización de una potentí­sima estrategia pedagógica e informativa, heredada como hemos apun­tado de la cultura higiénico-regeneracionista del IRS, que se materializa, además, a través de un entramado institucional enormemente amplio y variado que va desde el propio marco administrativo del Instituto de Previsión hasta la madrileña Clínica del Trabajo, pasando por el Institut barcelonés d’Orientació Professional, el Instituto de Orien­tación de Madrid e, incluso, instituciones de higiene pública o de estric­ta medicina social como fueron los Centros de Higiene y Sanidad Ru­ral,261 sin olvidar otras instituciones educativas como la Escuela Social de Madrid262, que inauguraría en 1934 una Cátedra de Higiene y Segu­ridad en el Trabajo, o la Cátedra de Higiene Minera en la escuela de Ingenieros de Minas de Madrid, inaugurada también en 1934.

En particular, la acción «preventivista» de los Centros de Higiene Rural funcionaría como la única institución pública que contemplaría los accidentes y enfermedades profesionales en el campo, sobre todo a partir de la Ley de Servicios Sanitarios del II de julio de 1934 en la que, junto a los cometidos clásicos de higiene pública (epidemiología y estadística, analítica, tuberculosis, higiene infantil, lepra y sífilis), abarcaba además: paludismo, tracoma, higiene mental, alimentación, higie­ne industrial y del trabajo263 e ingeniería sanitaria.

En este terreno institucional de la sanidad rural durante la Repúbli­ca, tuvo un relevante papel el Dr. Gustavo Pittaluga264 que junto a su la­bor como gestor y organizador de la lucha antipalúdica265 en España, se­ría elegido Presidente de la I Conferencia Internacional de Higiene Rural celebrada en Ginebra, en el verano de 1931. En las conclusiones de la misma se establecen recursos sanitarios que pueden darnos una idea —por lo menos a nivel de expectativa— de su carácter novedoso pro­poniendo que el número de personas atendidas por un médico fue­sen como máximo 2.000, «…quedando entendido que, a medida que la organización sanitaria y las necesidades de las poblaciones se desarro­llen, este número habría de ser rebajado a 1.000…»266.

Apuntando además como recomendación tener un establecimien­to hospitalario para cada población de 20.000 habitantes de manera que haya dos camas por cada mil habitantes267.

Desde el punto de vista de la salud pública tenemos datos sufi­cientes para asegurar que en el horizonte de 1930-31 con la excepción de la tuberculosis y los aún elevados índices de mortalidad infantil268, el panorama general es, en comparación con los primeros años del si­glo, claramente aceptable acercándonos al nivel de los países de nues­tro entorno. En 1935, el que fuese Director General de Sanidad du­rante el primer gobierno republicano-socialista, Marcelino Pascua269, publica un meticuloso informe270 sobre la mortalidad en España duran­te el periodo comprendido entre 1911 y 1930. En el mismo, podemos observar que en 1930 nos situábamos en una tasa de mortalidad del 16,81 por mil habitantes, mientras que en 1911 estábamos todavía en un 23,24. Piénsese que desde el XVII hasta bien adelantado el XIX, la tasa pro­medio de mortalidad española se mantuvo en una horquilla com­prendida entre el 43 y el 37 por mil que en algunos años del seiscien­tos se situaron claramente en niveles catastróficos271.

Siguiendo el meticuloso informe del Dr. Pascua, podríamos decir que la gente (descontando la mortalidad infantil), mayoritariamente, moría en nuestro país, al filo de la República, de tuberculosis y de accio­nes o accidentes violentos (exceptuando los suicidios) en los que, aunque no desglosados, se encontraban los accidentes laborales y algu­nas enfermedades profesionales. La mortalidad de la miseria higiéni­ca, como el tifus exantemático o el cólera asiático, habían prácticamen­te desaparecido. Pascua contabilizaría solamente 11 defunciones en el primer caso entre 1926 y 1930 y respecto al cólera, 44 defunciones en 1911 y tres en 1921, con ninguna en 1930. Incluso la viruela, que toda­vía en 1919 produjo 3.623 fallecimientos, representó en 1930 únicamen­te cuatro casos, estando prácticamente erradicada desde 1926. Otras informaciones como las proporcionadas por la obra de Luis de Hoyos272 introducen algunas variaciones en los datos, dando para 1930 una ta­sa de mortalidad del 17,33 que en 1932 habría descendido al 16,44 por mil.273Durante el quinquenio 1931-1935 la tasa bruta promedio se si­tuaría en un 16,3 mejorando sensiblemente la experimentada en el decenio 1921-1930 que era de un 19,0274 .Tasa que, obviamente, crecería durante el posterior quinquenio 1936 -1940, aunque no estemos de acuerdo con los datos oficiales manejados por el Anuario Estadístico de España —todavía sin revisar— que señalan una tasa, sin duda maqui­llada, del 17,9. Preguntarnos por el lugar ocupado en este panorama estadístico por la mortalidad de las clases populares o, aún más, por el peso de la mortalidad condicionada por la siniestralidad laboral o las enfermedades profesionales sería una tarea totalmente imposible. Sin embargo, podríamos aventurarnos a realizar algún comentario más o menos comprensivo de la situación.

Analizando algunos datos proporcionados por Luis de Hoyos en su Estudio demográfico de la mortalidad y natalidad en España (1935) veríamos cómo las provincias que en 1932 presentan una tasa de mor­talidad muy sensiblemente superior a la media (fijada en un 16,44 por mil) son precisamente aquéllas —con alguna excepción— en las que la po­blación industrial o fabril ofrece un menor dimensionamiento. Así, por orden de mayor a menor, obtendríamos la siguiente tabla:

  
Palencia20,18%0
Cádiz19,85%0
Zamora19,52%0
Ávila19,51%0
Valladolid19,39%0
Burgos _19,03%0
Valencia19,01%0
Almería18,60%0
León18,52%0
Granada18,37%0
Por el contrario, las provincias con la tasa más baja serían: 
Santa Cruz de Tenerife12,82%0
Vizcaya13,21%0
Baleares13,49%0
Guipúzcoa13,99%0
Lérida14,14%0
Gerona14,72%0
Barcelona14,76%0
Tarragona»`14,98%0

Como podemos observar, los índices de mortalidad más bajos se co­rresponden con las provincias más industrializadas del país mientras que los más altos parecen presentarse en aquellas provincias del inte­rior o de Andalucía, con una tasa de trabajadores fabriles reducida. Los datos de Valladolid, con un cierto volumen industrial alrededor del ferrocarril, o de Valencia, pueden constituir una excepción posiblemen­te condicionada por variables medioambientales y climatológicas. Por otra parte, el bajo índice ofrecido por las islas de Tenerife y las Baleares puede también estar determinado por variables climatológi­cas. De todas formas, podríamos arriesgarnos a considerar que lo que realmente mataba en estos años seguía reposando sobre la miseria socioeconómica o, si se quiere, sobre los bajos salarios y, seguramen­te, con el acompañamiento de una alimentación deficiente sin olvi­dar las condiciones de insalubridad general o de habitabilidad de al­gunas poblaciones o ámbitos regionales, como podría ser el caso de Madrid, que presentaba una tasa de mortalidad del 17, 21. De cual­quier modo, el esfuerzo sanitario y la potenciación de la Higiene Públi­ca en la administración republicana sería inmenso, siendo uno de sus colofones el t Congreso Nacional de Sanidad, celebrado en Madrid (6­-12 de mayo), en 1934276.

Repasando su libro de actas nos podemos dar una idea de los pro­blemas del momento y del tono progresista y altamente científico con que los encaraban. De las 280 comunicaciones presentadas, treinta y ocho de ellas versaban de una manera o de otra sobre aspec­tos y problemas relacionados con enfermedades profesionales y con las condiciones de vida de los trabajadores.

Por lo demás, no es mucha la información documental sobre la estadística de siniestralidad durante estos años con el agravante añadi­do, como señalara el Dr. Dantín, de que: «…los datos estadísticos de en­fermedades profesionales; también son a veces inexactos, por olvido o por ocultación fraudulenta, y, desde luego, muy escasos…» 284.

En la misma obra de referencia285, y aunque sean datos de 1930, el Dr. Dantín nos proporciona una cierta información que nos puede servir para acercarnos al panorama de partida en el que se movía la contabi­lidad de la siniestralidad laboral al iniciarse el tiempo de la República:

   
Contusiones74,33744,31%
Quemaduras10.2856,13%
Conmociones, traumatismos, electrocución3.0161,8o%
Cortaduras, laceraciones, desollones, pinchazos44.85926,74%
Infecciones, llagas, abscesos, callo recalentado6.9124,12%
Pérdida de un miembro u órgano1050,06%
Inflamaciones, conjuntivitis, iritis, sinovitis7.9164,72%
Dislocaciones, distensiones, esguinces, luxaciones14.7698,8o%
Hernias3590,28%
Fracturas2.4428,46%
Asfixia, sumersión640,04%
Intoxicación1530,09%
Diversas2.5471,52%
TOTAL167.764 

En cuanto a sectores productivos concretos, se puede manejar al­guna documentación referida a la minería y al ferrocarril y poco más.

En la minería, y aunque la cobertura asistencial parece que fue bas­tante eficiente, los dispositivos preventivos, por el contrario, parece que no lo fueron tanto. El Dr. Francisco Morayta286 en una memoria publicada en 1936 como Estudio sanitario de las minas de carbón en Es­paña apuntaba una serie de deficiencias higiénico-preventivas en los campos de la iluminación con riesgo de nistagmus periódicos, que se extendían a otros operadores ambientales como el ruido (martillos, barrenos, etc.), calor, humedad, presión barométrica, ventilación, pol­vo, agua potable, excretas o gases tóxicos. En relación con la elimi­nación de excretas y su vinculación con la anquilostomiasis, Moray­ta comentaría la existencia de «gran cantidad de minas, donde hacen la defecación los obreros en las galerías» y en donde «ni aún los re­tretes portátiles se conocen…»287. Sobre las medidas preventivas contra el polvo de carbón manifestará igualmente la desidia sobre este punto desencadenante de silicosis y antracosis, aconsejando el uso de martillos hidráulicos dotados de aspiradores de polvo, y añadien­do que «los obreros picadores de carbón siempre deberían ir provis­tos de mascarillas…» 288.

Sobre la anquilostomiasis y a pesar del juicio crítico anterior, reco­noce que en líneas generales ha sido un problema resuelto en España pero que, por el contrario, en las últimas analíticas efectuadas en la minería asturiana, si bien había desaparecido la anquilostoma, se pre­sentaban numerosos casos de vermes intestinales. En general, la per­cepción del asunto que se desprende de este interesante informe es el de que a pesar de algunas mejoras manifiestas en ciertas instalaciones mineras y del éxito global de la campaña contra la anquilostomiasis, al hilo de 1936, se seguían manteniendo deficiencias que, en el terreno específico de la prevención, eran claramente patentes, de forma que, en relación con los informes evacuados por los médicos de minas (en to­tal eran 128 facultativos) Morayta comentase lo siguiente:

«Repasando las contestaciones que nos han dado respecto a cómo tienen mon­tados los servicios sanitarios, se ve que sólo en contadas minas éstos están re­gularmente montados. y las quejas que algunos de ellos nos dan, muestras de la necesidad de la intervención de una autoridad sanitaria que ponga co­to a este desbarajuste; en general, se atiende más al aspecto traumatológico que al médico, le interesa más al patrono una simple fractura que una an­tracosis, tienen botiquines de urgencia a boca de mina, en algunos de éstos tienen instaladas algunas camas, pero carecen de aparatos adecuados pa­ra subir un traumatizado desde el fondo de la mina, camillas de transportes y ambulancias al hospital más cercano en contados casos; sólo en tres mi­nas hay aparatos de rayos x portátiles, y en 28, aparatos fijos, en los de­más no se conoce la importancia que se le da hoy al diagnóstico rápido de un traumatismo» 289.

De los 128 establecimientos mineros españoles a cuyos médicos se les ha realizado la consulta, la conclusión final del Dr. Morayta es la de que solamente veintidós tendrían instalaciones sanitarias consi­deradas como «buenas»; setenta y cinco «deficientes», y el resto, to­talmente negativas o inexistentes.

En cuanto a los ferrocarriles españoles, contamos con la informa­ción proporcionada por el Dr. Vicente de Andrés sobre los años 1933-­1935, que nos dan para este trienio y para todas las compañías ferro­viarias, incluídas las regionales y las de vía estrecha, una mortandad por siniestralidad laboral de 223 fallecimientos, que son considerables, más 114 incapacidades de las que diecisiete fueron absolutas. La Compa­ñía con más muertos por accidente del trabajo durante estos años fue la del Norte con noventa y ocho, seguida de la MZA con cincuenta y dos. El diseño preventivo de D. Vicente de Andrés contempla toda la pano­plia de dispositivos y estrategias «preventivistas» del momento, comen­zando por la selección psicotécnica y los reconocimientos previos, seguido todo ello por una distribución, ordenación, organización y vigilancia higiénico-preventiva del trabajo en donde capataces y mandos intermedios tendrían un especial protagonismo, sin olvidarse, sobre todo, del arsenal de material iconográfico referente a «avisos de peligro» reforzado con políticas de propaganda y formación preven­cionista continuas por medio de carteles y charlas informativas.

Como ya hemos apuntado, la estrategia prevencionista que se modela durante estos años y que hunde sus raíces en las primeras dé­cadas del siglo tendrá un potentísimo tinte pedagógico nacido del imaginario psicotécnico y, además, refrendado por un aparato epidemiológico que, aunque parcialmente correcto, se movía según un mo­delo interpretativo perverso del tipo de la «botella medio llena o medio vacía». En esta línea el criterio de nuestro buen doctor sería ilustrati­vo al señalar que, de los 223 fallecimientos a los que hacíamos referen­cia, el 70% era debido a causas imputables por descuido o negligencia de los propios obreros290.

Aparte de esta insistencia, por otra parte razonable aunque «descompensada», el verdadero problema, como ocurriría en tiempos pasados, residió en la existencia de un importante desnivel entre teoría y práctica. Entre voluntades de reforma, cultura preventiva im­presa y realidades prácticas. Aunque, como nos señalan Rodríguez Ocaña y Menéndez Navarro (20 o6), existieron ejemplares coberturas preventivas en algunas grandes empresas de la minería y la industria química, a las que nosotros añadiríamos los ferrocarriles, el trans­porte público de algunas grandes ciudades y algunas compañías hidro­gráficas como la del Ebro291, lo cierto es que el gran o mediano teji­do industrial y, fundamentalmente, el comercio, las explotaciones agrícolas y la inmensidad de talleres con las innumerables pequeñas y medianas empresas se mantuvieron alejadas de todos estos intentos de reconducción de la prevención de enfermedades y riesgos en el tra­bajo. Como señalaba por esas fechas el lúcido catedrático de higie­ne en Barcelona, Antonio Salvat y Navarro292, el asunto estaba en que todas esas directrices de publicidad higienista y preventiva, las políticas de selección de trabajadores o la formación profesional to­caban exclusivamente a un reducido colectivo de trabajadores, mien­tras que la gran mayoría de hombres y mujeres que trabajaban en el campo, los talleres y comercios vivían su vida laboral totalmente ajenos a cualquier estrategia no sólo de racionalización organizati­va, sino de cualquier pedagogía de seguridad y, no digamos, de vo­luntades empresariales directa y seriamente involucradas en llevar a la práctica el voluminoso y voluntarista discurso gubernamental so­bre la salud laboral.

De los años que van de 1936 a 1939 no sabemos mucho, en cuanto a medidas y estrategias de cobertura de la salud de los trabajadores. Suponemos que el gran esfuerzo bélico enmascaró las voluntades civi­les del gobierno de la República, cuya última piedra del edificio de la se­guridad laboral sería la promulgación del primer catálogo español de en­fermedades profesionales unos días antes del comienzo de la sublevación (Ley del 13 de julio)293. Solamente sabemos que la mayor parte de los pro­fesionales que habían trabajado en el diseño del modelo prevencionista se incorporaron al esfuerzo de guerra, como Emilio Mira294, que se encargaría de los Servicios de salud mental del ejército de la Repúbli­ca, llevando a cabo, además, innovadoras experiencias en el desarrollo de pruebas de selección para soldados y aviadores295. Pensamos que este condicionante bélico, en ciudades como Barcelona y sobre todo Madrid, marcó absolutamente las políticas preventivas dirigiéndolas ha­cia contenidos centrados en la salubridad pública y en la defensa civil. En este campo sí conocemos algunas iniciativas referentes a la pre­vención de emergencias, bombardeos, movimiento de refugiados y poblaciones, junto a la defensa contra gases tóxicos de origen militar. Es un aspecto que está por estudiar y que, sin duda, supone una verdade­ra apuesta intelectual para los profesionales de nuestra historia re­ciente. A nosotros nos resulta absolutamente sugestivo saber cómo se enfrentaron —pensamos que lo hicieron— al problema de la salud laboral los trabajadores de la España republicana en unas circunstancias por su­puesto difíciles, pero en las que los grandes medios de producción in­dustrial-fabril estaban en sus manos.

Solamente tenemos constancia, aparte de alguna documentación sindical sobre mejora de las condiciones de trabajo y con el funciona­miento de la sanidad militar y civil contenida en la obra colectiva edi­tada por Laboratorios Beecham en 1986, Los médicos y la medicina en la guerra civil española, de algún otro escrito, como el promovido por el Sin­dicato de Sanidad e Higiene de Madrid y redactado por Morata Cantón sobre Defensa de guerra tóxico-química (Madrid, 1937), más un librito an­terior, de 1935, sobre Gases de guerra cuyos autores, como prediciendo el futuro, escribirían en la primera página: «La guerra como la muerte llega cuando menos la esperamos». En relación con las condiciones de trabajo, las referencias relativas a la seguridad y salud parecen ser, en prin­cipio, inexistentes, quedando el inventario reivindicativo supeditado a las circunstancias de excepción dictadas por la guerra. En un documen­to emitido por UGT de Barcelona el 15 de septiembre de 1937, con mo­tivo de la preparación del III Congreso del Sindicato en Cataluña296, se incluyó, junto a los tradicionales apartados del papel de los sindicatos en el esfuerzo militante y político exigidos por la contienda, otro, ti­tulado: .»..El millorement de les condicions de vida deis traballadors…«, que se nos presenta como una declaración representativa de las preocupa­ciones sindicales del momento. En dicho documento las necesidades más urgentes pasaban por los precios de las materias básicas para la sub­sistencia, los salarios, la lucha contra los intermediarios, las cooperati­vas de consumo y la formación tanto elemental —erradicación del analfabetismo— como técnica y profesional con objeto de:

«Establir plans de treball cracord amb els camarades de la FETE 297 s’han de crear escoles técniques a tot arreo i els Sindicats han de presionar els organismos oficials perqué les escoles actuals es multipliquen i a la ciutat i al camp els traballadors puguin capacitar-se convenientment pera poder és­ser Útils a la guerra i a la Revolució, perque una major capacitació per­metra una major intensitat en la producció. i per tant. uns majors ingres­sos per als traballadors i una major prosperitat collectiva«

Frente a los mensajes bienintencionados pero, en ocasiones, popu­listas de la CNT, como el del salario «único familiar»298, el discurso ugetista engarzaría connotaciones de productividad y racionalidad for­dista con la severa emoción patriótica del esfuerzo y la disciplina en el trabajo, como antesalas al posterior «sangre, sudor y lágrimas» de los ciudadanos y trabajadores británicos.

«El millerament de les condicions actuals de vida. i especialment deis tre­balladors de les indústries de guerra, xigeeix restabliment d’UNA FERRIA DISCIPLINA EN EL TREBALL299, que permeti augmentarfins al máxim la producció (…) sense oblidar la conveniencia de conservar i allargar la utilitat de la maquinaria i de les eines de treball i restalvi de les primeres matéries…«

Habrá que seguir buscando e investigando, pero pensamos que, de la misma manera que está perfectamente documentada y constatada la ejemplar actividad higiénico-prevencionista y asistencial tanto de la Sanidad Militar como de la Nacional-Civil durante estos años de resistencia y defensa de la República, tarde o temprano llegaremos a en­contrar las referencias materiales que nos refrenden nuestra opinión, aunque realmente fuesen años en los que el papel principal de la acti­vidad sanitaria-asistencial, y no digamos la terapéutica de emergen­cia, recayó sobre la Sanidad Militar; pero la higiénico-preventiva civil fue especialmente —y bastante eficazmente—gestionada por el Ministe­rio de Sanidad y Asistencia Social encomendado en noviembre de 1936 a Federica Montseny.

Por los contados datos que manejamos y en lo referente al territo­rio de la España republicana como exponente del entorno o escena­rio legal y gubernamental del país, el esfuerzo de la sanidad militar tan­to del Ejército del Centro como de las Brigadas Internacionales’ o de los diferentes Cuerpos del Ejército Popular Regular de la República fue inmenso y lleno de imaginación y productividad operativa, sirviendo además de apoyo logístico y asistencial a la población en general. Sir­va como ejemplo el Hospital militar montado en algunos pisos del Ho­tel Ritz de Madrid y dirigido por el prestigioso médico militar Dr. Jo­sé Estelles Salarich quizá descendiente del ya mencionado higienista del xix Joaquín Salarich, que, antes de ser utilizado como hospital de la Columna Durruti, sería el centro asistencial de referencia para atender la accidentabilidad traumática de la población civil, originada por los numeroso accidentes de circulación ocasionados por los frecuentes des­plazamientos de la gente motivados por el avance del ejército franquis­ta hacia la capital. De cualquier manera, el eje central de la preven­ción en la España oficial debió pasar obligatoriamente por la defensa civil y las estrategias asistenciales pertinentes teniendo en cuenta que muchas de sus ciudades y, no solamente Madrid, Barcelona o Guer­nika, fueron bombardeadas por los sublevados. Ante esto, los acciden­tes y riesgos relacionados con el trabajo suponemos que no desencade­naron una preocupación especial.

En relación con la defensa civil, desde los primeros meses de la re­belión militar se organizaría en Madrid, a petición del propio colegio de médicos y con la participación de la Cruz Roja de la República, un potente dispositivo informativo-preventivo contra los ataques aéreos dirigido a los vecinos de la capital más la organización a partir de la ofen­siva de noviembre de «equipos móviles de socorro», como antesala del «Samur», con una base central en la sede de la Castellana de la Cruz Roja pero también, repartidos por las Tenencias de Alcaldía. Apar­te otras obras menores, el Sindicato Único de Sanidad de Madrid, por medio del Dr. Morata Cantón, publica en 1937 una interesante obra para la prevención entre la población de agresiones tóxico-químicas que será un verdadero ejemplo de la intensa acción pedagógica-preven­tiva en la España gubernamental. Lo más interesante de este libro di­vulgativo residió en que, aparte de las instrucciones y consideracio­nes preventivas sobre los clásicos gases de guerra experimentados en la conflagración europea de 1914-18 y, por lo menos, nunca utilizados —que nosotros sepamos— en la Guerra de España, dedica apartados detalla­dos sobre la acción tóxica de los explosivos—en especial el óxido de car­bono— que en este caso sí que fueron un componente continuado de agresión contra la población civil y, en especial, la madrileña. Al lado de los peligros y las consecuencias de los bombardeos el segundo azote de la población madrileña fue el hambre y el suministro de víveres301, a par­tir sobre todo del invierno de 1937-38; según expone Grande Covián (1939-1986), por estas fechas la aportación promedio de kilocalorías por habitante no superaba las 1060, llegándose en el invierno de 1938 a las 770 kcal diarias, con la aparición de numeroso brotes de pelagra302 entre la población civil que, en el caso de los niños, se intentó atajar con raciones de aceite de hígado de bacalao suministradas por la Cruz Roja Internacional303. Con relación a la continuidad de las activida­des de Instituciones como la Clínica del Trabajo o los Institutos psi­cotécnicos de Madrid y Barcelona tampoco sabemos mucho salvo que el de la Generalidad siguió trabajando, como lo atestigua una no­ta del periódico La Vanguardia del 6 de diciembre de 1936, en donde se anuncia el comienzo de un cursillo sobre «higiene escolar» impartido por el responsable del laboratorio de Psicofisiología del Trabajo, Dr. Carlos Soler Dopff 304.

En el Madrid de finales de 1936, sometido a una atenazante presión bélica, seguramente no fueron posibles estas actividades teniendo en cuenta, además, que algunas instituciones señeras como la Clíni­ca del Trabajo y el Instituto de Reeducación de Inválidos madrileño estaban precisamente ubicados en la línea de fuego que iba desde los Carabancheles hasta la Universitaria. A pesar de los atascos e insu­ficiencias operativas y prácticas, los años que van de 1931 a 1936 di­bujarían un horizonte legislativo y teórico en el campo de la seguridad y salud de los trabajadores españoles que, al igual que en la sanidad pú­blica, la educación, la cultura o la ciencia, se tardarían décadas en re­componer y actualizar.

NOTAS:

  1. Como referencia a la obra del antropólogo y sociólogo franco belga Claude LÉVI-STRAUSS (Bruselas, 1908), Le cru et le cuit París, Plon, 1964.
  2. Ver: Pedro LAÍN ENTRALGO, La medicina hipocrática, Madrid, Alianza Editorial, 1987 pp. 319-375.
  3. La dietética de los griegos suponía una díaita esto es, un régimen de vida o una higiene, que comprendía mucho más que la alimentación, abarcando además el ejercicio o gimnasia, la actividad profesional, el clima y la geografía, más las propias características o phisis del individuo, como la edad, el sexo o la complexión.
  4. Los entrecomillados serán utilizados por Laín en la obra referenciada y, a su vez, tomados de Las Leyes de Platón.
  5. Ver: Richard SENNETT, Carne y Piedra, el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Madrid, Alianza editorial, 1997. Primera edición en inglés, 1994.
  6. Ver: Joaquín DÍAZ GONZÁLEZ, Historia de la medicina en la antigüedad, Barcelona, Ed. Barna, 1950, pp. 29 y ss.
  7. Ver: op. cit. p. 207.
  8. Ver: Rafael DE FRANCISCO LÓPEZ, «La medicina e higiene militar en los siglos XVIII y xi x: una olvidada Medicina del Trabajo», Revista La Mutua, n° 14, 2006.
  9. Ver: Paul Di EPGEN; Historia de la medicina, Barcelona, Ed Labor, 1925: 117.
  10. Ver: José Ramón ZARAGOZA Ruin RA, Medicina y sociedad en la España romana, Barcelona, Editorial Pulso, 1971 pp. 139-144.
  11. Ver: Rafael DE FRANCISCO LÓPEZ, «Más allá del ‘Mal de la rosa’. Riesgos y salud laboral de los trabajadores agrícolas en España», Revista La Mutua n° 16, 2006.
  12. Vid: op. cit.
  13. Diodoro Sículo o Diodoro de Sicilia, fue un historiador griego que vivió en el siglo 1 A.c. siendo uno de los más interesantes trasmisores de información sobre la minería hispánica. Su obra está formada por 40 volúmenes con el título de Bibliotheca Historica.
  14. Anotado por José GARCÍA ROMERO en Minería y metalúrgica en la Córdoba romana, Córdoba, 2002:437-438.
  15. Ver: José GARCÍA ROMERO, Minería y metalurgia en la Córdoba romana, Córdoba, 2002:436.
  16. De todas formas, con los datos sobre vida media de las gentes obtenidas por registros epigráficos como son todos los elaborados en la época romana, hay un considerable margen de error debido a que los sectores más pobres y marginados como los esclavos, carecían de inscripciones funerarias. Según esto, probable­mente el cálculo real de la vida media del minero hispano fuese sensiblemente inferior.
  17. Realmente el código o leyes de Vipasca, aunque se encontraron en las minas lusitanas de Aljuntrel en el Alentejo, eran válidas para todas las explotaciones mineras del Imperio. Fueron promulgadas por Adriano (117 al 138 p.c..) constando de dos grandes tablas o bronces. La primera descubierta en 1887 y la segunda en 1906. Es en la segunda tabla a modo de reglamente de la Ley del Metal en donde se establecen medidas de seguridad y protección de los trabajadores. Aunque el asunto no está completamente estudiado posiblemente se encontraron copias o documentos relacionados con estas leyes en otros yacimientos mineros de la Andalucía Occidental, como resulta de un bronce encontrado en 1920 en las minas de Sotiel Coronada en el término de Calañas (Huelva). Ver: Julio MANGAS, «El trabajo en las minas de la Hispania romana» en El trabajo a través de la Historia, obra colectiva coordinada por Santiago Castillo, Madrid, 1996.
  18. Ver: José GARCÍA ROMERO, Minería y metalurgia en la Córdoba romana, Córdoba, 2002: 436.
  19. El Libro del Consulado del Mar es la recopilación de toda la jurisdicción comercial y marítima catalana desde 1258 en que se constituye el Tribunal Consular de Barcelona hasta 1829 en que se proclama el Código de Comercio. Nosotros hemos manejado la versión contenida en las Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona elaboradas por Antoni Capmany i Montpalau (1742-1813), publicadas por el impresor Sancha en Madrid entre 1779 y 1792.
  20. Ver: Rafael de FRANCISCO LÓPEZ, Revista La Mutua, n°14,2006:125.
  21. Ver: Eduardo GARCÍA DEL REAL, Historia de la medicina en España, Madrid, Ed. Reus, 1921:30.
  22. Aunque el aseguramiento -como prevención de un riesgo económico- del transporte por mar se puede remontar a la antigüedad -se habla de China en el 3000 A.C.-las primeras compañías modernas de seguros marítimos se crearon en Londres alrededor de 1680; los famosos Underwriters del café Lloyd’s.
  23. Paralos interesados en este tema nos gustaría apuntar que la primera disposición sobre el trabajo de los nativos amerindios se debe a la maltratada reina Da Juana de Castilla, que en una cédula emitida en Sevilla el 21de julio de 1511 y dirigida al Gobernador de La Española prohibe que se cargue a los indios «con cosas de mucho peso». Colección de la Documentación de Ultramar, Tomo 1, p. 562 y anotado por Luis CURIELen Índice histórico de disposiciones sociales, Madrid, Publicaciones de la Escuela Social, 1946:189.
  24. Antoni CAPMANY,Memorias históricas sobre la Marina. Comercio y Artes de la antigua ciudad de Barcelona, Madrid, Imprenta de Sancha, 1779, parte 3′,135.
  25. Se conoció como Hospital Real de Laborantes de El Escorial y funcionó entre 1563 y 1599. Existe un documentadísimo estudio sobre esta institución realizado por Emilio Maganto Pavón editado por el Ayuntamiento de El Escorial en 1992. En fechas cercanas parece que se crearon hospitales obreros para los mineros de Huancalevica (Perú) y Potosí (Bolivia). La disposición está contenida en las Provisiones Reales para el Gobierno de las Indias con el n° de registro de la Biblioteca Nacional J-49-2989, haciéndose referencia al hospital de Porcho como denominación del que corresponde a las minas de Potosí. Nuestra opinión es que probablemente se refiere al Real Hospital de la Veracruz fundado alrededor de 1555 y que atendía a mineros accidentados o enfermos por las intoxicaciones mercuriales. Años más tarde, en 1610, se construiría otro hospital en Potosí bajo el nombre de Hospital de Sanjuán de Dios, que también atendía a los obreros de la mina. Ver: CARMELO VIÑAS Y MEY, El estatuto del obrero indígena en la colonización española, Madrid, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, 1929:156.
  26. Sin que esto suponga que con anterioridad no apareciesen algunos documentos aislados de contenido preventivo. Pero cuando los hubo, como el célebre Livre des métiers»(1268) de Etienne de Boileau, se mantuvo siempre la misma constante causal. En este caso, relacionada con la construcción de iglesias v catedrales.
  27. Ver: Alfredo MENÉNDEZ NAVARRO, Un mundo sin sol. La salud de los trabajadores de las minas de Almadén, 1750-1900, Granada, 1996 y Catástrofe morboso de las minas mercuriales de la villa de Almadén del Azogue (x778) de José PARES Y FRANQUÉS, Cuenca, 1998.Y también: Rafael DE FRANCISCO LÓPEZ, «Reflexiones sobre la aparición de operadores psicosociales en la salud de los trabajadores», Revista La Mutua, n» 9, 2003.
  28. Especialmente en sus Natural and Political Observatioru de 1662.
  29. William PETTY (1623-1687) fue uno de los creadores de la estadística moderna, aparte de médico y economista. Su obra de referencia se titula Political Arithmetick, publicada en 1676.
  30. Edmond HALLEY (1656-1742), An Estimate of the Degrees of Mortality of Mankind, Dralim from Curious Tables of the Births and Funerals at the City of Breslau, (1687-1691).
  31. Cantidades que unas décadas más tarde fueron el resultado de cálculos matemáticos más afinados con las curvas de mortalidad empírica acuñadas por el matemático francés Abraham de Moivre (1667-1754) adelantándose en un siglo al descubrimiento de la curva de distribución normal atribuida a Carl Friedrich Gauss (1777-1885) a partir de su Theoria combinationis de 1823.
  32. En España, las primeras sociedades de seguros «terrestres» propiamente dichas se remontarían a finales del XVIII, como la Real Compañía de Seguros Terrestres y Marítimos de Madrid en 1785. Será a partir de 1840 cuando se dé el gran salto para la sustitución real y la superación del aseguramiento gremial representado por Hermandades y Cofradías y dar paso a las Asociaciones de Socorros Mutuos que, además de cubrir las contingencias de la muerte, abarcarían las de la vida cotidiana; incendios, enfermedad con médico y botica, vejez y viudedad, pasando del aseguramiento del alma al de la propiedad y la supervivencia. A propósito de estas primeras sociedades de socorros mutuos el historiador y economista liberal Antonio PIRALA (1824-1903) publicaba en su Semanario Instrucción para el Pueblo (Madrid, 1849, n° 66) un ilustrativo artículo divulgativo sobre estas sociedades en donde presenta numerosas tablas de mortalidad cruzadas con enfermedades y accidentes profesionales con interesantísimos comentarios sobre la morbimortalidad de algunos oficios y su relación con el montante de la prima de aseguramiento.
  33. Aunque por supuesto el tratamiento de la enfermedad formase parte de la mayoría de las coberturas de las Cofradías bajo medievales, la finalidad fundamental giraba alrededor de los funerales como acto final de los rituales de salvación del alma. En los estatutos de la Cofradía de Santa Cristina de Tudela (siglo XII) podemos leer lo siguiente: «…Cuando enferme uno de los cofrades, será visitado por los demás, y en la hora de la muerte se congregarán todos, aportando cada uno un dinero y dos óbolos; los dineros se emplearán en mis cantadas por el alma del difunto; uno de los óbolos, en pan para los pobres, y el otro, en una candela que alumbre desde el momento en que el cofrade ha expiado hasta el de su enterramiento…». Anotado por Antonio RUMEU DE ARMAS en «El seguro de enfermedad; sus precedentes históricos en España», Revista Internacional de Sociología, Madrid, marzo de 1943, p. 194.
  34. Uno de los autores más conocidos en esta nueva pedagogía de la prolongación de la vida humana fue el veneciano Luigi CORNARO (1475-1566) autor de un Trattato de la vita sobria (Padua, 1558) que se traduce a casi todas las lenguas europeas y se reedita con gran profusión hasta mediados del XIX. En España se realizaron dos impresiones; la primera por Joachin Ibarra en 1782 y la segunda en Vitoria, Imprenta de Egaña en 1845.
  35. En la racionalización de esta política de pobres como secularización de la beneficencia eclesial, tendría un papel relevante la obra de Luis VIVES (1492″. 1540) De subventione pauperum (Brujas, 1525).
  36. Por ejemplo, una de estas medidas más tempranas seria la creación de la fi del «alcalde de la lepra» en 1477 durante el reinado de los Reyes Católicos. Anotado por GRANJ EL (1980) y PISIERO (1989).
  37. Comentario anotado por nosotros en la Revista La Mutua, n° 9, 2003, p. 119.
  38. La obra de Sabuco sería publicada hasta 1903, bajo la autoría de su hija Oliva d Sabuco. La cita anotada está contenida en: Obras de Doña Oliva Sabuco de Nantes, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Ricardo Fé, 1888: 70-71.
  39. Curiosamente la Inquisición española en su afán inmisericorde de control, contribuiría indirectamente al desarrollo de la salud pública promoviendo estos dictámenes sobre el inficionamiento de las ciudades. López Piñero en la obra de referencia haría mención a otro informe (evacuado en 1698) recabado también por la Inquisición y encargado al médico zaragozano José Lucas Casalete (1680-­1701) para indagar si las fábricas de tabaco ubicadas en el interior de las ciudades eran o no, perjudiciales para la salud de los vecinos. (Op. cit. p. 50).
  40. Entrecomillados y sentido del texto tomados de la copia del Dictamen incluido por José M’ LÓPEZ PIÑERO en la obra anteriormente referenciada (1989:74).
  41. Anotado por Bernard Vincent en: «Les épidémies dans L’Espagne des annés 1555-1557» artículo incluido en la obra colectiva: Le corps dans la société espagnole des XVI et XVII siecles, París, Publications de la Sorbonne, 1990:144, y referenciado anteriormente por nosotros en la Revista La Mutua n° 9, 2003:140.
  42. La primera edición es de 1679 (Madrid, Antonio González de Reyes, impresor). Nosotros hemos utilizado la segunda edición más completa que la prime impresa en Madrid, Imprenta Real, en 1689.
  43. Op. cit. p. 30.
  44. Anotado por Beatriz BLASCO ESQUIVIAS (1989:145).
  45. Casimiro DE UZTÁRIZ, Discurso sobre el Gobierno de Madrid, edición anotada por Pere Molas Ribalta, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII,200:25.
  46. Op. cit. p. 73.
  47. Contenido en Historia de la previsión española (Madrid, 1944:248) de Antonio RUMEU DE ARMAS y anotada por CURI EL (1946, 484).
  48. Las estimaciones de Jerónimo de Uztáriz sobre los Vecindarios de 1712 y 1714, señalarían para las primeras décadas del siglo una población de 7,5 millones q proyectando el Censo de Godoy de 1797 darían cerca de 10,5 millones de habitantes para el 1800, que de todas formas serían el resultado de un crecimiento muy desigual e inferior en general al de otros países del entorno europeo. Ver: Alberto MARCOS MARTÍN, España en los siglos, XVI, XVII y XVIII, Economía y sociedad, Barcelona, Ed Crítica, 2000.
  49. Con relación al panorama de salud y enfermedad durante el XVIII, ver nuestros comentarios en «La Medicina y la higiene militar en los siglos XIII y XIX», Revista La Mutua , n°14, 2006:134-135.
  50. Y de cualquier manera, solamente de manera tangencial en la medida en que como telón de fondo de los motines de 1766, existían profundos tensionamientos entre la sociedad tradicional y el modelo protoliberal de los ilustrados que hacen pensar a los historiadores en el toque conservador de estos acontecimien­tos. Nuestra lectura de los mismos como «pioneros o premonitores» se debe simplemente a su carácter intranquilizante para la autoridad del Rey como expresión de una protesta que no intentaba corregir abusos señoriales o de intermediarios reales, sino que representaba disconformidad contra la nueva política ilustrada, y por lo tanto, contra el Poder como tal, cosa impensable anteriormente.
  51. Eugenio LARRUGA (1747-1803) publicó, a partir de 1787, sus extensísimas Memorias políticas y económicas sobre los frutos. comercio. fábricas y minas de España que se puede considerar como el gran inventario sobre la industria y las manufacturas españolas del siglo XVIII. La cita anotada está contenida en el Tomo XIV, Madrid, Antonio Espinosa, Impresor, 1791:225.
  52. Op. cit. Tomo ni, 1790:88.
  53. Reglamento General para la Dirección y Gobierno de las Reales Fábricas de Cristales establecidas en San Ildefonso, Madrid, Establecimiento de la Viuda de Ibarra, 1787:37.
  54. Ver: Ximo TODOLI PÉREZ DE LEÓN,La fábrica de cerámica del Conde de Aranda en Alcora, Alicante, Asociación de Cerarnología. 2003:109.
  55. Ver: Beatriz BLASCO ESQUIVIAS,La higiene urbana de Madrid (2561-1761), Madrid, 1989.
  56. Francisco Antonio de Salcedo, marqués de Vadillo (1645-1729) como corregidor de Madrid, probablemente fue el alcalde que más se preocupase por la salubridad de la ciudad; mucho antes que Carlos ni, al que la historia adjudicase el emblema de «mejor alcalde de Madrid».
  57. Teodoro de Ardemans (1664-1726) era en ese tiempo el Maestro Mayor de Obras Reales y Municipales.
  58. Archivo Histórico Nacional; Sala de Alcaldes de Casa y Corte, año 1725, folio 254. Anotado Curiel, 1946:496.
  59. Archivo Histórico Nacional; Sala de Alcaldes de Casa y Corte, año 1728, folio 136. Anotado Curiel, 1946:497.
  60. Archivo Histórico Nacional; Sala de Alcaldes de Casa y Corte, año 1763, folio 32, 1946:520.
  61. Nueva Recopilación; Ley V, Tit XIX, Lib III, Curiel 1946, 544.
  62. Ver: Mariano y José Luis PESET, «Cultivos de arroz y paludismo en la Valencia del siglo XVIII», Revista Hispania, n° 121, Madrid, 1973.
  63. Ver: Alfredo MENÉNDEZ NAVARRO, «Los riesgos del trabajo en las minas de Almadén (1755-1808)», en El Trabajo a través de la historia, obra colectiva coordinada por Santiago CASTILLO, Madrid, Asociación de Historia Social, 1996, pp. 227-231.
  64. Para los interesados, ver: Rafael DE FRANCISCO LÓPEZ, «La medicina e higiene militar en los siglos XVIII y XIX, una olvidada Medicina del Trabajo», Revista La Mutua, n°14, 2006 pp. 134-135-136.
  65. Barón VAN SWIETEN, Descripción compendiosa de las enfermedades que reynan lo más comúnmente en los Exercitos con el método de curarlas, Madrid, Imprenta de Joachin Ibarra, 1761: Benito BA I LS, Instrucción militar del Rey de Prusia para sus generales. Madrid, Imprenta de Joachin Ibarra, 1762; PRINGLE, Observaciones acerca de las enfermedades del Exercito en los campos y guarniciones, Madrid, Imprenta de Pedro Marín, 1775; Donald MONRO: Ensayo sobre el método de conservar la salud de los soldados en campaña y de dirigir los hospitales militares, Madrid, Imprenta de Pedro Marín, circa 1780; Antonio RIBEIRO SANCHES (1699-1782), Tratado de la conservación de la salud de los pueblos y consideraciones sobre los terremotos, trad. por Benito Bails, Madrid, Joachin Ibarra, 1781. Ribeiro Sanches ejerció como protomédico en las filas del ejército ruso durante la guerra contra los turcos en 1735. Aunque esta obra se la suele considerar como de higiene pública contiene ro capítulos dedicados exclusivamente a la higiene militar y naval. La primera edición la situamos en París alrededor de 1756.
  66. Esta Compañía que funcionó con arreglo al modelo de las «Reales Fábricas» contemplaba como obligatoria la presencia de cirujanos en todos sus navíos (Granjel, 1981).
  67. Otros autores menores pero interesantes por su estudio y recomendaciones preventivas contra el tifus militar durante la guerra del Rosellón fueron: J. VIADER, Reflexiones sobre las enfermedades que afligen a las tropas del Exercito del Rosellón, Gerona 1794. A. CANET, Disertación de las enfermedades del Ejército y de la Villa de Calaf, Barcelona, 1795.
  68. Jorge BUCHAN, Medicina doméstica, Madrid, Imprenta de Antonio Sancha, 1785:50. La obra original Domestic Medicine es de 1769.
  69. El honor de ser pionero en esta técnica quirúrgica española se suele atribuir a Dionisio Daza Chacón cirujano en los Ejércitos de Flandes quien ideó el método seco o «secante» para tratar las heridas por «pelotas de arcabúz» consistente en limpiar suavemente y cerrar la herida frente al habitual método «húmedo» o cauterizante utilizando habitualmente aceite hirviendo. Entre sus continuadores de la segunda mitad del XVI, debemos mencionar a: Francisco PUIG (1728-1787), Tratado teórico-práctico de las heridas por armas de fuego, Barcelona, 1782; Francisco CANIVELL I VILA (1721-1797), Tratado de las heridas por armas de fuego, Cádiz,1789; Joseph QUERALTÓ (1755-1805), Tratado sobre las heridas por armas de fuego, Madrid, 1796.
  70. Particularmente en La medicina e higiene militar en los siglos XVII y XIX (2006: pp. 139 y ss).
  71. Aunque no estén rotuladas como «topografías médicas» la primera obra de estas características en España sería Sevillana Medicina de Juan DE AVIÑÓN (Sevilla, Andrés de Burgos, 1545) seguida de De morbis endemis Caesar-Augustae, (Zaragoza, 1686) de Nicolás Francisco DE SAN JUAN (Piñero, 1969, Ballester, 1980, Jacinto Molina, 1891). Por otra parte y hasta muy a finales del siglo, estos escritos no solían ser explícitamente titulados como «topografías» de manera que la Historia natural y médica de el Principado de Asturias (1762) de Gaspar CASAL se puede considerar perfectamente dentro de este epígrafe de la misma manera que la obra de Antonio PÉREZ DE ESCOBAR Medicina Patria o Elementos de la Medina Práctica de Madrid (1788). La primera obra que tenemos catalogada con este nombre sería la del médico catalán Miquel PELEGRÍ I SERRA, Topografía médica de Andrait (179o) seguida de la de otro catalán SASTRE 1 PUIG, Topografía médica de Taradell (1790).
  72. Antonio Josef CAVAN! LLES (1745-1804) escribe entre 1795 y 1797 Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del Reyno de Valencia en donde intercala numerosos comentarios dotados de un gran rigor epidemiológico, sobre las enfermedades y mortalidad de la población valenciana particular-mente, de las zonas dedicadas al cultivo del arroz, como por ejemplo: «…Muchas poblaciones están tan cerca de los arroces, que parecen flotar sobre las balsas. Allí vive una porción considerable de hombres. Digámoslo mejor, muere allí lentamente nuestra especie. Pocos se hallan que pasen de 6o años, y menos aún que estén recios y de buen color…Los preocupados a favor del arroz dirán que esta pintura no corresponde al original, y que es efecto de un falso celo por la humanidad; pero consultemos los hechos y la razón. Según los estados adjuntos consta que desde 1730 hasta 1787, esto es, en el espacio de 57 años, se hallan en las poblaciones de arroz cerca de 160 individuos menos que en las zonas de igual número de vecinos que no cultivan esta planta. Porque en dichos 57 años en los pueblos de arroz, que componían 2922 vecinos, se verificaron 36248 nacidos, y 39595 muertos; y en los pueblos sanos de igual vecindario hubo 42022 nacidos, y 29630 muertos. La diferencia de nacidos es de 5774, y la de muertos de 9965 á favor de los pueblos sanos, y por consiguiente se malograron en las tierras de arroz 15739 individuos de nuestra especie…». A. J. CAVAN! LLES, op. cit. Tomo 1, Madrid, Imprenta Real, 1795:179.
  73. Eugenio Larruga, en la obra anteriormente referenciada, y con motivo de una exposición al uso de la época, sobre la no peligrosidad para la salud de los productos y la manufactura del peltre (aleación de zinc, plomo y estaño) se pronuncia escandalizado manifestando: «Es de extrañar que el público no advierta los graves perjuicios que pueden causar el plomo mezclado con el estaño. El plomo tiene mercurio o su misma substancia tiene los mismos efectos que el azogue; así los que trabajan el plomo están expuestos a cólicos, y a volverse paralíticos, porque sale de él un mercurio que suele causar obstrucciones: por lo mismo sería muy útil que la Superioridad, mirando con seriedad un punto tan delicado, se dignase mandar prohibir semejante mezcla…» op. cit. -rx111, 1791:303- y:4. En el tomo XIV, Larruga comenta como en la Real Fábrica de Guadalajara es tal el calor de los hornos cercanos a las tareas de «hilaza» de la lana que algunas de las muchachas que trabajan allí, no pueden aguantar más de un mes en dicha tarea. Ver: Rafael DE FRANCISCO, Revista La Mutua, n° 13, 2005:108.
  74. Tomás LÓPEZ DE VARGAS (1730-1802) en su Interrogatorio (iniciado en 1-82 pero continuado en fases sucesivas hasta 1798) formado por 15 preguntas genéricas la decimotercera se refería a «las enfermedades que comúnmente se padecen y cómo se curan; número de muertos y nacidos para poder hacer juicio de la salubridad del pueblo».
  75. Antonio PONZ (1725-1792) en su extensa obra de 18 tomos, titulada Viaje por España, presenta algunos apartados interesantes para conocer las condiciones de trabajo y enfermedad en algunos oficios. Uno de ellos se refiere al trabajo del esquileo de las merinas en Castilla. La cuestión es que, en este tipo de trabajo fundamentalmente intensivo, pues había que realizarlo en un tiempo muy acotado, era costumbre como estrategia de compensación proporcionar a los jornaleros -los apartadores- una abundantísima alimentación y bebida; sobre todo esta última. Como resultado, considerables «quebrantos en la salud». Ver: Gabriel Rodríguez López, Manufacturas laneras de Castilla en el siglo XVI 1, Madrid, 1948:36. A propósito de la bebida transcribimos el siguiente párrafo de la mano del propio Antonio Ponz: «…Andan también tres Echavinos, ó Escanciadores, que con unos grandes jarros, y su vaso en la mano dan de beberá todos, sin que nadie se mueva del sitio donde está trabajando; y los tragos diarios suelen llegará diez y ocho por persona, sin contar los del almuerzo, comida y cena…». Antonio PONZ, Viaje de España, Tomo x, Madrid, Vda de Ibarra e Hijos, 1787, Carta VII, apartado 31, p. 192.
  76. Se trata del clérigo leonés Francisco Antonio DE LORENZANA (1722-1804) que fue arzobispo de Toledo (1784) y cardenal de la iglesia romana (1789). En la misma línea que Tomás López, confeccionó un cuestionario con 14 preguntas que mandó distribuir entre todos los párrocos de la extensa archidiócesis toledana para que fuesen cumplimentados por los mismos. Este cuestionario se le conoce como Las Descripciones de Lorenzana y fue emitido en 1784, dedicando también, una de las preguntas a lo concerniente a la situación de morbimortalidad de la población.
  77. Ver. Manuel M. MARTÍN GALÁN, «La otra cara de las relaciones industria-población: enfermedades profesionales (datos para su estudio en el siglo XVIII español)» en Industria y época moderna (coord. Por Robot y de Rosa) Madrid, Ed Actas, 2000; María JESÚS MERINERO MARTÍN, Percepción social de la enfermedad en tiempos de la Ilustración, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1995.
  78. Pedro GÜELL 1 PELLICER (1712-1797).
  79. Dictamen de la Academia Medico-Practica de la Ciudad de Barcelona dado al muy Ilustre Ayuntamiento de la misma sobre la frecuencia de las muertes repentinas y apoplejías que en ella acontecen, Barcelona, Imprenta de Carlos Gibért y Tutó, 1748:7.
  80. Op. cit. p.12.
  81. Op. cit. p. 24.
  82. Op. cit. pp. 79-80.
  83. Op. cit. pp. 87-88.
  84. Op. cit. pp. 88-89.
  85. Madrid, Imprenta Real, 1786. La primera edición es de 1784 y no contiene el referido dictamen sobre la salubridad de las fábricas de algodón y lana.
  86. La «sal de saturno» era la denominación alquímica del acetato de plomo.
  87. J. MASDEVALL, «Dictamen del mismo doctor Don Joseph Masdevall dado de Orden del Rey sobre si las fábricas de algodón y lana son perniciosas o no a la salud pública de las Ciudades donde están establecidas», Figüeras, 1784:7, escrito de 20 páginas en 4º incluido como apéndice en: Relación de las epidemias de calenturas pútridas y malignas que en estos últimos años se han padecido en el Principa de Cataluña, Madrid, Imprenta Real, 1786.
  88. Op. cit. p. 16.
  89. Op. cit. pp. 19-20.
  90. El autor y la obra fueron referenciados originalmente por el profesor López Ptñero en el libro (Pi ÑERO, BALLESTER Y FAUS) Medicinay Sociedad, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1964. La Memoria anotada está contenida en el Tomo ix de las Memorias de la Academia de Medicina de Sevilla con la data de 1791 (Piñero, 1964:118).
  91. Por lo menos hasta 1808 formando parte de la Expedición del Marqués de la Romana y posteriormente, como responsable de Sanidad en la Escolta de José
  92. Pedro María GONZÁLEZ; Tratado de las enfermedades de la gente de mar en que se exponen sus causas, y los medios de precaverlas, Madrid, Imprenta Real, 1805.
  93. La primera ed. francesa es de 1786.
  94. Antoine Francois DE FOURCROY (1755-1809) será el recuperador francés de la obra de Ramazzini mediante la traducción comentada de Morbis Artificum en 1777. Pierre George CASAN I S (1757-1808) el principal «ideólogo» de la nueva filosofía médica de la Revolución será uno de los iniciadores de una lectura higienista que apunta a la prevención de la salud como estrategia de gobierno y derecho de la población. Su obra más representativa en este enfoque es: Compendio histórico de las revoluciones y reformas de la Medicina, publicada originalmente en 1804 y traducida y editada en Madrid por Repullés en 1820; curiosamente, durante el Trienio Constitucional, tiempo además en que la obra de Tourtelle, sería designada como texto oficial para los estudiantes de medicina. (Ver: Mercedes GRANEL 1983).
  95. Ver: Rafael DE FRANCISCO; «La cohabitación entre ergonomía y psicosociologta Revista La Mutua, n° 17, 2007.
  96. La obra de Jean-Baptiste PRESSAVIN (1752-1830) cuyo original es de 1786, tuvo tres ediciones; en 1800, 1804 y 1819.
  97. Philibert PÁTI SS’ ÉR (1791-1863) con su Truité des Maladies des artisans et de celles résultent des diverses professions Xiprés Ramazzini, París, chez J-B Bailliére, 1822.
  98. En 1804 se traduce la Medicina militar o’Tratado de las enfermedades, así internas como externas a que los militares estar: expuestos en sus diferentes situaciones de paz y guerra, Madrid, Imprenta de Mateo Repullés,1804-1805. Otra obra que debió ser una recopilación de autores europeos de higiene militar titulada: Higiene militar o Arte de conservar la salud del soldado en todas sus situaciones en mar y tierra, como son guarniciones, acantonamientos, campamentos, marchas, embarcos, hospitales. prisiones & tanto en tiempo de paz. como durante la guerra, y sus resultas: con reglas importantes para la buena policía de los exercitos… sacada de los autores más clásicos… se imprime bajo la recopilación anónima de L. A. de P. por primera vez en Madrid, Imprenta de Villalpando, 1808 y más tarde con la firma de D. L A. P y D. F. V. en 1822.Antonio HERNÁNDEZ MOREJÓN (1773-1836) médico militar y famoso historiador de la medicina española publica en 1814 un Discurso económico y político sobre los hospitales de campaña y su Proyecto y Memoria sobre Hospitales Militares en 1836. Manuel CODORN1U i PERRERAS (1788-1157), Historia de la salvación del Ejército expedicionario de Ultramar (cuando el pronunciamiento de Riego) de la fiebre amarilla y medios de evitar los funestos resultados de ella en los sucesivo, Puerto de Santa María, 1818; Instrucción higiénica o Manual de higiene,1836; El tifus castrense y civil con los medios de preservar de él a los Ejércitos y poblaciones, Madrid, 1838. JOSÉ DE ODRIOZOLA Y OÑATIVIA (1785-1864) Memorias o anotaciones diversas sobre asuntos militares, industriales y científicos, Madrid, 1836.
  99. Aunque posterior, un comentario del Dr. Lorente, secretario perpetuo de la Real Academia de Ciencias de Madrid en 1838, a propósito de la idea que Mateo Seoane tenía de la Higiene Pública, nos reflejaría esta voluntad universal de control y moralización burguesa desde la tutela pública del higienismo, que por otra parte, sería retóricamente heredada por higienistas posteriores como Monlau: «…Dijo el Sr. Seoane, que el objeto de esta (la higiene pública) era considerar en conjunto a los individuos que componen la sociedad entera, examinando los agentes físicos y morales que obran sobre ellos, buscando los medios de dirigir ordenadamente la acción de los que son útiles, y de evitar la influencia de los que sean dañosos, y señalando el modo de que las instituciones sociales contribuyan a dar a la especie humana el vigor y la energía suficiente para que pueda resistir con facilidad a las causas de destrucción que la rodea, añadiendo que, para conseguir tan grandes objetivos, la higiene pública tiene que principiar estudiando al hombre reunido en sociedad aún antes de su nacimien­to, seguir el mismo estudio observándole paso a paso durante toda su carrera y no abandonar este estudio aunque no existan más que sus despojos mortales en el sepulcro…». Anotado por LÓPEZ PIÑERO.
  100. Este término referido al subproletariado urbano barcelonés fue acuñado por Vicens VIVES en: Historia de España y América, Barcelona, Vol V,1972.
  101. Anotado por Jordi MALUQUER DE MOTES en: El socialismo en España 1833-1868, Barcelona, Crítica, 1977:102.
  102. Joaquín ABREU ORTA (1782-1850, oficial de la Armada durante la guerra de Independencia fue Diputado durante el Trienio y condenado a muerte por Fernando VI. A partir de su vuelta del exilio, convertido en ferviente divulgador del fourierismo escribe numerosos artículos de contenido doctrinario y social primero en la el Grito de Tarteya (Algeciras) y en El Nacional de Cádiz, para continuar en El Correo Nacional de Madrid a partir de 1840. La mayoría de sus primeras colaboracio­nes en el Grito y El Nacional, serían divulgadas gracias a su reproducción por el periódico liberal progresista barcelonés El Vapor, dirigido por Monlau.
  103. Artículo editado inicialmente en El Grito de Carteya y reproducido en El Vapor de Barcelona del 27 de enero de 1836. Anotado por Antonio ELORZA en El fourierismo en España, Madrid, Ed., de la Revista del Trabajo, 1975, pp. 6 y ss.
  104. Ver: Jordi MALUQUER DE MOTES, El Socialismo en España, 1833-1868, Barcelona, Crítica, 1977:145-146.
  105. Ver: Clara E. LIDA e Iris M. ZAVALA, La Revolución de 1868, New York, Las Américas Publishing Company, 1970, pp. 34 y ss.
  106. Carlos LONDE, Tratado completo de Higiene, traducido por Mariano Vela, Imprenta de la Viuda de Calleja e Hijos, 1843. Anteriormente se había publicado en castellano una primera edición menos amplia que ésta, con traductor escondido bajo las siglas, J. T. el primer tomo por Fuentenebro y el segundo por Repullés, ambos en 1829.
  107. La 3ª edición con el primitivo rótulo de Nuevos elementos de Higiene… en Madrid, Librería de Pablo Calleja y Tipografía de Cuesta, 1871. La 4′, en la Librería de Francisco Laviña, 1879. La última edición francesa fue la 3′, de 1847.
  108. Louis-Claude-Adolphe MOTARD, Essai dlygiéne générale, París, chez Isidore Pesron, 1841. Hay una segunda edición con el título Traité dkygiene générale de 1868. Ninguna de las ediciones sería traducida al castellano.
  109. Editada en Madrid, Imprenta y Librería de Ignacio Boix, 1845.
  110. Ver: Jacinto MOLINA, La Higiene en España, Alicante, Tipografía de El Liberal, 1891:57
  111. Michel LÉVY: (1809-1872) fue Inspector de Sanidad en el ejército francés, formando con Tardieu yVernois el núcleo duro de los higienistas franceses del Imperio. Su Traité d’hygiene publique et privée (2 vols) se publica entre 1844 y 1845. La edición española resumida y limitada a la higiene pública se publica como Tratado completo de Higiene Pública, Madrid. Imp de J. Repullés, 1846. Fue un texto sujeto a numerosas reediciones y ampliaciones en Francia. Nosotros hemos contabilizado seis en total. La última después de la muerte del autor en 1879. En España no se volvería a reeditar hasta 1877 por La Imprenta de R. Labajos de Madrid, tomando como referencia la 5ª ed., francesa de 1869. Nuestra interpretación -por supuesto maliciosa- de este hecho que además se repite con el Dictionaire de Tardieu -traducido con casi veinte años de retraso- y con la obra de Vernois -nunca traducida- es que no debieron de interesar mucho a unos autores españoles que les copiaban inmisericordemente.
  112. Pedro F. MONLAU, Elementos de Higiene Privada, Barcelona, Imprenta de Pablo Riera, 1846:526.
  113. Sobre la trayectoria personal e ideológica de Monlau, ver: Mercedes GRANJEL, Pedro Felipe Monlau y la higiene española del siglo XIX, Salamanca, 1983 y Ricardo CAMPOS MARÍN, Curar y Gobernar, Madrid, Nivela Libros, 2002.
  114. Referencias que también se combinarán con datos e informaciones sobre la historia de la higiene y la salubridad pública en España. Por ejemplo, hace una referencia a la obra del médico valenciano Miguel Juan Pascual, a propósito de los riesgos derivados del macerado del cáñamo con referencia explícita a la obra de referencia Morborum internorum curatio (Valencia, 1555) que el profesor Piñero (1983) pasaría por alto; cita la Memoria sobre las condiciones higiénicas en las minas de Almadén de Bernardo DE JUSSIEU en 1719, más innumerables referencias a la legislación española sobre salud pública.
  115. Op. cit. p. 2.
  116. Op. cit p. 492.
  117. Ibídem. p. 547.
  118. Instrucción para el pueblo; cien tratados; Tratado 27. Higiene y salubridad pública, Madrid, Est. Tipográfico de Mellado, 1848:862.
  119. Tan potente, que al enlazar con la situación de paro desencadenaría una revuelta popular o «bullanga» cuyo desenlace final sería el sangriento bombardeo de la ciudad a primeros de diciembre de 1841 desde las baterías de Montjuich. A partir de entonces y, hasta 1854, las «Juntas de Derribo» formarán parte de todos los movimientos de protesta barcelonesa.
  120. Según los datos manejados por Laureano Figuerola en su Estadística de Barcelona (1849) la población mediado el siglo de cerca de 170.000 habitantes residía en un espacio rodeado de instalaciones militares que ocupaban casi la mitad del espacio habitable de la ciudad que en total era aproximadamente de 562 fanegas. Alrededor del Bienio, Barcelona podía considerarse una verdadera ciudad fabril con barrios como el Rabal o San Pedro, repletos de establecimientos industriales que según nuestros cálculos tomados de la estadística de Figuerola podrían suponer cerca de 550 fábricas en un espacio en competencia con la vivienda que, descontando iglesias y cuarteles, no sería superior a las 315 fanegas, lo que podría suponer una superficie de tan sólo 126.000 metros cuadrados.
  121. Denominación al uso en la época para las máquinas de vapor e incluso, instalaciones fabriles que utilizasen como fuerza motriz el vapor.
  122. Ver: Jerónimo Bouza: La industria en la ciudad, Barcelona, Scripta Nova, Vol x, n° 218, 2006 (www, ub.es/geocrit/sn/sn-218-47.
  123. J. Font y Mosella: Consideraciones sobre los inconvenientes que irrogan a la salud de los jornaleros y a la pública de Barcelona las Fábricas en especial, las de Vapor; y sobre las ventajas de trasladarlas á la llanura de casa Túnez. Barcelona. Imprenta y Librería Politécnica de Tomás Gorchs, 1852: 25-26.
  124. Ibídem, p. 33.
  125. Ibídem, p. 32.
  126. Sobre el levantamiento y los sucesos de Madrid y la Vicalvarada en general, hay un ilustrativo relato de Cristino MARTOS en su obra La Revolución de Julio de 1854 (Madrid, Imprenta del Colegio de Sordo-Mudos, 1854)-
  127. Exposición en la que, aunque se señalarían contenidos referidos a la salud, como la inspección médica de las fábricas, el eje central del documento giraría alrededor de la libertad de asociación. Ver: Ceferino TRESSERRA: Porvenir de las asociaciones de la clase obrera, Barcelona, 1855:31. Anotado también por Casimir MARTÍ (1977).
  128. En el Documento fundacional de la Asociación de Tejedores podemos leer: «…Que los trabajadores sean tratados, por sus amos con el respeto y decoro debido…» (Documentación propia sin referencia de impresión).Y en el Manifiesto de la Asociación de Hiladores de 1856: «…No comparéis nuestro trabajo con el de la generalidad de los artesanos; porque no es tan monótono ni tan pesado, ni se verifica bajo unas condiciones tan poco higiénicas y tan repugnantes como el nuestro…» Ver: Rafael DE FRANCISCO: «Corrosiones y quebrantos en la salud de los trabajadores en tiempos de globalización», Revista La Mutua, n° 8, 2002:100-101. Las referencias a este manifiesto de 1856, fueron inicialmente anotadas por Mique IZARD (1973) y Casimir MARTÍ (1977).
  129. Ver: Casimir MARTÍ: El movimiento obrero en Barcelona durante el bienio progresista; Estudios de H’ Social, 1977 pp. 5-74.
  130. De entre ellos podemos anotar: José M’ SANTUCHO Y MARENGO: Memoria sobre la sarna en el ejército, Madrid, Imprenta de Celestino G. Álvarez, 1849; Francisco BONAFÓN Y DE LA PRESA: Higiene Militar o policía de sanidad de los ejércitos, Madrid, Establecimiento Tipográfico de P. Mellado, 1849; Manuel COTORRUELO: Memoria sobre las oftalmías castrenses, Madrid, 1851; Alberto BERENGUER: Influencias que experimentan nuestros soldados por el tránsito de la vida civil a la militar y reglas higiénicas que les conciernen, Madrid, 1851; Ramón HERNÁN-DEZ POGGIO: Medicina y cirugía de los campos de batalla, Madrid, 1852; Bartolomé GÓMEZ DE BUSTAMANTE: Reflexiones sobre la higiene naval, Madrid, Imprenta de E Sánchez, 1853; Nicasio LANDA: Memoria sobre la alimentación del soldado, Madrid, Imprenta de Manuel Álvarez, 1859; Antonio POBLACIÓN Y FERNÁNDEZ: Historia médica de la guerra de África, Madrid, Imprenta de Manuel Álvarez, 1860.
  131. Especialmente por Ant011i JUTGLAR en: P F. MONLAU y J. SALARICH, Condiciones de vida y trabajo obrero en España a mediados del siglo XIX, Barcelona, Anthropos, 1984.
  132. J. SALARICH: Higiene del lijedor, Vich, Imprenta y Librería de Soler y Hermanos, 1858:91.
  133. Revista editada por el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro, institución de enseñanza e investigación agrícola creada en 1850, que ocuparía un lugar relevante en la modernización de la agricultura catalana en la segunda mitad del XIX, especialmente como promotora de las nuevas teorías químicas sobre las ventajas de los abonos minerales.
  134. Por la misma época, tenemos anotada otra obra menor con el título de Introducción a la Agricultura (1855) de Domingo DE MIGUEL con un capítulo titulado «Higiene del labrador en donde se exponen algunas medidas preventivas para el trabajo agrícola».
  135. Contenido en: Revista de Agricultura Práctica, Tomo VI, Barcelona, Imprenta de Antonio Brusi, 1857: 262.
  136. Op. cit. Tomo IX, Barcelona, Imprenta del Diario de Barcelona, 1860:63.
  137. El Monitor de la Salud de las Familias y de la Salubridad de los Pueblos, Madrid, Carlos Bailly-Bailliere, 15 octubre, 1861, pp. 237-238.
  138. Esto es, polvo de sílice que puede contener partículas de plomo.
  139. Op. cit. p. 238.
  140. Referencia contenida en el Monitor de la Salud, n° XIV, 15 julio, 1861, p. 167.
  141. Madrid, Imprenta de Gabriel Gil, 1851 y anotado por Esteban RODRÍGUEZ OCAÑA y Alfredo MENÉNDEZ NAVARRO en: «Salud, trabajo y medicina en la España del siglo XIX», Archivos de Prev de Riesgos Laborales, 2005, pp. 59-62.
  142. Por otra parte, en general, insulsas, copiadas, meros relatos literarios, y de una extensión ridícula que en algunos casos no pasaba de 13 hojas en 4° menor. Piénsese que, por las mismas fechas en la facultad de medicina parisina, las memorias de doctorado no sólo tenían una extensión que sobrepasaba los 100 folios, sino que solían tener como referencia trabajos de investigación. Por ejemplo, la tesis doctoral del fisiólogo y protoergónomo francés Jules Etienne Maree, intitulada «Recherches sur la circulation du sang a l’état physiologique et dans les maladies» sostenida el 4 de marzo de 1859 (París, chez Rignoux, 1859) tenía una extensión de 119 páginas en 40 mayor.
  143. Así, hemos encontrado algunas referencias en la Memoria de Olegario Cantó y Blasco, presentada en 1865, sobre salubridad de barrios y habitaciones «que ocupan las clases jornaleras» y «las reglas y las condiciones (higiénicas) aplicables a los establecimientos industriales en general…» Madrid, Imprenta de Manuel Minuesa, 1865:11. La de Jerónimo Roure y Fernández, presentada en 1866, en donde incluso se cita el término de «higiene industrial», comentando los riesgos a los que están expuestos los trabajadores de ciertos oficios como la minería y, manifestando una sensibilidad social no habitual en las demás memorias. «…Y como complemento de esta higiene industrial, impone a los edificios destinados a talleres las condiciones necesarias de salubridad, reclamando su justa intervención para fijar el régimen de los obreros, sin consentir que de sus fuerzas y su salud abuse impunemente la codicia más inhumana…» Madrid, Imprenta de Alejandro Gómez Fuentenebro, 1866:16. Esta proliferación de memorias de sobre Higiene pública debieron responder al hecho de que una de las asignaturas de los cursos de doctorado, introducida en el plan de estudios de 1845 impulsado por Mateo SEOANE, era precisamente: La Higiene pública considerada en sus relaciones con la ciencias del Gobierno.
  144. J.G. 1 PARTAGÁ S: Tratado de higiene rural, Barcelona, Imprenta de José Tauló, 1860:147.
  145. Ver: Rafael DE FRANCISCO: «La cohabitación entre ergonomía y psicosociología»; Revista La Mutua, n° 17, 2007.
  146. Manuel María DE AZOFRA: Discurso de recepción en la Real Academia de Ciencias Físicas y Naturales, Madrid, Imprenta y Librería de Eusebio Aguado, 1865, pp. ¡1-37.
  147. «Exposición de motivos del Proyecto de Ley sobre ejercicio, policía, sociedades, jurisdicción é inspección de la industria manufacturera», Gaceta de Madrid, 10octubre, 1855.
  148. Eduardo Benot y Rodríguez (1822-1907).
  149. Expresión que tomamos prestada del eminente ergónomo, profesor Francois Daniellou.
  150. Pedro F. MONLAU: Elementos de Higiene Pública, Madrid, Moya y Plaza, Tomo 1, 1871:149.
  151. Ibídem, pp. 150-151.
  152. Contenido en su lección inaugural del curso de Higiene Pública y Epidemiología el 3 de octubre de 1868, pocos días antes de su cese después del triunfo de la Revolución de Septiembre. Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1868:7.
  153. AMBROISE Auguste TARDIEU (1818-1879): Dictionaire d’higine publique et salubrité, París, J-B. Bailliére, 1852-1854. La obra no tendría traducción al castellano hasta 1882, siéndolo de la 2′ edición francesa de 1862, Madrid, Establecimiento Tipográfico del Porvenir Literario. En 1883, se publicaría en España su Estudio médico-legal sobre las heridas (Barcelona, Ed., de Francisco Pérez) y en 1884, Estudio médico-legal sobre las enfermedades producidas accidental o involuntariamente (Barcelona, Est. Tipográfico de Daniel Cortezo) que contienen una interesante información sobre enfermedades y accidentes profesionales.
  154. Maxime – Ange-Gabriel VERNOIS (1809-1877) Traité pratique dhigiéne industrielle et administrative, París, J.-B. Bailliére, 1860. Esta obra nunca sería publicada en España, como tampoco -aunque la comenta ampliamente Gin- el interesantísi­mo escrito De la main des ouvries et les artisans en point de vue de l’hygiéne et de la médécine legal, París, J.-B. Bailliére, 1862.
  155. Enfoque higienista siempre pegado a la obra de Michel Lévy desde la escenifica­ción físico/espacial del trabajo, como higrotécnico, termotécnico, zootécnico, fitotécnico o minerotécnico.
  156. J. GINE Y PARTAGÁS: Curso elemental de higiene privada y pública, Tomo IV, Higiene industrial, Barcelona, Imprenta de Narciso Rodríguez y C’, 1872:51.
  157. José de Letamendi i Manjarres (1828-1897).
  158. Rafael Forns i Romans (1868-1934).
  159. Rafael FORNS: Obras completas de José de Letamendi; ed. Vol. Segundo, Barcelona, Est Tipográfico de E Rodríguez Ojeda, 1907:25-26 (la 1° ed estas Obras completas es de 1899). El Discurso citado tuvo lugar el 19 de enero de 1874.
  160. Ver: CORBELLÁ Y CALBERT: Asclepio n° 21, 1969 pp. 135 y SS.
  161. Junto a las ya anotadas de Tardieu y Lévy, y las de Lacassagne y Arnould, tendríamos: Alfred Louis BECQUEREL: Tratado elemental de higiene privada y pública, Madrid, Cárlos Bailly-Bailliere, 1875. ra ed., francesa, 1851; Armand B. PAULIER: Manual de higiene pública y privada, Valencia, Librería de Pascual Aguilar, r881. ed., francesa, 1879.
  162. A. LACASSAGNE: Resumen de higiene privada y social, Madrid, Imprenta de Campuzano, 1876. La l’ed., francesa es también de 1876.
  163. Julio ARNOULD: Nuevos elementos de higiene, Madrid, Saturnino Calleja, 1883. La ed., francesa es de 1881.
  164. Parece que, en las últimas décadas del siglo, existió un cierto hábito de enviar comisionados y comisiones a eventos internacionales; por ejemplo, con motivo de la Exposición Universal de Chicago de 1892, la Diputación de Barcelona subvenciona una comisión de obreros de las «Tres Clases del Vapor» para que visiten y realicen un informe sobre el evento. Informe que se publicará en 1893, como Recopilación de Estudios é Investigaciones efectuadas por la Comisión obrera Catalana en la Exposición de Chicago. Lo más interesante es la descripción de las condiciones de vida, asociaciones, salarios y jornadas del obrero norteamericano, unido a las de la maquinaria utilizada en la industria textil, que era la sindical­mente representada por las Tres Clases del Vapor catalana.
  165. Ramón DE SILVA FERRO: Memoria referente a la Exposición de Higiene y Salvamento de Bruselas de :876; Londres, Imprenta de Clayton y Cia, 1879: 6.
  166. León MARTÍN GRANIZO: La Comisión de Reformas Sociales, Madrid, Escuela Social, 1947:18.
  167. Madrid, Gaceta del 10 de diciembre de 1883.
  168. Anotado por Práxedes ZANCADA en: Derecho corporativo español, organización del trabajo, Madrid, Juan Ortiz, Editor, 1929:7475.
  169. La logística de la encuesta cuyas 223 preguntas iban enmaquetadas en 32 capítulos o apartados, fue gestionada por el Ministerio de Gobernación que envió los cuestionarios a los Gobernadores Civiles a partir de los primeros días de mayo de 1884.
  170. El informe completo de la encuesta en 5 vols., sería impresa en Madrid, por Minuesa de los Ríos en 1889. Existe una edición facsímil del Ministerio de Trabajo, prologada por el profesor Juan José Castillo de 1985.
  171. No obstante, hubo otra experiencia que, aunque fallida, supuso un antecedente de la encuesta de la Comisión española que probablemente fue conocida en nuestro país por alguno de los redactores del cuestionario de la citada CRS. Pues bien, la encuesta que consta de 99 preguntas sería redactada por Carlos Marx un año antes de su fallecimiento en 1881 ante la solicitud del director de la Revue Socialiste Benoit Melon. Se repartieron 25.000 cuestionarios individualizados comunicando a los posibles encuestados que sus nombres no aparecerían si no disponían lo contrario. De entre las 99 preguntas nosotros hemos contabilizado cuarenta y cinco directamente relacionadas con la seguridad y salud y setenta y siete, sumando directas e indirectas. Otro antecedente lejano, tampoco muy conocido, sería español y se lo debemos al interrogatorio personalizado que realizó Mateo Alemán en 1593 a los forzados de las Minas del Azogue de Almadén utilizando una metodología cualitativa cercana a la actual «entrevista abierta». A Max Weber, le debemos también numerosos trabajos de sociología aplicada sobre condiciones de trabajo y salud. La primera sobre el trabajo agrícola en fechas tan tempranas como 1892 y, sobre todo, la gran encuesta sobre la fatiga psicofísica en el trabajo industrial que realiza junto a su hermano Alfred entre 1908 y 1909. Sobre este particular ver el prólogo de Joaquín ABELLÁN en: Sociología del trabajo industrial; Max Weber, Madrid, Ed. Trotta, 1994.-
  172. Fernando García Arenal (1852-1925) ingeniero de caminos, era hijo de Concep­ción Arenal. Su figura y obra como la de otros médicos e ingenieros olvidados de la Asturias finisecular, ha sido rescatada del olvido por el estudioso asturiano de la salud laboral Ovidio FERNÁNDEZ ARBAS, en un magnífico y documentado libro intitulado: Salud y Trabajo en Asturias (1775-1932).
  173. La Federación Regional Española asociada a la Primera Internacional y cercana al ideario bakunista.
  174. Jaime VERA: «Informe a la Comisión de Reformas Sociales,1 de diciembre de 1884». Referencia en J. VERA: Informe presentado a la Comisión de Reformas Sociales por la Agrupación Socialista Madrileña en el año 1883, París, Ediciones Tribuna Socialista, 1962, pp. 71-73.
  175. Muy especialmente en el numeroso círculo de «institucionistas» y de demócratas progresistas, incluso de sectores del emergente catolicismo social a partir de la Rerum Novarum de 1889.
  176. Personajes mencionados y estudiados por Ovidio FERNÁNDEZ ARBAS en su obra ya reseñada Salud y trabajo en Asturias (2006) en pp. 35-39. Junto a estos ingenieros debemos a Fernández Arbas, el rescate del olvido de varios protomédicos del trabajo en la Asturias minera de finales del XIX como: Nicanor MUÑIZ PRADA (1851-1927) Nociones de Higiene con aplicación a los mineros de hulla, Oviedo, Imp., de Celestino Flórez y C’, 1885; José SUÁREZ PUERTA (¿1847?-1933) Higiene de los niños trabajadores, Madrid, Imprenta Colonial, 1897.
  177. Sobre la anquilostomiasis Ver. Esteban R. OCAÑA y A. MENÉNDEZ NAVARRO en «Asclepio», Revista de La Medicina y de la Ciencia, 2006, vol. ‘mili, di, enero-junio, pp. 219-248. Mismos autores en: Revista La Mutua, 2006, n°16 pp. 71-86
  178. V. SANTOS FERNÁNDEZ: Lecciones de Higiene Pública y nociones de estadística, Valladolid, Est. Tipográfico de Julián Torés, 1897:167.
  179. F. LABORDE: Lecciones de Higiene Privada y Pública, Sevilla, Imprenta de Díaz y Carballo, 1894: 256.
  180. Y aparte de las traducciones de obras de autores extranjeros como: J.-B. FONSSAGRIVES: Tratado de higiene naval, Madrid, Imprenta de Miguel Ginesta, 1886-1887; Georges Auguste Morache: Tratado de higiene militar, Madrid, Carlos B. Bailliere, 1888.
  181. Debemos además al Dr. Fernández-Caro que fue Subinspector del Cuerpo de Sanidad de la Armada un magnífico informe lleno de comentarios personales, sobre el vi Congreso Internacional de Higiene y Demografía de Viena (1887) en donde con motivo de la presentación de una comunicación intitulada «Legisla­ción sobre higiene de las fábricas» desgrana ideas realmente adelantadas y llenas de lucidez, como cuando afirma que: «…No puede haber higiene en las fábricas, en tanto que la legislación no establezca la justa proporción entre el trabajo y el salario…». Al final de la discusión sobre esta ponencia Fernández-Caro hace suya la tesis progresista propuesta por el higienista francés Henri Napias, según estas conclusiones: 1. Ninguna fábrica, manufactura, taller o almacén ferroviario sin certificación oficial de salubridad para su construcción y apertura. 2. Inspección de que se toman todas las medidas referentes a aireación, ventilación, alumbrado, expulsión de gases o polvos tóxicos y de protección de los diversos mecanismos. 3. Duración del trabajo, nunca superior a las 12 horas. 4. Trabajo de los niños, nunca menores de 12 años. 5. Prohibición del trabajo nocturno a los niños menores de 16 años, y siempre, a muchachas y mujeres. Referencia en: A. FERNÁNDEZ-CARO ‘Y NOUVILAS: Informe sobre el VI Congreso 1. de Higiene y Demografía de Viena, Madrid, Imprenta de Infantería de Marina, 1888, pp. 228-236-237.
  182. La Conferencia fue pronunciada en 1887 y se encuentra referenciada en el Boletín de la I LE 288,291 y 309. Ver: Rafael DE FRANCISCO: Revista La Mutua, 2005, n» 12 pp. 195-197.
  183. E. LLURIA: Concepto mecánico de la fatiga y agotamiento, Actas y Memorias del IX Congreso Internacional de Higiene y Demografía de Madrid (abril, 1898) Tomo Madrid, Imprenta de Ricardo Rojas, 1900:130-135.
  184. Ibídem, pp. 118-120.
  185. Habría que contar el Reglamento de Policía minera de 15 de julio de 1897 con su Instrucción de aplicación de 1898 y los numerosos intentos de legislación de accidentes, cinco en total, que no vieron la luz. El de Baleciart de 1886; el de Azcárate en 1887; otro de Albareda, ministro de Trabajo en 1888; el de Sanromá en 1890; y un último de Alberto Aguilera en 1893.
  186. En relación con las coberturas asistenciales en los ferrocarriles españoles tenemos constancia documental de la —por lo menos en el papel —desarrollada por la Compañía de Caminos de Hierro del Norte contenida en su Instrucción General n° 4 del 22 de junio de 1887, por la que se regularía el Servicio Sanitario de dicha Compañía. Es un documento enormemente minucioso propio de una organización protofayolista. De su articulado se deduce que, bajo la dirección central de un médico jefe, podía contar perfectamente con más de una docena de facultativos repartidos por las estaciones y centros de trabajo importantes ubicados principalmente en Madrid, Valladolid, León, Zaragoza y Barcelona. Aunque en casos excepcionales el médico debe realizar una labor de investiga­ción de los accidentes o de brotes epidémicos, parece que su labor principal se cinscunscribe a la selección del personal con especial dedicación a fogoneros, maquinistas y obreros de los servicios de circulación a los que se les hacían pruebas de visión, más el control minucioso de la mecánica de bajas y altas. La labor preventiva seria mínima, al igual que la epidemiológica, limitándose ésta a una estadística elemental de bajas y altas. Es de anotar, las características de las situaciones y aspectos que la Compañía señala a los médicos como causa para no ser admitido como trabajador en el ferrocarril. Entre ellas tendríamos el tener labio leporino o «ano contra-natura».
  187. MEDRANO ESTÉVEZ: Lecciones de higiene privada, Valladolid, Imprenta de Hijos de J. Pastor, 1890:13.
  188. Datos tomados de Alfredo GARCÍA GÓMEZ-ÁLVAREZ: «La sobremortalidad de la clase obrera madrileña a finales del siglo XIX (1880-1900)» en Medicina Social y clase obrera en España siglos XIX y XX, Madrid, Fundación de Investigaciones Marxistas, Tomo I, 1992, pp. 147-148.
  189. Según datos manejados por Justin Byrne, el umbral de mayor siniestralidad en la construcción madrileña no se daría hasta el periodo comprendido entre 1904 y 1905, con índices de mortalidad del 38,13 que incluso entre 1914 y 1915 superaron el 45 por mil. Ver: Justin BYRNE: «Nuestro pan de cada día: accidentes de trabajo y respuestas de los albañiles de Madrid en el cambio de siglo», en Medicina Social y clase obrera en España, Madrid, F1 S1, Tomo I, 1992 pp. 21-48.
  190. Philipe Hauser y Klober (1832-1925) aunque nació en la Checoslovaquia anexionada a Hungría se nacionalizó español en 1872, conociéndosele como Felipe HAUSER. Su enfoque médico higienista sería un modelo de superación del simple ambientalismo de las topografías médicas, construyendo una especie de ecomedicina social. Su obra sobre la situación higiénica del Madrid finisecular se titula: Madrid, bajo el punto de vista médico-social (Madrid, Est. Tipográfico de los Sucesores de Rivadeneyra, 1902). Otras obras: Estudios médico-topográficos de Sevilla: acompañados de un plano sanitario-demográfico y 7o cuadros estadísticos, Sevilla, Librería de Tomás Sanz, 1882-1884; Estudios epidemiológicos relativos a la etiología y profilaxis del cólera… Madrid, Imp y Fundición de Manuel Tello, ‘887; Atlas epidemiológico del Cólera de 1885 en España…, Madrid, Manuel Tello, 1887; Estudios médico-sociales de Sevilla: acompañados de 90 cuadros estadísticos, Sevilla, Tomás Sanz, 1884; La geografía médica de la Península Ibérica, Madrid, Eduardo Arias, 1913: Introducción al estudio de la Higiene del Tratado de Higiene de Antonio Salvat Navarro; Sevilla, Imprenta y Litografía de Gómez Hermanos, 1915.
  191. A las que habría que añadir, las defunciones causadas por la difteria, sarampión, cólera, gripe y fiebres tifoideas, sin contar otras enfermedades no infecciosas con pulmonías y bronconeumonías, o simplemente las muertes por sobreparto.
  192. Ver: Alfredo GARCÍA GÓMEZ-ÁLVAREZ, Op. cit. pp.149 y ss.
  193. M. RUBNER: Tratado de Higiene (2 tomos); Barcelona, José Espasa, Editor, 190
  194. A. PROUST: Tratado de Higiene (2 tomos); Madrid, Perlado Páez y Compañía, Sucesores de Hernando, 1903-1904. Esta obra se traduce de la 3ª ed francesa de 1902. La primera francesa fue de 1877 con el título de Traite’ d’hygiéne publique et privée, la 2ª de 1881 vendrá ya rotulada como Traité dIlygiene.
  195. Juan Pablo LANGLOIS: Higiene Pública y Privada, Barcelona, Salvar y Cia, 1902. Hay otras ediciones en castellano; una segunda de 1912’e una tercera de 1919. La 1ª ed francesa es de 1896.
  196. Como contribución a la higiene escolar tendríamos: De la higiene en la escuela y en el régimen de la enseñanza, Valencia, 1895; Condiciones higiénicas que han de reunir las escuelas, Barcelona, 1897; Higiene pedagógica, Barcelona, 1898.
  197. Memoria sobre la Higiene de las industrias, con especialidad de las de España, Madrid, 1895.
  198. Aunque en lo referente a la minería habla del cuidado que el médico higienista de toda explotación minera debe prestar a la tisis o anemia de los mineros que identifica como el anquilostoma duodenal y, del que hace una amplia descrip­ción, señalando sus efectos patológicos y sus causas. Ver, op. cit. p. 144.
  199. Será otro de los higienistas asturianos reseñado y estudiado por Ovidio FERNÁNDEZ ALBAR en Salud y trabajo en Asturias (2006).
  200. Algunas como los calambres de los escribientes, no tanto, pues su primera descripción se debe al fisiólogo escocés Charles BELL (174-1842) en su obra de 1830, The Nervous Systém of the Human Body .
  201. En el mismo Congreso y dentro de la sección de Medicina e Higiene Militar y Naval, también se presentan algunas comunicaciones interesantes como la de Fernández Caro sobre la higiene en los navíos de la marina mercante, o la comunicación del Dr. Salinas a propósito de la influencia de la vida militar en el desarrollo de afecciones del sistema nervioso.
  202. Pijoan aparte de ser un promotor de la enfermería moderna y profesionalizada en Cataluña fue durante un tiempo médico de la Compañía de los ferrocarriles del Norte en Barcelona.
  203. Comunicación citada: Madrid, Imprenta de J. Sastre, 1904:496. Sobre neurosis, neurastenia, estrés y fatiga ver. Rafael DE FRANCISCO: «Trabajo y accidentes de circulación o reflexiones desde la máquina el cuerpo y las condiciones de trabajo», Revista La Mutua, n° 13, 2005, pp. 114 y ss.
  204. Op. cit. p. 504.
  205. Ignacio VALENTI VIVÓ (1841-1924) fue uno de los últimos miembros de la gavilla de higienistas catalanes a caballo entre el positivismo y el vitalismo que nacería con Giné i Partagás. Fue catedrático de Medicina legal en Barcelona, moviéndo­se en el círculo de influencias de Letamendi, Forns y Lluria. Desde el punto de vista de la seguridad y salud de los trabajadores su obra más interesante es La Sanidad social y los obreros (2 tomos) Barcelona, Henrich y Cia, 1905. Es, como toda la obra de Vivó, un escrito difícil de seguir por su lenguaje enormemente críptico -al igual que Letamendi o Forns- pero quedan claras una serie de ideas reveladoras sobre la salud y enfermedades de los trabajadores que apuntan al igual que en Lluria a su complejidad y a la ingenuidad de los diseños catalogados y cerrados sobre las mismas. Critica la exclusión de las intoxicaciones profesio­nales (por plomo, mercurio, arsénico y fósforo) del texto de la ley de 1900. Señala lúcidamente la necesidad de distinguir entre «la curabilidad de las enfermedades profesionales y la curación de quienes las poseen» (Tomo ti, p. 50) Defiende y proclama, la formación en prevención de accidentes aludiendo a los Museos Sociales y de Higiene Industrial (Tomo t t, p. 58). Señala nuevas lecturas de la fatiga en el trabajo fabril y cómo los accidentes/enfermedades son el resultado de peligros mecánicos, más el veneno de las intoxicaciones y las nuevas formas de fatiga: «…Con el maquinismo han aumentado las causas de la fatiga cerebral y de los sentidos, aunque no se necesita el esfuerzo muscular, pero debe calcularse lo que importa en substitución del automatismo corporal, complementando el de la máquina (…) de manera que el ritmo orgánico se adapte forzosamente al mecánico (…) Distinguiendo en las tareas dañinas lo referente al veneno, el riesgo por peligro y la fatiga, se aclara no poco el estudio de la enfermedad y la muerte por accidente de trabajo…» (Tomo 11, pp. 55-56-57)
  206. Rafael FORNS: Curso de Higiene Individual y Social, Madrid, Est Tipográfico de V Tordesillas, 1912.
  207. Op. cit. p. 490.
  208. Antonio Salvat Navarro (1883-1977). Fue catedrático de Higiene, por este orden, en Sevilla, Barcelona y Granada.
  209. Esta edición se haría de la 5ª francesa de 1940. La 1ª y única ed. francesa realizada en vida del autor sería de 1914. La 2ª ya fue de 1921.
  210. Hubo alguna más, pero de calidad inferior, como la de un higienista italiano llamado Gaspar M. Cassola del que se publica un librito intitulado La salud del obrero con el subtítulo: Trabajo insalubre, enfermedades profesionales e higiene del trabajo, Madrid, Imp de la Sucesora de M. Minuesa de los Ríos, 1914.
  211. Su nombre era Luis Marichalar y Monreal (1872-1945).
  212. VIZCONDE DE EZA: El riesgo profesional en la agricultura, Madrid, Sucesora de M. Minuesa, 1906. Más tarde publicaría El problema agrario en España; Madrid, Bernardo Rodríguez, 1915.
  213. Ver: IRS: Proyecto de Reforma de la Ley de Accidentes del Trabajo de 3o de enero de 1900. Madrid, Imprenta de la Sucesora de M. Minuesa de los Ríos, 1908:10-II.
  214. José MARVÁ Y MAYER: Museos de Higiene y Seguridad en el Trabajo, Madrid, Sucesores de M. Minuesa de los Ríos, 1907:7.
  215. El Instituto Rubio también conocido como Clínica Moncloa fue el epilogo del famoso Instituto de Terapéutica Operatoria fundado por Federico Rubio y Galí (1827-1902), en 1880. Aunque no era un centro especializado en medicina del trabajo, su elevada reputación ortopédica y traumatológica le convertiría durante los años treinta en una potente institución de apoyo médico-quirúrgico a la Clínica del Trabajo, siendo varios, además, los médicos que trabajaban en ambas instituciones como, por ejemplo, el Dr. Felipe GARCÍA TRIVIÑO que escribiría por esos años un interesantísimo trabajo sobre «Los problemas clínicos y médico legales en la silicosis pulmonar», publicado en La Medicina Ibera (n° 818, 15 julio de 1933). El Instituto, aparte los deterioros sufridos durante el asedio a Madrid (estaba ubicado en el antiguo Hospital de la Princesa), sería desmantelado en 1939, posiblemente por el incómodo recuerdo de su fundador, aunque tan sólo hubiese sido un republicano de la i República, más el haber funcionado como un importante hospital de sangre del Ejército Español Republicano.
  216. El Dr. Lorenzo García Tornel Carros fue un destacado cirujano vinculado al Hospital de la Cruz Roja de Barcelona ocupando, en 1929, la primera cátedra de Medicina del Trabajo en España en la llamada Escuela del Trabajo, dependiente de la Diputación de Barcelona. Destacaría especialmente en la traumatología ocular relacionada con el trabajo, prologando, en 1934, el Manual de Accidentes Oculares del Trabajo, obra del Dr. Melchor PARRIZAS TORRES. Otra obra reseñable sería: La hernia como accidente de trabajo, Madrid, Publicaciones del 1NP, 1935.
  217. El Dr. José Eugenio López Trigo (1887-1975) fue Jefe del Servicio de Traumatolo­gía y Ortopedia en el Hospital Provincial de Valencia.
  218. Juan Dantín Gallego (1906-1997). Si el Dr. Oller debe ser considerado el maestro y promotor de la Medicina del Trabajo en España, el Dr. Dantín sería indiscuti­blemente el gran referente de la Higiene Industrial y Profesional cuyo magisterio se alargaría hasta casi unos años antes de su fallecimiento; siendo, además, junto con el Dr. Pedro Sangro, uno de los introductores de la ergonomía en nuestro país. Su producción higienista y médico-laboral fue realmente abrumadora. El Dr. Bartolomé Pineda (2004) habla de 210 trabajos científicos. Ciñéndonos exclusivamente a los publicados durante los arios de la República tendríamos: Los espasmos de colon en la intoxicación saturnina, Madrid, 1932; Esquema clínico de la silicosis pulmonar, Madrid, 1934: Las enfermedades profesionales producidas por inhalación de polvos, gases y vapores tóxicos y su prevención en la industria, Madrid, 1934; Intoxicación crónica profesional por el manganeso. Madrid, 1934; Higiene y patología del trabajo con manganeso, Madrid, 1935; Notas acerca de la intoxicación profesional por el gas sulfuroso. Madrid, 1935; La fatiga y su medida. Madrid, 1935; Silicosis, Madrid, 1935; Observaciones microbiológicas sobre el polvo en la industria de la molinería y algunos de sus productos, Madrid, 1939; La intoxicación aguda por óxido de carbono. Córdoba, 1939. En 1940 publica un estudio sobre la «Higiene Industrial en España» con datos y referencias situados entre 1933 y 1935, en la Revista de Sanidad Pública correspondiente a los meses de julio y agosto en donde incluye un meticuloso mapa de enfermedades profesionales. En este mapa (pp. 414-417) los sectores con mayor riesgo (60% y más) serían canteras de granito y areniscas con un 65% de riesgo por silicosis; industria de acumuladores y pilas eléctricas con un 63% por saturnismo; empresas de huecograbado, de caucho y fabricación de impermeables, con el 6o% por la acción tóxica de disolventes; minería de plomo y carbón con un 6o% por silicosis; fábricas de plomo con un 6o% por saturnismo; traperías con un 6o% por enfermedades parasitarias e infecciosas más un 6o% por tracoma. Sobre la biografía y obra del Dr. Dantín ver: Ángel BARTOLOMÉ PINEDA, Historia de la Medicina del Trabajo en España, Madrid, Fundación Mapfre, 2004.
  219. Esta productividad indirecta del peritaje forense-laboral sobre el desarrollo de la clínica del trabajo ayudó a profundizar sobre patologías confusas, atravesando muchos de los escritos e investigaciones de los pioneros españoles de la Medicina del Trabajo. Como una muestra más, tenemos anotada una informa­ción del Dr. OLLER en La Medicina Ibera (n° 716,1931) sobre «La enfermedad de Kümmell como accidente del trabajo». En este escrito (pág 117-122), realizado en colaboración con el Dr. J. BRAVO, se despliegan, junto a criterios médico-legales enormemente razonables y ajustados, toda una sabiduría clínica y terapéutica que, aún no siendo médico, nos parecen difícilmente superables en nuestros días.
  220. José MARVÁ ‘e MAYER: Función técnico-social del ingeniero, Conferencia pronuncia­da en el salón de actos de las Facultades de Medicina y Ciencias de Madrid, el 22 de octubre de 1908 y contenida en las actas del Congreso de Zaragoza de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias, Tomo VI 11. Secc 7ª, Madrid, 1910 pp. 402-403.
  221. Ver: E. RODRÍGUEZ OCAÑA y A. MENÉNDEZ NAVARRO: Salud trabajo y medicina en la España de la legislación social (1900-1939), Arch Prev Riesgos Laborales, 2006; 9 (2): 81-88.
  222. Aparte de los psicotécnicos, fueron muchos los médicos relacionados con la naciente Medicina del Trabajo, que veían en la selección y orientación profesio­nal una herramienta útil para la prevención de los accidentes, escribiendo durante estos años diversos trabajos y memorias sobre el asunto. Uno de los más representativos, sin olvidar los de Andrés Bueno o el propio 011er en su texto de Medicina del Trabajo (1934), se lo debemos al Dr. Benito NOGALES en un artículo contenido en la Revista de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias (vol 1, n° 4;1934) titulado: «La orientación profesional como medida preventiva en los accidentes del trabajo». Lo interesante del enfoque de Nogales es su recomendación sobre la necesidad de coordinar estas estrategias de selección/orientación entre el médico, el ingeniero y los psicotécnicos para no producir disfunciones innecesarias y realmente, poder «…establecer una correlación entre el tipo de defectos del sujeto y determinados trabajos para los cuales no hubiera ninguna contraindicación al destinarles…» (op. cit. p. 983).
  223. La alemana, representada principalmente por el magisterio de Ludwig Teleky (1872-1957), en la Academia de Higiene de Dusseldort; y la italiana, por Luigi Devoto (1864-1936), en la Clínica del Lavoro de Milán.
  224. El Comité español de la OCT se creó en 1928 con Madariaga como vicepresidente y Mallart como secretario permanente.
  225. La recepción en España de los principales escritos de Taylor, frente a lo que creen algunos, fue relativamente temprana. El arte de cortar los metales se publica en 1912 y La dirección de los talleres en 1914, mientras que en Francia la publicación de La direction des ateliers que incluye el famoso prefacio de Henry Le Chatelier es tan solo de 1913.
  226. Josefa IOTEYKO: La ciencia del trabajo y su organización, Madrid, Daniel Jorro, 1926.
  227. Aunque ya antes de la publicación de su obra en España, personajes como Marvá se expresaban en estos términos criticando tanto el enfoque del taylorismo como el contenido en Le moteur bumain (1914) de AMAR.»…La asimilación absoluta del hombre a un motor mecánico es, a la vez, un error fisiológico y psicológico (…) En la máquina humana las cosas pasan de otro modo: Hay fatiga muscular (…) Pero además de la fatiga muscular, hay fatiga nerviosa (…) Influyen en el grado de fatiga de todas clases, elementos de orden físico (temperaturas, estado higrométrico, presión atmosférica), morales (porque la vida que lleva el obrero, entre sus compañeros y familia, influye en le potencia muscular y en la capacidad de atención) y sociales, (higiene del cuerpo, alimentación, profilaxis, higiene y desarrollo del espíritu)…». José MARVÁ Y MAYER: Organización Científica del Trabajo antes y después de la guerra actual, Madrid, establecimiento Tipográfico de Jaime Ratés, 1917: 27-30.
  228. Y posiblemente, en la obra del psicofisiólogo francés Jean-Maurice LAHY (1872­(1943) principalmente Le Systeme Taylor et la Physiologie du Ti-avail Professionnel; París, Gauthier-Villars & Cie, 1916.
  229. Op. cit. pp. 10-11-12.
  230. J. MALLART: Memorias del Instituto de Reeducación de Inválidos del Trabajo, Tomo 1, n° 4,1927:73.
  231. M. RODRIGO: «La prevención de los accidentes del trabajo» en la obra colectiva coordinada por Antonio Oller; La práctica médica en los accidentes del trabajo, Madrid, ediciones Morara, 1929: 414.
  232. M. OLIVERAS y Carlos SOLER DOPFF: Elementos de Higiene Industrial; Barcelona, Librería Bosch, 1929:50.
  233. M. RODRIGO: op. cit. p. 397.
  234. J. María TALLADA: L’Organització Científica de la Industria, Barcelona, Publicacio­nes de EInstitut, 1922.
  235. C. DE IVIADARIAGA: Organización Científica del Trabajo. Las ideas, Madrid, Biblioteca Marvá, 1929.
  236. Fernando MERCX: La prevención de los accidentes por los métodos psicológicos, Madrid. Reus, 1934:112.
  237. J. MALLART: La sugestión del amurrio en la prevención de los accidentes; Memorias del Instituto de Reeducación de Inválidos del Trabajo, Tomo I, n°4,1927:75.
  238. En 1921, se había celebrado también en Barcelona la r t Conferencia Internacio­nal de Psicotecnia aplicada a la Orientación Profesional y a la Organización Científica del Trabajo, lo que nos puede dar una idea del peso que por estos años iba teniendo la psicotecnia española.
  239. Ley Semionovich Vygotsky (1896-1934) interviene en la Conferencia con una sugerente comunicación titulada: «El problema de las funciones intelectuales superiores en el sistema de investigaciones psicotécnicas», que para nosotros supone la superación del enfoque psicofisiológico para ir apuntado a lo psicosocial y de alguna manera a lo político. Para Vygotsky, el trabajo es algo más que una categoría natural, psíquica o fisiológica, es, fundamentalmente «una categoría histórica» con todo lo que arrastra de condicionamientos sociales, económicos y/o políticos.
  240. Vicente de Andrés Bueno (I892-1946). Junto a 011er y Juan Dantín Gallego, sería uno de los más representativos promotores de la Medicina del Trabajo en España. Su obra médico-laboral y «preventivista» fue enormemente prolífica contemplando desde los cursos organizados en la Cátedra de Medicina Legal en la Universidad de Valladolid ocupada por el profesor Royo-Villanova hasta la publicación de numerosas obras y escritos de higiene industrial y prevención de accidentes como: Accidentes de Trabajo: Comentarios a la legislación, Valladolid, 1929; Estudio médico-social del Convenio sobre reparación de las Enfermedades Profesionales y examen crítico de su posible aplicación a la Economía Española, Madrid, 1931; Comentarios al Proyecto de reforma de la Ley de Accidentes de Trabajo, Madrid, 1932; La tuberculosis en Medicina del Trabajo, Valladolid, 1932; La hernia; enfermedad del trabajo. Valladolid, 1932; La asistencia de los accidentes de trabajo en el medio rural, Valladolid, 1932; Forensías del trabajo, Valladolid, 1933; Accidentes del Trabajo Agrícola, Valladolid, 1933; La silicosis de los mineros de carbón en España, Valladolid, 1935; en 1940, pero con datos e información de campo de los años 1933-1936 publica La prevención de accidentes del trabajo en los ferrocarriles españoles.
  241. Personal y familiarmente guardamos un gran afecto y agradecimiento por este ilustre médico del trabajo que, durante los aciagos meses posteriores a la sublevación en Valladolid, salvó de las «Tapias de San Isidro» a mi abuelo materno Teodoro López, a la sazón contramaestre del taller de carpintería en «Campo Grande» y uno de los líderes locales de la CNT. Por lo que nosotros sabemos el Dr. de Andrés estuvo inicialmente vinculado a la falange vallisoletana para posteriormente, y hasta su fallecimiento en 1946, desvincularse de su aparato oficial y acercarse a los grupúsculos contestarlos liderados por Ridruejo y Hedilla. Sirva esta nota como humilde aportación a la recuperación de la memoria de unos y de otros.
  242. De Andrés anotaría como referencia (1933:102) de este modelo de psicosis traumática a Braehmer. Otto Braehmer o Bráhmer, fue uno de los representantes de la medicina social alemana del último tercio del XIX; dedicando un capítulo de su Hambuch der Hygiene (1896) a comentar las enfermedades de los maquinistas y fogoneros del ferrocarril. Se pueden encontrar referencias a la medicina social alemana en Esteban RODRÍGUEZ OCAÑA (Dynamis, 1983, Vol. 3) y en la traducción francesa de Zur Geschichte der Sozialen Hygiene de Theodor WEyi.: Paris, Dunod et Pinat, 1910.
  243. El «estado anterior» apuntaría a una situación o estado patológico preexistente en una persona que sufre un accidente laboral, como, por ejemplo, una tuberculosis. El posterior, a situaciones normalmente desarrolladas por las instituciones asistenciales como las Mutualidades o clínicas de las Compañías de Seguros durante el tratamiento de las lesiones de los accidentados.
  244. Por otra parte, ya bastante controlada por esos años por lo menos en la minería.
  245. Por ejemplo, las soluciones arsenicales profusamente utilizadas durante la vendimia para atajar la «polilla de la uva».
  246. El famoso «Nitrato de Chile», una cianamida del calcio que, como toda cianamida, desencadena una alta acción irritante.
  247. Op. cit., p. 216.
  248. José. MALLART: Organización científica del trabajo agrícola; Barcelona, Salvat, 1934:156.
  249. Op. cit. pp. 219-220.
  250. JOSÉ MALLART Y CUTÓ: La elevación moral y material del campesinado, Madrid, Gráfica Mundial, 1933:168.
  251. Al proclamarse la República se podría considerar la población activa española cercana a los nueve millones de personas con un peso en la agricultura algo superior al 45% y con porcentajes en el sector de servicios algo superior al d los trabajadores industriales. Con estos datos de fondo, las cifras brutas de paro estructural que, a comienzos de 1931 se podrían estimar en los 600.000 trabajadores, asciende a 801.322 en junio de 1936, con cotas del 35% en provincias como Madrid (1934) o con más de 200.000 trabajadores en paro permanente en la Andalucía Occidental (1933) a los que había que sumar otros 200.000 en paro parcial o estacional.
  252. Solamente en la minería asturiana el periodo comprendido entre 1930 y 1932 supuso un total de 128 huelgas con 152.630 mineros implicados mientras que entre 1926 y 1929 el número total de huelgas fue de 66 con 20.791 obreros involucrados. Ver: Juan Oliver SÁNCHEZ FERNÁNDEZ: Trabajo, política e ideología en una cuenca minera, Madrid, Siglo XXI, 2003:114.
  253. La hegemonía del ala «faista» en el anarcosindicalismo español casi al inicio mismo de la República (consolidada en el Congreso de la CNT del 10 de junio) se estrena en su dinámica radical con la huelga de Telefónica en Madrid (6 de julio) que secundada en Barcelona y Sevilla duraría hasta el 29 de julio causando graves problemas de orden público con un desgraciado balance de 30 muertos y cerca de zoo heridos.
  254. Palabras premonitoras pronunciadas por ORTEGA Y GASSET en «El Manifiesto de la Agrupación al servicio de la República» y reproducidas en El Sol de Madrid el 10 de febrero de 1931. Este comentario sería también utilizado por diversos autores como Becarud y López Campillo (1978) o Montoya Melgar (1983,1991).
  255. Esta apreciación del papel protagonizado por Caballero sería esgrimido y comentado inicialmente por Alfredo MONTOYA MELGAR en su discurso d recepción en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia en mayo de 198 para ser también posteriormente plasmado en su obra Ideología y lenguaje en las leyes laborales de España (1873-1978), Madrid, Civitas, 1992.
  256. Desde el 14 de abril, fecha de constitución del Gobierno Provisional y hasta el 18 de julio de 1936 los diferentes gobiernos de la República Española dictarían III disposiciones de diferente rango sobre aspectos relacionados con el trabajo incluida la Constitución de 9 de diciembre de 1931.
  257. Pascual Carrión y Carrión (1891-1984), ingeniero agrónomo de origen valenciano pero profundamente vinculado al republicanismo federalista andaluz y uno de los promotores de la Reforma Agraria de la II República, consideraba que: «…Si no se mejora la situación del campesino, que repercute en toda la vida social, existirá un fermento revolucionario que irá acrecentándose a medida que prendan en las multitudes ideas más avanzadas…» para continuar manifestando que: «…La Reforma Agraria, bien realizada, permitirá afianzar la República…». Pascual CARRIÓN: La Reforma Agraria: problemas fundamentales, Madrid, Sociedad de Estudios Políticos, Sociales y Económicos, 1931:7-8-10.
  258. Si repasamos los contenidos del Texto refundido sobre Accidentes de Trabajo en la Industria (Decreto del 8 de octubre de 1932), veremos que en su capítulo ni, De la prevención de los accidentes, se mantendría la misma redacción que en la Ley de 1900.
  259. Desde los criterios de la seguridad y salud de los trabajadores la Ley sobre jornada máxima de trabajo, de I de julio de 1931, puede ser perfectamente considerada como un documento que trabajó claramente en una dirección «preventivista» sobre los riesgos en el trabajo.
  260. Art. 44 del Reglamento para aplicar a la agricultura la Ley de Accidentes de Trabajo (Decreto de 28 de agosto de 1931).
  261. No olvidemos que la sanidad nacional se integraría durante el segundo bienio en el Ministerio de Trabajo (incluyendo además Justicia) no formando un ministerio independiente hasta el primer gobierno del Frente Popular, con su titular en la persona de Da Federica Montseny Mañé (1905-1994).
  262. Fue fundada en 1924.
  263. Gustavo Pittaluga y Fattorini (1876-1956).
  264. Aunque el verdadero impulso operativo se debió al Dr. Sadi de Buen Lozano (1893-1936) hijo del famoso naturalista aragonés Odón de Buen y del Cos (1863­1945). Sadi de Buen sería uno de los ilustres médicos de la época que pagó con su vida la lealtad a la República siendo asesinado en Córdoba en el verano de 1936.
  265. Conclusiones de la Primera Comisión de la Conferencia de Higiene Rural en Trabajo de la Conferencia Internacional de H R, Madrid, Publicaciones de la Escuela Nacional de Sanidad, n° 4, 1931:25.
  266. Aunque puntualiza que nunca deberán existir centros hospitalarios con menos de 50 camas. Op. cit. p. 26.
  267. En 1901 la tasa bruta de mortalidad infantil por 1.000 nacidos vivos fue de 186,0. En 1930 había descendido a 117,0. Este proceso descendente se mantuvo durante los años de la República llegando en 1935 y 1936 a la tasa de 109,0, para ir por el contrario aumentando en los años siguientes, con 130,0 en 1937 y alcanzar en 1941 la tasa máxima de 143,0. Ver: Antonio ARBELO: La mortalidad de la infancia en España, 1901-1950, Madrid, CSIC, 1962.
  268. Marcelino Pascua Martínez (1897-1977) aparte de ser el gran propulsor de las políticas de salud pública de la República era un prestigioso epidemiólogo y bioestadístico, que, en su obligado exilio, trabajaría junto a Henry Sigerist (1891­19S7) el gran maestro de la Medicina Social en la Jhon Hopkins University (Baltimore).
  269. Marcelino PASCUA: Mortalidad especifica en España, Madrid, Publicaciones de la C. p. I. S, 1935.
  270. Ver: Vicente PÉREZ MOREDA: La crisis de mortalidad en la España interior,- siglos XII-XIX, Siglo XXI, 1980, especialmente pp. 471 y ss.
  271. Ver: Luis DE HOYOS SAINZ: Estudio demográfico de la mortalidad y natalidad en España, Madrid, 1935
  272. Este descenso de la mortalidad que irá otorgando a nuestro país un patrón demográfico moderno, únicamente se rompería con ocasión de la pandemia de gripe de 1918 que elevaría la mortalidad en ese año a un 32,97 según Pascua y a un 33,16 en la obra de Hoyos; cifras que situaban nuestra tasa de mortalidad en un escenario demográfico claramente catastrófico
  273. Ver: Salustiano DEL CAMPO: Análisis de la población en España, Madrid, Ariel, 1972.
  274. Elaboración propia tomada del cuadro general de mortalidad natalidad contenido en la obra citada de Luis DE HOYOS SAINZ, Madrid, C. Bermejo, impresor, 1935:6.
  275. Para darnos una idea de su importancia, el número de congresistas asistentes fue de 1.400 presentándose 280 comunicaciones.
  276. Libro de actas del Primer Congreso Nacional de Sanidad, recogidas por el Dr. Luis NÁJERA ANGULO; Tomo segundo, Madrid, 1935: 268274.
  277. Op. cit. pp. 293-296.
  278. Op. cit. pp. 327-329.
  279. Op. cit. pp. 418-425.
  280. Op. cit. pp. 303-321.
  281. Op. cit. pp. 252-264.
  282. Para 1933, el Dr. A. Torres señalaría la cifra de 32.041 tracomatosos solamente para no más de 10 provincias españolas (op. cit. p. 261).
  283. Juan DANTÍN GALLEGO: «Antecedentes para el estudio de la higiene industrial en España», Madrid, Revista de Sanidad e Higiene Pública, n° 4, julio-agosto 1940:411, pero manejando datos de 1930-1936.
  284. Op. cit. p. 374.
  285. Francisco Morayta Serrano, era médico inspector de Sanidad Minera.
  286. F. MORAYTA: «Estudio sanitario de las minas de carbón en España» Madrid, Revista de Sanidad e Higiene Pública, octubre noviembre de 1936:3.
  287. Op. cit. p. 3.
  288. Op. cit. p. 9.
  289. Vicente DE ANDRÉS: La prevención de accidentes del trabajo en los ferrocarriles españoles, Madrid, INP, 1940:16.
  290. El servicio sanitario de la Confederación Hidrográfica del Ebro contaría como organizador y consejero del mismo con el Dr. Gustavo Pittaluga según consta en un documento publicado por dicha Confederación (Zaragoza, Imprenta Editorial Gambón, 1929). En dicho documento se hace expresa referencia a los problemas de: paludismo, anquilostomiasis, tifoideas y tuberculosis.
  291. Ver: Antonio SALVAT Y NAVARRO: Higiene urbana y social, Barcelona, Manuel Marín editor, 1935, especialmente pp. 514 y 515.
  292. Mantenida apenas sin modificaciones hasta nuestros días, contemplaba 22 enfermedades profesionales algunas de ellas novedosas como las alteraciones patológicas producidas por el radio, rayos x y otras sustancias radioactivas.
  293. Emilio Mira y López (Cuba 1896, Argentina, 1964). Una de sus primeras tareas relacionadas con el esfuerzo de guerra fue su labor como director del Instituto de Adaptación Profesional de la Mujer, entidad fundada por la Generalitat catalana en los primeros meses de la contienda para la incorporación femenina al trabajo industrial. Será posteriormente, durante 1938, cuando es designado como Jefe de los Servicios Psiquiátricos del Ejército de la República Española.
  294. La actividad del Dr. Mira en el terreno de la sanidad militar fue inmensa y productivísima desarrollando protocolos de selección y de psicodiagnóstico como el test Miokinético (PAH() junto con el «axistereómetro» ingenioso aparato para medir la percepción kinestésica del espacio que fue el que utilizaría Mira en las pruebas de selección de los aviadores republicanos. Al lado de todo esto, trabaja además en la consolidación de una cultura de defensa civil psicológica de la República, que expondría en una obra publicada en Buenos Aires en 1944, bajo el título: La Psiquiatría en la Guerra, en donde entre otras consideraciones diría: o… La condición más importante, sin embargo. para elevar la moral de toda la nación, es la de darle una información clara y concreta de lo que se juega en la guerra y de lo que arriesga en el caso de ser derrotada. Tal información no puede basarse en frases brillantes ni en afirmaciones abstractas, sino en hechos sólidos. Cada ciudadano, civil o soldado, debe saber cómo sería el curso de su vida si el enemigo ganase. Esa información no debe serle dada por políticos histriónicos o por empleados pagados por el Ministerio de Propaganda, sino a ser posible, por personalidades de relieve científico. Casi todos los profesores científicos de la España Republicana se prestaron voluntariamente a tal tarea y ésa es una de las razones por las que ahora están en el exilio. Nunca en la historia se pusieron tan en contacto los mejores cerebros de la nación con su pueblo y con el ejército como en la reciente guerra española. Así consiguieron explicar hasta a los soldados y civiles más torpes, lo que ocurría en el mundo y por qué estaban combatiendo. Incluso consiguieron convencer al pueblo que una muerte inmediata era preferible a otra lenta y futura, más una eterna ignominia…». Emilio MIRA Y LÓPEZ, La psiquiatría en la guerra. Buenos Aires. Editorial Médico Quirúrgica, 1944: 156-57.
  295. Congreso que se llevaría a cabo entre el 29 y el 31 de octubre del mismo año.
  296. Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza, encuadrada dentro de la UGT.
  297. Abiertamente criticado por la UGT, al considerarlo <<antiecbnomics i en contradicció absoluta amb les necessitats de la vida diaria deis treballadors…».
  298. Las mayúsculas son del documentado comentado.
  299. Los efectivos de la sanidad de las Brigadas Internacionales llegaron a estar formados por 240 médicos, 600 enfermeros y enfermeras y 650 camilleros con una infraestructura hospitalaria compuesta de 5.600 camas, 13 equipos quirúrgicos, más una red logística de 130 ambulancias, siete «auto -chirs» (o mini quirófanos móviles) y tres grupos móviles de evacuación con infinidad de automóviles sanitarios (Ref en Gusti slirku: Nuestra lucha contra la muerte, Madrid, 1937).
  300. Aunque la alimentación no constituya por sí misma un componente interno de las condiciones de trabajo, sí supone por el contrario un operador directo reacionable con la salud de los trabajadores, presente ya, desde la obra de Ramazzini y expuesta continuamente por la casi totalidad de los autores de los siglos posteriores desde Monlau (1847) hasta Übeda Correal (1902), pasando por la Memoria de Manuel Sáenz Díez sobre la alimentación de la clase labradora y los braceros (1878), el escrito de Serrano Fatigad sobre la alimentación obrera en España (1882) o la Monografía estadística de Ildefonso Cerdá sobre la clase obrera barcelonesa (1856).
  301. Sobre la situación en Barcelona existe un interesante trabajo del médico catalán Pedro PONS titulado: Enfermedades por insuficiencia alimenticia observados en Barcelona durante la guerra (1936-1939), Barcelona, Colección Española de Monografías Médicas, 1940. Es una obra con algún sesgo ideológico pero correcta en la exposición médico-clinica en la que hay algún apunte sociomédico interesante como el que la falta de energía eléctrica y de combustible aumentó la fatiga de la gente al obligarles a realizar sus desplazamientos al trabajo a pie. Otro, la descripción detallada de la etipatogenia de la pelagra y especialmente de su sintomatología psico-nerviosa como una peculiar astenia motora que ocasionaba caídas bruscas e imprevistas que en el caso de trabajadores activos podían ocasionar gravísimos accidentes laborales. Por otra parte, los problemas de higiene pública relacionados con la alimenta­ción y la guerra han estado siempre muy presentes en los escritos más represen­tativos de la higiene militar y naval. Bastaría con mencionar entre los autores traducidos al castellano a Gerard VAN SWIETEN (1761), PRINGUE (1775), RIBEIRO SANCHES (1781) o Jean COLOMBIER (1804). Entre los españoles: Francisco BRUNO FERNÁNDEZ (1776), Pedro María GONZÁLEZ (1805), Gregorio DE ANDRÉS Y ESPALA (1866), Manuel María C0RROCHANO Y CASANOVA (1878), JOSÉ COTARELO Y GARASTAZU (1882), Ramón HERNÁNDEZ POGGIO (1884), JOSÉ SI EVERT JACKSON (1893), para terminar con la completísima Higiene militar coordinada por Anacleto CABEZA PEREIRO (Guadalajara, 1909). En la Sección de Medicina e Higiene Militar del XIV Congreso Internacional de Medicina celebrado en Madrid (abril de 1903), Ángel Larra Cerezo presentó una comunicación sobre «Problemas higiénicos de la alimentación en las plazas sitiadas». En relación con los problemas de alimentación de la población derivados de la guerra y del bloqueo de suministros, existe un interesante y pionero informe de NIETO SAMANIEGO titulado: Estado de la salud pública durante el último sitio de la Plaza de Gerona (Tarragona, 1810). Sobre este asunto, un escenario que serviría para desarrollar una cierta cultura higienista lo constituyó el sitio de París durante la Guerra Franco-Prusiana en 1870. En este sentido tenemos constancia de la presentación de dos memorias ante la Academia de Ciencias de París firmadas por el DR. PAYEN «Acerca de las subsistencias públicas durante el sitio de París» y por el DR. GRIMAUD bajo el rótulo: «De la alimentación de los habitantes en una ciudad en estado de sitio». Ambos escritos están contenidos en la Revista de los Progresos de las Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Tomo XIX, Madrid, Imprenta de la Viuda e Hijo de E. Aguado, 1876, pp. 87-107 y 170-176. Redactando estas líneas hemos conocido la obra de M’ Isabel DEL CURA y Rafael HUERTAS: Alimentación y enfermedad en tiempos de hambre, España, 1937-1947; que sin duda constituirá un referente magistral sobre este tema.
  302. Para los adultos se utilizaba como elemento terapéutico la niacina o ácido nicotínico elaborado artesanalmente en improvisados laboratorios madrileños u ofrecido por la Farmacia Militar de su fondo de reserva estratégica.
  303. Carlos Soler Dopff (1893-1972).
  304. La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947 (Boletín Oficial del Estado, núm. 208, de 27 de julio de 1947) acuñaba la categoría y daba cuenta de la relación de las «Leyes fundamentales de la nación» promulgadas hasta el momento, además de «cualquiera otra que en lo sucesivo se promulgue confiriéndola tal rango» (art. 10).

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