REFLEXIONES ALREDEDOR DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEDICINA DEL TRABAJO EN ESPAÑA
Recuerdo que un colega sociólogo me comentaba no hace mucho al hablar de identidades y regiones de actuación de nuestro oficio que me dejase de tonterías y tuviera en cuenta, que la “sociología no es otra cosa que lo que hacen los sociólogos”. Tamaña contestación que en principio me pareció una “boutade”, me hizo reflexionar y atisbar bajo su silvestrismo funcionalista, una cierta consistencia no carente de sentido.
Pues bien, en lo que se refiere a la Medicina del Trabajo, podríamos comenzar nuestra reflexión con la misma afirmación tautológica aunque posiblemente sería más acertado preguntarnos a continuación por los “por qué” de estas actividades que comprenden un conjunto de prácticas asistenciales y preventivas que se han movido en espacios de actuación que iban desde los navíos de la Armada, ya, en las expediciones de Colón, hasta los nuevos servicios de Vigilancia de la Salud, pasando por las Manufacturas[1] y Atarazanas; la Clínica del Trabajo de 1934, o en el anterior Instituto de Reeducación de Inválidos fundado en 1928; junto con su presencia, en algunas asociaciones de “socorros mutuos”[2] y empresas del ferrocarril, la metalurgia o la minería desde mediados del XIX, y en el caso de las minas puede que desde el XVI. [3]
Realmente toda éstas actividades en escenarios relacionados con el trabajo o con la práctica de determinados oficios como el militar, el minero-metalúrgico, o el marinero; en donde se mezclaban, las actuaciones de cirujanos y médicos con la ayuda, de barberos, algebristas, sangradores, y voluntaristas “samaritanos”, pudo constituir un inventario de prácticas sanitarias que sin ser aún, etiquetables como “del trabajo”, podrían perfectamente ser consideradas como antecedentes, o como la protohistoria de nuestra disciplina.
Pero en realidad, la Medicina del Trabajo es algo muy moderno cuya historia, por mucho que intentemos buscar su momento “antecesor” se remontaría como mucho, a los primeros años del anterior siglo XX.
En la misma situación se encontrarían otras disciplinas como la Sociología, o la Psicología Social. Aunque para algunos colegas puede suponer un desvarío decir que Platón, no tendría nada que ver con la sociología o Huarte de San Juan con la psicología social; a lo más, con una forzada “arqueología” del asunto; lo cierto es, que la formalización de las disciplinas científicas e incluso de los avances y aplicaciones tecnológicas, no depende de la sabiduría y lucidez personal, o de la habilidad artesanal individual, sino de su “productividad social o colectiva”, enlazada y sostenida, desde el paradigma dominante, que no es únicamente científico/tecnológico, sino que descansa y supone, potentísimos condicionantes socio-políticos y económicos.
Discursos sobre la sociedad, el hombre y la salud, han existido posiblemente desde la revolución neolítica. En el terreno de la salud de los oficios, estará siempre presente la emblemática obra de Ramazzini, al igual, que en la República de Platón estaría contenida la mirada sobre la piedra, el poder y la carne, en la sociedad clásica; o en el “Examen”, el intento de búsqueda de productividades políticas y sociales en los “ingenios”, de los hijos de los estamentos privilegiados de la sociedad española a las puertas ya, del Mercantilismo.
Sin embargo, ni Ramazzini hace medicina del trabajo tal como la entendemos ahora, ni Platón, sociología o Huarte, psicología social. Otro tanto, sucedería con la tecnología. Probablemente los griegos y los romanos tuvieran la suficiente capacidad científico/técnica e incluso inventiva, para haber desarrollado artilugios mecánicos tan potentes y funcionales como los que aparecerían a todo lo largo del XVIII. La cuestión está, en que las condiciones socioeconómicas y políticas de una época sostenida materialmente desde la esclavitud, y la agricultura, no las hicieron necesarias.
La primera consideración que debemos hacer en relación con la Medicina del Trabajo, es que es una peculiar y heterogénea disciplina médica, quirúrgica y socio/preventiva, construída, a partir de un complejo proceso de interacciones médicas, tecnológicas y socio/políticas.
En segundo lugar, y a diferencia de otras especialidades médicas que entienden la morbilidad y mortalidad humana, desde una topográfica “interna”, lo hace desde una mirada clínica externa o socio-etiológica.
En este sentido, la Medicina del Trabajo, aunque mantenga una lectura patológica del enfermar cada día más amplia e integral, incluyendo últimamente, los padecimientos de origen psicosocial, estaría siempre referida y acotada, desde un momento eco/socio/administrativo, que es el de la condición de trabajador.
En tercer lugar, los recorridos socio-etiológicos que maneja la Medicina del Trabajo se sitúan al exterior del cuerpo como resultado de acciones agresivas directas o indirectas, sobre el organismo. humano.
Agresiones, que también deben ser –en principio-, explícita y nítidamente relacionables con y desde una condición socio/espacial y contractual.
En cuarto lugar, el trabajo como entidad psicosocial significante, o como forma de estar y ser productiva y vital en la sociedad, tal, como lo entendemos en la actualidad es algo relativamente moderno, situable en las mismas trochas desde las que se construyen el industrialismo y las formas socioculturales que desbancan el Antiguo Régimen.
Y si se quiere, y en último lugar, el entronque que dará lugar a la relación que establece la Medicina del Trabajo con el cuerpo y el enfermar de los trabajadores, se realizará fundamentalmente a partir de la consideración del trabajo, como situación “intervenida y tutelada” desde el Estado, y sometida a coberturas y mecanismos obligatorios de aseguramiento.
La articulación entre estas cinco condiciones es la que hará que lo que hacen determinados médicos en un momento histórico dado, pueda ser considerado como Medicina del Trabajo.
Sin embargo, para los que pensamos que tanto profesiones como mentalidades e instituciones, se construyen socio/históricamente; en la conformación de estas lecturas del enfermar humano que hemos venido en etiquetar como “del trabajo”,existirán recorridos que han dejado ecos significativos en su proceso de constitución y que quizá, nos ayuden a entender o enfocar, parte de los problemas actuales de la disciplina.
Por ello, la oportunidad de estas digresiones sobre un tiempo histórico como el del setecientos y sus lindes con el XIX. Época que, si bien estaría lejos de constituir el momento de nacimiento de la Medicina del Trabajo, si permitió el despegue de una serie de acontecimientos sociales, sanitarios y científicos, sobre los que, de alguna manera, se fueron consolidando a lo largo del ochocientos los pilares que sostuvieron en las primeras décadas del cercano siglo XX, la bóveda maestra de nuestra disciplina.
Las primeras lecturas médicas sobre las agresiones y deterioros relacionados con los oficios en las sociedades pre-burguesas, fueron las del “cuerpo envenado o intoxicado por los las emanaciones de los metales” para enlazar posteriormente, con los quebrantos posturales de los artesanos dentro del diseño iatro-maquínico del cuerpo, emanado desde el Renacimiento, y dibujado, por Descartes y Borelli.
Este cuerpo envenenado por los metales, y quebrado por los oficios, pudo dar lugar en el caso de Paracelso y sobre todo de Georg Bauer (Agrícola), a una primera práctica, más preventiva que terapéutica, en cierta medida, pionera de la medicina del trabajo y que en el caso de Agrícola, por su larga permanencia como médico en la región minera de Jáchymov, en los “Montes Metálicos”, como un prolegómeno de la Medina de Empresa.[4]
Estas nuevas miradas médicas, posiblemente impregnadas todavía de la telúrica alquímica, tienen una gran relevancia en la medida en que irán introduciendo en el discurso individualista de las “sex res non naturales”, operadores o como se diría siglos más tarde, “modificadores” que van soportando apreciaciones colectivas, y en donde los oficios, serán lentamente contemplados como entidades productivas para la riqueza del Estado o la Ciudad.
El caso de Ramazzini, sería parecido y diferente en la medida en que se acerca como médico, al cuerpo de los artesanos urbanos y los menestrales de las prósperas ciudades comerciales del Palatinado completando y ordenando, miradas médicas sobre los oficios y profesiones, -como en el caso de los “hombres de letras”-, que en cierta medida estaban ya hechas.
El espacio de trabajo que le importaba a Ramazzini, aunque por su curiosidad clínica descienda a los pozos, es el de la ciudad protoburguesa, frente al acotado y estricto espacio fabril de la mina en Agrícola. Es la productividad total de la ciudad funcionalmente burguesa, pero organizada formalmente desde lo estamental. Por eso, su mirada –más que su práctica-, va más allá de los oficios metálicos y agremiados; tocando, todo el entramado económico y sociológico de la ciudad, como significante de poder. Desde los escribanos y notarios, hasta las “vírgenes consagradas”, pasando por los mineros y comadronas.
Posteriormente, la unión entre Mercantilismo y Manufactura, daría lugar sobre todo en Francia, a nuevas miradas médicas y científicas sobre los cuerpos de un modelo de trabajador que va perdiendo su carácter gremial y tradicional, para ir siendo enrolado en las grandes obras públicas, militares, o suntuarias de la Corona, o en el caso de Gran Bretaña en las nuevas factorías y manufacturas privadas.
De lo que se trata en este tiempo de acumulación precapitalista inmediatamente anterior al gran despegue fabril británico de finales del setecientos, es obtener el máximo rendimiento de cuerpos que a falta todavía de máquinas de vapor, serían considerados como máquinas de sangre. De ahí, la insistencia en los estudios y publicaciones de La Hire, o Coulomb, por la productividad y resistencia a la fatiga de los trabajadores que nos puede explicar también, la opacidad y el silencio durante casi todo el siglo XVIII sobre la obra de Ramazzini; centrada ésta, sobre un escenario laboral como el gremial, que iniciaba ya su proceso de extinción, y que sobre todo, no se correspondía con las necesidades de un modelo productivo que sin ser aún fabril, se asentaba en la “manufactura” y que debido a la concentración de la propiedad rural –o el adehesamiento de tierras -, anunciaba, no solo la proletarización del artesano sino también, la del pequeño propietario agrícola.
Curiosamente, el setecientos europeo se nos suele presentar como un siglo opaco a los problemas de salud y riesgos en el trabajo, sin ahondar más en el asunto. Nada más apartado de la realidad. Lo que ocurre y se da, es una modificación del sistema productivo asentado sobre el trabajo gremial y doméstico, acompañado de nuevas formas de ajuste político/administrativo que harían poco interesante el discurso de Ramazzini, en la medida en que como adelantábamos anteriormente, lo urgente, pasaba por rentabilizar y disciplinar colectivos cada vez más numerosos, que comenzaban a trabajar en arsenales y atarazanas, edificaciones militares, minas de la Corona[5] o manufacturas reales. Gentes y cuerpos sobre los que había que calcular su productividad fisiológica y muscular, a la par, que asegurar su encuadramiento en sistemas de trabajo semiforzados y sometidos a un régimen organizacional, todavía presidido, por el modelo de “galera”.
En realidad, este modelo productivo del XVIII, siendo una antesala indudable del industrialismo resulta paradójico, en la medida en que conllevará un potente imaginario antiurbano y fabril, acompañado, de potentes fijaciones fisiocráticas como nos desvelan los escritos de Campomanes o Tissot; y por otra parte, como sería el caso de los “socio/ingenieros” y fisio/químicos franceses, permitió la gestación de numerosos estudios y memorias sobre la funcionalidad corporal, amparados en los nuevos saberes fisiológicos; acompañados de los primeros diseños alrededor de la búsqueda de modelos organizacionales del trabajo y del espacio que corrigieran, las a la larga improductivas formas de trabajo forzado, patente en los escritos de Vauban y Belidor, o en el “panóptico” de Bentham.
De cualquier manera, aunque apareciesen aportaciones relevantes con relación a la salud de las gentes y de los trabajadores –especialmente agrícolas-, que comprenden un amplio abanico de circunstancias y escenarios; el siglo de Las Luces constituyó un tiempo volcado desde el punto de vista sanitario e higiénico, en la superación de la mortalidad catastrófica y en el inicio de los diseños modernos de salubridad pública, que presentando en sus orígenes, el conocido formato “cameralista” de la Policía Médica, se irían decantando al final de la centuria bajo el aliento revolucionario francés, en las primeras estrategias de salud de carácter público y nacional.
En esta batalla por la vida y la riqueza en las etapas finales del mercantilismo, el taller y la fábrica representaron un protagonismo lateral, en comparación, con la ciudad, el campo, o la infancia[6], como espacios sujetos de preocupaciones y urgencias higienistas.
El campo y la tierra, como territorio productivo en clave estamental y fisiocrática, se centrará con los “Avisos” de Tissot (1761) o el “Abrégé des maladies des cultivateurs” de Dom Le Rouge (1773), en los cuerpos de labradores y labriegos resaltando equivocada e interesadamente al mismo tiempo, las virtudes morales y condiciones generales de salubridad de la vida rural en oposición, a las costumbres desordenadas y la morbilidad de la ciudad.
La ciudad, como escenario de progreso que va desprendiéndose del control del regalismo y comienza a pensarse, como territorio preferente para las nuevas burguesías urbanas. Irá dejando de ser la ciudad del Rey para ir convirtiéndose, en ciudad del capital.
El ejemplo más cercano con respecto a la relación entre industrialismo y salubridad urbana, lo tendríamos en la Barcelona de finales del XVIII. Mientras que el saneamiento público y el higienismo madrileño a pesar de la política de “baldeos”[7] seguiría atascado en la maqueta cortesana diseñada por Carlos III, para gloria y salubridad exclusiva del monarca y la nobleza, las diversas autoridades de la ciudad Condal fomentaron por el contrario medidas y dictámenes para el saneamiento urbano desde una perspectiva diferente, que apuntaban, a tensionamientos derivados de un nuevo modelo espacial, y de un juego de poderes que no tiene nada que ver con el monopolio realista sobre el urbanismo madrileño, como no sea, el recordado por las vigilantes fortalezas de Las Atarazanas o el Montjuïc. De ahí, los conocidos y enfrentados informes de Cibat, Güell y Masdevall, sobre los peligros para la salud, derivados de la instalación de talleres y fábricas textiles en la ciudad. Dictámenes probablemente interesantes como documentos pioneros de la visualización de los peligros del trabajo fabril en España, pero que pudieron obedecer simplemente a intereses contrapuestos de las “fuerzas vivas” barcelonesas, y menos, a los relacionables con estrategias de salubridad industrial u obrera.
A pesar de todo, el último cuarto del XVIII, encerraría las claves para entender el escenario embrionario del que necesariamente surgiría lo que hoy denominamos – no sabemos si por mucho tiempo-, como Medicina del Trabajo.
Primeramente, tendríamos la clave tecnológica originada por la invención y utilización de la máquina de vapor y la nueva tecnología textil; acompañada de la concentración y aglomeración en las ciudades fabriles de una mano de obra carente de la profesionalidad gremial, y en su mayoría desgajada de su cultura rural/tradicional con un fuerte predominio de niños y mujeres.
Esta clave tecnológica marcada por el industrialismo, afectará también a la medicina desde su derivada sociocientífica, cultural, y política. En nuestro caso, el aspecto más clarificador y explicativo puede que resida en la aparición y sedimentación de lo “público y colectivo” como referencia estratégica en la visualización y manejo de la enfermedad, pero pensando siempre, en el mantenimiento del orden estamental y en el incremento de beneficios para la Real Hacienda.
Posteriomente, el papel del médico se irá modificando; convirtiéndose, en un recurso experto/técnico, para las necesidades del nuevo modelo de sociedad.
Así, por ejemplo, con objeto de cumplir con el ideario mercantilista de maximalización productiva de cuerpos y tierras, será durante el setecientos cuando se formaliza con una cierta dedicación la presencia estable en los pequeños núcleos rurales españoles de una serie de oficios básicos (maestro de primeras letras, boticario, albéitar o veterinario, y médico/cirujano), para procurar a la Corona vasallos en condiciones físicas y sociopsicológicas adecuadas a sus intereses.
Con relación a médicos y cirujanos, los Ayuntamientos impulsarían las contrataciones o “conductas” que ya se venían realizando en algunas regiones desde el XVII, de manera que el médico comenzaría a desarrollar su trabajo de forma permanente sobre un escenario acotado y popular, diferente del “individual” ejercido en la ciudad, y que con muchas reservas podríamos entender como inicio de una actividad sanitaria de carácter público.
Esta progresiva presencia de médicos en la sociedad rural, acosada por numerosas endemias, pero al mismo tiempo protegida por la paradójica y jánica mano de la Naturaleza, facilitó de paso numerosas aportaciones a la higiene y salubridad pública como ocurriría con la vacuna antivariólica (1798), gracias a las observaciones de Edward Jenner (1719-1823) sobre el trabajo de las ordeñadoras, cuando éste ejercía de médico rural.
En nuestro país y aunque Gaspar Casal (1680-1759), no fuese estrictamente un médico rural; desde su puesto oficial de médico de la ciudad y del Cabildo ovetense, se recorrió toda la provincia realizando uno de los primeros mapas epidemiológicos regionales plasmado en su conocida obra póstuma. “Historia natural y médica del Principado de Asturias” (1762), en donde se trasluce al identificar la pelagra, una causalidad relacionable con la alimentación y la pobreza que superaría en parte, el enfoque hipocrático/ambientalista del resto de sus escritos.
Por otra parte, la paulatina fisura del Antiguo Régimen y el lento avance de la emergente sociedad burguesa, modificarían los roles y responsabilidades socio/administrativas de los médicos haciendo por ejemplo, que no se tenga ya que recurrir a ellos como peritos ocasionales en causas “inquisitoriales” o mágico-teológicas[8] para discernir, sobre el grado de posesión diabólica de una pobre mujer aquejada de delirios sicóticos, sino que progresivamente el foro civil le requerirá como experto en causas penales relacionadas, con el aumento de la nueva y extensa criminalidad urbana, en el marco de un diseño de desamortización legal a partir, de la codificación de deberes y derechos universales nacidos de la Revolución Francesa; y en donde en principio, los hechos se sujetarían al paradigma de la “Legislación Natural” y por lo tanto, tendrán que ser “demostrables”. Sustituyendo, a los argumentos “de sangre”, o de “autoridad” sustentados desde el poder estamental del agraviado o agresor; y en donde el cuerpo dañado va a ser sujeto, de fundadas compensaciones económicas en consonancia con el nuevo espíritu del capital.[9]
Dentro de esta transformación gradual del papel y los nuevos requerimientos administrativos sobre médicos y cirujanos durante el setecientos, se daría un hecho que a nosotros nos parece que pudo contribuir de alguna forma en su acumulación de prácticas y saberes sobre cuerpos “accidentados,” a la constitución de una cierta protomedicina laboral. Nos referimos a la Medicina Militar[10], y en especial a la cirugía naval y de campaña, acompañadas además del interés por las condiciones de salubridad de la marina mercante en general, como algo coherente con el ideario de poder y riqueza del Mercantilismo, y que de paso pudo contribuir, al progresivo reconocimiento y prestigio de la función del cirujano. Otorgándole un estatus profesional cercano al del médico y apartándole claramente de sus cercanías y solapamientos con los “barberos-sangradores”.
En tercer lugar, y aunque inicialmente representarían manifestaciones aisladas que no obstante tuvieron resonancia europea, algunos médicos como el austro alemán Johann Peter Frank (1745-1821), denunciaría con vehemencia la relación entre miseria de la población y las enfermedades (1790), pergeñando en los nueve volúmenes de su tratado de “Policía médica” (1779-1819-1827)[11], toda la Higiene Pública de la primera mitad, del XIX, y contribuyendo además a su articulación con la Medicina Legal al promover, la creación en Viena, de la 1ª cátedra universitaria de medicina jurídica y policía sanitaria (1805).
En la Francia prerrevolucionaria, el eminente científico Antoine-Francois de Fourcroy (1755-1809), el gran pionero de la Higiene Pública y de la escuela republicana francesa con anterioridad a Jules Ferry, redescubre a Ramazzini, traduciendo y comentando su “Morbis artificum” en 1777, para ir más tarde rescatando la medicina de los últimos flecos del galenismo, con su obra casi coetánea y de parecido rótulo a la de Foderé: “La Médecine éclairé par les sciences physiques” (1791).
La Medicina Legal[12], será desde la segunda mitad del XVIII, -el tiempo de la “democratización de los venenos” como apuntaba en 1988 la profesora María Castellano-, una de las disciplinas médicas que se pueden considerar como un antecedente relevante de estos recorridos profesionales situables más allá de la práctica clínica o del anfiteatro anatómico enlazando en cierta medida, con la naciente Higiene Pública como nos revela, la obra de los más señalados higienistas del setecientos como Samuel Tissot[13], hasta el Foderé[14] de la Revolución, del que se conoce en España a los pocos años de la edición original, su tratado sobre “Las leyes ilustradas por las ciencias físicas ó Tratado de Medicina Legal y de Higiene Pública” (Madrid, 1801-1803), o más tarde, la del alemán Casper,[15]
De todos estos contenidos, la lectura socioeconómica y diferencial de la morbimortalidad de las clases populares, será imparable durante el siguiente siglo, teniendo momentos significativos aportaciones de Villermé, Virchow o Neumann, en la década de los cuarenta.
Mientras tanto, en la Inglaterra del primer industrialismo irían apareciendo comentarios socio/médicos, de información y denuncia sobre los primeros estragos del maquinismo sobre la salud de los trabajadores[16].
En España, el panorama del higienismo público a pesar de sus limitaciones estamentales y de las penosísimas condiciones de insalubridad en hospicios, presidios, escuelas y viviendas, generó desde la Junta Suprema de Sanidad (1721) diversas instituciones sanitarias como los Lazaretos, que junto a una militarizada política de cuarentenas y taponamiento de fronteras, pudo servir para impedir la propagación de las últimas pandemias de peste, como la de Marsella en 1720, o los brotes del llamado “vómito negro” , pero que no contribuyó al establecimiento de estrategias y mecanismos de carácter preventivo y profiláctico, que pudiesen actuar sobre los problemas de salud más generalizados y cotidianos, -endemias regionales y locales, mortalidad infantil y por “sobre-parto”, procesos infecciosos domésticos por insalubridad del agua y los alimentos, insalubridad de viviendas, escuelas, cuarteles, hospicios, mataderos, iglesias y espacios públicos; o indecisiones[17] ante la inoculación -y posteriormente vacuna -,de la viruela -, sobre los que en general, descansaban los elevadísimos índices de mortalidad de la época.
Este higienismo de “bayoneta” del despotismo ilustrado español, tendría sin embargo consecuencias positivas en orden a iniciar el camino hacia lo que entendemos como el proceso de “desamortización sociológica” o “civil” de la población, incluyendo entre otros procesos, la escuela, el trabajo y la medicina o la salud.
Como ha sido habitual en nuestra historia, -recordemos como ejemplo los tiempos del Sexenio democrático en el XIX-, la expansión y excelencia que probablemente se dio en el terreno de los saberes médicos y científico/naturales en la segunda mitad del setecientos español, pudo no tener correspondencia con las realizaciones prácticas y con modificaciones tangibles en las condiciones de vida de las gentes. Sin embargo, algo había cambiado. Los próceres “ilustrados” intentarían por ejemplo construir una escuela civil profesionalizada, frente a la escuela controlada por la Iglesia. Agremiando a los maestros en asociaciones como fue el caso de la Asociación de San Casiano en Madrid, o las escuelas municipales de Barcelona sostenidas por la menestralía local.
En cuanto a la salud, y sobre todo la tutela sobre los cuerpos de las clases populares, que para la época era la casi totalidad de la población, se escapaba también de las manos eclesiales y aunque de manera tambaleante se iría depositando en la Corona y administrándose, por profesionales sujetos a objetivos e intereses políticamente productivos y en donde médicos y cirujanos comenzarían a tener, vinculaciones contractuales estables.
El traspaso semántico en incluso psicosocial del enfoque de la salud de las gentes desde la caridad a la beneficencia, supuso una segunda vuelta de tuerca[18] en la reconversión de las productividades del cuerpo y en su adecuación, a la sociedad comercial/industrial que se avecinaba, aunque en algunos países como el nuestro, hubiese que esperar todavía más de un siglo.
El salto desde una economía de formato teológico o “salvífico” como ideología de un sistema productivo estamental/cerrado, a una economía de formato pre-burgués, o estamental/abierto, organizada desde la consideración terrenal del cuerpo como era el defendido por los ilustrados, que sin admitir aún la maqueta productiva fabril/capitalista, tampoco podían considerar como aceptable y conveniente para el progreso del Reino, una filosofía sobre los quebrantos del cuerpo, basada en la resignación y en los goces celestiales, y que en el mejor de los casos, su manejo laico y sanitario quedaba reducido a la cobertura de sangrador y botica de los gremios se nos presenta como un dato relevante para entender, lo que supuso durante la Ilustración, estos primeros pasos en la conformación de modelos sanitarios de carácter público.
Abundando en el asunto y retomando nuestros anteriores comentarios a propósito de la penetración y establecimiento de médicos y cirujanos en el tejido de la España profunda del XVIII; pudo perfectamente constituir un acontecimiento –además de las estrictamente sanitarias-, impregnado de potentísimas significaciones sociológicas, dado que llevaba consigo el contrapunto o la sustitución de las miradas hegemónico/tradicionales sobre la salud y la enfermedad, compartidas en la sociedad rural española, entre el párroco[19] y el curandero, por otras inspiradas cada vez más, en saberes científico/naturales.[20]
Al final, esta apresurada lectura en claro-oscuro sobre la salud pública española en tiempos de la Ilustración, puede presentar pinceladas más positivas cuando descendemos a determinados territorios laborales o profesionales, como el de la minería, la manufactura y la marina de guerra.
Con las precauciones apuntadas al principio de nuestro trabajo, aunque no se dieran las cinco condiciones que señalábamos como necesarias para que en puridad se pueda hablar de Medicina del Trabajo, la presencia de profesionales médicos y cirujanos cualificados en los buques de la Armada, en diversas instalaciones mineras como Almadén o en la casi totalidad de las Manufacturas Reales, podría entenderse perfectamente como un antecedente de gran relieve en la construcción en nuestro país de la cultura sanitaria “del trabajo”. Realmente lo que se hizo en estas regiones del trabajo o de los oficios, – marinero, minero o vidriero-, sería algo muy próximo a nuestra olvidada Medicina de Empresa, que probablemente fue como nos recordaba hace unos días el Dr. Bartolomé Pineda, la “única y verdadera” Medicina del Trabajo que ha existido en España.
Al finalizar el setecientos, estarían por lo menos esbozados –para bien o para mal-, los ejes maestros sobre los que se podrán edificar los basamentos que durante más de un siglo prepararían el escenario médico/científico, socio/económico y político que desembocará en la Medicina del Trabajo.
Ejes que muy esquemáticamente podrían ser los siguientes:
1º- Una empiria, sobre el cuerpo quebrado por los accidentes o envenenado por las emanaciones tóxicas representada por una cirugía de nuevo cuño amparada por el saber anatomoclínico o por una medicina apoyada en las ciencias físico/químicas.
2º- Un contenedor institucional y doctrinario, como referente curricular compartido entre la Higiene Pública y la Medicina Legal, que apuntaría, a una vocación o estatus sanitario de carácter público.
Estatus y vocación que iría convirtiendo a estos médicos a lo largo del ochocientos en funcionarios públicos y a utilizar la Higiene Pública, e incluso la Medicina Legal como dispositivo de control social.
3º- Una situación de potente influencia y dependencias extra-científicas de carácter socio-político que determinaría en los médicos cercanos a los escenarios laborales – sobre todo a partir de la mediana del XIX-, dos modelos de sensibilidades contrapuestas. La “socio-médica” y la “moralista”.
4º- Un marco espacial acotado y visualizado como laboral y profesional, en el que se materializan los saberes y operativas sanitarias “del trabajo”, que en principio hemos ubicado en las manufacturas estatales, buques de la Armada y algunas explotaciones significativas de la minería.
Pero a estos vectores funcionales y doctrinales les faltaba un operador de aglutinamiento que no se daría hasta el último cuarto del siglo XIX, para la totalidad de los países que habían cubierto los tiempos de la 1ª Industrialización y para el nuestro, en las primeras décadas del novecientos. Este operador catalizante como todos sabemos, reposaría sobre la intervención manifiesta del Estado, en la regulación y vigilancia de las condiciones de trabajo, acompañadas del aseguramiento del accidente fabril.
A partir de entonces, se hizo necesario contar con un dispositivo doctrinal, metodológico y operativo que superase e integrara las herramientas con las que se había manejado hasta entonces el accidente, la enfermedad y los riesgos en el trabajo.
Herramientas heredadas del XIX, y en parte, como hemos visto también del setecientos; y contenidas básicamente desde lo teórico en las Higienes Públicas, y en su derivación final representada por la Higiene Industrial finisecular de los Ambrosio Rodríguez, Salcedo o Eleizegui, más pegada al terreno y descargada, de los resabios moralizadores de los Monlau, Salarich o incluso Partagás.
No es el momento ahora de profundizar en estos aspectos en los que sin duda estaba además presente todo un variado conjunto de saberes y experiencias resultado de la práctica de numerosos médicos que estaban ejerciendo como protomédicos de empresa en siderometalúrgicas, minas y compañías ferroviarias, y en donde como en el Hospital minero de Triano, se comenzaban a utilizar sofisticadas técnicas terapéuticas basadas en la electrólisis, o en los adelantos que la patología quirúrgica, – recordemos al profesor Lozano -, introducía en la traumatología laboral, o los refinamientos de la toxicología forense y la medicina legal en el terreno de intoxicaciones y envenenamientos industriales y agrícolas; junto a los primeros estudios sobre la fatiga, el surmenage y la aptitud profesional, de los primeros psicotécnicos españoles. Algunos de ellos como el Dr. Simarro desde 1877.
El asunto está en entender cómo nace la Medicina del Trabajo en España, al hilo de una clara instancia socio/administrativa derivada de las primeras leyes sociales, y de instituciones que las soporten y hagan operativas, como el Instituto de Reformas Sociales y el INP., – algo que faltó en la titubeante Ley Benot-, y muy especialmente, en una vocación interdisciplinar y totalizadora que pueda articular miradas clínicas y psicosociales, con operatorias quirúrgicas, ortopédicas y rehabilitadoras, que pudieran hacer de la Medicina del Trabajo un dispositivo integral: preventivo, asistencial y rehabilitador sobre las condiciones y riesgos en el trabajo, como probablemente lo fue para su tiempo como testigo de esta pretensión, la obra escrita del Dr Oller, y muy especialmente su interdisciplinar “ La práctica médica en los accidentes del trabajo”( Madrid, 1929) en donde recopila y aglutina artículos de Germain, Lafora, Madariaga, Mercedes Rodrigo o Mallart.
Como conclusión de este apresurado conjunto de digresiones, con las que únicamente se ha pretendido hacer alguna luz sobre la arqueología de la Medina del Trabajo; y desde la prudencia de un humilde sociólogo que, no obstante. lleva algunos años de su paradójica vida profesional sumergido en el día a día de la aplicación de la LPRL, tenemos la impresión de que en cierta medida estaríamos en la actualidad en un peligroso proceso de macdonalización de la Medicina del Trabajo, dado que por una parte,las opciones de la economía de la Globalización estarían desmontando y centrifugando, los restos de la medicina de empresa hacia servicios de prevención externos que quizá en determinadas ocasiones, puedan estar utilizando facultativos y enfermeros sin la especialidad en MT o EE., y por otra, se está o se ha perdido la vocación integral e interdisciplinar fundacional, ya que se está produciendo en la práctica, un peligroso distanciamiento y desarticulación entre las operativas de Prevención Técnica ( Seguridad, Higiene, Ergonomía y Psicosociología), y la Vigilancia de la Salud.
Es más, la actual logística de los SVS., estaría consiguiendo una cierta desterritorialización de la mirada médica, sobre el espacio y las condiciones de trabajo en las que “realmente” se ejercen oficios y profesiones de forma que se pierda la lectura integral y contextual necesaria, para un enfoque razonable de los objetivos de salud laboral recogidos en nuestra vigente legislación.
Podríamos finalizar diciendo que esos añejos recorridos de la Medicina del Trabajo que se otean desde el siglo XVIII, y que probablemente en algo contribuyeron a la constitución de la disciplina, estarían aún por finalizar, y que la actual economía de la precariedad está también de alguna manera a punto de desvirtuar un legado, que aunque pudo en ocasiones estar sujeto a utilizaciones espúreas en el pasado, constituyó en líneas generales, un honesto y eficaz dispositivo en la procura, de mejores condiciones de vida y trabajo, de los ciudadanos y ciudadanas españoles.
[1] En los reglamentos de las Manufacturas Reales del XVIII, hemos encontrado numerosos testimonios que testifican la presencia en las mismas de médicos y cirujanos permanentes, sujetos además, en sus tareas asistenciales y curativas a controles disciplinarios y profesionales severísimos. Desempeñando una buena parte de su labor en tareas de “policía de costumbres” y de riguroso control del absentismo y la simulación de la enfermedad. Ver como ejemplo el Reglamento general para la dirección y gobierno de las Reales Fábricas de cristales establecidas en San Ildefonso. (Madrid, Viuda de Ibarra, 1787.)
[2] Por los datos que manejamos en la actualidad, nuestra impresión es que la mayoría de las sociedades de Socorros Mutuos” no contaron con médicos y cirujanos contratados hasta muy a finales del XIX. El mecanismo que utilizaban para la cobertura de la enfermedad era la del pago de una subvención o “viático” diario, con el que se atendían los gastos de “médico y botica”. En el trabajo que Mercedes Llorente realizó en 1987 sobre la Sociedad de Socorros Mutuos-obreros de Soria, (fundada en 1880) señala, cómo hasta 1908, no se contratarían médicos, farmacéutico y practicante. Una de las razones que se esgrimieron en la junta que tomó esta decisión, apuntaba a las ventajas de contar con un médico propio, para los trámites y contenciosos derivados de la Ley de accidentes de 1900.
[3] Gracias a los estudios y anotaciones de diversos autores, – Manuel Vitoria Ortiz (1978), David Avery (1985), Julio Sánchez Gómez (1989), Alfredo Menéndez Navarro (1996,1998) -, conocemos perfectamente la existencia de enfermerías, hospitales y cuartos de socorro en la minería española que se remontarían hasta 1568, y que ya desde 1873, para el caso de la Minas de Ríotinto, se podría hablar de una verdadera institución nosocomial dedicada preferentemente a la Medicina del Trabajo.
[4] Es a partir de esta experiencia de juventud como médico rural/minero, cuando Bauer escribe, – con anterioridad a la conocida “De re Metallica”-, su primera obra sobre los riesgos en el trabajo de los metales, titulada: “Bernanus, sive de re metallica” (1630)
[5] En este sentido, el establecimiento del Real Hospital Minero de Almadén en 1752, como muy bien señala Menéndez Navarro (1996), obedeció a un abanico de condiciones socioeconómicas desde las que el aseguramiento de la producción y el control de los brotes epidémicos en una población trabajadora en donde aumentó el porcentaje de “forzados”, junto con el panorama general de insalubridad debida al hacinamiento, posiblemente fueron más que la especial patología hidrargírica, la razón última de la fundación de esta institución que en sentido estricto, estaría aún lejos de ser considerado como un Hospital Laboral o del Trabajo, a diferencia de los establecidos en el último tercio del XIX en Ríotinto(1873) o Triano (1881).
[6] Aunque estuviese referida a la infancia de los estamentos nobiliarios; durante el setecientos comenzarían a editarse en España algunas obras sobre higiene infantil, como la de dos médicos catalanes: Ballexderd en 1765, con su “Crianza física de los niños” y Jaime Bonells con su libro “Perjuicios que acarrean al genero humano y al estado, de las madres que rehusan criar a sus hijos y medios para contener el abuso de ponerlos en ama” (1786).
[7] Aunque la salubridad de Madrid fuera objeto privilegiado de atención por los monarcas del XVII, como lo atestigua el conocido dictamen de Juanini en 1679, no sería hasta el XVIII, cuando se pasa a la instauración de medidas operativas para su saneamiento que no obstante se limitarían al eje regio y cortesano que va del Palacio Real hacia los jardines del Retiro. En 1735, Joseph Alonso de Arce escribe unas “Reglas especulativas y prácticas para la limpieza y aseo de las calles de esta Corte” y en 1761, se decreta por la R.O. de 31 de mayo, la obligatoriedad de la limpieza diaria de las calles de Madrid.
[8] En determinadas ocasiones y desde instancias y requerimientos de la Inquisición, algunos médicos realizarían informes periciales sobre circunstancias que de alguna manera tenían algo que ver con el trabajo y las industrias, como sería el caso del médico castellonés Miguel Juan Pascual en su “Disputatio an cannabis” en 1555 ( anotado por el profesor Piñero ( 1989,24), y Lucas Casalete en su dictamen de 1698, a propósito de los peligros de la instalación de fábricas de tabaco en el interior de las ciudades, también referenciado por el Dr. Piñero (1989,50).
A finales del XVIII, serían las autoridades civiles las que van a requerir dictámenes parecidos como fue el caso ya apuntado de los solicitados a Cibat, Güell y Masdevall, en la Barcelona prefabril, en relación con la peligrosidad de las fábricas textiles y en donde se entrecruzan los criterios médicos, con los intereses contrapuestos del poder central y, de los fabricantes catalanes. En una línea parecida, se encontraría el médico vizcaíno Ignacio María Ruiz de Luzuriaga (1763-1822), redactor de un dictamen sobre el cólico saturnino, que se publicó con el título, “Disertación médica sobre el cólico de Madrid” (Imprenta Real,1796)
[9] Foderé, en su primer volumen de “Las leyes ilustradas por las ciencias físicas…”, abundaba en numerosos comentarios sobre la significación que la medicina legal podía representar para trasformar las relaciones y testimonios médicos anteriores a la Revolución, “que según el gusto dominante pertenecían mas a la controversia y a la teología escolástica con más razón que a la propia medicina” (Vol., 1801,33).
[10] Aparte las traducciones de la obra de Van-Swieten (1752) y Pringle (1775), Francisco Bruno Fernández publicaría en 1776 su “Tratado de las epidemias malignas y enfermedades particulares de los exercitos…”, y Vicente de Lardizábal sus “Consideraciones político-médicas sobre la salud de los navegantes” (1769).
Por otra parte, existiría desde el setecientos una potente vinculación de renombrados cirujanos a la Armada como fue el caso de Pedro Virgili (1694-1766), alumno del padre fundador de la ortopedia Jean Louis Petit (1674-1750), y a su vez promotor del Colegio de Cirugía en el real Hospital de la Armada en Cádiz, en 1748. El mismo Gimbernat, estudiaría en el Colegio de Cádiz para ser posteriormente director del Colegio de Cirugía de Madrid, fundado en 1787. (ver Piñero, 2002)
[11] Manteniendo todavía un cierto tono cameralista, en esta obra se trata por primera vez de forma explícita y amplia la higiene escolar (vol. II). y en el VI (1819) se contemplan accidentes y enfermedades laborales
[12] Aunque se puedan rastrear legítimos y fundados antecedentes de la relación entre medicina legal y accidentalidad o riesgos derivados de actividades laborales anteriores al XVIII, que, entre otros, podían estar representados por las aportaciones de Ambroise Paré, o Paolo Zacchia, la constitución de una medicina legal de carácter laico y civil, sería otra de las aportaciones institucionales de la Revolución Francesa.
[13] Aunque el conocido higienista suizo de sus “Avisos al pueblo…”, no sea en sentido estricto un médico dedicado a la medicina legal, tiene escritos como el Tratado sobre los nervios y sus enfermedades y sobre la epilepsia (ambos de 1770), que pueden ser también considerados como incluibles en esa disciplina. Incluso en las reediciones de sus “Avisos”, posteriores a su muerte, particularmente en la 6ª, traducida al castellano y editada en Madrid, por la Viuda de Marín en 1795, (la 1ª en castellano recordamos fue la de Pamplona de 1773), hay una serie de capítulos añadidos al final de la obra que tratan sobre las asfixias y muertes aparentes, seguidas de la exhumación de cadáveres, que podrían entrar dentro del campo de la medicina legal.
[14] Francois Emmanuel Foderé (1764-1835), fue un prolífico médico francés que combinó los estudios médicos topográficos, como plasmaría en su “Voyage aux Alpes Maritimes” (1821), con la cirugía militar, la medicina legal, la práctica clínica, y la higiene pública. Su obra más interesante para nosotros sería su tratado sobre “Les lois éclairées par les sciences physiques, ou Traité de médecine légal et d´hygiène publique” (1798), que fue traducida al castellano y editada en Madrid entre 1801 y 1803.
La obra, contenida en ocho volúmenes en 16º, constituye un magnífico tratado en el que junto a consideraciones sobre el papel racionalizador y progresista de una medicina legal, soportada desde la ciencia que impediría tener “que llorar la muerte de tantas víctimas como han sido sacrificadas en este siglo y en el precedente por delitos imaginarios, ó acaso imposibles” (Vol.,1801,32), incluye a partir del sexto volumen (1802,109) su tratado de Higiene Pública que aunque en principio da la impresión que va a ser una reproducción de las policías médicas cameralistas, cuando buceamos en sus páginas nos vamos encontrado, por ejemplo en el octavo volumen de 1803, con una minuciosa descripción de numerosas enfermedades laborales junto con sus procesos químico-industriales, en las “caleras”, “las oficinas destinadas a la fundición de los metales”; las fábricas de cristales, de “xabon”, azufre, velas, tabaco, los trapiches azucareros…etc.
Dedica un extenso comentario a las intoxicaciones y peligros derivados del plomo, estaño, cobre, azogue, antimonio y cobalto, “principales substancias de que debemos desconfiar más” (Vol., VIII, 77).
Al tratar de los peligros del estaño y plomo en las vasijas y utensilios de cocina, haría una reconocida referencia (Vol., VIII, 1803,127) al español Ruiz de Luzuriaga, del que ya hemos hablado como uno de los médicos españoles pioneros de la articulación entre la higiene pública y la medicina legal.
Sin embargo, no debemos engañarnos. A pesar de que estos médicos “legalistas”, incluidos los españoles de la época ya citados,-con la excepción de Masdevall-, introduzcan en sus dictámenes alusiones y referencias a veces completísimas y atinadas sobre los riesgos de las emanaciones tóxicas en las nuevas instalaciones fabriles que van estableciéndose en determinadas ciudades, lo hacen, desde los esquemas de la Higiene Pública del XVIII, en donde la lectura higiénica de las industrias, se hace más desde los intereses de la ciudad, como espacio estamental, que desde los del fabricante o los de la propia salud de los obreros. La solución a los peligros de la toxicidad de las fábricas consistiría también para Foderé en que se construyan “fuera de poblado” (Vol., VIII,1803,83-84)
[15] Johann Ludwig Casper (1787-1853), médico prusiano repetidamente citado por la mayoría de los higienistas franceses y españoles de la época (Lévy, Tardieu, Monlau), escribió en 1852, un “Tratado práctico de medicina legal” en donde haría referencia a las diferencias y desigualdades de las gentes ante la enfermedad y la muerte estableciendo una tabla de mortalidad según los diferentes oficios y profesiones en donde los clérigos saldrían los mejor parados. Se tradujo al castellano en una primera edición junto a otros autores franceses (Briand y Bonis) en 1872 y como obra completa e individualizada en 1884 (Establecimiento tipográfico de P. Núñez, en Madrid, y traducido por Florencio Álvarez Osorio)
[16] En 1789, Thomas Percival (1740-1804) publicó un informe sobre los riesgos en las fábricas textiles de Manchester; llamando especialmente la atención sobre sus repercusiones para la salud de los niños empleados en las mismas.
[17] Según testimonios autorizados (Piñero, Ballester y Faus, 1964), parece que, a partir de 1800, fecha en la que se introduce el nuevo método de vacunación de Jenner, y hasta la Guerra de 1808, se realiza un gran esfuerzo sanitario en la política de vacunaciones que trasciende el territorio metropolitano como lo atestiguaría la conocida expedición ultramarina de Javier de Balmis (1803-1806)
[18] La primera vuelta de tuerca se daría en el quinientos, con la aparición de la polémica sobre la economía de la caridad y la política de pobres en los albores del primer Mercantilismo, siendo como hemos comentado en otros escritos especialmente relevante, la postura de Vives en su obra, “De subventione pauperum” ( 1526)
[19] No obstante, a finales del XVIII y promovido por Godoy, se intentaría repescar a los clérigos para su contribución al incremento de la cultura popular como una especie de correa de transmisión rural/ilustrada, de los conocimientos básicos sobre agricultura, artes, educación e higiene. Para ello se editó un curioso periódico al que deberían suscribirse el clero, -parece que sin mucho éxito-, titulado: “Seminario de Agricultura y Artes”, cuya primera tirada en 1797, parece que superó los 40.000 ejemplares y que contaría con artículos higiénicos como : “El aceite, remedio contra la peste”; “ a favor de un horario de verano”; o “la propagación de la vacuna” , con la pretensión como apuntan Elisabela Larriba y Gérard Dufour (1997), de utilizar y transformar a “los sacerdotes en agentes del Estado”.
[20] La penetración de la empiria sanitaria “moderna” en el mundo rural español y europeo a finales del setecientos y su confrontación con las resistencias de un entorno psicosocial controlado desde el poder eclesial/estamental, pudo constituir tan solo una parte de un proceso mucho más amplio y complejo, en el que lo que estaba en juego desde el punto de vista científico o médico sería la sustitución del epistema tardo/medieval basado en los argumentos de autoridad y lo conjetural para ser remplazado por la observación y la metodología inductiva-deductiva de las ciencias fisiconaturales.
Así, por ejemplo, la creación de Colegios, Sociedades o Escuelas de formación y encuentro, de cirujanos, médicos y científicos independientes del control de las Universidades, que de alguna manera constituían feudos del pensamiento científico tradicional, se movería dentro del mismo circuito comprensivo, del XVIII.
Es más, la progresiva consideración del oficio de cirujano como profesional homologable al médico, habrá que entenderle no solo como el resultado de las necesidades militares de la Corona, sino como algo dentro de un proceso global de desamortización gremial en donde la demonización de los trabajos mecánicos, no era ya, tan útil para los intereses del Reino. Y esto tan poco sería posible mientras el médico mantuviera se estatus aristocrático/filosófico, y únicamente “oyese” y “viese” al enfermo sin mancharse las manos; dejando que barberos y cirujanos manipulasen los cuerpos de vivos o muertos. En este sentido el paso de la clínica del lecho a la anatomoclinica del ojo y de la mano, sería otro elemento significativo en el proceso que comentamos.