MÁS ALLÁ DEL “MAL DE LA ROSA”. RIESGOS Y SALUD LABORAL DE LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS EN ESPAÑA

MÁS ALLÁ DEL “MAL DE LA ROSA”. RIESGOS Y SALUD LABORAL DE LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS EN ESPAÑA

Rafael de Francisco López1

I. INTRODUCCIÓN

Hablar y escribir sobre las condiciones y realidades de salud de los trabajadores agrícolas es, sobre todo, adentrarse en un territorio lleno de opacidades y olvidos. Riesgos, enfermedades, y condiciones de trabajo en el campo han constituido una región menor en el conjunto de reflexiones y estrategias que, a lo largo de la pasada centuria, sirvieron para construir la vacilante cultura española sobre la salud de los trabajadores.

Posiblemente, en la misma línea que otras profesiones y escenarios laborales marginados como pudieron ser, los maestros de escuela, y los empleados, funcionarios y trabajadores de los sectores productivos terciarios2.

Dicho esto, habría que puntualizar dado que, si bien la cultura europea y española de la salud de los trabajadores se construye preferentemente desde y, alrededor del taller y la fábrica; el mundo de las labores y actividades agrícolas, incluso en sus aspectos preventivos, estuvo ya, contemplado,3 en numerosas disposiciones legales de los reinos peninsulares como el Fuero de Cuenca (1190), el Fuero de Brihuega (1242), las Siete Partidas (1256- 1263), Cortes de Castilla de 13514, o las leyes de Toro de 13695, así, como en la legislación de Indias, en donde se pueden constatar llamamientos explícitos a la prevención de la salud de los trabajadores indígenas tanto en la minería, como en la agricultura y los “obrajes” o actividades fabriles. Durante el XVIII, (Real O. 6 enero 1785 y Circular 11 noviembre de 1785) y comienzos del XIX (15 julio 1805), se dictarían diversas medidas preventivas para intentar controlar el paludismo endémico que afectaba a los jornaleros arroceros en Valencia6.

Realmente, el asunto de la opacidad o lateralidad de las coberturas de la salud laboral en la agricultura habría que entenderlo desde los tiempos de la modernidad occidental. Y esto fue así, porque sencillamente la cultura contemporánea –la única existente– sobre el riesgo y la enfermedad profesional nació y se organizó alrededor de las necesidades funcional/ productivas y socio/ políticas, marcadas por el industrialismo, el desarrollo urbano y el sistema fabril, para terminar en los orígenes del pasado siglo XX, con la institucionalización de los seguros sociales.

En todo este proceso, el protagonismo de la agricultura y de los trabajadores del campo fue en general, marginal o a lo menos peculiar. En el trabajo agrícola –tanto de labradores como jornaleros o braceros– se intercalaron y entrecruzaron numerosas circunstancias y condicionantes fundamentalmente diferentes –aunque interconexionadas– a los del desarrollo industrial.

Más allá del rosario de insuficiencias y “males” endémicos de la agricultura española, desde el bajo aprovechamiento de la tierra y su propia estructura física y climatológica, las innumerables y pesadas cargas impositivas, el atraso tecnológico y/o científico, el bajo nivel cultural del campesinado o simplemente la ausencia y calidad del sistema de comunicaciones y transporte, existirían otros componentes que nos pueden ayudar a comprender la tardía o ralentizada incorporación de los trabajadores del campo a los escenarios “modernos” de cobertura de enfermedades y riesgos profesionales. Escenarios por otra parte visualizables sobre todo a través de la inclusión de estos trabajadores en los mecanismos institucionales de aseguramiento y protección social pública.

Uno de estos ejes comprensivos a la hora de establecer las diferencias entre el trabajo agrícola y el fabril puede residir, inicialmente, en la especial relación con los medios de producción, abundado con el particular diseño sociopolítico de sometimiento parafeudal al que se vieron sujetos los braceros y aparceros peninsulares durante siglos.

Zoqueta de madera.

Medios de producción organizados alrededor de “la tierra” que, en general, presentarían dimensiones reivindicativas y psicosociales diferenciadas a las establecidas por el trabajador industrial con relación a la máquina y la tecnología. Medios estos, de producción en la sociedad industrial, contenidos en los espacios “artificiales” del taller o la fábrica, que además, desarrollaron profundas incompatibilidades y enfrentamientos entre trabajadores y “fabricantes” que serían vividos o entendidos desde la semántica obrerista de la “cuestión social” como problema esencialmente urbano y fabril, frente a la otra lectura campesina de lo social, centrada en la apropiación o reparto de la tierra. En resumidas cuentas, procesos unos, enmarcados en diseños de confrontación de clase o capitalistas y otros, los agrarios, presididos aún por modelos de conflicto y de sometimiento estamental a pesar, del triunfo y consolidación del modelo de apropiación capitalista de la tierra. En este sentido, la fábrica como metáfora y enclave topológico y obvio del nuevo modelo productivo de la Revolución Industrial se vería acompañada de la ciudad, como escenario y lugar privilegiado de concentración de lo fabril y, a la vez, de emergencia de todo un conjunto de factores, aspiraciones, conflictos e intereses, que determinaron potentísimas anclajes y significaciones urbanas tanto en la constitución del modelo de producción maquínico/ industrial como del propio sistema de reivindicaciones sociales y laborales.

Por otra parte y, con la excepción de la España del Sur, el campesino español será –descontando al gran hacendado rural– un modesto propietario que aunque llevase una vida llena de privaciones representaría como nos apuntase Malefakis (1970), “tanto en España como en el resto de Europa, como una fuerza de sostenimiento del orden social7 que le distanciaría del conjunto de reivindicaciones sobre las condiciones de trabajo tanto del proletariado fabril, como en general, de los propios jornaleros agrícolas.

Aunque esta proyección conservadora pudo ser cierta en muchas ocasiones y, además, penosa y fehacientemente constatable en determinados momentos de nuestra historia, como durante los años anteriores a la sublevación de 1936 –por ejemplo, con la fuerte implantación de las JONS en las tierras del Duero–, las cosas nunca fueron excesivamente lineales. En determinadas ocasiones –en particular, durante las crisis de subsistencias– estos pequeños y medianos propietarios o arrendatarios agrícolas, sobre todo, los más endebles económicamente, siempre al borde de la proletarización o convertidos en aparceros de otros labradores, se unieron a movimientos de revuelta popular que, dentro del generalizado modelo del “motín de subsistencias” se concentrarían especialmente durante el XVIII alrededor de los sucesos de 1766, para continuar con el mismo carácter popular, o preclasista, hasta casi las últimas décadas del XIX8 e, ir desembocando lentamente, hacia 19149, en reivindicaciones y movilizaciones de corte “obrerista” o de “clase” aunque siempre, manteniendo como constante las motivaciones “agraristas” vinculables al reparto y posesión de la tierra. A pesar de que, a partir de 1914 –y especialmente de 1919– las movilizaciones campesinas van tomando o acercándose cada vez más a los formatos operativos y reivindicativos obreristas centrados en la huelga y las condiciones de trabajo, aunque, el poso de las movilizaciones tradicionales (incendios de cosechas y propiedades, ocupación de fincas) seguiría estando presente. Es más, frente al discurso colectivista de las organizaciones anarquistas y socialistas de la época, el diseño y las aspiraciones de muchos de los protagonistas de estas movilizaciones y protestas campesinas se mantuvo –salvo en los militantes– condicionado, por la persistencia de aspiraciones de propiedad “pequeño burguesas” sobre la tierra que pudieron, también, ayudar al olvido o desinterés por los aspectos relacionables con los riesgos y enfermedades laborales que, conviene recordar, no llegaron tampoco a tener una presencia importante y central en los colectivos de trabajadores industriales hasta la superación o readaptación de los “programas máximos” de los partidos y organizaciones obreras en el dintel del novecientos, al hilo de la nueva accidentalidad maquínica, con el auge de la construcción urbana en altura y, probablemente también, por la acción de “llamada” originada por la Comisión de Reformas Sociales (1883) como, asimismo, de la reciente legislación de accidentes de trabajo de 1900.

Escarbando en el asunto, y para intentar ir comprendiendo la opacidad o resbalamiento de las reivindicaciones y de los lenguajes sobreriesgos y salud en las gentes del campo habría que entender además, de los particulares aspectos culturales, tecnoeconómicos y sociopolíticos de la agricultura española, la especial relación que la población campesina establece con la tierra como medio significante de producción y, sus derivaciones, en cuanto al modelo de apropiación y de relación contractual. Aspectos éstos, que como venimos diciendo, siempre tuvieron como horizonte la superación no solamente del estatus de “bracero” sino de la situación de “arrendado” o colono –sobre todo a corto plazo– para poder optar por la propiedad o en último lugar, por el arrendamiento enfitéutico, como único modelo contractual que permitía una especie de semiapropiación legal de la tierra a perpetuidad. Por el contrario, el trabajador urbano/fabril, iría moviéndose en horizontes reivindicativos diferentes.

Por una parte, sus aspiraciones de apropiación –y, tan solo, desde el militantismo radical– de los medios de producción se sostuvieron siempre sobre diseños colectivistas, y, en general, sus reivindicaciones se irían enmarcando progresivamente alrededor de las condiciones de trabajo, para ir lentamente considerando riesgos y enfermedades profesionales.

Posiblemente, el jornalero sin tierras andaluz, extremeño o manchego se acercó en muchas ocasiones al discurso reivindicativo del proletariado urbano, pero sus referentes más profundos estuvieron clavados siempre a la tierra; quizá, hasta la gran diáspora campesina de la década de 1960, en donde el bracero español renunciaría definitivamente a la tierra, para optar por su proletarización absoluta en la ciudad extranjera o española.

El espacio de la ciudad fue desde la Baja Edad Media lugar de libertades y de aspiraciones burguesas. De entre ellas, la salud y la paulatina incorporación de modos de vida más “acomodados” que, en nuestro ahora, se podría concretar en ese ideal retórico/paradigmático rotulado como “calidad de vida”. Aspiraciones a su vez, enmarcadas sobre suelos políticos progresivamente desligados de las ataduras feudales, y sobre los que sería posible ir edificando los andamiajes de la ciudadanía.

La tierra, por el contrario, sería el lugar de las supervivencias y de las ataduras primarias. De identificaciones tradicionales relacionadas con el coste y duración de los arrendamientos más las aspiraciones de ampliación de sus magras propiedades para los pequeños labradores o, de descarnadas y violentas reivindicaciones de tierra para los jornaleros. Todo ello, en un marco de relaciones de poder atravesadas por tiempos sociopolíticos diferentes. El tiempo de la fábrica, a pesar de las inercias del XIX, se iría identificando lentamente con el discurso de las libertades y aspiraciones burguesas inscribiéndose en un modelo de sociedad diferente al rural y, en donde, tarde o temprano, el trabajador irá accediendo al estatus de ciudadano. Por el contrario, el tiempo de la agricultura seguiría anclado durante décadas, a pesar del triunfo y hegemonía burguesa a nivel nacional, a los espacios de dominio estamental. El estatus del campesinado seguiría de una manera o de otra, rondando la servidumbre durante todo el novecientos y primeras décadas del XX, para comenzar a otear –por poco tiempo– la ciudadanía, en los primeros años de la II República.

Probablemente, para acceder a unas aceptables coberturas de salud será necesario remontar las condiciones de servidumbre y, seguramente, además, liberarse o superar las presiones o limitaciones económicas más primarias. Y esto, que, aunque de manera lenta y desigual se conseguiría en la ciudad, fue casi imposible en el campo español sometido hasta hace casi cinco décadas, a una especie de paradójica maldición malthusiana de hambrunas y escaseces a las que sin duda, habría que añadir las perversiones del caciquismo liberal, recreado en versión nacionalsindicalista a partir de 1939.

Aunque desde Ramazzini10, la construcción de la salud de los trabajadores –y de las gentes del común en general– se viene presentando preferentemente como un asunto urbano relacionable de una u otra manera, con individuos emancipados del estatus de vasallaje de las aldeas y lugares sometidos al régimen de servidumbres feudales; el discurso sobre las condiciones de vida, alimentación, trabajo y enfermedad del campesinado va a tener una clara presencia en el discurso de la Ilustración española. Fenómeno por otra parte generalizado en muchos otros países europeos y cuyo exponente más conocido puede estar representado por la figura y obra de J.P. Frank11.

A partir de la segunda mitad del setecientos junto con la recepción de escritos específicos de higiene referidos al mundo rural como sería la obra del médico franco-suizo Samuel André Tissot (1728-1797)12 las referencias a enfermedades y condiciones de vida sobre las “gentes del campo” estuvieron, aunque con desigual peso, continuamente presentes en la amplia producción bibliográfica ilustrada. Desde los testimonios contenidos en los escritos de geógrafos como Tomás López, o médicos como Gaspar Casal, Félix Ibáñez, Andrés Piquer, François Thiery13; curas y frailes como Pedro Antonio Sánchez14 Martín Sarmiento y Feijóo, más los tratadistas y políticos ilustrados como Ward, Cabarrús, Campomanes, Olavide, Jovellanos, o ya en el XIX, autores como Juan Polo y Catalina15, José Lucas Labrada16 o Flórez Estrada. Todos ellos, girando casi únicamente –porque no podía ser de otra manera– alrededor de la ignorancia o las supersticiones, las carencias alimenticias, la miseria, higiénico/económica o el control de las enfermedades epidémicas17.

Probablemente, todo este –no obstante lateral y limitado– discurso ilustrado sobre la enfermedad de las gentes del campo, se nos presenta como un interesante adelantamiento de las posteriores lecturas de la salud del proletariado fabril en la medida en que tanto en las contestaciones a los “interrogatorios” de los geógrafos, en las “topografías médicas” o en las cartas, memorias e informes de los políticos aparecen repetida y, constantemente, referencias a la influencia de operadores socioeconómicos en relación con la causa de las enfermedades.

Por lo tanto y, aunque el discurso español moderno sobre la salud de los trabajadores será preferentemente hasta casi nuestros días, un lenguaje doctrinal y operativo construido en y, desde, las necesidades y desarrollo de la ciudad y la fábrica, no deberíamos olvidar, estos primeros acercamientos a las condiciones de vida y salud del campesinado durante el XVIII. Acercamiento que se irá reproduciendo de manera desigual durante el XIX, pero que, en cierta medida quedará paradójicamente obscurecido por los lenguajes sobre el trabajo industrial suscitando por ejemplo, amargas críticas en los escritos de los iniciadores en España de la higiene rural, como sería el caso del médico Arsenio Marín Perujo (1886) quejándose del olvido en que tenían a los trabajadores del campo los higienistas de la época18.

Además, junto a la ciudad –aunque sean necesarias algunas matizaciones– tendríamos el desarrollo y la utilización –aunque lenta– de la tecnología en los trabajos industriales urbanos, con lo que suponía de incorporación de una mentalidad innovadora y experimental, desconocida en el mundo rural.

Las visualizaciones modernas de las enfermedades y riesgos en los oficios, iniciada o esbozada a partir del Renacimiento desde los viciamientos e intoxicaciones derivados de las “emanaciones metálicas” y, de las actividades artesanales, apuntaban mayoritariamente a contactos con un mundo “tecnificado y secundario” alejado de los territorios naturales y “primarios” de la agricultura, en donde las enfermedades eran en general –como las pestes– simbólicamente percibidas como algo relacionable con deficiencias o desequilibrios emanados de alteraciones climatológicas o telúricas. En el fondo, en una especie de disfunción pertinente e interna de la naturaleza contra la que nada pudo el discurso crítico de los ilustrados intentando, relacionar enfermedad y miseria con las condiciones de apropiación de la tierra y el régimen de mayorazgos19. En 1786, comentaría Cabarrús en una de sus “cartas” como

“La esterilidad de las cosechas se había combinado con la epidemia de tercianas para azotar aquella infeliz Mancha tan cruelmente angustiada por todos los medios de opresión que devastan a porfía los Comendadores, los grandes propietarios, la Chancillería, el clero y los tributos, con la mayor desproporción entre lo que exige de ella y, lo que se restituye”20.

En la ciudad y en el trabajo artesanal, lo que quebraba y envenenaba los cuerpos, nacía por el contrario de disfunciones socio-mecánicas o de “maldad funcional” y no necesaria de la organización del trabajo. En la articulación y relación de los hombres y las cosas.

En el trabajo agrícola, desarrollado en un marco construido intencionalmente como idílico, reproducción imaginaria desde el poder, del topos primigenio del “Paraíso”; las enfermedades y los riesgos se vivirían encarnados en el orden de la naturaleza y en la tierra. En la estructura intrínseca del trabajo, la naturaleza, y la supervivencia. Sostenida desde la providencia divina, y engarzada en la mística global de crecimiento y deterioro de la vida, de manera, que no resultaba necesaria una mirada autónoma e independiente sobre los mismos en la medida en que, se suponían relacionados con la simbólica jánica de la tierra; no siendo más, que otra expresión del ciclo vital de resurrección y muerte de la naturaleza.

Mitológica de lo natural que, por supuesto, se alimentaba y sostendría interesadamente desde las estrategias de dominio de la sociedad feudal y estamental –incluida más tarde la liberal burguesa– instaurando y, manteniendo, toda suerte de imaginarios paracientíficos, religiosos y emocionales para preservar poder y privilegios de nobles, eclesiásticos y órdenes militares con el añadido moderno, de los futuros propietarios burgueses beneficiados por las medidas desamortizadoras desde finales del XVIII.

En último lugar, la salud de las gentes del campo y en particular la de jornaleros, criados y trabajadores sin tierra, se contemplaría dentro de los mismos principios organizacionales con que la cultura de los geopónicos intentó racionalizar las explotaciones agrarias al filo del siglo primero de nuestra era. Al final, como comentaba cínicamente Varrón, no se trataba más que de útiles parlantes, que habría que amortizar a través de un ajustadísimo equilibrio entre su productividad “animal” o de “sangre”, el gasto en su alimentación o el mantenimiento y productividad del terreno.

Racionalizaciones que no obstante, como ocurriría con el postaylorismo industrial de las primeras décadas del novecientos, hicieron posible algunos atisbos preventivos que podemos rastrear ya en la Geopónica (siglo VI) de Casiano Baso Escolástico, obra que recopila el saber agronómico de los autores griegos y romanos desde Jenofonte hasta Columela o Paladio, haciendo mención en su capítulo II, a una serie de recomendaciones relacionadas con la preservación de la salud de los siervos, como la necesidad de contar con un médico, la regulación de descansos y comidas para evitar los efectos del sol y del calor, del mismo modo, como se preocuparon por la funcionalidad y reparación de otros utensilios productivos.

Con relación a las innovaciones tecnológicas, éstas fueron también, cuando las hubo, originadas preferentemente en la ciudad, o en enclaves industriales como la minería, que, aunque situada en un espacio rural, no tendrían ni funcional ni simbólicamente, nada que ver con las actividades agrícolas o campesinas. En la Península Ibérica y en especial en Cataluña tendríamos que contar con la presencia de enclaves fabriles en medios rurales a comienzos del XVIII, relacionados con la industria papelera y utilizando molinos hidráulicos con una cierta concentración de obreros asalariados, aunque para nosotros, el gran despegue industrial catalán del setecientos fue claramente urbano a partir del desarrollo del estampado de indianas en Barcelona21. En este asunto, habrá que diferenciar entre los procesos industriales o fabriles establecidos fuera de la ciudad pero que responden a mentalidades e intereses urbanos, y los que estarían directamente relacionados con la agricultura. En el caso de los molinos papeleros de los “Capellades” o de los “Guarro” de la Pobla de Claramunt, puede que tuvieran su única justificación rural en que necesitaban la energía proporcionada por las corrientes fluviales para su funcionamiento. En este sentido, podríamos decir, siguiendo a los historiadores del trabajo catalanes, que los primeros pasos hacia la industrialización en el Principado se dieron en el campo, pero sin que esto, tenga nada que ver con la modernización tecnológica de la agricultura.

En toda Europa y muy especialmente en nuestra península, la agricultura se mantuvo al margen del proceso de innovaciones científicas y tecnológicas que se iniciaron a partir del Renacimiento y que tuvieron su tiempo de esplendor en el XVII, con la obra de Galileo, Paracelso, Bacon, Descartes, Borelli, Boyle o Newton. Innovaciones que se irían aplicando en la guerra, la navegación y en algunos oficios artesanales sin introducirse prácticamente en la agricultura hasta el XIX22.

Este mundo de la Revolución científica, aunque como en el caso de Paracelso y de muchos renombrados personajes de la época mantuviese potentes conexiones con el universo mágico de la antigüedad, iniciaría, de manera irreversible los caminos de la observación y la experimentación, elaborando y utilizando  artefactos e ingenios que, como señalase Francis Bacon en su “Novum organum” (1620), fueron sobre todo procedimientos mecánicos ajenos al mundo rural, como la imprenta –la gran máquina de la modernidad y de la cultura–, la pólvora, el reloj mecánico o la brújula, que cambiarían radicalmente el panorama tradicional de las artes, la guerra o la economía. Artefactos y herramientas que además nacían en la ciudad, y en todas las ocasiones, de la experiencia y maestría de artesanos urbanos. De gentes que tenían un contacto directo con un modelo de naturaleza mediatizada por la ciudad y diferente a la naturaleza primaria del campo o de la tierra y, que como indicara el propio Galileo “habría que aprender de ellos”, de esa maestría artesanal y urbana23. De artesanos empíricos y sabios que, en definitiva pensaban, trabajaban y vivían desde y para la ciudad, de forma que estos saberes mecánicos y paraquímicos del Barroco, se mantendrían al margen del universo eotécnico rural, cuyas máquinas básicas seguirían girando alrededor de los humores energéticos y vitales de animales y hombres y, en donde la artesanía se mantendría lejos del “mecanismo”; concentrándose, en una arqueológica de la herramienta tradicional como prótesis de la mano y de su fuerza, a base de utensilios de hierro, piedras o maderas24.

En la Europa occidental, la introducción del arado asimétrico25 al final del medioevo y la posterior utilización del abonado mineral junto con los nuevos modelos de arneses para el ganado, que permitieron utilizar el caballo como animal de tiro; posiblemente acompañadas posteriormente de algunos atisbos de cultivo intensivo en los países del norte europeo, constituyeron las únicas innovaciones significativas. Sin embargo, la agricultura española, se mantuvo totalmente al margen de estas innovaciones; quizás, también por la inadecuación de algunas a las condiciones generales del suelo y de los escasos recursos económicos y agropecuarios –con la excepción hegemónica de las cabañas de la Mesta– aumentados y condicionados fuertemente por la gran losa del régimen de propiedad señorial y eclesiástica. Lo cierto es, que se mantuvo inmersa, en un universo geo-telúrico idéntico, al que fuera encarado siglos atrás, por Paladio, Columela, Plinio o Virgilio. Tal es así, que obras por otra parte notables como “La Agricultura General” de Gabriel Alonso de Herrera (1470-1539), editada por vez primera en 1513, y de contenido claramente tradicional, fue reeditada innumerables veces a lo largo de cuatro siglos, teniendo su última reimpresión en 1862, cuando ya, estaban presentes en nuestro país traducciones de obras y escritos de agricultura de carácter mucho más moderno como el voluminoso tratado del Abate Rozier26 o el Catecismo de Agricultura Universal del francés Scipion de Travanet, en el que, se habla de los abonos químicos y se comenta la obligación que tiene el propietario agrícola de atender a la salud de sus jornaleros27 o, cuando desde el setecientos las numerosas Sociedades Económicas de Amigos del País, habrían intentado modernizar la cultura agrícola nacional emitiendo y potenciando los más diversos informes, memorias y escritos sobre el particular.

“Catálogo de los objetos que se han presentado a la Esposi- ción Pública que celebra la Sociedad Económica de Amigos del País en diciembre de 1851”, por D. Fernando Herbás.

Algunas autores anotarían cómo en los años del XVI, en que se produce un cierto auge de la producción agrícola española, se debería tan solo a los aumentos de las tierras cultivadas y a la política de roturaciones más que a ninguna innovación estrictamente tecnológica; a no ser que consideremos como tal, la controvertida sustitución del arado arrastrado por bueyes por el tiro de mulas cuyo efectos reales sobre la productividad de la tierra fueron siempre menores, amén del mayor esfuerzo físico –con sus perniciosos efectos musculoesqueléticos– que exigían a yunteros y labradores.

La tecnología agrícola española hasta las primeras décadas del novecientos, fue utilizando la clasificación de Mumford28, mayoritariamente “eotécnica”, a base de vientos, aguas, maderas y animales. Desde el punto de vista energético, sería una tecnología de “sangre”. Reposando sobre el esfuerzo animal o fisiológico, de caballos, bueyes, mulas o jornaleros29, ayudado excepcionalmente por la fuerza de las corrientes de agua o de aire, mediante norias y molinos.

La máquina básica del campo español estuvo formada durante siglos por hombres, mujeres y niños sin tierra –o pequeños aparceros y arrendatarios–30. Fue una verdadera “máquina de sangre”, en el más estricto sentido del término.

En este modelo de “maquinaria extensiva”, la variable población será decisiva. Cuando el ciclo demográfico fue ascendente como ocurrió en las décadas anteriores31 a la mediana del quinientos, hubo una cierta prosperidad. A partir de la crisis poblacional del seiscientos, inaugurada con la mortandad epidémica de peste bubónica en 1596 y reforzada sin duda, por una serie de acontecimientos socioeconómicos y políticos como la inseguridad de los arrendamientos así como del aumento sobre los mismos de la presión fiscal, con el posible añadido de la expulsión de los moriscos en 1609, comenzaría una etapa de empobrecimiento, despoblación y proletarización de labriegos y pequeños propietarios que siendo por otra parte un fenómeno europeo generalizado, tendría para España repercusiones más negativas en la medida en que en nuestro país, aparte de la losa que suponía el régimen de propiedad “amortizada” a base de innumerables realengos, abadengos y mayorazgos, la Inquisición y el fanatismo/espejismo, de lo estamental/nobiliario, impidió que el inicial capital monetario se invirtiese en la explotación industrial-comercial “intensiva” de la tierra, desviándose simplemente hacia la cómoda y políticamente productiva acumulación “extensiva” como signo exclusivo de estatus y poder en la sociedad del Antiguo Régimen.

A partir del XVII, podríamos decir, recordando el pesimismo de Bennassar (1983), que la sociedad campesina española se convierte en una “sociedad moribunda” mantenida a duras penas a través de una precaria economía de la supervivencia que tendrá sus reflejos en numerosos comentarios críticos32 de propios y extraños, como atestiguan los escritos de los ilustrados del setecientos, y de diferentes viajeros más o menos “objetivos e interesados”33 a partir sobre todo de la segunda mitad del siglo –con la saga34 de los viajeros filósofos británicos–, para continuar en el siguiente con personajes como el hispano francés Luis Joseph Laborde (1773-1842), en su “Itinerario descriptivo de España” (1816), señalando que si bien las tierras eran excelentes, únicamente pedían “una mano industriosa que le de su valor”, añadiendo a continuación, cómo “desgraciadamente una inmensa parte está sin cultivo”, siendo frecuente, “viajar durante 6, 8 y 10 leguas sin encontrar vestigios de agricultura, y cuando ésta existe, es descuidada, imperfecta y decadente35.

En el mismo sentido se expresarían otros viajeros de la época como el británico Richard Ford (1796-1858), manifestando la diferencia entre la España del tiempo de romanos y árabes que se asemejaba a un “jardín exuberante y delicioso” en comparación a la que él observaba, ofreciendo un “aspecto de abandono y desolación moral y física que entristece el ánimo”.

Sin embargo, todo este inmenso imaginario de la desolación y la miseria sobre el campo español, estará a su vez atravesado por su contrapunto idealizante con el acompañamiento de las fantasías mercantil-fisiocráticas de los ilustres representantes españoles del Siglo de las “luces”, que a la postre –y aunque denuncien con acritud la miseria campesina– mantendrían una clara postura defensiva ante lo fabril y urbano comulgando con las antiguas ensoñaciones socráticas expresadas en el “Económico” (c. 380 a.n.e.) de Jenofonte, para quien el trabajo de la tierra sería una fuente de placeres y honra, “templando el alma y vigorizando el cuerpo”.

Para nosotros, el tiempo del XVIII, y muy especialmente su segunda mitad, constituirá un momento dotado de una inestimable relevancia para entender el desarrollo y los condicionantes en los que se ha movido la percepción y el tratamiento de la salud y los riesgos en el trabajo agrícola en nuestro país, dentro de un proceso general, en el que, se dan además, los primeros pasos para construir el andamiaje de la salud pública y se atisban los primeros esbozos y documentos, en los que se visualiza la fábrica y la mina, como espacios contenedores de las enfermedades de los trabajadores desde sensibilidades y contenidos que, transcienden la mirada exclusivamente providencial, ambientalista, o telúrica de épocas anteriores, para ir considerando las condiciones socioeconómicas y de trabajo, como un constructo explicativo en la salud de la población. Aunque sería una ingenuidad pensar que, este tiempo del setecientos español pudo suponer un momento en el que la relación entre enfermedad y trabajo, admitiese diferenciaciones y acotamientos separados de las condiciones de vida de las clases populares, sí, pudo servir para ir decantando un conjunto de características y sobre todo de imaginarios socio/médicos que de alguna manera organizaron posteriormente el discurso fronterizo de los higienistas del XIX, concentrado fundamental y preferentemente en la ciudad y, desde ella, acercándose al taller y la fábrica.

Probablemente la sociedad española del XVIII representó una enorme y paradójica complejidad en la medida en que pocas veces en la historia de nuestro país, entrechocaron y convivieron en los escenarios del poder, generosos y entusiasmados esfuerzos de renovación y modernidad, con los resabios, dispositivos administrativos e inercias señoriales. La cohabitación del Consejo de Castilla –de manifiestas connotaciones ilustradas– con la Santa Hermandad y la Inquisición será, entre otras, una prueba significante de las múltiples paradojas constantemente presentes a lo largo de toda la segunda mitad de un siglo en el que se comenzaría a desmontar la sociedad estamental precisamente desde el mismo poder del Rey, cuyos apoyos operativos, legislativos e ideológicos los va a encontrar en gentes –los “golillas”– ajenos a la nobleza.

A pesar de los continuos rebrotes epidémicos, las condiciones higiénicas y las elevadas tasas de mortalidad infantil36, la población española se acercará a los 11 millones de habitantes37 en los últimos años del reinado de Carlos IV, instaurándose por parte de la Administración ilustrada, una clara voluntad política de mejora de la salubridad pública sobre todo en lo referente al control de epidemias y la higienización de las ciudades. En el despunte del siglo se conseguiría contener y controlar la amenaza derivada de la famosa peste de Marsella (1720)38, con la creación en el seno del Consejo de Castilla de la Junta Suprema de Sanidad del Reyno (1721), generando junto a diversas disposiciones preventivas, la construcción de “lazaretos” en Cádiz, Barcelona y Mahón.

Tanto el relativo aumento demográfico, como una cierta mejora en las condiciones generales de salubridad pública –especialmente el control de las grandes epidemias de peste bubónica– serán sin embargo insuficientes, teniendo –junto a otras causas– su repercusión en la productividad de la tierra. España seguiría siendo un país con condiciones de vida precarias39 y, poblacionalmente deshabitada; con una densidad media entre 21 ó 22 habitantes por km2. Aunque este dato será también matizable, pues las regiones del litoral levantino o los alrededores de Barcelona a finales del setecientos presentarían índices desde 100 hasta 800 individuos por km2, mientras que en el interior, Extremadura40 y la Mancha ofrecían tan solo una densidad promedio de 14 habitantes por kilómetro cuadrado.

Por supuesto que España seguirá siendo una sociedad socioeconómica y culturalmente ruralizada41, con más del 80% de su población habitando en lugares, villas y ciudades de menos de 5.000 habitantes42. Pero, al mismo tiempo, vamos a asistir a un cierto despegue urbanístico en algunas ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Sevilla ó Cádiz y, en consecuencia, a un continuado flujo migratorio del campo a la ciudad43, que tendría importantes consecuencias socioeconómicas y sanitarias al alumbrar nuevos modelos y formas de habitabilidad y trabajo.

A pesar de que la economía española estuviese sustentada sobre la agricultura, con una población trabajadora del 70% de la población activa total44, a partir de las últimas décadas del siglo, se irá produciendo un auge considerable de las actividades fabriles e industriales en diferentes regiones españolas, con la introducción y utilización “ralentizada” de los nuevos artilugios mecánicos tanto en el textil, como en la siderurgia y la minería. La mecanización de estos sectores productivos iniciaría sus primeros pasos a finales del siglo. En las minas de Almadén, por ejemplo, comenzaría a instalarse una máquina de vapor para la extracción del agua en el pozo de San Teodoro en 178745, y en la región barcelonesa había ya en 1760 ciudades y villas, como Igualada o Esparraguera que contaban respectivamente con 72 y 50 telares semiautomáticos, adquiridos en Inglaterra y Francia46.

Sin embargo, no debemos equivocarnos. El diseño “desarrollista” de los ilustrados estaría pensado desde y sobre la riqueza y la productividad de la tierra que, por otra parte, y a pesar de la visión pesimista de propios y extraños comenzaría, a ser entendida como la base de partida para la renovación económica y social de la nación.

Frente al derrotismo de las “Cartas marruecas”, el discurso de Jovellanos en su famoso “Informe sobre la Ley agraria”, será un claro exponente de este nuevo e ilusionado talante al considerar como un “error supremo” estas valoraciones negativas sobre la agricultura española, “que nunca ha estado tan extendida y tan animada como en la presente”47.

Será en este contexto de luces y sombras de la segunda mitad del setecientos en donde nacerán –aunque todavía titubeantes– las primeras lecturas modernas sobre la salud y las enfermedades de las gentes del campo, que, como hemos adelantado, van a incorporar una serie de marcas, de notas diferenciativas, que llegarán incluso hasta nuestros días delimitando fronteras y territorios con las enfermedades y riesgos de los trabajadores y las gentes del taller y la ciudad.

“Tratado de las enfermedades mas frequentes de las gentes del campo”, por el Dr. Tissot.

Desde un enfoque psicosocial del asunto podríamos decir que, es durante el setecientos cuando tanto la salud como las enfermedades de la población comenzarán a ser claramente percibidas desde valoraciones que se irán separando y alejando, de las significaciones teológicas y salvíficas que la militante sociedad española de la Contrarreforma, había conseguido mantener a lo largo del XVII.

El ideario mercantilista y la propia política regalista de los Borbones, haría de la salud un componente importante de la productividad económica, militar y política del Estado. A su lado, el manejo de la enfermedad se convertirá a su vez en una cuestión del Estado y, por lo tanto, iniciaría su progresivo –y nunca tajante– camino de distanciamientos de la tutela eclesial y de su cultura de la caridad cristiana para inscribirse en la de la beneficencia pública.

Por otra parte el médico reconvierte su propio oficio. De alguna manera salta de la muerte a la vida. Del manejo de cuerpos enfermos al de cuerpos sanos. De la patología a la higiene. Del cuido de los cuerpos de reyes, nobles y renombrados eclesiásticos a la atención de las gentes del común, introduciéndose en el tejido rural y siendo contratados junto a los cirujanos como facultativos permanentes en municipios, minas, manufacturas reales, y buques de la Real Armada. Médicos, además, que serían continuamente requeridos por las autoridades de la Corona, Ayuntamientos y Cabildos para emitir dictámenes e informes a propósito de los repetidos brotes epidémicos, como Masdevall en el Principado o, Piquer en Valencia.

Aunque estas innovaciones sanitarias pudieron en sus inicios acarrear serias deficiencias48 como, por ejemplo, la ausencia de profesionalidad de los cirujanos romancistas en el medio rural y en los navíos de la Armada49, o las penosas condiciones de trabajo de los médicos contratados por los Ayuntamientos50, podríamos admitir que a lo largo de este paradójico siglo, la medicina iniciaría nuevos caminos que la relacionan con la salud y la administración de lo público recogiendo, de alguna manera, el diseño esbozado por Délamare y von Justi. Inventariando espacios, lugares, riquezas, propiedades, oficios, cuerpos y enfermedades a través de los innumerables informes, interrogatorios, topografías y catastros que llenan la bibliografía político/sociológica de todo este tiempo ilustrado y que, junto con los escritos de geógrafos y economistas ya mencionados, podíamos añadir los nombres de Antonio José Cavanilles, Miguel Generés, Antonio Ponz o Eugenio Larruga, proporcionándonos testimonios valiosísimos para conocer la sociedad de la época.

Además, el médico comenzaría a ser requerido con mayor asiduidad por la justicia civil para actuar como perito en causas criminales y, sobre todo, para ir introduciendo una mirada científica y laica en las numerosas causas de hechicería y endemoniamiento todavía manejadas por la Inquisición, que, no solo servirían para ir pergeñando la futura psicopatología del ochocientos sino también, parte del corpus científico de la toxicología y la traumatología forense; constituyendo, un catalizante básico para el desarrollo de las Higienes Públicas del XIX, con figuras tan relevantes como Fourcroy, Foderé, Orfila o Mateo Seoane.

Por otra parte, la percepción de la enfermedad se iría también desembarazando de los posos cristiano/semíticos que la relacionaban con el pecado y la prueba sacrificial, para ir inscribiéndose en una causalidad racionalmente explicable desde las ciencias naturales y, sobre todo, de la observación clínica y la experimentación, aunque todavía, faltasen unas décadas para que la anatomoclínica y la fisiología51 desbancasen al tradicional modelo humoral rediseñado desde 1666 por Thomas Sydenham y, casi un siglo, para que la bacteriología racionalizase los enfoques miasmáticos y seminales del contagio y los procesos infecciosos52.

En relación con las enfermedades y riesgos en el trabajo, y, en particular, con los referidos a las gentes del campo se iría estableciendo, a la par que la visualización de las primeras agropatías53, un componente, un elemento estructural, que para nosotros constituye un hecho de una extraordinaria importancia consistente en la fijación de una característica diferenciadora con el trabajador urbano/fabril, sustentada por criterios antropo/ecológicos, que podríamos resumir en los siguientes términos:

Mientras que el obrero, el jornalero urbano se mueve y trabaja en un espacio físico y psicológicamente contaminado, el jornalero del campo lo hace en un medio climatológicamente duro, pero a la vez, amparado por la pureza y la bondad telúrica y moral de la Naturaleza.

Como correlato antropomédico, el cuerpo del trabajador del campo es un cuerpo “esténico”. Un organismo endurecido, resistente y fuerte en lo espiritual y en lo físico, de vida sobria y laboriosa frente al cuerpo “asténico” del trabajador urbano pervertido y debilitado por el clima moral, ambiental y laboral del taller y las costumbres de la ciudad.

Planteamiento, que seguirá siendo idealizado hasta la saciedad durante buena parte del XIX, como lo atestigua el siguiente párrafo del Dr. Salarich54 en su “Higiene del campo”55:

“…La profesión agrícola (…) es un culto perpetuo que la especie humana rinde al Criador (sic), perfeccionando su obra. Este culto tiene sus dogmas, sus misterios, sus fiestas y sus solemnidades. Los labradores y los colonos son los sacerdotes de este culto; los grandes terratenientes son los pontífices (…) Es una profesión noble que no se han desdeñado de ejercer algunos monarcas (…)

Esta profesión generalmente hablando es sana. Los agricultores no conocen la tisis de los tejedores, los cólicos de los pintores, el escorbuto de los marinos, el carbúnculo de los pelaires y otras cien enfermedades características de otras tantas profesiones. Los agricultores respiran un aire puro; su alimento, aunque frugal, no es sofisticado; su ejercicio no es monótono y no hace contraer deformidades, como lo hacen algunas profesiones mecánicas. Acostumbrados a las variaciones atmosféricas, no las sienten tanto como los habitantes de las ciudades. Si gana menos jornal que el obrero industrial, es éste más seguro y más suficiente, porque no tiene tantas necesidades. Si algunas enfermedades endémicas o locales se ceban en algunas familias labradoras, es más bien por causa de la localidad, que por la profesión, que siempre se ha considerado como una de las más propias para la salud…”

Este imaginario presente no solo en Salarich, sino también, en los tratados de numerosos higienistas del XVIII y XIX, como por ejemplo del anteriormente mencionado Samuel Tissot, que más tarde, analizaremos con detenimiento, tendrá una importancia decisiva a la hora de condicionar las lecturas sobre la salud de los trabajadores agrícolas, enlazando sin duda, con todo un conjunto de mecanismos y reflejos sociopolíticos de carácter referencial y explicativo desde los cuales, el modelo de explotación estamental se podría articular y a la vez diferenciar con el modelo fabril/capitalista, haciendo posible un diseño productivo enormemente útil para unas clases dirigentes como las españolas, que, combinaron en el mejor de los casos, sistemas de manejo de la productividad del trabajo industrial desde sensibilidades liberal/burguesas, con modelos tradicional/feudales en la agricultura.

Posiblemente las cosas tampoco fueron tan simples y en el conjunto de realidades, percepciones, criterios, documentos y corrientes de opinión que contribuyeron a la construcción de la salud laboral tanto en nuestro país como en el resto de la Europa occidental, influirían elementos y circunstancias objetivas que realmente establecerían perfiles claramente diferenciativos en las condiciones de vida y trabajo de los trabajadores urbanos y los del campo. Lo cierto es, que los ejes de interés y sobre todo, el centro de gravedad, casi hasta nuestros días, del discurso sobre los riesgos y la salud de los trabajadores estuvo y ha permanecido gravitando casi exclusivamente, sobre las actividades industriales, para ir, al hilo de las reconversiones productivas de la actual sociedad posindustrial, ampliándose a los trabajadores y empleados de la Administración y las empresas de servicios, pero manteniendo todavía a los trabajadores agrícolas en una patente situación de marginalidad, que, posiblemente en la actualidad tenga algo que ver, con la utilización masiva de mano de obra inmigrante y, por lo tanto, de un modelo de trabajador que se nos malicia pueda estar reproduciendo, el estatus servil del jornalero rural español –sin olvidar el aparcero y/o pequeño arrendatario– de épocas pasadas.

“Revista de agricultura práctica, economía rural, horticultura y jardinería”. publicada por el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro. Tomo Noveno. Barcelona.

Sin embargo, esto no nos parece lo más importante. Lo significativo de este período es que sobre él se construye uno de los imaginarios fundantes más poderosos y duraderos sobre el trabajo agrícola. Y desde él, sobre los oficios mecánicos en general, que, de alguna manera, va a funcionar como gozne, tanto en las culturas de envilecimiento, como de exaltación del trabajo, posiblemente hasta nuestros días.

II. SALUD y ENFERMEDAD DE LOS TRABAJADORES DEL CAMPO HASTA LOS TIEMPOS CONTEMPORÁNEOS. ARQUEOLOGÍA E HISTORIA DE UNA LUCHA POR LA SUPERVIVENCIA

Sin estar de acuerdo con el cinismo que subyace detrás del aparente rigor neotaylorista del conocido esquema piramidal de las necesidades humanas recogido en “Motivation and Personality” (1954) por el psicosociólogo norteamericano Abraham H.Maslow (1908- 1970), podríamos admitir que, la casi totalidad de los hombres y mujeres que trabajaron la tierra como jornaleros e incluso muchos humildes y pequeños propietarios o arrendatarios, vivieron obsesionados y presionados por la simple consecución de su subsistencia fisiológica cotidiana a lo largo de interminables siglos, sin que, las aspiraciones de seguridad y salud tuviesen una lectura independiente y autónoma de esta potente y primaria necesidad por la supervivencia.

Por supuesto que, existirían momentos y regiones en donde la existencia de los campesinos en general, sería sino más cómoda, algo que posiblemente nunca lo fue, a lo menos, no tan agobiante. Aunque nosotros, no nos atreveríamos a fijar con exactitud ninguna fecha de clara prosperidad con anterioridad al novecientos para los trabajadores agrícolas de nuestra península, como no fuesen, algunas etapas del Califato de Córdoba, alrededor del siglo XI, en donde diversos autores subrayan la riqueza de la agricultura andalusí, y posiblemente, algunas décadas del XVI, y la segunda mitad del XVIII, para contadísimas comarcas y enclaves peninsulares.

Por otra parte, teniendo además siempre presente no confundir prosperidad y productividad global de la agricultura –que mayoritariamente se corresponde con beneficios para los grandes propietarios de la tierra– con la mejora en las condiciones de vida y trabajo del jornalero u obrero del campo, como del modesto labrador con tierras arrendadas o propias.

Realmente, y, mientras que en el mundo del trabajo industrial, fabril y comercial en general, se fueron experimentando mejoras patentes a lo largo de las primeras décadas del XX, las condiciones de trabajo en el campo español, se mantendrían sin grandes modificaciones hasta la década de los cincuenta/sesenta de la pasada centuria, que, con la ampliación de la seguridad social a la agricultura pergeñada ya durante la II República, más la cobertura sanitaria y la intensificación de la mecanización56 en las tareas más penosas del cultivo de los cereales, se iría transformado lentamente esta situación milenaria de precariedades y miserias.

Con relación a las condiciones higiénico / sanitarias, de alimentación y salud, probablemente nos movamos en escenarios heterogéneos y sea difícil establecer las comparaciones con el trabajador urbano, aunque sin duda, la cercanía de la tierra con sus facilidades para el aprovisionamiento de emergencia en momentos de hambrunas y escasez generalizada, echando mano a los recursos de la caza, aves de corral, productos de la huerta etc., presentase algunas ventajas. Sin embargo, nuestra opinión es que, también aquí persiste un imaginario idealizado y deformador de la realidad en la medida en que, no se tiene en cuenta la enorme diferencia geoeconómica y social del campo español confundiendo al pequeño propietario rural castellano, vasco o mediterráneo, con el jornalero sin tierra y sin trabajo de Andalucía, La Mancha o Extremadura. Nuestro planteamiento es que, con el paréntesis de las décadas de máxima explotación del proletariado fabril, que en nuestro país, pudieron estar comprendidas –utilizando dos fechas simbólicas– entre 1835 y 1883, en que las condiciones de trabajo y salud, tanto del obrero rural como del industrial, pudieran asemejarse en su intensa precariedad; el resto de un largo recorrido temporal que hundiría sus raíces en la Hispania romana y finaliza a las puertas de la presente sociedad posindustrial, la sobremorbilidad/mortalidad del proletariado agrícola español, derivada de sus condiciones de trabajo y de su estatus marginal/servir, en el sistema de producción agrario, es infinitamente superior al experimentado o, sufrido por las gentes dedicadas a los oficios artesanos y mecánicos de la ciudad.

Por muchas idealizaciones retóricas e interesadas sobre el aire sano que pudiese respirar el trabajador agrícola, en realidad, estaba expuesto como nadie, a soportar en su trabajo no solo las inclemencias del tiempo en sus contrastes más intensos de calor y frío, sino además, las emanaciones mórbidas del estiércol y de actividades insanas relacionadas por ejemplo con el macerado del cáñamo y el cultivo del arroz. Además, parte de las tareas obligadas y más señaladas para su subsistencia, como la siega, se llevarían a cabo durante siglos en condiciones climatológicas penosísimas, que, como nos señalan diversos testimonios propiciarán numerosos y repetidos accidentes mortales por insolación. Unido a esto, las enfermedades transmisibles del ganado y los animales domésticos o sus productos derivados, junto a patologías ocasionadas por la escasez o mala calidad de los cereales como el “ergotismo”, generarían amplias tasas de enfermedad y muerte, que no conocería el artesano agremiado de las ciudades.

Además, mientras que la ciudad contaría, a partir del siglo XVI, con una cobertura hospitalaria y médica relativamente aceptable para la época, que atendía, preferentemente, accidentes y enfermedades de las gentes del común por intermediación de cofradías, gremios e instituciones de caridad, tanto el jornalero como el labrador humilde, se encontraría absolutamente desprotegido frente a las enfermedades comunes y los accidentes. En el caso de estos últimos, cuando tenían lugar en las tareas masivas de la recolección, bastante suerte tenía si alguien lo trasladaba en caballería o carreta al pueblo más cercano para ser atendido por el barbero del lugar, o en el mejor de los casos y, ya en el XVIII, por un cirujano romancista a cuenta del socorro de pobres municipal.

Posiblemente, la vida de trabajo en el campo y el aislamiento geográfico pudo servir de lazareto improvisado para mantener a la población campesina al margen de algunas pestilencias que asolaron las ciudades de la península desde el siglo XI, hasta comienzos del XX. Siendo esto cierto, para la peste bubónica, y la sífilis, quizá para la tuberculosis e incluso para algunos brotes de “vómito negro” o fiebre amarilla, no evitaría por el contrario la presencia entre los campesinos de un enjambre de enfermedades pestilenciales e infecciosas. La mayoría, de carácter endémico como la pelagra, el paludismo, la brucelosis o la lepra, que ocasionarían una sobremortalidad considerable a lo largo de los siglos y que, además algunas de ellas como el paludismo, podría considerarse en determinadas circunstancias como una enfermedad profesional en el campo.

A pesar del miserabilísimo moralizante y del ambientalismo antimasmiático con que algunos médicos de la segunda mitad del XIX, como Monlau o Salarich, construyeran parte del discurso de sus higienes industriales, nunca, un oficio o actividad laboral, estuvo tan condicionado por el clima, el ambiente y la alimentación, como el agrícola. El siempre riguroso Ramazzini, nos señalaba en su “De morbis artificum” (1700), como la mayoría de las dolencias de las gentes del campo serían atribuibles a …dos causas ocasionales, que son lo dañino del clima y de la alimentación…”57, añadiendo con su perspicacia habitual cómo el régimen de propiedad de la tierra, “…han de luchar en fundo ajeno con las perpetuas fatigas y la mayor necesidad…”, podría estar en el origen de algunas patologías psicosomáticas denominadas por los propios campesinos como el mal del patrón” y que adelantan una interesante lectura de la compleja interrelación entre operadores psicosociales y fisiológicos en las enfermedades laborales58.

Esta sensación de trabajar “en fundo ajeno”, que en principio se puede hacer corresponder con el extrañamiento y alienación experimentada por el trabajador fabril en los inicios de la industrialización, al sustituir su antiguo obrador artesanal por un nuevo espacio laboral y tecnológico propiedad del “fabricante”, puede que posea en el caso del arrendatario agrícola a corto plazo y, del jornalero sin tierra, una significación cultural y emocional, mucho más profunda, o, por lo menos, modulada y reforzada durante periodos más alargados en el tiempo y, sobre todo, sometida a continuas y profundas presiones económicas y psicológicas, que no atenazaron al artesano gremial protegido “por el aire de la ciudad” y que, por supuesto, padecería también el posterior proletariado urbano; pero siempre, a un ritmo más discontinuo y, nunca, durante tan largos periodos de tiempo.

A pesar de toda la retórica pastoril, de “alabanza de aldea” que desde los escritores antiguos hasta los nuevos ideólogos posmodernos de la beatitud ecológico/rural, pasando por los santones noventayochistas, ha intentado idealizar la sociedad campesina y el trabajo en el campo, éste, se mantuvo constantemente aprisionado por un clima constrictivo al que, nunca llegarían los vientos de libertad de los burgos, que a pesar de todo, y, ese todo fue mucho, irían bañando las ciudades europeas desde los primeros siglos del último milenio.

En nuestro país, y a pesar de que cultural y económicamente muchas ciudades se mantuvieron ancladas en esa posición intermedia que apropiándonos de un término utilizado por el profesor Bahamonde, denominaríamos como “levítica”, la ciudad, y las condiciones de trabajo en la ciudad, aunque a trancas y barrancas, fueron incorporando, sobre todo, a lo largo de las últimas décadas del XIX y de todo el novecientos, estrategias y formas de “disciplinamiento” sostenidas desde un paradigma racional/productivo –el de la burguesía– y, por lo tanto, diferentes a las formas de dominio y de productividad caciquil/estamental, mantenidas en la agricultura y en el campo español hasta casi nuestros días.

Comprender la salud laboral es siempre algo más que inventariar riesgos y enfermedades. Supone sobre todo adentrarse en los significados de una determinada formación socio/productiva. En nuestro caso en el de la agricultura española, y cazar su particular modelo de dependencias y sujeciones sobre las condiciones de trabajo.

En las tierras ibéricas y, posteriormente, en los territorios de la Hispania romana, se fueron condensando cada vez con mayor nitidez, desde los primeros tiempos de la romanización, dos territorios productivos, la ciudad y el campo. En ambos, y a pesar de los solapamientos entre los oficios artesanos y el trabajo agrícola, se organizaron progresivamente –con los estancamientos y retrocesos derivados de la crisis del siglo IV–, dos modelos psicosocio/políticos relacionados con el trabajo. Uno propio de la ciudad basado en cierta medida en la libertad, y ocupado por los oficios y las artes, mecánicas, comerciales y “liberales”. Otro, en la agricultura y el campo, presidido por la ausencia de libertad. Por la potentísima presencia de las relaciones de trabajo y dependencia esclavistas y serviles, que necesariamente arrastrará a través de la historia tanto en los reinos y territorios hispanos, como en el resto de Occidente, un complejo proceso de construcción y contaminación de lo social, que sin duda, sufriría su catalización más señalada con la eclosión coetánea de las revoluciones industrial y burguesa en los comienzos del tiempo contemporáneo.

II.1 CONDICIONES DE TRABAJO Y ENFERMEDADES DEL CAMPESINADO EN LA HISPANIA ROMANA

II.1.1 Antecedentes prehistóricos

Aunque determinadas regiones de la Península Ibérica pudieron experimentar un considerable desarrollo agrícola y ganadero alrededor del cuarto o tercer milenio con el salto progresivo y desigual de una economía de subsistencia pasiva a un modelo de manejo activo de las dos fuentes principales de alimentación –la tierra y los animales–, desearíamos tomar como punto de partida preferente de nuestra exposición el tiempo de la romanización de la península, no solamente, por la posibilidad de contar con información documental en lugar de la posiblemente rigurosa pero también insegura documentación arqueológica, sino sobre todo, porque es alrededor del Alto Imperio y sobre todo del siglo I, cuando en las tierras de la Hispania romana se institucionaliza la agricultura, como categoría socio-política, más allá, de su estricta funcionalidad productiva; con la consolidación del latifundio rural alrededor del “villae”, y se desarrolla plenamente un modelo de relaciones de explotación/sumisión presididas, por el trabajo servil/esclavista que, en líneas generales, se mantendría durante siglos. Sin embargo, el repaso en profundidad de nuestras fuentes y anotaciones nos lleva a no desestimar ni pasar de largo por el tiempo prehistórico ibérico, en la medida en que puede que, durante su transcurso, se desvelen algunas claves que nos puedan ayudar a comprender tiempos posteriores.

Para los fines de nuestro estudio, la agricultura del primitivo neolítico ibérico siendo, por supuesto la base y la clave de la subsistencia de la población, y una de las palancas de su profunda y progresiva transformación socioeconómica y cultural, tendría una significación más compleja y menos lineal, de la que normalmente se  contempla  desde  la arqueohistoriografía tradicional y, que en nuestro caso, nos parecen fundamentales para entender los significados que la agricultura irá estableciendo en la cultura occidental sobre el trabajo y la salud.

Como la finalidad de nuestro trabajo no consiste en profundizar sobre lo que podría ser una especie de etnopsicosociología de la primitiva sociedad ibérica, no nos engolfaremos excesivamente en el asunto, aunque sí, entresacaremos algunas reflexiones que nos parece pueden resultar pertinentes.

El diseño establecido y hasta hace pocos años hegemónico tanto para el resto de Europa como para nuestra Península, reposaba en la consideración de la agricultura y la domesticación, como un proceso unidireccional desde el que, mediante acoplamientos tecnológicos y habilidades culturales, la humanidad, superaba su estatus de barbarie para acceder a la civilización y a la historia59.

A partir de aquí, se subrayaba el carácter lineal/progresivo y “revolucionario” que supuso el paso o salto de las sociedades cazadoras/ recolectoras a las agropecuario/sedentarias. Como correlato, el hombre civilizado arranca de la agricultura y se diferenciaría del primitivo, por mor, de las actividades agropecuarias y culturales.

Paralelamente, se construye todo un potente imaginario idealizante sobre sus condiciones de vida, acompañado de toda una sistemática de moralizaciones sobre la agricultura y el trabajo en el campo. El trabajo del agricultor será la actividad bendecida por los dioses, constituyéndose –acordémonos de Hesiodo y Tissot– como la más loable ocupación humana.

El Neolítico60 –incluido el Ibérico–, aparte su clasificatoria instrumental clásica de piedras, bronces y hierros acuñada en 1836 por el arqueólogo danés Christian J. Thomsen, parece que fue considerado sobre todas las cosas, como el tiempo de la agricultura. La agricultura determinaría, como apoyo y consecuencia, la domesticación y utilización de los animales, el sedentarismo, los ritos religiosos, los oficios, la metalurgia del cobre y del hierro, la división del trabajo y la aparición de la ciudad, con las primeras manifestaciones de organización social y política. El Neolítico transformaría los modos de agrupamiento familiar/tribal en sistemas gentilicio/clientelares o funcionales. El tótem de la tribu dará paso a los dioses de la ciudad y del Estado. El brujo, se convertirá en sacerdote, y los poblados fortificados sustituirán a las cuevas y las inestables aldeas de chozas del pleistoceno. Seguramente este planteamiento de corte claramente evolucionista tendría, sus justificaciones empíricas aunque para nosotros –nos atrevemos a sugerir– lo que marca y constituye la verdadera Revolución Neolítica supuso sobre todo una transformación de la estructura económica y relacional (psicosocial) de las gentes o, lo que es lo mismo, el salto desde las comunidades tribales a las gentilicias, como protosociedades de clase en donde el excedente –fundamentalmente agroalimentario– sería detentado, comerciado o usufractado por una minoría61.

En relación con la salud, las enfermedades y la mortalidad, será también habitual establecer líneas de progreso semejantes. La agricultura permitiría un aumento de la población y la esperanza de vida como resultado de una mejor alimentación, y, de la disminución de los accidentes e inseguridades derivados de la vida nómada y primitiva de las poblaciones cazadoras-recolectoras.

Este diseño ingenuo-evolucionista, que posiblemente, tuviese algo que ver con los colonialismos de “cañonera” y “7º de caballería”, y que, perfectamente podía haber sido representado en la imaginería popular de Pellerin o Paluzie, al lado de las coloristas litografías que nos muestran las “escalas de la vida” y los mapas de evolución de los animales; comenzaría a reconstruirse después que las “tempestades de acero” de la primera guerra europea, anublasen los optimismos sobre la ciega confianza en la civilización de la razón y las máquinas62.

El arqueólogo australiano Vere Gordon Childe (1892-1957) será uno de lo pioneros en intentar corregir estos desenfoques mecanicistas señalando la riqueza cultural de algunas sociedades de cazadores-recolectores en su obra de 1936 “Man Makes Himself”63, expresando entre otros comentarios su oposición a la “subestimación de las posibilidades que, tiene la recolección de alimentos como medio de subsistencia” (1954:77), y, a reconocer en poblaciones del Paleolítico Superior un dinamismo cultural (artístico, tecnológico y psicosocial) avanzado, desde el que, la “Revolución Neolítica” serviría tan solo para el retoque y catalización del mismo, pero nunca, como condición fundante y exclusiva del progreso.

De cualquier manera, lo que a nosotros nos interesa es por lo menos, adelantar un bosquejo aunque sea provisional, del escenario socioeconómico y cultural, en que se va organizando el trabajo agrícola durante el desigual Neolítico Ibérico para, desde allí, atrevernos a formular o presentar con todas las cautelas del mundo, algunas aproximaciones para la comprensión de las condiciones de salud y enfermedad de las gentes que se van dedicando, a las actividades agrícolas, ganaderas o de pastoreo.

Si a lo largo de toda la historia humana las desigualdades socioeconómicas han estado siempre patentes como poderosas variables diferenciales ante la vida y la muerte de la población, no podía ser menos durante el Neolítico Ibérico.

En principio, podríamos suponer que la generalización y consolidación de las actividades agropecuarias ocasionaron a partir del cuarto o tercer milenio una modificación, en el patrón de morbimortalidad de algunas poblaciones ibéricas, sobre todo, derivadas a nuestro entender, más que del esfuerzo muscular en sentido estricto, del nuevo modelo de tensionamientos y desgastes musculoesqueléticos introducidos por el trabajo agrícola y sobre todo, por el contacto cotidiano y cercano con animales domésticos y de labor, acompañado además, por toda la problemática higiénico/alimentaria derivada del aumento de población, y su apretada ubicación en espacios cerrados y, pobre o nulamente urbanizados e, higienizados.

Sin embargo, la clave fundamental de las modificaciones en la salud/enfermedad de las gentes, es consecuencia de algo más que la simple modificación del escenario económico, tecnológico o poblacional. Para nosotros, estará siempre en relación con algo más complejo, que cuelga de los sistemas de diferenciación y estratificación social, acuñados desde el modelo productivo y, que, siempre, siempre, se organizan a partir de la apropiación de excedentes por una minoría privilegiada que, detenta el poder y, recrea dispositivos mágico-ideológicos y, militares, de cohesión y control.

Probablemente, en los inicios de la sociedad agrícola ibérica predominase el modelo familiar tribal, desde el cuál la posesión de la tierra o del ganado no determinaría, en general, relaciones de trabajo dependiente y, a su vez, posibilidades de diferenciación, ascenso social o acumulación. Esta transformación socioeconómica y cultural, nucleada alrededor de la apropiación privada de excedentes, y que podría considerarse como la verdadera Revolución Neolítica, se desarrollará más tarde, cuando las sociedades protoagrícolas del tercer o segundo milenio adquirieron plenamente una cultura sedentaria con la superación de la agricultura de azada, y la aparición de los poblados fortificados.

A partir del II milenio, con el apogeo de la cultura y el comercio de los metales, el aumento de las aldeas/fortaleza, (y los posteriores oppidas) con las rivalidades de poder entre las numerosas y variadas etnias ibéricas, seguramente se derrumbase en la mayor parte de la Península, este posible equilibrio socioeconómico de la sociedad neolítica inicial.

Por los datos que manejamos nuestra impresión es, la de que el eje de conformación de poder y de apropiación de excedentes hasta la dominación romana, no pasó exclusivamente por la agricultura y que, el proceso se organizaría probablemente a partir de un complejo modelo predador-productivo, que partiendo de la tierra y de la ganadería, iría convergiendo hacia la actividad comercial sustentada alrededor de la minería de los metales y de su metalurgia, acompañada, de producciones de artesanía cerámica y herramental –incluidas armas y adornos–, para los mercados africanos, europeos y mediterráneos y esto, casi exclusivamente, en las regiones y núcleos semiurbanizados del litoral atlántico y mediterráneo o de las tierras andaluzas.

Algunos autores solían hace años utilizar la metáfora de la “predación” para referirse a la actividad del hombre preneolítico y diferenciarla del comportamiento “productivo” de la sociedad agropecuaria. Aunque no sea más que una digresión sobre la marcha, deseamos apuntar que a nuestro entender, será justamente la sociedad agrícola la que va a permitir la institucionalización de un potente comportamiento depredador en la sociedad humana64, cuyo sujeto no serán ya los animales ni las plantas sino el propio individuo.

Los testimonios reflejados a principios del XIX, en la obra de Rafael Altamira, como del posterior elenco de prestigiosos antropólogos y arqueólogos españoles (Bosch Gimpera, Bellido, Caro Baroja, Pericot) nos hablan de la existencia de manifiestas diferencias de estatus a partir de las características de los enterramientos y de la presencia en los poblados-fortaleza y asentamientos o ciudades-factoría, de estructuras arquitectónicas defensivas, de almacenamiento o ceremoniales, que, apuntan a la existencia de una organización social estratificada, de naturaleza compleja, presidida por minorías aristocráticas de carácter militar/comercial, que de alguna manera, acumulaban excedentes o detentaban privilegios y obligaciones de seguridad y, un entorno popular o plebeyo, con relaciones de clientelismo o servidumbre/esclavitud con las elites, dedicado a la agricultura, pastoreo, pesca, minería y oficios artesanos.

La población rural, la que habitaba de forma diseminada la infinidad de aldeas y pequeños núcleos alejados de los grandes poblados fortificados y los centros comerciales y minero- metalúrgicos –sobre todo, en las tierras del interior y del norte de la Península– junto con la permanencia de hábitos de subsistencia arcaicos como la caza y posiblemente la agricultura de “azada” y, aunque pudiesen admitir formas menores de caudillaje65, en cuanto a la propiedad de la tierra, parece que ésta, era en general colectiva, perteneciendo a la tribu, sobre todo, cuando se trataba de prados, montes y bosques (Altamira, 2001: 34).

No teniendo absolutamente claros los mecanismos reales desde los que se dieron los procesos de acumulación de poder, apropiación de excedentes y de estratificación social, nos atreveríamos a intuir, que en estas numerosas y diversificadas66 sociedades prerrománicas ibéricas, se darían, dos escenarios socioeconómicos básicos. El formado por los núcleos y aldeas –algunas fortificadas–, controladas “democráticamente” desde la tribu, con una economía agrícola y/o pastoril, de carácter comunitario y autóctono; y otra, enormemente variada y compleja, como la de los tartesios, o los colonizadores fenicios y griegos, asentada en protociudades fortificadas, y colonias mineras o comerciales, con una estructura política de carácter aristocrático, y probablemente, con una definida estratificación social y división del trabajo, en donde, además, el eje productivo emergente no residía en la agricultura sino en las actividades guerreras, artesanales y/o comerciales.

Por otra parte, quizá habría que hablar más de agriculturas, que de un modelo uniforme y generalizado de actividad agropecuaria, dependiendo, de las diferentes épocas y territorios peninsulares.

Algunos autores como el profesor Pericot García (1972), datan en el V milenio la penetración de la transformación neolítica en la península y por lo tanto, del cultivo de la tierra y de la utilización y domesticación de algunos animales. Pero este fenómeno se daría únicamente en las regiones mediterráneas y del sur de la península. Las tribus del norte y de la meseta castellana, seguirían hasta las invasiones indoeuropeas del tercer y segundo milenio, subsistiendo con una economía mixta en la que la que se combinaba la caza el pastoreo y la agricultura de azada. La generalización peninsular de la agricultura, se daría al hilo de la revolución de los metales, permitiendo mayores rendimientos con la utilización de arados pesados y de herramientas con elementos cortantes más eficaces67.

El asunto reside en que aparte del indudable progreso que determinadas sociedades peninsulares habían acumulado en relación con la agricultura, ésta, a nuestro entender, constituyó sin duda la plataforma de catalización del progreso económico y cultural ibérico durante miles de años, pero sin que esto supusiese que se convirtiese en el núcleo básico, desde el que se estructurasen las relaciones de producción y de poder, como ocurriría durante la dominación romana.

De la misma manera, después de las aportaciones ibéricas y celtas del III y II milenios, recogiendo la cultura agrícola semítica e indoeuropea, la aportación estrictamente agropecuaria de las dos últimas culturas colonizadoras previas a la romana, la fenicia y la griega (la cartaginesa no sería más que la versión guerrera y minero-depredadora de la fenicia), fue mínima, exceptuando la introducción de la vid y el olivar (aunque de este último se conociese mucho antes el acebuche como su versión silvestre).

Lo que podríamos considerar como una aportación de estos pueblos cercana a lo agrícola/estructural, pasaría excepcionalmente por la dinámica comercial, que trasmitieron a determinados productos como el vino y el aceite, pero posiblemente nada más.

Tanto fenicios como griegos, aparte de no establecer una presencia física generalizada sobre el territorio ibérico, se mantuvieron ajenos a cualquier estrategia profunda de colonización, conformándose con la utilización y explotación comercial y puntual de la riqueza autóctona. Aprovecharon la avaricia de los reyezuelos indígenas y la situación privilegiada de sus puertos y ciudades/factoría, utilizando como materia prima de su actividad económica preferentemente los metales, armas y objetos de artesanía.

En cierta medida podríamos sostener que si bien la cultura agrícola ibérica fue a partir del III milenio relevante, en las áreas de Andalucía, Cataluña y Levante (Pericot 1972), conociéndose y cultivando, diversas variedades de trigo y cebada, así como diferentes leguminosas y plantas (garbanzos, habas, lentejas, guisantes, esparto y lino…), el gran impulso económico o si se quiere el segundo gran empujón económico/cultural del Neolítico, se construyó a partir del II milenio con la metalurgia y comercialización de los metales y especialmente, del cobre y del bronce. Mientras que la minería, su metalurgia y comercialización, constituirían la gran institución socioeconómica de las tierras del Eneolítico ibérico, la agricultura extensiva como institución socioeconómica estratégica y no únicamente, como dispositivo táctico de supervivencia sería por el contrario, un fenómeno exclusivamente característico, de la Hispania romana, y con ello aunque parezca paradójico, con la construcción de la ciudad urbanizada, como armazón sociocultural y político/administrativo de la romanización. Agricultura, ciudad y técnica militar o guerra, con sus socioexcretas perversas como la esclavitud, serán junto al Derecho, la Higiene Pública y las comunicaciones, las grandes aportaciones romanas. Los griegos, aunque fueron creadores privilegiados –no los únicos– de la ciudad, lo que crearon en la Península fueron únicamente ciudades/factoría. Nunca comunidades urbanas, con verdadera proyección política, que sirvieran para homogenizar y articular la sociedad hispana desde la ciudad, como lo conseguirían los romanos. Un modelo de sociedad en cierto modo universal, que, a pesar de sus contradicciones, grandezas y miserias, situó a la mayoría de los heterogéneos pueblos peninsulares en los escenarios de la Historia.

Al final, al igual que la ciudad como dispositivo estratégico/político fue cosa, en sus inicios de atenienses y posteriormente de romanos, la agricultura, como estrategia socioeconómica, sería resultado de la romanización.

Si para los fenicios y griegos las tierras ibéricas no fueron más, que un prolífico coto comercial, a modo de gran bazar de minerales y productos artesanales, y para los cartagineses, un domesticado territorio proveedor de valientes guerreros, para Roma supuso, sobre todo, una fuente de poder social a partir de la apropiación del suelo rural, y un emporio económico desde la canibalización absoluta de su producción agropecuaria y minera.

De cualquier manera, lo importante para nosotros sería el poder atisbar en un escenario tan huidizo como el de este tiempo anterior al siglo I de nuestra era, las condiciones de salud y enfermedad en las que se desenvolvieron las gentes que ejercieron los diferentes oficios. Desde los estrictamente agrícolas hasta los de la minería, la pesca, la metalurgia y las diversas artesanías.

Siendo conscientes de que esta pretensión no haría más que enfrentarnos con otra –quizás la más opaca–, de las habituales zonas de sombra en la historia de la construcción de la salud laboral68, es algo, precisamente por su dificultad, que se nos presenta como un reto apasionante, aunque por supuesto, no sea éste el momento para abordarlo en extensión y profundidad. No obstante, nos vamos a permitir algunas digresiones y comentarios absolutamente provisionales.

En primer lugar, apuntar con relación al trabajo69 o, si se quiere, a las actividades agropecuarias, las posibles modificaciones relacionables con accidentes y enfermedades derivadas del paso de las de recolección y caza, a las del cultivo sedentario de la tierra y la domesticación y uso laboral de los animales.

En segundo lugar, las derivables del contacto próximo y continuado con los animales domésticos.

En tercer lugar, las de la aglomeración en las apretadas aldeas y poblados del neolítico, frente a la pequeña densidad demográfica de los colectivos nómadas.

En cuarto lugar, las nuevas condiciones de trabajo y riesgo determinadas por la minería. Con la metalurgia de elementos tan peligrosos como el arsénico asociado al cobre y al bronce (hubo un bronce arsenical anterior a la aleación con el estaño) o como el plomo y el azogue presentes, en la minería y metalurgia de la plata, sin descartar, las altas temperaturas en los procesos metalúrgicos y de cocción de objetos cerámicos.

En principio, lo primero que todos tenemos claro al intentar aproximarnos a la comprensión de las condiciones de salud y enfermedad, derivadas del gran cambio promovido por el sedentarismo y las nuevas formas de subsistencia, es la manifiesta fragilidad documental que se maneja.

Contamos tan solo y sobre todo, con huesos70. Esqueletos y huesos acompañados en algunos casos de despojos fosilizados o congelados. Y más modernamente momificados, en donde únicamente en estos últimos casos, se podrían rastrear enfermedades internas con una cierta precisión. Todo ello, presentando en general, un peso y distribución cuantitativa que tampoco supondría en la mayoría de los casos, muestras estadísticamente significativas. Además, los estudios e investigaciones más numerosas de esta producción paleopatológica71 –quizá porque en principio era y sigue siendo, lo más aprensible72–, se han centrado casi exclusivamente73, en los aspectos generales de los quebrantos físicos del cuerpo, con pocas o a lo menos huidizas constataciones de enfermedades internas como, asimismo, con algunas prudentes aproximaciones a patologías relacionables con las actividades laborales74.

De manera muy esquemática, hasta la aparición y desarrollo de la agricultura, podríamos quedarnos con las conclusiones que el profesor británico Thomas McKeown, incluye en “The origins of human disease” (Oxford, 1988, Barcelona, 1990:63), sobre las condiciones de vida y enfermedad de la población preneolítica: “…las tasas de mortalidad eran altas y la vida era corta; pero, como el número de personas que nacían era mucho mayor que el número de las que sobrevivían y se reproducían, por medio de la selección natural se adaptaban bien a sus condiciones de vida. Las enfermedades no contagiosas que predominan hoy día, tales como el cáncer, las cardiacas y la diabetes, eran raras o no existían, excepción hecha de las dolencias artríticas y de las incapacidades ocasionadas por lesiones sufridas al cazar u otros accidentes…”

Hasta la gran transformación socioeconómica del Neolítico, estas poblaciones humanas que, alrededor de los 35.000 o 25.000 años a.n.e. podríamos considerar ya, como de homo sapiens-sapiens, parece presentar para algunos paleopatólogos un aceptable estado de salud75, una vez que durante miles y miles de años pudieron superar el estado de vulnerabilidad, de los primeros australopitecinos. El hombre del paleolítico superior, dueño del fuego y del arco con sus mortíferas flechas76, artesano adelantado de la piedra y de la piel, y ya, domesticador del perro, es ahora un competidor respetable y temido. Posiblemente el cazador y predador más eficaz. Los riesgos para su supervivencia se condensan en los accidentes77 y en las hambrunas seguidas quizás por un conjunto de afecciones reumático/degenerativas o músculo esqueléticas, cuya causalidad no está aclarada y, que se suelen agavillar bajo el rótulo genérico de osteoartritis y que algunos autores consideran como la enfermedad más antigua. Esta dolencia, podría ser considerada en alguna de sus por otra parte frecuentes manifestaciones, como la artritis de la articulación de la cadera y el hombro, una enfermedad laboral, del cazador paleolítico, y que razonablemente, también puede relacionarse con el trabajo agrícola. De cualquier manera, siempre podemos establecer derivaciones plausibles, entre estas afecciones y accidentes, con sistemas productivos y de trabajo mantenidos desde el esfuerzo y movilización continuada del sistema musculoesquelético, siendo por lo demás arriesgado, establecer diferencias claras, entre las actividades del cazador y las del agricultor.

No obstante, para nosotros, el verdadero riesgo laboral, la gran enfermedad en la lucha por la subsistencia del hombre y la mujer del neolítico primitivo con sus solapamientos con los flecos de la renovada, organizada y potente cultura cazadora-recolectora del mesolítico, pasaría fundamentalmente, por las crisis alimentarias78, seguida probablemente por las agresiones entre los propios homínidos y los ataques de animales salvajes.

Pero también, este modelo productivo, que supone, un entramado de riesgos progresivamente controlados desde los últimos neanderthalienses (y más aún por los sapiens- sapiens de Cromagnon), que de ningún modo habrá que despreciar, llevaría consigo una serie de beneficios, que son los que, de alguna manera, comienzan a desvanecerse con la aparición y desarrollo de la sociedad agrícola. En primer lugar, una estructura familiar/tribal o “mágico-totémica”, con un modelo de menor y de diferente jerarquización social, a la que van a organizar los pueblos agrícolas y ganaderos, y en donde difícilmente existe, una apropiación individual del excedente alimentario o instrumental.

Eran sociedades antes de la sociedad, como dirían Morgan (1877) o Durkheim (1895, 1912), con potentes vínculos de solidaridad “mecánica” o primaria.

En segundo lugar, constituían comunidades reducidas (con densidades del orden de un individuo por 10 kilómetros cuadrados) que excepcionalmente superarían los 60 integrantes y en donde el grupo de varones dedicados a la caza (entre 15 y 40 años estaría alrededor de la veintena con otras tantas mujeres en edad fértil). Comunidades que, a las puertas del Neolítico, podrían contar ya con aldeas de 200 individuos (San Martín, 1986).

En estas comunidades, aunque la tasa de mortalidad podía ser alta, alrededor del 40 ó 50 por mil, la natalidad era también elevada (5 nacimientos anuales, por cada 20 mujeres en edad de procreación), de manera que frente a dos o tres fallecimientos anuales habría 5 nacimientos.

Las investigaciones de Vallois (1937), anotadas por San Martín (1986,62), sobre la mortalidad del hombre de Neandertal a partir de una muestra razonable de 187 individuos, nos indican que la mayoría de las muertes, alrededor de un 65%, correspondían a sujetos de entre 20 y 24 años. Y cerca del 35%, corresponderían a menores de 20 años.

La aparición y desarrollo de la agricultura y la utilización doméstica y laboral de los animales, aunque se atribuye como hemos apuntado a épocas que se remontan al octavo milenio, fue un proceso complejo, desigual y ralentizado, que, en algunos territorios como el ibérico, no se consolidaría hasta épocas históricas. En este proceso, alimentación, espacio, población, y habilidades sociotécnicas, serán las claves decisivas no sólo para que se organicen nuevos modelos económicos y de supervivencia, sino sobre todo, para que estos se integren en un modelo social, cualitativamente diferente, en donde el grupo tribal de humanos se convierte en sociedad.

Ésta “sociedad”, que se va generando de manera desigual desde el octavo o séptimo milenio en las viejas tierras de Palestina, Irak o la India y más tarde, por la Europa mediterránea y sus regiones septentrionales a medida que se va estabilizando el cambio climático, no supone exclusivamente, una transformación en las formas elementales de acceso a la subsistencia, sustituyendo dispositivos predadores por estrategias sostenidas de supervivencia basadas en el cultivo y domesticación de la naturaleza vegetal y animal. Este aspecto, cómo hemos señalado antes, supone la base, la plataforma estructural y necesaria para que emerjan las primeras industrias y oficios. Para que aparezca la ciudad, aunque sean bajo la forma de aldeas y poblados fortificados y los humanos al convivir en grupos que sobrepasan ya los 60 ó 80 individuos79, necesiten modelos organizacionales más complejos; apareciendo formas de jerarquización y de dominio “orgánicas” que, de alguna manera, comienzan a controlar el trabajo y el excedente. Generando, alimentando y codificando sistemas de creencias, entre las que sobresalen potentísimos imaginarios sobre la vida, la muerte, la enfermedad y el trabajo. Seguramente podamos rastrear algunos indicios arqueológicos y documentales que nos permitan inferir la existencia de modificaciones, en la patología de las gentes que se dedicaron a las actividades agropecuarias, en el zigzagueante espacio de tiempo que transcurre entre las primeras civilizaciones agrícolas del mediterráneo ibérico, y la sociedad hispano/romana del inicio de nuestra era.

En principio y, con toda humildad y prudencia al no ser expertos en el asunto, la sociedad neolítica pudo introducir en relación con la salud y la enfermedad una modificación profunda ocasionada por la transformación de las condiciones de vida y, en donde nosotros pensamos que, probablemente éstas, fueron más decisivas que las derivadas de las nuevas formas de trabajo –en sentido estricto– relacionadas con la agricultura. En último lugar, una posible disminución de los traumatismos originados por la actividad cazadora y un predominio de enfermedades y dolencias de tipo musculoesquelético como artrosis y hernias discales relacionables con el trabajo en el campo y, por supuesto, todo lo que pudo suponer el rompimiento de los procesos de “biocenosis” que equilibraban el hábitat humano en la sociedad paleolítica y, en donde el aumento tanto de la población como de la esperanza de vida, pudieron alterar la “biomasa crítica”80 dando lugar a desajustes entre los recursos y el número de individuos, inaugurando de esta manera, la maldición malthusiana sobre la agricultura.

Campillo (1994:83) apuntaría como factores actuantes los siguientes: Cambios en los hábitos dietéticos, mayor sedentarismo, convivencia con animales domésticos, relaciones comerciales, vivienda y poblados.

Siguiendo al profesor Campillo (1994, págs 83 y ss.) la neolitilización incrementó la ingesta de cereales lo que probablemente, aparte su inseguridad climatológica, ni sería mejor ni más variada que la paleolítica, introduciendo ciertas carencias en proteínas, vitaminas y minerales81, con el resultado paradójico de que, si bien la agricultura sirvió para alimentar a muchos más individuos al mismo tiempo, produciría hambrunas periódicas que se mantuvieron hasta las primeras décadas del XIX.

La variable poblacional combinaría aspectos relacionados no solo con su aumento82 sino con el tipo de vivienda83, más un sedentarismo relativo con mayores contactos entre humanos unido a una cohabitación con animales domésticos, propició el desarrollo de enfermedades infecciosas, epidémicas y zoonóticas84. Algunas de ellas –infecciosas y parasitarias– pudieron ser facilitadas por el aumento del tráfico comercial y las expediciones bélicas85.

En cuanto a las patologías traumáticas, hemos adelantado anteriormente el criterio del profesor Campillo en cuanto a que la sociedad agrícola-artesanal del Neolítico pudo suponer una cierta disminución de accidentes traumáticos para ir aumentando las patologías de desgaste musculoesqueléticas como las artrosis y hernias discales. Nuestra relectura del asunto es la de que probablemente lo que comienza a darse en la nueva sociedad agrícola es la eclosión progresiva de las patologías del desgaste o del esfuerzo continuado frente a las patologías del esfuerzo discontinuo. En el fondo, patologías de la fatiga con un anclaje topográfico en las extremidades superiores, manos y tronco que, apunta a nuevos modelos de actividad laboral, tanto agrícola como minera o artesanal. Con la excepción de las enteseopatías del arquero (o del lanzador de jabalinas) que afecta a la tuborosidad del radio en el antebrazo derecho (anotado por Campillo, 2001: 323) la gran patología preneolítica fue traumática- violenta, vinculable directamente con los accidentes de caza o los enfrentamientos tribales. Por supuesto que aparecen artrosis; algún paleopatólogo comentaría que el hombre prehistórico era sobre todo un artrítico86 pero lo que observamos en el neolítico es el comienzo de malformaciones y patologías que dejan de estar relacionadas con la simple bipedestación o actividades energéticas puntuales como las de la caza o la guerra, para pasar a ser patologías del esfuerzo continuado, de las posiciones del cuerpo y la fatiga que, por lo tanto, pueden suponerse de alguna manera consecuencia del trabajo en la agricultura o en los oficios emergentes de la artesanía y minería.

En la minería, contamos con la valiosa información proporcionada por Assumpció Malgosa sobre el complejo minero de Can Tintorer en el Neolítico medio catalán. En los registros hosteopatológicos obtenidos se observaron impresiones significativas en las extremidades superiores: húmero, cúbito derecho e izquierdo; enteseopatías87 en el radio; deterioros en las regiones de soporte coxal y sacro, mientras que el fémur y la tibia no parecen presentar evidencias patológicas importantes. Todo ello, como apunta Malgosa, derivado del “notable esfuerzo que debieron realizar estos individuos para extraer el mineral de las paredes de las minas” y, en donde el esfuerzo principal “se traduciría en una flexión y extensión sucesiva de los antebrazos sobre el brazo con elevación de éste respecto a la cintura escapular”88.

La mayor presencia de estas enfermedades pudo deberse a modificaciones en las nuevas condiciones de movilidad corporal que introdujo la agricultura, como el doblamiento continuado de la columna, o el minucioso pulido de la piedra con posturas forzadas durante horas. Sin embargo, pueden existir también factores de simple carácter estadístico derivados de las mayores facilidades para encontrar restos del Neolítico que de etapas más arcaicas, o relacionables, –como puede suceder con la espondilosis–, con el aumento de la vida media de la población.

Sobre este aspecto, el profesor Campillo señalaba (2001: 322) que muchas de las fracturas son difíciles de relacionar claramente en una relación causa/efecto con una determinada patología y de ahí con una actividad laboral concreta. Así por ejemplo las enteseopatías pueden ser perfectamente relacionables tanto con los arqueros del paleolítico como con el trabajo de la agricultura primitiva o las actividades de leñadores, herreros o albañiles del neolítico superior.

De cualquier manera, parece claro que los registros de hernias discales e “intercoporales” (cavidades de Sechmorl) son más frecuentes y numerosas en el Neolítico, apuntando posiblemente a un mayor desgaste músculo esquelético debido a los grandes esfuerzos ocasionados por el transporte de cargas y los esfuerzos de las labores de deforestación y talado de árboles.

Desde una perspectiva sociológica, lo revelante para nosotros es la transformación de una cartografía patológica centrada en el accidente o el traumatismo agudo y puntual del hombre del paleolítico a un nuevo panorama en el que, la interacción humana, la masa crítica poblacional y el esfuerzo laboral continuado, pudo generar un considerable aumento de enfermedades infecciosas y carenciales junto a un mapa traumatológico presidido ahora, por la deformación y el deterioro crónico osteoesquelético o, lo que es lo mismo, la aparición en el cuerpo de una nueva semiología del esfuerzo y la fatiga que se mantendrá –con el intervalo/refuerzo del accidente maquínico– hasta nuestros días.

II.1.2 El trabajo agrícola en la Hispania romana: entre la beatitud y la esclavitud

Suponemos que, en líneas generales las patologías laborales presentes en la Hispania romana no serían muy diferentes a las fugazmente atisbadas para las sociedades mediterráneas de los últimos milenios del Neolítico. Sin embargo, la romanización –y, antes, el dominio cartaginés– introduciría un nuevo orden patogénico en el heterogéneo mosaico de la población ibérica a partir del trabajo masivo en la minería y la introducción generalizada del trabajo de esclavos89. Inicial y fundamentalmente en las minas, pero ampliado a la agricultura a partir del cambio de era por la concentración de la propiedad de la tierra –sobre todo en la Bética– en grandes explotaciones agrarias.

Podríamos aventurarnos a decir que la introducción masiva del trabajo en régimen de esclavitud en la minería ibérica (siglo II a.n.e.) y posteriormente en las explotaciones agrícolas a partir del siglo I, desarrollaría junto a las anteriores patologías del esfuerzo y del movimiento, los quebrantos psicoemocionales del sufrimiento moral e, inaugurando, por lo tanto, el tiempo de las patologías psicosociales.

Lástima que, los registros óseos, y arqueológicos en general, sean tan reacios a proporcionarnos información sobre los sufrimientos de las gentes. Su validez semiológica queda siempre reducida al esfuerzo, algunos procesos infecciosos y, en último lugar, a la dieta. Pero nada nos dicen –a lo menos directamente– sobre las angustias, ansiedades y humillaciones que determinan las “corrosiones” emocionales de los trabajadores.

Esta difícil/imposible lectura desde el cuerpo de los “marcadores de stress psicosocial” se refuerza además, por la gran opacidad de los registros documentales y bibliográficos. Quizá, hasta que Ramazzini hablase del “mal del patrón” en su “De morbis artificum” (1700).

Su rastreo tendrá que ser indirecto a partir de una especie de forzamiento interpretativo de la información contenida en los pocos textos y crónicas90 sobre el asunto, entre los que, sin duda, serán de gran interés los proporcionados por los teóricos griegos y romanos de la agricultura desde Jenofonte a Columela.

Nuestra reflexión es que, contando por supuesto, con una situación cultural y socioeconómica de desprecio generalizado al trabajo manual e incluso, en algunos momentos a la simple dedicación gestora de los mismos, como sería el caso de un senador romano condenado a muerte por Augusto simplemente por atreverse a dirigir una empresa manufacturera en Egipto91, el trabajo campesino realizado primero exclusivamente por esclavos y después del siglo II combinado con el de colonos92 sometidos a la servidumbre de la tierra, se mantuvo al margen del proceso de “suavización” del estado global de marginación93 de los oficios urbanos, ya fuesen estrictamente mecánicos o liberales, originado por la aparición de los Collegia opificum94 en los cuales, parece que desde la época imperial, podían integrarse los esclavos previo permiso de sus propietarios95.

Una de las finalidades más directas de estos colegios o corporaciones residiría en favorecer tanto la productividad del oficio como las condiciones de trabajo, funcionando a la vez como instituciones de racionalización económica y de socorros mutuos, con un énfasis especial en los ritos funerarios y el auxilio a viudas y huérfanos, acompañada probablemente por la asistencia gratuita de médicos pagados por la corporación, según opinión del historiador francés Martín Saint-Léon96 y admitida por Sarthou (1900) y Rumeu de Armas (1944).

Pues bien, estas corporaciones de oficios mecánicos y profesionales que, por supuesto, existieron también en la Hispania Romana, parece que no contemplaron nunca a los campesinos hispanos. El criterio defendido por Rumeu de Armas97 es el de que estos campesinos y labradores pudieron establecer mecanismos de protección frente a los riesgos tanto de la vida como profesionales, de modelo diferente basados fundamentalmente en el patrocinio o el clientelismo. Estrategias en el fondo de diseño individualista, frente al modelo colectivo/solidario/fraterno, de los artesanos y profesiones urbanas98.

Por otra parte, la inicial estructura de la propiedad de la tierra en la época de la República99, con un cierto predominio de la pequeña propiedad rural más los restos del modelo de apropiación comunitaria de origen gentilicio en las regiones de la Hispania de la meseta y del norte (la Lusitania del Duero y el área celta de la Citerior) se vería sustancialmente alterado, a partir ya de los primeros Antoninos100, con la existencia –especialmente en la Bética– de una gran concentración de la propiedad agraria101 en manos de las familias de la oligarquía dirigente102. Situación que originaría un proceso de proletarización de los agricultores modestos colocándolos en una posición de dependencia cercana a la de esclavos y colonos.

Aunque sin pensar que el panorama de los oficios artesanales fuese idílico, sobre todo, considerando los problemas higiénicos de las ya hacinadas ciudades de la Hispania del Imperio, la situación del pequeño campesino y aún más de los esclavos de los grandes fundos agrícolas, las podríamos considerar como más penosas que las del mundo de los oficios urbanos. Una prueba serían los numerosos movimientos de protesta y revuelta que se presentan a lo largo del Bajo Imperio en las Galias e Hispania, protagonizados en general, por esclavos y campesinos.

Con relación al estado general de salud y enfermedad de la población hispana, y para no caer en conjeturas sin fundamento, solamente haremos referencia –a modo de apunte– a las investigaciones llevadas a cabo por el Dr.Baxarías en la necrópolis hispano romana de Prat de la Riba en Tarragona103.

A partir de estas investigaciones Baxarías nos ofrece las siguientes conclusiones:104

El ciudadano hispano romano tendría una altura media de 157 cms con una esperanza de vida de 33 años.

Mortalidad infantil, <1año muy reducida pero considerable hasta los 10 años (un 17,1%).

Superando los 60 años un 5,5%.

Los traumatismos ofrecen una presencia del 18,1% presentando a juicio del Dr. Baxarías una prevalencia cercana a la actualidad (2002: 226).

Se observa una carencia de atención médica o quirúrgica en el tratamiento de los traumatismos por la ausencia de manipulaciones de reducción en las fracturas105, en una época en donde existían técnicas y dispositivos adecuados –ya incluso desde Hipócrates– para este menester. Con un criterio acertado Baxarías señala como causa el desigual acceso de las gentes del pueblo a los cuidados médicos de calidad. (2002: 227).

Con relación a la artrosis se señala en los varones una elevada presencia en muñecas y codos apuntando a esfuerzos intensos de carácter mecánico.

Tanto en hombres como mujeres se observan con una alta frecuencia artrosis periastragalina106 y de tobillo relacionables con largos desplazamientos.

Presencia de caries adyacentes en el 50% de la población estudiada y de periodontitis107 en un 20%. La caries dental, que actualmente afecta al 90%, tendría en la población hispana una presencia menor (el 31%) afectando solamente a la dentina en profundidad en un 1,1% (2002: 231). Poca presencia de patologías óseas de tipo infeccioso en una época como señala el autor muy anterior al descubrimiento de los antibióticos. Solamente una osteomielitis poliostótica108 y dos espondilitis109. También se observa una frecuencia muy baja de tumores malignos (2002: 232) que se puede explicar por la ausencia de carcinógenos ambientales, de aminas aromáticas y de hidrocarburos policíclicos presentes actualmente en la agricultura y actividades industriales.

La presencia de hernias de Schmorl (24,8%) apuntaría a una población trabajadora sometida a una considerable actividad muscular (2002: 232).

Por último, el Dr. Baxarías anotaba la posible relación entre algunas patologías registradas (criba femoral110, espina bífida) con déficit alimentarios (2002: 233).

En la actualidad, la abundante documentación existente como resultado de las investigaciones paleopatológicas efectuadas en las últimas décadas111 por científicos españoles podría permitir obtener algunas conclusiones relacionadas –a pesar de las dificultades– de alguna manera, con actividades laborales tanto artesanales como agrícolas. Puede constituir una apasionante labor para los jóvenes investigadores que, desgraciadamente nosotros difícilmente podríamos asumir desde nuestra exclusiva formación sociológica.

II.1.3 Los geóponos griegos y romanos

Una información más acotada a las condiciones de trabajo agrícola con algunas referencias a la salud de los trabajadores en el campo se puede rastrear en los escritos de los “geóponos” romanos112, junto algunos antecesores griegos.

Para nosotros los escritores antiguos, tanto griegos como romanos, que se ocupan de la agricultura se podrían clasificar en aquellos que intentan realizar una pedagogía de las virtudes de las actividades agropecuarias desplegando al mismo tiempo una serie de criterios organizacionales sobre el trabajo agrario, de aquellos otros que, se dedican exclusivamente a desarrollar un amplio inventario de técnicas y procedimientos relativos a las tareas agrarias y de cultivo o cuidado de los animales en general, con arreglo a las estaciones del año y las condiciones climatológicas. Aunque ambos colectivos entrarían en la misma denominación de escritores “geopónicos” y tendrían siempre presentes en sus escritos y tratados la climatología y sujeción de las tareas agrícolas al calendario de las estaciones, los primeros, harían más hincapié en la pedagogía organizacional y en el manejo productivo de los trabajadores dejándonos al mismo tiempo, una valiosa información sobre las condiciones de vida y trabajo de las gentes dedicadas a las actividades agrícolas.

De entre los griegos señalaríamos a Hesíodo y Jenofonte. Catón el Mayor, Varrón, Plinio el Viejo y Columela entre los romanos. Casiano Baso entre los bizantinos.

Los escritores estrictamente geopónicos que, por otra parte, son numerosos (cerca de treinta autores), se escapan al interés de nuestro trabajo, estando su obra de alguna manera condensada en el inventario global que Casiano Baso expone en su Geopónica, escrita en el siglo VI de nuestra era y, representados con anterioridad en las conocidas Geórgicas (alrededor del 30 a.n.e.) de Virgilio (70-19 a.n.e.) o en el Tratado de Agricultura (siglo V n.e.) de Paladio.

Hesíodo, poeta griego; su vida transcurrió entre la última mitad del siglo VIII y la primera del VII a. n. e. Sería, por lo tanto, contemporáneo de Homero. La sociedad de su época, conocida como “época arcaica”, había consolidado un estado aristocrático, que se organizaría ya a partir de la “polis”, con la participación en la asamblea exclusivamente de los ciudadanos propietarios, pero sin excluir a los pequeños campesinos propietarios, como posiblemente era el caso de Hesíodo, que vivió en una pequeña polis de Boecia, llamada Tespias y en donde heredó tierras de sus padres.

“Los trabajos y los días”, es una respuesta a un modelo de sociedad en el que la aristocracia inicia su camino hegemónico mediante la institución de dispositivos materiales y morales de diferenciación con el resto de ciudadanos constituyentes de la polis. En estos dispositivos estaba presente una potente cultura del cuerpo que posiblemente estuvo motivada por la creación de nuevas tácticas militares centradas en la infantería (los “hoplitas”) acompañada de su sublimación estética y moral, para establecer un ideario que sirviera para erigirse en clase dominante por encima de campesinos, artesanos y comerciantes. Curiosamente será también el tiempo en que se inician los juegos olímpicos.

Frente a esta cultura aristocrática del cuerpo, que necesita del ocio y del establecimiento de imaginarios de exclusión sobre el trabajo, Hesíodo escribe Trabajos y Días. Exaltando la justicia y el trabajo aunque, probablemente como estrategia compensadora ante una actividad laboral que no dejaría de contemplar como agotadora y llena de contratiempos y congojas, como nos recordaría Richard Sennett en su “Corrosión del carácter”113 cuando transcribe estas palabras de Hesíodo “Los hombres nunca descansan del esfuerzo y la congoja… noche no descansan de la muerte” (176-178).

La estructura del poema es en parte la del calendario de las tareas agrícolas, aunque introduce al comienzo del mismo una serie de consideraciones morales, consejas o “avisos” sobre cómo debe comportarse el labrador en su vida cotidiana y de trabajo. Un labrador que todavía es un modesto pater familia rural, ayudado en sus quehaceres por la mujer, un par de bueyes y algunos esclavos.

“…A partir de los trabajos los hombres son ricos en rebaños y en oro; y si trabajas serás mucho más grato para los inmortales…” (310). “…En primer lugar, procúrate casa, mujer y buey de trabajo (mujer no casada, adquirida, que incluso siga a los bueyes). Haz todos los útiles necesarios en casa, para que no tengas que pedir a otro, éste te lo niegue, tú estés necesitado y, en tanto, se pase la ocasión y la labor se pierda…” (405). “…Adquiere dos bueyes machos de nueve años; ya que (su fuerza no es débil, pues tienen la plenitud de la edad); son los mejores para trabajar, pues no romperán el arado… Deberá seguir a éstos un hombre fuerte de unos cuarenta años, después de desayunar un pan de cuatro partes ( amasado en cuatro tiempos) y ocho porciones…” (440). …Detrás un joven esclavo dará trabajo a las aves ocultando la semilla con una azada…” (470). “…Aléjate de la fragua y del soleado pórtico en la estación invernal…” (495). “…Estando aún mediado el verano, enseña a tus esclavos: –no siempre será verano, haceos cabañas…” (500). “… (Al terminar el verano) Procúrate forraje y cama de paja para que sea suficiente para bueyes y mulos. Después deja descansar a los esclavos y suelta a los bueyes…” (605).

Jenofonte (427-355), militar y discípulo de Sócrates escribiría entre el 382 y el 369 un Tratado sobre la administración de la casa titulado “Económico”. Redactado a modo de diálogo en el que participan el propio Sócrates y otros dos personajes, Critobulo (sale en “El Banquete”) e Iscómaco que representaría a un rico propietario y quizá también al propio Jenofonte.

“Económico” es una obra de la segunda mitad del siglo IV, cuando está totalmente institucionalizado el esclavismo y cuando el trabajo manual seguía satanizado.

No es, por tanto, un escrito de defensa y alabanza del trabajo agrícola sino de la “explotación agrícola” como actividad indirecta del gran propietario que utiliza para su administración y cultivo, gestores y trabajadore s esclavos. En cierta medida es una antesala de la obra de Columela y se puede considerar como uno de los primeros escritos de organización y racionalización del trabajo. Una especie de prototaylorismo rural.

Hay un párrafo que nos resulta enormemente interesante, en el que por una parte se intenta salvar el trabajo y las actividades agrarias de la maldición platónica y, por otra, se visualizan los riesgos del trabajo artesanal-urbano. “…Los llamado oficios manuales están desacreditados y lógicamente tienen muy mala fama en nuestras ciudades, ya que dañan al cuerpo de los trabajadores y oficiales obligándoles a permanecer sentados y a pasar todo el día a la sombra, y algunos de ellos incluso, a estar siempre junto al fuego y al afeminarse los cuerpos, se debilitan también los espíritus. Los oficios llamados manuales, sobre todo, no dejan tiempo libre para ocuparse de los amigos y de la ciudad, de modo que tales obreros tienen mala fama en el trato con sus amigos y como defensores de la patria; incluso en algunas ciudades, especialmente en las que tienen fama de belicosas, no se permita a ningún ciudadano ejercer oficios manuales…” (IV 2-3)

A partir de este comentario, que probablemente sea uno de los más madrugadores a propósito de los problemas de salud derivados de los oficios artesanos, observamos la emergencia de un interesante imaginario del mundo clásico sobre los “envilecimientos” de los cuerpos de los trabajadores que nos recuerda los comentarios de Richard Sennett en su obra “Carne y piedra” (1992), como cuerpos sin calor, ajenos a la desnudez y la energía de los cuerpos adiestrados en los ejercicios gimnásticos de los ciudadanos, para mayor gloria de la polis.

Esta crítica del trabajo manual en boca de Sócrates, obligará a demandar su consejo sobre los oficios más convenientes. La respuesta será la de imitar al rey de los persas ejerciendo la agricultura y el arte de la guerra como ejemplo de las actividades más nobles y necesarias para la República. En definitiva “cultivar y defender la tierra”.

La agricultura sería no solo una fuente de placer, sino un modo de “acrecentar la hacienda y una forma de entrenar el cuerpo para poder hacer cuanto corresponde a un hombre libre”.

En el lenguaje del Económico estará, por lo tanto, presente el cambio de mentalidad de la sociedad clásica griega en comparación al poema de Hesíodo de la época arcaica. La agricultura se ensalza en relación a lo que supone de actividad empresarial y política de los poderosos y, no como una actividad privada y familiar. En último lugar, el labriego, aumentará su “fuerza físico ejercitando el vigor de sus brazos y los que trabajan como vigilantes les endurecen despertándolos al amanecer y obligándolos a hacer duras caminatas”. (V-4). “…Quien se disponga a ser un buen labrador necesita comprender que sus obreros tengan buena voluntad y estén decididos a obedecerle…” (V-15).

Por lo tanto, se trataría de conseguir mediante la agricultura un provecho personal y paralelamente hombres robustos, disciplinados y obedientes, para el trabajo y para la guerra, en una línea cercana a la del discurso mercantilista del XVII y XVIII.

Para conseguir este acatamiento, Jenofonte apunta una cierta estrategia motivacional que sirva de acicate y contrapunto a la disciplina: “…Los esclavos necesitan tener buenas esperanzas tanto como los hombres libres, y aún más si cabe, para que estén dispuestos a permanecer en sus puestos…” (V-16-17).

La diferencia con los obreros manuales de la ciudad está clara. Los campesinos se presentan en Económico como una clase “productiva” para el poder en una doble vertiente económica y militar.

“…Los campesinos votarían por defender el campo y los obreros por no combatir sino permanecer sentados, que es precisamente en lo que han sido educados, lejos del esfuerzo y del peligro…” (VI-6).

La agricultura por lo tanto proporciona “los mejores ciudadanos y los más leales a la comunidad” (V-10).

“…Creo que estoy más que suficientemente convencido de que vivir de la agricultura es lo más noble, lo mejor y lo más agradable…” (VI-11).

Como vemos en el planteamiento del Económico se presentan tres ejes comprensivos del trabajo y de la propiedad que nos parecen enormemente significativos para la comprensión del discurso occidental sobre el trabajo en general y el agrícola en particular:

Por un lado, la valoración de la actividad agrícola como explotación económica protocapitalista.

En segundo lugar, el propio trabajo en la agricultura como medio de conseguir hombres robustos y disciplinados para le economía, la guerra y los intereses de la ciudad. “…Y esta actividad nos pareció (…) la más agradable de practicar, la que mantenía los cuerpos más sanos y robustos y la que más ocio dejaba al espíritu para dedicarse a los amigos y a la ciudad…” (VI-9).

En tercer lugar, la consideración negativa y de desconfianza cívica ante el trabajo manual- artesanal, como una actividad que:

“no sólo parecen estropear el cuerpo, sino, además, enervan el alma…” (VI-5).

Con relación al cuidado del esclavo enfermo, como un bien útil, está claro el planteamiento de Jenofonte: hay que atenderle. La salud, y la educación en el oficio de los esclavos, es algo productivo para la economía del propietario. “…si se pone enfermo uno de los esclavos tienes que procurar por todos los medios que se cure (…) me están agradecidos y me miran con mayor benevolencia que antes…” (VII-37). “…cuando te hagas cargo de una esclava que no sepa hilar, la instruyas y dobles el valor que tiene para ti…” (VII-41).

Por otra parte la lectura atenta del Económico, nos muestra algún comentario que se puede interpretar como consejos preventivos con relación a determinadas tareas en el trabajo agrícola como, cuando señala que, no se debe segar contra el viento para evitar molestias:

“…Yo creo que no me pondría contra el viento (…) pues creo que molesta tanto a los ojos como a las manos el segar con las granzas y las espigas dándote en la cara…” (VIII-1).

“…Si la caña del trigo fuera corta yo la cortaría desde abajo (…) pero si fuera larga, creo que lo mejor sería cortarlo por la mitad, para que ni los trilladores se cansaran trabajando en demasía ni los aventadores más de lo necesario…” (VIII-2). Para finalizar: Jenofonte, en su línea de comparar la gestión militar con la actividad agrícola, insistirá en la conveniencia de la presencia del amo para no sólo vigilar sino, sobre todo, para motivar a los obreros

“…Tiene un toque de naturaleza real el amo cuya presencia estimula a los obreros e infunde coraje en todos, emulación mutua y ambición de ser cada vez el mejor En mi opinión, esto es lo más importante en todo trabajo que se lleve a cabo por mano humana, y por consiguiente en la agricultura…” (XXI-11).

En cuanto a los autores romanos, nos vamos a concentrar solamente en Catón, Varron, Columela (con algún comentario sobre Paladio) y Casiano Baso (el último de los geopónicos) obviando la obra de Virgilio –aunque ya hemos hecho algún comentario– y, la de Cornelio Celso, Plinio, o Valerio Marcial.

Marco Porcio Catón, apodado el “Mayor” o el Censor (234-139 a.n.e.), escribiría su Economía Rural114 alrededor del 170 a n. e., siendo al parecer el primer geopónico romano115.

El tiempo de Catón –el de la República victoriosa contra Cartago– no es aún el del gran latifundio de Columela, pero sí va suponiendo propiedades de una cierta extensión que se alejan progresivamente de las tierras que pueden ser trabajadas por el labrador y su familia con la ayuda ocasional de algún esclavo o jornalero contratado.

En su capítulo I habla de la extensión ideal de una propiedad cifrándola en el caso del olivar en 240 “arpents”116, que en medidas castellanas podría suponer una más que aceptable extensión; alrededor de 150 hectáreas. Cuando se refiere a los viñedos la extensión la reduce a los 100 arpents, con lo que tendríamos algo más de 60 hectáreas que referida a tierras de vino es considerable117.

Por otra parte, observamos –a diferencia de la etapa Imperial– la presencia de empleados y trabajadores libres junto a los esclavos. En los capítulos X y XI, enumera las características, oficio del personal, utillaje y animales necesarios para diferentes modelos de explotación refiriéndose de manera separada dentro de la categoría genérica de “domésticos” a los esclavos y otros empleados. Aun siendo generalmente admitido que todos los trabajadores fijos –incluido el “vellicus” o administrador– fuesen esclavos, nos es difícil discernir el estatus de esclavitud o libertad de los demás118. Así en el capítulo X habla de la gente necesaria para una propiedad de 240 arpents de olivar en los siguientes términos: “…Un intendent, une surveillante, cinq manoeuvres, trois bouviers, un porcher, un ânier, un berger; en tout treize personnes…”119. Para a continuación y como consecuencia de la provisión de ropa de cama y vestidos comentar que les corresponde: “six casaques pour les esclaves”.

Por lo tanto, podemos suponer que aparte de los cinco peones, alguno de los boyeros, porqueros, arrieros o pastores era también esclavo y, de todas formas, se puede constatar claramente la presencia de jornaleros o trabajadores libres junto a los esclavos en una proporción importante como parece quedar reflejada en el capítulo siguiente al exponer ahora las necesidades de domésticos para una explotación de 100 arpents dedicados al viñedo: “…Pour cent arpents de vigne on aura: Un intendent, une surveillante, dix ouvriers, un bouvier, un ânier, un homme pour les saules, un berger: en tout, seize personnes…» Para a continuación mencionar las «six casaques d’esclaves…”(2004: 24).

La cohabitación de trabajadores libres y esclavos seguirá reflejándose en otros capítulos de la obra, aunque, a la vez, observamos ciertas diferencias en el trato y, en donde no nos resulta claro distinguir si estas diferencias iban a favor de los esclavos o de los trabajadores libres, pues según los párrafos anteriores parece que la citada “casaca”120 era proporcionada exclusivamente a los esclavos. En los apartados en donde se comenta los alimentos y bebidas a distribuir según los diferentes empleos aparecen raciones desiguales para unos y otros, con cantidades en algunos casos mayores para los trabajadores –suponemos incluidos los esclavos– que para los encargados y el capataz.

“…Les travailleurs recevront pour l’hiver quatre boisseaux de froment, et quatre et demi pour l’été ; l’intendent et son épouse, l’agent et le bouvier, chacun trois boisseaux; les esclaves entravés, quatre livres de pain pendant l’hiver, cinq livres depuis l’instant où ils commencent à bêcher jusqu’à la maturité des figues: pour le reste du temps la ration sera réduite à quatre livres…»121.

Esta rigurosa y ordenada regulación alimentaria es tan solo un elemento más de todo el espíritu prototaylorista que atraviesa los escritos de los geopónicos romanos y, que nos recuerda los minuciosos tratados de los autores mercantilistas sobre la disposición de materiales y alimentos en los buques de la Armada, hospitales y manufacturas reales.

Insistiendo un poco más en el asunto de la alimentación podemos observar como ésta –especialmente las bebidas alcohólicas– se utilizarían ya desde los romanos como un dispositivo de compensación de las penalidades del trabajo agrícola en determinados momentos de las faenas del campo. Las veremos repetidas y ritualizadas a lo largo de la historia agrícola de nuestro país, ocasionando innegables alegrías pero también, innecesarios quebrantos en la salud de los trabajadores.

En el capítulo LVI, rotulado “Quantité de vin pour les gens” se dice: “…Après la vendange, ils ont de la piquette122 pou boisson pendant trois mois. Au quatrième mois, ils auront par jour une hémine123 de vin, c’est-à-dire deux conges124 et demi par mois; au cinquième, sixième, septième, huitième, ils en auront un setier par jour, c’est-àdire une amphore125 par mois. En outre on donnera un congé à chaque individu pour les Saturnales et les Compitales. Telle est la quantité de vin que chaque homme consomme dans l’année. On y ajoutera pour les esclaves entravés une ration proportionnée à la somme des travaux: le chiffre de dix quadrantals par année n’est pas trop élevé…”(Op. c. págs. 43-44).

El discurso de Catón sobre las condiciones de trabajo comienza a ser el de un severo empresario, pero sin olvidar la apertura de espitas que puedan contrarrestar los sacrificios y el malestar de esclavos y domésticos que, por otra parte, la propia sociedad romana institucionalizaría en determinados días del año.

En esta obra, no hemos encontrado ninguna referencia sobre cuidados o medidas preventivas ante enfermedades o riesgos en el trabajo salvo un fugaz apunte en el capítulo II, en donde entre los deberes y obligaciones del administrador está el de procurar que los domésticos estén bien cuidados y no sufran de hambre ni de sed, dándose además consejos preventivos de carácter general en los capítulos LXXVI y LXXVII sobre cólicos, disenterías y retenciones de orina. La respuesta final ante la enfermedad o deterioro físico del trabajador si éste es un esclavo, será tajante y firme, se les vende “…les esclaves vieux ou maladifs, en fin tout ce dont il n’a pas besoin…”(Op. c. págs. 18-19).

“De re rustica”, la obra agrícola de Marco Terencio Varrón –apodado “Reatinus”– (116- 27 a. n. e.) sería casi un siglo y medio posterior a la de Catón; probablemente alrededor del 37 a. n. e.

Está desarrollada a través de tres libros en donde se exponen recomendaciones –sermones– sobre todos los contenidos agrícolas de la época, en una línea más extensa que la ofrecida por Catón.

En relación con los trabajadores del campo, el Libro I será sin duda el más interesante.

En su capítulo XVII Varrón, nos presenta una imagen desconocida del papel desarrollado por el trabajador esclavo en las explotaciones de los primeros años del Imperio, como obrero o empleado de confianza que, no obstante, resulta paradójica en relación con su estatus jurídico de carácter “mobiliario” (res mobile o “instrumentum vocale”).

Para este autor, habrá que considerar como uno de los elementos imprescindibles para la productividad de una propiedad agrícola “los brazos que trabajan y los instrumentos sin los cuales no podrían trabajar”. Estos instrumentos son para Varrón de tres géneros: “…Le genre parlant, qui comprend les esclaves; le genre à voix inarticulée, qui comprend les bœufs; le genre muet, qui comprend les véhicules…”126.

Por lo tanto, una cosa son los trabajadores en general y, otra diferente los esclavos que, a su vez, constituirían una parte de las tres clases de “les bras qui travaillent” de manera que el cultivo de la tierra se hace:

“…Ou par des esclaves, ou par des hommes libres, ou par un mélange des uns et des autres. Les hommes libres, qui cultivent eux-mêmes la terre, sont pour la plupart de pauvres gens, aidés de leurs famille, ou de journaliers qui se chargent, moyennant salaire, de travaux, tels que les vendanges et la fenaison. Il y a encore une troisième classe de gens employé aux travaux de la terre. Ce sont ceux que nos ancêtres désignaient sous le nom d’obaerarii (travailleurs à forfait)127…J’ai à dire des uns et des autres que, dans les terrains insalubres, il vaut mieux employer des gens à gages128; et que, même dans les lieux sains, on fait bien de leur donner encore de préférence les gros ouvrages, tels que la rentrée des vendanges et de moissons129…”130.

Este trabajador contratado deberá ser elegido cuidadosamente entre hombres dispuestos a la fatiga, con experiencia agrícola y mayores de 20 años. Pero lo interesante es que los esclavos, van a ser los encargados de su vigilancia a la vez, que sirven de referencia profesional y moral a los salariados. Para ello deberán reunir una serie de características ejemplares, que le servirían además a Varron para recrear una serie de normas y recomendaciones sobre el manejo psicosocial del esclavo y de los trabajadores en general, que se nos presentan –en la medida en que hasta ahora las desconocíamos– de un gran valor documental, que a fuer de ser pesados, transcribimos a continuación en su totalidad, para recapitular sobre la aportación de los geopónicos al diseño de las primeras estrategias de recursos humanos –o si se quiere “instrumentales”– junto, a la mejor comprensión, del complejo papel ejercido por los esclavos en la sociedad romana.

“…Prenez pour les diriger des esclaves qui ne soient ni insolents, ni timides; qui aient une teinture d’instruction, de bonnes manières, de la probité, et qui soient plus âgés que ceux qu’ils surveillent: ils en seront mieux écoutés. Cette position, par-dessus tout, exige l’intelligence des travaux rustiques : car l’esclave n’est pas là seulement pour donner des ordres: il doit mettre la main à l’œuvre; montrer par exemple ce qu’il faut faire, afin que ses subordonnés comprennent que ce sont ses talents et son expérience qui le placent au-dessus d’eux. Il ne faut pas permettre au chef d’employer les coups pour se faire obéir, quand il peut arriver au même but par de simples remontrances. Évitez également d’avoir plusieurs esclaves de la même nation; car c’est une source continuelle de querelles domestiques. Il est bon de stimuler, par de récompenses, le zèle des chefs; de leur former un pécule, de leur faire prendre des femmes parmi les campagnes de servitude. Les enfants qui naissent de ces unions attachent les pères au sol: et c’est par suite de ces mariages que les esclaves d’Epire sont si réputés et se vendent si cher. Quant aux chefs, on fera bien de flatter leur amour propre, et leur donnant de temps à autre quelque marque de considération. Il est bon également quand un ouvrier se distingue de le consulter sur la direction des ouvrages. Cette déférence le relève à ses propres yeux, en lui prouvant qu’on fait cas de lui, qu’on le compte pour quelque chose. Stimulez encore son zèle par de meilleurs traitements, une nourriture plus choisie, des vêtements moins grossiers, l’exemption de certains travaux; ou bien encore par la permission de faire paître à son profit quelques bestiaux sur la propriété du maître. C’est ainsi qu’on tempère l’effet d’un ordre un peu dur, d’une punition un peu sévère, et qu’on leur inspire le bon vouloir, et l’affection que le domestique doit toujours avoir pour son maître..”131

En cuento a la intensidad del trabajo, Varrón seguirá las recomendaciones de los Saserna132, de modo que un solo trabajador bastaba para cultivar una extensión de 8 “jugueras” de tierra durante 45 días, o lo que es lo mismo, cuatro días de trabajo por cada juguera (2.158 m2 o 25,18 áreas) lo cual nos parece en principio, una carga de trabajo seguramente aguantable, pero dura, de 539,59 m2 por jornada.

El segundo libro “De re rustica” estará dedicado a los animales de trabajo y de aprovisionamiento, reflejando una minuciosa preocupación por sus enfermedades y alimentación con un tercer libro dedicado a las aves y abejas.

La obra de Varrón no se aparta en general de la de Catón aunque muestra una mayor obsesión organizacional por los tres “instrumentos” básicos de la productividad agrícola en una clave que podríamos considerar como de “prefayolismo” rural.

Lucio Junio Moderato Columela: Nació en la Gades hispanorromana alrededor del año 3133 de nuestra era, falleciendo en una fecha no claramente datada que pudo transcurrir según diversos autores entre el 52 y el año 70 de nuestra era.

Su obra agronómica fue “De re rustica libri XII”134, redactada probablemente entre los años 42 y 50. Constituye de alguna manera la recopilación y culminación del saber agro nómico de los geopónicos anteriores, aunque bajo el horizonte de un nuevo modelo de explotación de la tierra basado, sino claramente en el latifundio135, en explotaciones de una cierta extensión. Es por ésto que su obra no consiste en una hilvanada colección de consejas o diálogos a modo de cartillas o catecismos agrícolas, sino de un verdadero tratado de organización empresarial y de saberes técnicos agrícolas en un momento socioeconómico en que la gran propiedad rural se transforma en una especie de reproducción de la manufactura y, en la que habrá que disciplinar y racionalizar, recursos y métodos de trabajo.

Desde nuestros intereses comprensivos, lo reseñable de la obra de Columela es la introducción de nuevas sensibilidades –en este caso se trataría de “insensibilidades”– con relación al manejo y condiciones de trabajo de los esclavos en un momento de la historia romana en la que se tendría memoria de las revueltas de esclavos de los años de crisis de la República136.

En primer lugar, los “hombres” como significante de los que trabajan la tierra, va a presentar una modificación sustancial con la clasificatoria de Varron. Manteniéndose la existencia de dos clases básicas: colonos y esclavos, o libres y esclavos (ya no se habla de labradores modestos) estos últimos pueden ser de dos clases: esclavos “sueltos” o “esclavos encadenados” (Libro I-VII).

En el Libro I, Columela mencionará (eludido o camuflado en la traducción de Carlos J. Castro) la palabra “ergástula” como las mazmorras institucionalmente presentes en las villas agrícolas romanas para estancia de los esclavos castigados y, en donde el “señor” debería comprobar si éstos se encontraban “adecuadamente” encadenados. Pero lo más escalofriante es cuando relata que para determinados trabajos que requieren habilidad y destreza, se utilicen esclavos encadenados: “…Por esto, lo más corriente es que las viñas las labren esclavos encadenados…”137

Cita que, unida a la clasificatoria que Columela establecería para los “hombres” que trabajan la tierra, nos está diciendo que el esclavo encadenado no supone una situación excepcional o coyuntural asignada a un periodo de castigo en las “ergástulas” sino que supone un estatus, una manera de existir como trabajador esclavo con lo que posiblemente, el propio espacio de la ergástula, en lugar de ser considerado como un lugar pasajero para el castigo, fuese por el contrario, su habitat habitual.

En general, lo que observamos en Columela será la presencia de un potente clima de desconfianza138 ante el trabajador esclavo absolutamente alejado del que parece estar presente en los escritos por ejemplo de Varron y, eso, a pesar de que este autor y su época estaban todavía más próximos a las revueltas del siglo I.

Curiosamente, todo el relato del Libro I estaría atravesado por una obsesión por la vigilancia del personal. En el fondo, el diseño de la explotación agrícola de Columela resulta una reproducción adelantada de la panóptica prisional de la Ilustración. Vigilar, ver, contar y producir. El capataz deberá tener su vivienda en un lugar próximo a la puerta para ver quien entra y sale. El administrador la suya por encima de la del capataz para, a su vez, poder controlarle. Los boyeros y pastores de tal manera que puedan ser vigilados por el capataz y vigilar ellos el ganado. Los esclavos controlados en las ergástulas y, por encima de todos ellos el pater familias, recorriendo a caballo la finca y observando, contando y comprobando desde la comida hasta las tareas y utensilios, sin olvidar, por supuesto, que los esclavos estén bien encadenados. Sin embargo, estas actitudes defensivas no le impedirían a nuestro autor recomendar estrategias de selección y manejo tanto de colonos como esclavos, relativamente razonables e incluso “adelantadas”, que nos sugieren, recordando a Foucault, ciertas reflexiones a propósito de los dispositivos para el manejo productivo del cuerpo de las gentes.

Para con los colonos, mantiene el trato casi simétrico. El señor deberá tratarlos: “…con atención y se mostrará afable con ellos, será más exigente para obligarlos a labrar bien que para cobrarles la renta, porque esto es menos ofensivo y el general, no es más provechoso…”(I, 1959: I-VII, 26).

Con el capataz, desconfianza y distanciamiento. Deberán ser esclavos endurecidos en los trabajos del campo y, en su defecto, que hayan tenido una “esclavitud laboriosa”. Nunca que hayan ejercido oficios del lujo o de los “que se ejecutan en la ciudad” (I, 1959: I-VIII, 27). El capataz no debe estar solo instruido en los trabajos agrícolas, sino que también ha de estar adornado de las virtudes del alma “cuando cabe en la índole de un esclavo” (faltaría más) y “que no mande ni floja ni cruelmente…” (I, 1959: I-VIII, 29).

Con los esclavos, el pater familias combinaría una especial vigilancia disciplinaria con otra complementaria de carácter paternalista observando si están bien atendidos en cuanto a ropa, alimentos y bebida, llegando a probar su comida139 y recomendando a los hacendados que hablen con los esclavos y requieran su opinión sobre determinados asuntos del trabajo y cultivo de la tierra.

La talla elevada y robusta será estimada sólo para los gañanes (los que labran manejando arados). Los demás esclavos podrán ser de cualquier talla, pero el que ara la tierra se fatiga menos si es alto, dado que se apoyará mejor sobre la “esteva”.

Estas recomendaciones y preocupaciones de Columela por la talla y características físicas de los esclavos nos recuerdan los consejos de Vegecio sobre las condiciones corporales de los legionarios romanos ofrecidos en “De re militari” (finales del siglo IV) llevándonos, a una posible relación e influencia entre los disciplinamientos y estrategias de selección de personal en el trabajo agrícola y la milicia.

Junto a este inventario de vigilancias, cautelas, observaciones y disposiciones encaminadas a la productividad tanto del colono como del esclavo, lo relativo a sus enfermedades, accidentes o cuidados sanitarios estará totalmente ausente140 hasta varios siglos más tarde –cuando el número de esclavos disminuye y su precio aumenta– con los escritos de Paladio o Casiano Baso. Ausencia, que por otra parte no existirá, cuando se trata del ganado, especialmente los bueyes141 a cuya salud, dedicaría Columela casi todo el Libro VI, con nada menos que 17 capítulos.

Esta presencia de la medicina veterinaria frente a la despreocupación manifiesta por las enfermedades y la salud de los trabajadores del campo vendría arrastrada desde los geóponos griegos (Varrón, De re rustica, I-8) manifestándose además en escritos emblemáticos como Vegecio que, además de su mencionada De re militari (“Epitoma rei militaris”), escribiría un tratado de Medicina Veterinaria (o “Mulomedinina”) a principios del siglo V dedicada exclusivamente a los equinos, con probables objetivos e intereses bélicos, más que agrícolas y, en los que por ejemplo, dedicando comentarios y recomendaciones enormemente prolijas sobre las diferentes clases de muermo o “máleo” en los caballos (enumera hasta siete) no hace ningún comentario a su transmisión al hombre.

Sorprendentemente, sería en el libro (el XIV) que Rutilio Paladio dedica a la Medicina veterinaria dentro de su obra Tratado de agricultura (“Opus Agriculturae”, finales del siglo IV) cuando podremos encontrar algunas referencias: La primera consiste en unos consejos preventivos contra la peste consistentes en ingerir los alimentos cuando se trabaja “bajo el calor del sol”“en poca cantidad y en varias tomas, de forma que las comidas que hacen puedan reponerse sin que les sobrecarguen de peso al acumularse…”Añadiendo también como bebida preventiva un cocimiento de ruda, malva silvestre, leche y vino que se proporcionará a los trabajadores en ayunas desde el comienzo del verano hasta el final del otoño. La segunda referida a las picaduras de “bichos de aguijón y los venenosos”. Aquí, Paladio recomienda a los labriegos “tener vides triacales”142 por los efectos curativos de la ceniza del sarmiento, útil también para las mordeduras de perros rabiosos143.

Casiano Baso Escolástico144, parece ya con exactitud el autor de Geopónica o Extractos de agricultura145. Obra de recopilación explícita de la mayoría de los geopónicos que le precedieron dado que es una obra que se suele datar en el transcurso del siglo VI.

“Geopónica o extractos de agricultura de Casiano Baso”, Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

En el capítulo 2 de su segundo libro señalará la conveniencia de utilizar niños en el trabajo agrícola por sus especiales condiciones físicas de flexibilidad y estatura (como ocurriría en la minería) “…pueden agacharse fácilmente para arrancar la grama y erradicar el follaje…”(op. c. 1998: 131). Sobre la constitución del trabajador adulto amplía los comentarios de Columela sobre la agilidad de los cabreros, e indicando que la alta estatura de los que aran permite que: “apoyándose con fuerza sobre el arado, hunde toda la reja para que el surco no sea superficial, y los golpes descargándose desde arriba, penetren más que los de los bueyes…”(op. c. 1998: 131).

Dándonos un ejemplo antiergonómico de adaptación del hombre a la herramienta.

A continuación, matiza –sin su desconfianza– diversos aspectos del comportamiento y personalidad del capataz, que ya hemos visto reflejados por Columela: “…Tiene que ser un ejemplo para todos los que trabajan… para que sientan respeto y temor … generoso y partícipe del reposo, permitiendo que se tomen descansos semanales sin mandar en esos momentos ninguna tarea pesada, sino al contrario, obligando a descansar, sobre todo en las fiestas mensuales o anuales…”(op. c. L, II, cap. 44, pág. 153).

El capítulo 47 del mismo libro II, le titula con toda claridad “Sobre la salud de los trabajadores” indicando como hace en todos sus capítulos el autor de referencia, en este caso Florentino146.

En este capítulo en donde retoma algunos remedios que hemos expuesto al hablar de Paladio, lo realmente interesante es su manifiesta apuesta por la utilización de medidas preventivas y la conveniencia de que en las grandes fincas agrícolas se cuente con la asistencia permanente de un médico.

“…Sería bueno que establecieras un médico en el campo; pero si esto no es posible, curarás las enfermedades que les sobrevengan a los hombres aprendiendo de los que han padecido el mismo mal…Pues, viviendo en la misma zona y compartiendo casi la misma dieta, si caen en las mismas enfermedades se curarán también con los mismos remedios…Pero es mejor proveer y prevenir las enfermedades de los trabajadores en la medida de lo posible…” (op. c. 1998: 155).

Obsérvese la presencia que tiene en estos autores la dieta y lo ambiental –incluidos los animales– como causa de las enfermedades en las gentes del campo. Otros factores como la fatiga o las condiciones de trabajo –aunque de alguna manera insinuados– no aparecerán claramente hasta bien entrados los tiempos modernos, como luego veremos.

Lo relevante en esta honesta recopilación “multiautor”147 de Casiano Baso, no son solamente estos menudos apuntes sobre la salud y prevención de las enfermedades de los trabajadores sino, además, la suavización de tono en la lectura del trabajo de los esclavos que podría estar relacionada con los cambios de mentalidad de la época y del entorno, dado que estamos hablando de un autor bizantino que vivió en tiempos del emperador Justiniano I, absolutamente diferentes de los siglos iniciales y centrales del Imperio romano cuando escriben Varrón y Columela.

II.2. EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO HASTA LA OBRA DE RAMAZZINI: O DESDE LA SUBLIMACIÓN Al DESCUBRIMIENTO DEL CUERPO DEL TRABAJADOR

Desde las primeras décadas del siglo IV, el Bajo Imperio romano finalizaría en las tierras de Hispania, con un notable aumento de los latifundios unido al progresivo empobrecimiento del aparcero y del mediano propietario rural.

La presión fiscal fue tan desorbitada que se llegaría a imponer impuestos añadidos sobre vestidos, caballos y joyas148 que motivaron sangrientas revueltas y levantamientos campesinos bajo la forma de “bagaudas” en el nordeste de la península para terminar considerando –con gran ingenuidad– la penetración de las tribus “bárbaras” como una verdadera liberación.

La desaparición de las infraestructuras comerciales y de comunicación romanas149 reconduciría toda la producción agrícola hacia el consumo local y de supervivencia.

Esta atomización comercial y productiva comenzaría a notarse incluso en los registros arqueológicos a partir del siglo VI, en los que desaparecen los restos de vajilla de mesa de origen itálico o galo, habituales en siglos anteriores150.

A pesar de las primeras ilusiones, la sociedad y la agricultura visigoda seguiría instalada en la precariedad heredada de la economía tardoimperial.

Tanto el Bajo Imperio como la España visigoda posterior se caracterizarán por el hundimiento del predominio institucional de la ciudad151. La sociedad visigoda sería una sociedad ruralizada al máximo, en donde los habitantes de muchas ciudades no serían más que pequeños propietarios o jornaleros que trabajaban en los huertos y tierras de los alrededores152, aunque la gran mayoría de la población vivía en el campo presentando en el norte y noroeste de la Península unas condiciones de vida enormemente penosas que únicamente se verían mejoradas en la Bética y en la región mediterránea.

Algunos autores153 señalan que la invasión visigoda154 no solo no altera la concentración de la propiedad agraria sino que más bien la potencia bajo formas jurídico/administrativas que alumbrarían las primeras formas de feudalismo ibérico.

Relacionado con esto, nos encontraríamos con el acceso de la Iglesia romana a la gran propiedad rural repartiéndosela con la nobleza visigoda y los restos de la hispano-romana155.

Posiblemente, fuera del ámbito de las grandes propiedades monásticas y de algunas grandes familias de origen romano, se habría perdido la cultura de los geóponos, manteniendo por lo general una agricultura de la miseria que muy, en el mejor de los casos, llegaría a rendimientos de cuatro o cinco veces la simiente 156.

La gran mayoría de los invasores germánicos eran labriegos liderados por una minoría militar –los ghotis– que no sobrepasarían las 1.500 familias157 y que accedieron rápidamente a la posesión de grandes extensiones de tierra en propiedad del fisco imperial o de las grandes familias hispano-romanas.

Con la excepción de los ghotis, cuyo negocio era aparte de la apropiación de la tierra, la guerra y el poder, la población agrícola ibérica –los rusticani– estaba formada por tres clases de colectivos que, de una manera muy genérica y simple, podemos clasificar en: Los “posesores” formado por medianos propietarios de estatus jurídico libre. Cultivadores de sus tierras con el apoyo de esclavos y, en general, de origen germánico.

Los pequeños propietarios de origen hispano romano, trabajando exclusivamente ellos y su familia.

Los trabajadores sin tierra propia, formando un heterogéneo colectivo integrado por: Siervos rústicos158, Libertos “sub obsequium”159, Colonos160, Precaristas161, Encomendados162.

En realidad, no se haría más que reproducir la vieja dicotomía romana de las dos clases. La de los señores, ahora añadiendo, la aristocracia eclesial y las gentes del común. En definitiva, los potentiores y los humiliores con solapamientos cada vez más indiferenciados entre estos últimos y los siervos163.

Adentrarnos con un cierto rigor documental en el conocimiento de las condiciones de salud de la población y, en particular, de los “rusticani”, es una tarea imposible en la que únicamente podríamos plasmar generalidades y obviedades seguramente repetidas hasta la saciedad.

Hasta el descubrimiento del cuerpo desde una perspectiva laica, que será como se sabe, tarea renacentista y preburguesa, las lecturas de la salud y enfermedad en el Occidente europeo se concentraron solamente en las elites privilegiadas, siendo por lo tanto como lo anunciase Chirino o Lobera de Ávila una “medicina regia” o de “nobles caballeros” en donde el equilibrio de humores y dieta, organizaron toda la mirada clínico/terapéutica hasta probablemente, el diseño críptico/heterodoxo de Paracelso resaltando los influjos provinentes de la naturaleza física que, quizá, abrieron la puerta para la inicial comprensión de las enfermedades profesionales.

Estos silencios sobre el cuerpo de trabajadores y gentes humildes, se advierte en los escritos de autores emblemáticos del alto medioevo hispánico como pueden ser las famosas Etimologías (redactadas entre el 625 y 632) de San Isidoro de Sevilla en cuyo Liber IV, “De Medicina”, no hará ninguna referencia explícita a la salud de los trabajadores limitándose a enunciar los remedios galénicos de la comida, bebida, vestido, y abrigo (cap 1) con una somera referencia al tétano y carbunclo como enfermedades provocadas por el posible contacto con animales pero sin especificar medidas preventivas para los campesinos (cap 6).

Las enfermedades, y sobre todo las pestes, no serán para San Isidoro más, que el resultado de la voluntad de “Dios omnipotente”164.

En el Liber XVII, dedicado a la agricultura, interesante por su carácter técnico y didáctico en donde describe con exactitud numerosas máquinas hortícolas, siendo de alguna forma, la repesca del saber agronómico clásico, no hará ninguna referencia a condiciones de trabajo ni organizacionales en las explotaciones agrarias.

Dicho esto, si podemos apuntar varias consideraciones. La primera, la constatación de una coyuntura de salud pública penosísima, en estos dos siglos de consolidación de la sociedad visigoda (Ss.VI -VII), con epidemias y rebrotes continuos de peste bubónica desde la segunda mitad del VI, que unido a las sangrientas guerras internas ocasionarían una gran mortandad entre la población campesina. En particular, el siglo VII parece presentarse como un tiempo lleno de calamidades públicas; castigado con largas sequías, insistentes y catastróficas plagas de langosta y epidemias de peste que, ocasionarían hambrunas y despoblación en numerosas provincias, paralizando y atomizando aún más, las actividades económicas y sociales165.

En estas circunstancias la esperanza de vida tendría que mantenerse en el umbral propio de sociedades sometidas a crisis de mortalidad catastrófica, con el listón promedio más optimista situable en los 30 años166.

La segunda, basada en la progresiva transformación del campesinado en una población sumamente miserabilizada en lo psicológico y en lo material.

Agobiada por servidumbres protofeudales, como reproducción del esclavismo en la figura del colono atado a la tierra e, institucionalizando un nuevo modelo de sometimiento campesino.

Junto a estas miserias y dependencias de orden psicosocial se tendrían que añadir las económicas. Los sueldos anuales de los trabajadores asalariados –pensamos que también los agrícolas– rondaban los tres sueldos. El mismo valor con el que se tasaba un manzano o 18 cepas de vid167 que, seguramente, era insuficiente para una familia campesina de la época formada como poco por 4 ó 5 miembros, dado que solo el coste alimenticio durante un año de un niño menor de 10 años ascendía a un sueldo168.

Por otra parte, el acceso a cuidados sanitarios especializados se convertiría para estos trabajadores del campo en algo imposible dadas las tarifas de médicos y cirujanos que por ejemplo, por una intervención de cataratas exigían 5 sueldos169.

Y la tercera, seguramente la más significativa, tendría que ver con el estatus corporal de las gentes del común en general y muy especialmente de los colonos y siervos, con la constitución de una ideología perversamente articulada alrededor por una parte de la negación del cuerpo y, por otra, de su sublimación a través del trabajo, que como ocurre en la mayoría de las ocasiones, sirvió eficazmente para el enriquecimiento de las minorías dirigentes, incluida la Iglesia170, más los en principio, frugales y austeros monasterios.

La cultura del trabajo que inaugura el cristianismo romano supone una serie de claves de un gran valor heurístico para comprender cómo se conforma el trabajo –y, muy en especial, el agrícola–, no solo durante la Edad Media, sino casi hasta las puertas de nuestra sociedad contemporánea.

Este discurso sobre el trabajo lo veremos recogido en los escritos “patrísticos” y en la mayoría de las reglas monásticas. A modo de ejemplo, nos limitaremos casi exclusivamente, a comentar la Regla de San Pacomio171, el fundador del cenobitismo oriental172, alguna alusión a las Instituciones de Casiano, más la Regla de San Benito de gran repercusión occidental y española.

Las reglas monásticas de Pacomio se conocerían en Occidente por la traducción del copto al latín realizada por San Jerónimo en los inicios del siglo V173.

Pues bien, sin entrar en profundizaciones sobre lo que pudo suponer el movimiento cenobítico norteafricano –precursor en parte de los monasterios europeos– como superación del anacoretismo precedente, sí diremos que, en nuestra opinión, con el monacato pacomiano se consiguió poner la primera piedra de un edificio institucional que forzando un poco las cosas, podría considerarse como antecedente peculiar de la manufactura falansteriana174. Nos encontramos, por lo tanto, con un modelo productivo engarzable en un potente paradigma presidido por la ideología de la salvación al que seguramente la mística del movimiento anacoreta175 no pudo dar las respuestas adecuadas. Modelo en el que actuaba como urdimbre básico la necesidad de hacer productivo y de compaginar la mística del celibato y la renuncia corporal, con el inicial poder económico de una Iglesia oficializada al que en cierta medida se enfrentaba buscando caminos de práctica religiosa menos contaminados.

Lo primero que observamos en las reglas pacomianas es la presencia de un orden que se nos puede presentar en una primera lectura como obsesivo pero que puede responder a las necesidades del momento sociocultural y especialmente a la construcción de un modelo comunitario desde los condicionantes de la práctica anacoreta. Posiblemente el pasado militar de Pacomio pudo influir en estos aspectos de disciplina rigurosa que por otra parte no nos tienen que escandalizar demasiado dado que, respondieron tanto al tributo psicosocial de toda institución “total,” como al modelo de sociedad del momento.

Este diseño protomonástico en el que nada puede hacerse que no esté regulado –para las eventualidades, se necesitará continuamente el permiso del superior– se estaría adelantando la reproducción del posterior orden feudal idealizado y perfecto, asentado sobre la sumisión absoluta, aunque ésta, se encuentre santificada y sublimada por el constructo cristiano de la humildad.

Reconociendo nuestras limitaciones interpretativas puede que, bajo esta mística de la obediencia y humildad, como retórica y realidad, se pone –una más– de las primeras piedras, que sustentarían en el futuro el edificio ideológico de la sociedad medieval y, quizá también, de las relaciones entre las gentes del común y los pastores señoriales y eclesiales de cuerpos y almas. La koinonía, siendo sin duda alguna una comunidad espiritual de indudable productividad institucional para la Iglesia176, pudo además contribuir a la constitución posterior de potentes modelos de poder económico, cultural y social que como suele ocurrir, ofrecerían esa dualidad habitual jánica/cristiana de trabajar para Dios y para el César.

Su objetivo final desde lo ideológico o doctrinal residió indudablemente sobre la consecución de la vida eterna, pero este ideal salvífico se irá montando –en su reproducción occidental– progresivamente sobre una verdadera economía de mercado en donde además, sus dispendios y gastos en el ejercicio de la caridad con pobres, tullidos, enfermos y peregrinos serían, de sobra compensados, por las exenciones fiscales o tributarias, más las numerosas donaciones de reyes, poderosos, y feligresía acomodada.

Sin embargo, a pesar de las contaminaciones futuras y de esa disciplina abrumadora que, se nos puede presentar en nuestros días, como anuladora de la personalidad177, Pacomio proclama una cuidada atención por los monjes enfermos, aunque todo ello, dentro de un clima de regulaciones y prohibiciones que en la actualidad consideraríamos como innecesarias178.

En cuanto a la atención especializada a los enfermos no se percibe la presencia de médicos o cirujanos –solamente enfermeros– aunque parece quedar clara, la existencia de un espacio señalado como enfermería179. La terapéutica utilizada da la impresión que se limita –habitual en la época– al cuidado de la dieta y algunos ungüentos de aceite y baños higiénicos.

Al hilo de los preceptos pacomianos nos parece percibir la presencia de frecuentes episodios de astenia y fatiga entre los monjes. Incluso la utilización básica de la enfermería parece rondar alrededor de la fatiga, como lugar preferentemente de reposo y recuperación del monje, más que de restauración terapéutica, ante un proceso morboso etiquetable como enfermedad o accidente. Serán varios los preceptos en los que se hace mención a individuos que se duermen en el trabajo y en los rezos o se olvidan y confunden en las recitaciones litúrgicas. Una de las causas posibles de este panorama de fatiga pudo estar relacionado con la duración del sueño180 y la peculiar forma de dormir consistente en estar sentados en una especie de silla articulada (la “sellula” que nos anota Álvarez Velasco181) que entre otros problemas podría ser causa de severos trastornos musculoesqueléticos.

Hay, sin embargo, con todo lo contradictorio que nos pueda resultar en la actualidad, una clara preocupación por la salud corporal y psicológica de los monjes.

En el prefacio redactado por San Jerónimo se mencionaba ya, que: “… los enfermos son sostenidos con loable atención y con alimentos preparados en gran abundancia…”(p. 5, 2004: 107), pero donde para nosotros está más patente esta sensibilidad hacia el bienestar psicológico se encuentra en uno de los preceptos originales en copto182 que supone sobre todo, un manifiesto contra las agresiones psicosociales y, que aunque escrito desde un horizonte basado en la caridad y el ascetismo se nos presenta como una pieza de gran interés actual. Comienza proclamando que “…Plenitud de la ley es la caridad, para cuantos saben que ya ha llegado el tiempo de despertarse del sueño, y que la salvación es más cercana respecto al tiempo en que nos hicimos creyentes. La noche está avanzada, el día está cercano; arrojemos las obras de las tinieblas que son los litigios, las calumnias, los odios y la soberbia de un ánimo orgulloso…” (2004: 183).

Para continuar en el precepto 11, con una verdadera estrategia de prevención del acoso psicológico, que ya quisiéramos se pudiera llevar realmente a la práctica en muchas instituciones y empresas españolas y, que se nos presenta, como una de las primeras referencias escritas y perfectamente documentadas sobre el manejo del mobbing “…Si entre los mayores y prepósitos183 alguno ve a un hermano suyo en la tribulación y no quiere indagar sobre la causa de la tribulación, y lo desprecia, la causa entre el hermano y el prepósito será examinada por los jueces mencionados más arriba; y si ellos descubren que el hermano está angustiado por la negligencia o por la soberbia del prepósito, y que éste juzga no con verdad sino haciendo acepción de personas, será degradado de su puesto hasta que se corrija y se enmiende de las inmundicias de la injusticia; porque no ha tenido en cuenta la verdad sino las personas, y ha servido a la depravación de su alma y no al juicio de Dios…” (2004: 188-189).

En otro de los libros originales de Pacomio, se dice expresamente que: “…No se obligue a los hermanos a trabajar en exceso, sino que una tarea moderada estimula a todos a trabajar…”184.

Con relación a los riesgos del trabajo en el campo o en los huertos, solamente hay una alusión a las espinas que se puedan haber clavado en los pies185 utilizando unas pinzas que como hemos comentado anteriormente se custodiaban y guardaban como “oro en paño”.

Las Instituciones de Casiano se nos presentan como un cordón umbilical entre los textos pacomianos y la regulación benita. Nos limitaremos a comentar algunos capítulos de los 12 libros de que se compone la obra original que nos parecen desveladores de la lectura que desde discurso monacal, se va a entender el trabajo durante toda la Edad Media.

Siendo el libro segundo un texto sobre las horas canónicas es también un escrito sobre el trabajo y la fatiga en donde se observan, otros aspectos de la ambivalencia de la concepción cristiano medieval sobre el asunto. Por un lado se proclama “la obligación a someterse y habituarse al trabajo y la fatiga.” Cansancio del trabajo que proporciona “humildad de corazón” (Libro segundo, cap. 3 en op. c. pág. 49).

Por otro, se presta una especial atención a la preservación de la fatiga y la incomodidad con criterios que podríamos considerar como ergonómicos. Así en el capítulo 12 se dice: “…Ellos aligeran este número establecido de doce salmos, del que ya hablamos, con una posición reposada del cuerpo tal que al celebrar como de costumbre estas mismas solemnidades litúrgicas, a excepción de aquel que se levanta en el medio para recitar los salmos, todos están sentados en escaños muy bajos, pendientes de la voz del salmista con la mayor atención del corazón. Pues están cansados por los ayunos y los trabajos de todo el día y la noche, que si no fueran aliviados de este modo, no serían capaces de cumplir de pie esta cantidad de salmos…”(op. c. pág. 57).

En el capítulo 14, del mismo Libro segundo volverá a insistir sobre el sentido instrumental del trabajo no solo como dispositivo para obtener recursos para el ejercicio de la caridad sino, además, como mecanismo ascético y preventivo contra el pecado: “…Contra los movimientos peligrosos del corazón y de la fluctuación inestable de los pensamientos…”(2000: 59). El Libro tercero se nos presenta como uno de los escritos más interesantes que hayamos conocido sobre la ergonomía del sueño en relación con la actividad física o intelectual. Incluso en el capítulo 8 hablará de la forma de cantar los salmos sin fatigarse inútilmente.

En general, parece estar presente una manifiesta postura defensiva ante el sueño vespertino (fase REM) aludiendo como ejemplo a los cenobios egipcios, en los que después de las oraciones matutinas no vuelven a dormirse: “…cuando se levantan antes del canto del gallo, prolongan la vigilia hasta el alba sin volver a acostarse…”(2000: 72).

Sin embargo, tampoco aquí las cosas son como puedan parecer a simple vista. Al hilo de este discurso sobre cuerpo y el sueño, atravesado por los fantasmas del pecado y las tentaciones, siguen emergiendo las significaciones del cuerpo productivo186, de un cuerpo que hay que preservar funcionalmente de la fatiga de manera que, en las largas y frías noches del invierno, después del 4º canto del gallo, se podrá reposar sin prolongar la vigilia quedándoles: “…alrededor de dos horas para reparar sus cuerpos…”(2000: 74).

Esta lectura paradójica se verá completada en el Libro décimo de las Instituciones con 25 capítulos dedicados casi exclusivamente al trabajo en donde se refuerzan y concretan las exposiciones anteriores de manera que su sentido o utilidad se movería en cuatro apartados interconexionados:

  • El trabajo, como medio funcional para la propia subsistencia.
  • El trabajo, como herramienta para producir excedentes que permitan el ejercicio de la caridad.
  • El trabajo, como elemento preventivo contra el pecado y las tentaciones.
  • El trabajo, como recurso terapéutico contra la “acedía”.

Los capítulos dedicados a la “acedía” son de una gran riqueza clínica, terapéutica y psicosocial, que necesitarían ser comentados con sosiego en otro momento, pero que en principio nos parecen como una de los acercamientos psicosociales más interesantes –sobre todo por el momento en que son perfilados– hacia los procesos depresivos –especialmente los bipolares– y su articulación con el trabajo, la vida social y las organizaciones. Hay en estos capítulos una gran sabiduría clínica que se combina con un envidiable conocimiento de los tensionamientos de la vida organizacional y laboral, aunque ésta sea bajo el formato monacal. No podemos resistirnos a transcribir algunos de estos párrafos, aunque solamente sea para que algunos especialistas actuales comprueben humildemente que, muchas cosas han sido ya, escritas y, sobre todo, minuciosamente observadas.

“…Cuando esta enfermedad se ha apoderado del alma miserable, engendra en ella horror por el lugar, fastidio por la celda, desdén y desprecio por los hermanos que viven con él o están lejos, considerándolos negligentes o poco espirituales (…) se queja, suspira y se lamenta de encontrarse vacío de todo provecho espiritual e inútil en el lugar en que reside…” (Libro décimo, cap, 2; 2000: 219). “…La quinta y la sexta hora187 le producen tan gran cansancio del cuerpo y necesidad de alimentos, que se cree agotado como por un largo camino o un trabajo pesadísimo, o como si hubiera dejado de comer por un ayuno de dos o tres días. Después mira ansioso por aquí y por allá, suspira al ver que ningún hermano viene a visitarlo…” (Cap. 2; 2000: 220).

El trabajo aunque sea improductivo188 será un buen antídoto contra la acedía, consiguiendo: “…la purificación de su corazón, impedir la divagación de los pensamientos, preservar en la celda y (obtener) la victoria y la destrucción de la misma acedía…” (Cap. 24; 2000: 237).

Para finalmente considerar que la mejor terapia, va más allá de los afrontamientos escapistas proponiendo la resistencia activa y el combate: “…La experiencia prueba, pues, que uno no se escapa de la tentación de acedía huyendo, sino que hay que vencerla, resistiendo…” (Cap. 25; 2000: 238) que nos recuerda las estrategias de manejo de la depresión propuestas por el sociopsicoanálisis mendeliano a finales de los sesenta.

La Regla de San Benito de Nursia (480-547) elaborada dos siglos después de los Preceptos de San Pacomio constituye el cierre del monacato primitivo abriendo el proceso de institucionalización de los monasterios occidentales y, de su mano, la medicina monástica189 aunque, lógicamente, esta última solamente se encuentre muy someramente perfilada en dicha Regla.

A pesar de los indudables perfiles mágicos y teúrgicos con los que se encasquillaría la medicina eclesial, la estrictamente monástica/benedictina, supo recuperar la tradición hipocrática/galénica, erigiendo monasterios que, como el de Monte Casino (siglo VI) fueron verdaderas “civitas hippocratica” medio milenio antes, de la consolidación de Salerno como referente médico occidental.

Además, durante la Alta Edad Media y, por lo menos hasta el siglo XII, sería la impulsora190 de los primeros hospitales, como evolución de las primitivas enfermerías –infirmarium– al nosocomio o hospitalarium propiamente dicho191.

La Regla benedictina192 será sobre todo un ejercicio monástico de equilibrio y adecuación a la sociedad occidental193 de su tiempo suavizando el rigorismo194 del cenobismo oriental, demasiado empapado todavía del ascetismo anacoreta.

Ya en el prólogo, señalaba como uno de las finalidades de la Regla era, no establecer “nada que sea áspero y penoso” apuntando a un rigorismo y severidad razonablemente soportable en donde abundan elementos posiblemente más simbólicos que estrictamente funcionales como la recomendación de “dormir ceñidos” (cap. XXII) como metáfora del comportamiento vigilante, unido todo ello, a la construcción de un tiempo monacal195 que supone una reproducción del tiempo mítico del nuevo testamento y que hasta el final de la Edad Media –incluso en la práctica, mucho más tarde– impregnaría el tiempo civil, laboral y conmemorativo de la sociedad agrícola española.

Desde lo que podemos entender como cronoergonomía del trabajo, la distribución combinada entre trabajo manual e intelectual (lectura, recitaciones y canto) se nos presenta como un desideratum higienista desgraciadamente inexistente fuera de este modelo institucional. No obstante, seguimos observando un desequilibrio en la organización de las horas de descanso nocturno por el corte de sueño que se da en algunos casos196 antes de maitines (dos o tres de la mañana) en determinadas épocas del año y que luego parece que no se recuperaba. En total estaríamos hablando de unas 5 horas de descanso197, que pueden estar en el límite para que se pueda establecer una fase de sueño REM aceptablemente reparador. La modificación del ritmo circadiano que entendemos en la actualidad como normal, no sería ningún problema por la propia plasticidad endocrina del organismo y su ajuste, a las horas solares de una época con débil e insuficiente iluminación artificial.

Con relación al trabajo manual se instaura un imaginario fuertemente presente en toda la literatura monacal y patrística. El trabajo no será más que un dispositivo espiritual para salvar el alma que, representando un objetivo pertinente dentro del universo ascético y salvífico monacal, se pervertiría al ser proyectado hacia el mundo secular del trabajo.

Como hemos dicho antes la lectura de la regla nos pone de manifiesto ritmos de trabajo muy fácilmente soportables toda vez, que cuando se trata de trabajos duros en el campo o las huertas, da la impresión que son excepcionales y, ya en época de San Benito se utilizaban siervos o colonos para los mismos198. Además, los monjes enfermos o “delicados” –siempre para que no estén ociosos– se les encomienda un trabajo apropiado a su estado para que el mismo no los agote (XLVIII, 24).

El cálculo de duración del trabajo manual que hemos efectuado nos da para diferentes épocas del año los siguientes datos: desde Pascua hasta octubre (los meses de recolección y desbrozado) la duración del trabajo manual no superaría las cuatro horas y media199 Desde octubre hasta la cuaresma, aproximadamente 5 horas200, teniendo en cuenta que la comida en esta época del año se traslada de la hora sexta a la hora nona. Durante la cuaresma el tiempo sería un poco mayor, cercano a las 6 horas201. Al final nos moveríamos en una media anual algo inferior a las cinco horas diarias a las que, sin embargo, habría que completar con las dedicadas a lecturas ascéticas y oficios que nos darían en total –descontando las vigilias– la nada desdeñable cifra cercana a las 18 ó 19 horas de actividad, que aun teniendo una sabia ordenación ergonómica no parece que impedían las continuas referencias a episodios y situaciones de “debilidad”. Incluso, cuando se habla de enfermedad y monjes enfermos, tenemos la impresión que estos autores monacales –incluido Pacomio– se refieren a casos de debilidad o agotamiento que, por otra parte, coincidiría con uno de los paradigmas genéricos del modo de enfermar premoderno.

La atención y cuido del monje enfermo, aunque se contextualize desde los principios de la caridad202, probablemente esté también inaugurando un imaginario filantrópico que supera el diseño netamente “productivista” de las enfermerías para esclavos de algunos fundos romanos o de los valetudinarium legionarios.

Al enfermo se le atiende física y psicológicamente soportándolo con paciencia sin ser “impertinentes por sus exigencias caprichosas” (XXXVI, 4). La diligencia y esmero de esta atención a los enfermos sería además una tarea preferente del abad del monasterio (XXXVI, 6-10). Se menciona la necesidad de contar con un “lugar especial” para estos enfermos con la presencia de personal especializado (se habla de un enfermero). Y los enfermos muy débiles “podrán tomar carne para que se repongan” (XXXVI, 9)203.

La consideración con los enfermos se extenderá a los ancianos y los niños atendiendo a su debilidad que, suponemos, tendría aparte la alimentación que es lo que se especifica (XXXVII, 2) alguna otra medida en relación con el trabajo que por lo menos, pudo ser un ejemplo –por otra parte seguramente incumplido– en las tareas del campo.

Ir más allá de estos apretados apuntes sobre el manejo de los cuerpos y las enfermedades en la cultura monacal204 y conocer la situación de campesinos y siervos durante la Alta Edad Media es sin duda una tarea imposible aunque solamente sea porque el discurso histórico y sus lenguajes giran exclusivamente alrededor de la vida de los poderosos.

De todas formas, si queremos detenernos unos instantes para subrayar la contradicción que resulta del discurso monacal sobre la enfermedad y el modelo hegemónico medieval sobre la salud que iría pergeñando la medicina oficial. Mientras que el diseño monacal –y cristiano/romano en general– contemplarían la enfermedad y el acceso a la salud combinando la voluntad de Dios, el sufrimiento penitente/reparador y la caridad desde un horizonte igualitario y, en cierta medida, socializado por la proyección mística/simbólica de todos los humanos en el cuerpo sufriente del Cristo, la medicina de corte galénico/árabe, que será la medicina de la cristiandad durante siglos, introduce desde la teoría de la “complexio”205 una parcelación en la lectura de los cuerpos dando lugar a diferentes maneras de enfermar y, fundamentalmente, a manifiestas diferencias en su manejo médico, que se prolongarían claramente además, en un rígida estratificación social.

Los cuerpos de los esclavos, de los judíos, de los cristianos viejos, de los caballeros, o de los musulmanes, serían diferentes a través de una especie de “complexión o naturaleza de clase” que, en resumidas cuentas, quedaría ordenada a la complexio de las gentes del común y los nobles, caballeros y príncipes de la Iglesia. Los superiores y los inferiores.

García Ballester nos recordaría el planteamiento de un médico hebreo del siglo XIV, manifestando que como los individuos de los “estamentos pudientes” tienen un exceso de calor innato (complexio primigenia) “…tanto en estado de salud como de enfermedad necesitan ingerir mayor número de alimentos que los demás individuos…”proponiendo para los “pudientes” un tratamiento médico especializado e individual, mientras que para las gentes de las clases populares: “…les favorece el tratamiento de la inmensa mayoría…”206 Tratamiento por otra parte seguramente ejercido en muchos lugares de la Península por médicos, sanadores o curanderos hebreos o moriscos hasta los siglos XV o XVII.

A pesar del interesante acercamiento del malogrado profesor Ballester a la comprensión de la situación de los médicos moriscos en la España del XVI, todavía nos quedaría ahondar más en la investigación para poder establecer con una mayor nitidez el papel representado por estos profesionales “alternativos” y perseguidos en el mantenimiento de la salud, de millares de campesinos y braceros del campo hasta los comienzos del XVII207. Esto nos puede ayudar a entender la opacidad de las prácticas médicas o sanatrices dirigidas a las clases populares desde la Reconquista. Era una medicina manejada por sanadores itinerantes, de corte totalmente artesanal, las más de las veces proletarizados y cercanos al mundo de los oficios rurales; acompañados por toda suerte (a partir del siglo XV) de inseguridades208 y temores, ante los acosos inquisitoriales o de los propios médicos universitarios. De este modo, su carácter ambulante y popular, con sus saberes empíricos y sus limitaciones, pudo permitir una cierta cobertura en los medios rurales españoles, en donde hasta el XVII no comenzaría –y de forma muy limitada– la contratación por los ayuntamientos de médicos y cirujanos avalados por el Protomedicato.

Dado por sentado que la medicina universitaria fue en la práctica una “medicina de nobles caballeros” que dejaba en manos de sanadores, barberos y médicos marginados la salud de hombre y mujeres del común, también llevaba en su germen doctrinal y teórico, las claves sobre las que lentamente se pudieron establecer miradas sobre la salud y las enfermedades de trabajadores y campesinos.

Estas claves estarían contenidas precisamente en el núcleo basal de la terapéutica árabe/galénica formado por el manejo de las sex res non naturales de cuyos intersticios relacionados con el ambiente físico, o el movimiento (gesta) irían surgiendo lecturas preventivas sobre los efectos de aires corrompidos, aguas, manufacturas y trabajo humano que, a la postre, irían conformando las primeras estrategias de salud pública y laboral. Resultados que no serán percibidos documentalmente hasta la obra de Paracelso, Agrícola o Ramazzini en un tiempo manifiestamente alejado del medieval. No obstante, si hiciésemos una lectura sosegada de los textos de algunos representantes de esa medicina regia, aristocratizante y clasista, podremos advertir esos intersticios por los que se filtrarán poco a poco las miradas sobre los otros, sobre los seres marginados y apartados de la práctica médica política y profesionalmente correcta.

Por ejemplo, un médico converso de la Castilla de los Trastamara, Alfonso (o Alonso) García de Chirino (1369-1429) en su obra “Espejo de Medicina” (hacia el 1414) al comentar las cautelas y medidas preventivas en las diversas estaciones del año nos dice que: “…En el estío los que pudieren deuen escusar el cansancio y los grandes trabajos corporales; y guárdese del sol en cuanto pudieren, mayormente en la cabeza, poniendo lienço a corona della y escusar especias y viandas agudas y dulces y saladas…”así como: “…Los que son mucho cansados de camino, u otro trabajo o cansancio corporal, conuiéneles lauar las piernas y los brazos con agua caliente en que aya cozido manzanilla y maluauisco y eneldo…y luego duerma…”209.

Tratado llamado “Menor daño de medicina”. Alfonso Chirino. (Siglo XV).

Con la excepción de esta cita de Chirino –de alguna manera forzada– en la que se puede cazar alguna referencia preventiva con relación al trabajo agrícola a las puertas del Renacimiento, el tiempo de la Edad Media, como hemos comentando ya, es una época de opacidad absoluta en la que solamente podemos intuir la existencia de una gran precariedad en la vida cotidiana de las clases populares. No obstante, y en relación con las gentes del campo como integrantes de la gran mayoría de la población si podríamos deducir dos aspectos diferenciativos con el artesanado urbano, sobre todo a partir de los siglos XII y XIII. Por un lado, su propia situación de pobreza, dispersión y aislamiento que la convertiría en una población “desabastecida” médicamente en comparación a las iniciales coberturas agremiadas de los oficios urbanos. En segundo lugar, el panorama de inseguridades psicosociales a las que se verían sometidas por la excesiva presión, pillajes, guerras dinásticas y correrías de frontera, en una España –especialmente Castilla– que no ha finalizado la Reconquista y que tampoco incorporó, la disciplina del orden feudal europeo. Mientras que el artesano de la ciudad estaba de alguna manera protegido por las murallas y las leyes de la ciudad que le liberaban tanto de las vicisitudes bélicas como de las servidumbres señoriales, el campesino, ya fuese pequeño propietario como colono o bracero, estaba sumido en la inseguridad y en la servidumbre más o menos absoluta, incluso aunque residiera en tierras de abadengo.

El cuerpo del colono bajo medieval por supuesto no era ya propiedad del señor, pero su trabajo y sus propiedades sí. Había pasado del estatus de cosa u objeto parlante, al de mercancía productiva que frente al siervo antiguo –al fin y al cabo, mantenido por el amo– tenía ahora que alimentarse –él y su familia– así mismo, pagar impuestos y diezmos, acudir a la guerra y, hasta querellarse contra los poderosos que, en la práctica en muchos lugares solamente se podía llevar a cabo una sola vez210.

La documentación tanto de crónicas211 como de las Cortes de los reinos peninsulares212 dará continuo testimonio de arbitrariedades e intolerables presiones sobre pequeños propietarios, colonos y siervos del campo, a pesar que desde las Partidas de Alfonso X y el Ordenamiento de Alcalá (1348) propugnado por Alfonso XI e incluso, el de alguna manera innovador Ordenamiento de Labradores y Menestrales213 de 1351, se intentasen atajar las tropelías señoriales.

El Ordenamiento de labradores y menestrales, puede ser uno de los pocos documentos medievales en donde se establecen disposiciones relacionadas con el trabajo, la edad y las enfermedades, señalando que se excusaba de la obligación de trabajar a hombres y mujeres que “…oviesen tales enfermedades et lisiones o tan gran vejez que lo non puedan facer, et mozos et mozas menores de edad de doce annos…”

En general, y aparte del apunte sobre la dispensa de trabajo a los enfermos y ancianos –que responde a lo que podíamos considerar como policía de pobres– en el fondo y en la forma, todas estas disposiciones estuvieron únicamente encaminadas a la consecución de una racionalización fiscal, administrativa y salarial, que respondiese a la nueva situación económica en donde, el mercado comenzaba a fisurar los rescoldos de una sistema de trabajo campesino basado en las servidumbres altomedievales, y de unos oficios, excesivamente sometidos a la discrecionalidad de los poderes municipales. Nuestra impresión es que, se siguieron manteniendo las imposiciones y vejaciones como atestiguan diversos documentos posteriores como, por ejemplo, declaraciones emanadas de las Cortes de Toro (1371), las de Burgos214 en 1377, Cortes de Soria (1380) o las de Guadalajara en el 1390215.

En toda esta documentación no hemos encontrado ningún apunte o referencia relativa a la salud o riesgos en el trabajo, con la excepción de la exención de responsabilidades ante la obligación de trabajar de enfermos, accidentados y ancianos que hemos comentado.

El artesano, que ya comenzaba a estar agremiado, podría contar con la cobertura proporcionada por la cofradía o gremio pero el colono y bracero agrícola, seguiría manteniendo un cuerpo invisible a las miradas médicas y administrativas salvo en lo concerniente a los salarios y jornada de trabajo, aspectos éstos, que interesaban especialmente a los propietarios. Al fin y al cabo, la salud y enfermedades de las gentes del campo, como el clima, la abundancia o merma de las cosechas, dependían sobre todo de la voluntad divina, sin entrar aún en el juego de las productividades económicas. Solamente la policía higiénica de la ciudad –y de ahí algunos obradores– podrían ir generando alguna preocupación, aunque simplemente fuese porque nobles, clérigos y burgueses vivían en la ciudad y, por lo tanto, estaban también expuestos a los mismos efluvios miasmáticos tóxicos o pestilenciales que el resto de la gente.

Probablemente la Hispania de cultura musulmana fuese más sensible a los asuntos del cuerpo y la higiene pública que la cristiana. Las razones pudieron reposar sobre el gran peso que tuvo la ciudad en la sociedad andalusí, y en un diseño del trabajo más economicista que teológico.

Uno de los grandes creadores de la sociología política, anterior en más de un siglo a Jean Bodin (1530-1596), el tunecino de ascendencia sevillana Ibn Jaldún (1332-1406) escribía en su Al – Muqaddimah216 que:

“…La agricultura, las artes y el comercio constituyen (…) medios de ganar la subsistencia conformes a la naturaleza…” (1997: 676)

Lo cierto es, que mientras en la España cristiana la documentación legislativa civil, intenta sobre todo organizar y sosegar conflictos de poder, propiedad y jurisdicción, funcionando como una codificación de frontera, la hispano musulmana, por lo menos en lo que conocemos, dedicaría una reseñable atención a la ordenación higiénica de la ciudad y, de ahí, a una cierta transparencia de los cuerpos diferenciada de sus encubrimientos místicos o salvíficos derivados del discurso cristiano de la economía de la salvación.

Junto a la conocida atención institucional de carácter civil y público en los tempranos nosocomios hispanos de Al Andalus, que podríamos considerar como verdaderos hospitales clínicos217 más que como albergues para pobres, peregrinos o apestados –que en el fondo es lo que eran los cristianos– la severa policía higiénica de la ciudad musulmana, va acercándose también al cuerpo de los trabajadores con una sensibilidad que podríamos considerar ergonómica. Esto es, más preocupado por la relación entre condiciones de trabajo y salud o fatiga que, entre trabajo y conflicto social, propio de los fueros, cartas y ordenamientos cristianos.

En un precioso documento de finales del siglo XI consistente en una especie de Ordenanzas de policía urbana para la ciudad de Sevilla218 escrito por un desconocido Ibn Abdún, se contemplan al lado de numerosas disposiciones para la limpieza, ordenación de mercados y vida cotidiana, variados ejemplos de ordenación del trabajo y apoyo a la agricultura, que por lo menos, aun siendo escasos, se nos presentan con un tono o sensibilidad cualitativamente diferente.

El escrito se inicia recordando al Príncipe la prescripción de: “…Que se dé el mayor impulso a la agricultura, la cual debe ser alentada, así como los labradores han de ser tratados con benevolencia y protegidos en sus labores…”(1981: 42).

Como ejemplo de una medida preventiva de carácter ergonómico se señala rotundamente que: “…No se permitirá a los mozos de cordel que lleven a cuestas más de medio cahiz219, pues el cargar más puede acabar con ellos…”(1981: 130). En uno de los escritos de otro prestigioso autor hispano musulmán, el cordobés Abu-al-Walid Ibn Rusd (Averroes, 1126-1198) se nos señala cómo entre las cosas que nos “pueden producir daño” estarían también las actividades y esfuerzos relacionados con los oficios y profesiones, más otros operadores de carácter psicosocial: “…Ejercicios físicos inadecuados al igual que por los oficios difíciles de ejecutar o por cosas que afectan al ánimo como la cólera o el miedo y, en general, todo aquello que perjudica la complexión, sea o no material…”220.

Apunte, eminentemente parco pero de interés y significativo, por plantearse en un tiempo en el que no son habituales estas consideraciones.

Esta leve atención a determinados riesgos en el trabajo en los escritos hispano musulmanes no la hemos encontrado en la literatura geopónica musulmana que hemos podido consultar. En su escrito más representativo, el “Libro de Agricultura” (finales del XII) del autor sevillano Abu Zacaria (Ibn al-’Awwâm)221 exponente de la Escuela agronómica andalusí222 entre los siglos XI y XIII, no hemos podido encontrar ninguna referencia a contenidos relacionables directamente con las enfermedades o riesgos de las gentes del campo. Sin embargo, sí hay referencias sobre el estado de salud y enfermedades de los trabajadores en relación precisamente con la contaminación de la salud de las plantas, lo que nos desvela en los propietarios agrícolas hispanomusulmanes mentalidades netamente esclavistas en donde lo que importa, no son los hombres, sino la productividad de la tierra.

“Libreo de agricultura”. Abu Zacaria Iahia.

Paradójicamente, las preocupaciones por el jornalero enfermo importan, en la medida en que su enfermedad puede ser transmitida a la planta o al árbol, de tal manera que el resultado no será otro que el no contratarlo porque amenaza la producción. Un poco en la línea actual de algunas estrategias de selección de personal.

En este sentido, parece que no son únicamente de ahora las intranquilidades por el “trabajador tóxico” y, las despreocupaciones por los “trabajos tóxicos”.

La salud que interesa será por lo tanto la de los animales de labor y domésticos más la de árboles, frutales y cosechas223. Así, la profusión de notas, recomendaciones preventivas y comentarios sobre las enfermedades de los animales domésticos y de labor. Incluso un apunte sobre medicina veterinaria en el que se apunta ya el término “Albeytería” como rótulo de la misma, junto con diversas consideraciones sobre el manejo de la mano de obra llenas de astucias y desconfianzas empresariales hacia el trabajo de los braceros224. En consecuencia, un lenguaje que, aparte algún interesante apunte ergonómico225, nos desmonta el ingenuismo con que se suele enjuiciar algunas veces la vida rural en la sociedad andalusí y, que, por otra parte, tampoco debemos exagerar, dado que siempre nos vamos a enfrentar con informaciones que nos nublen cualquier lectura clara y definitiva de las cosas. Así, con respecto a la carga de trabajo en las tareas de laboreo de las viñas, Abu Zacaria marca un marjal (en terreno llano) como la superficie que según su criterio, podía ser perfectamente cavada por tres jornaleros226. Dentro de la indudable fatiga que supone esta tarea con el cuerpo continuamente encorvado pero, a la vez, considerando la inmisericorde postura ante el trabajo de los siervos, tampoco podemos escandalizarnos demasiado. Un marjal podía suponer alrededor de unos 500 metros cuadrados. Teniendo en cuenta que en el laboreo del viñedo se cava por hileras separadas de por lo menos 80 cms, la carga de trabajo por hora y obrero para una jornada de 7 horas, nos daría una hilera de 20 á 23 metros, que siendo claramente dura, con los descansos debidos, puede ser relativamente “soportable” para trabajadores habituados.

De lo que se trata no es de constatar si la cultura hispanomusulmana o la cristiana, estuvieron durante la Edad Media más cercanas o más alejadas del cuerpo de los trabajadores agrícolas o de las gentes de los oficios en general. Tanto la una como la otra, partirían del mismo diseño basal que, en el fondo, no estaría muy alejado de los imaginarios que hemos visto expuestos en el Económico de Jenofonte. Todos ellos, griegos, romanos, musulmanes y cristianos hacen suyo durante siglos, aquello que sobre la agricultura diría Alonso de Herrera a las puertas del siglo XVI: “…Ésta contiene en sí aquellas tres maneras de bien, que juntas en pocos oficios se hallan: provecho, placer y honra…”227.

De la mano de este principio universal surgen los imaginarios sobre la personalidad campesina que también son en líneas generales compartidos. Ibn Jaldún, del que ya hemos hablado, nos dirá que las gentes del campo, a diferencia de las citadinas, ambicionan solo lo estrictamente necesario “…No buscan los medios de saciar su concupiscencia o de satisfacer sus apetitos y placeres. Por consiguiente, los hábitos que norman su conducta son tan sencillos como su propio vivir…”228.

“…En su vivir rural, puede bastar a sus menesteres con una mínima parte del fruto de su trabajo (…) no tienen exigencias que satisfacer provenientes de las costumbres del lujo…”229.

Esta vida “beata” del campesino230 de Ibn Jaldún le hace, además, no necesitar de los cuidados de la medicina. Este apunte nos pone en la pista de uno de los más revelantes imaginarios justificativos de la ausencia de la atención médica profesional en las gentes del campo. Mientras que el médico es necesario en la ciudad, no lo es para las poblaciones rurales: “…Las enfermedades son muy numerosas entre los pueblos sedentarios y los habitantes de las ciudades, debido a la abundancia en que viven y a la variedad de las cosas que comen… además en las ciudades, el aire está viciado por la mezcla de las exhalaciones pútridas provenientes de la gran cantidad de inmundicias… los habitantes de las ciudades desconocen el ejercicio físico… por eso las enfermedades son muy comunes en las ciudades, y, cuanto más frecuentes son, tanto más necesitan de los médicos…”.

“… Las gentes del campo… comen regularmente muy poco… padecen frecuentemente hambre, estado que se ha hecho para ellos habitual… sus alimentos, que toman siempre sin mezcla alguna, son de una naturaleza que mucho se aproxima a la del cuerpo y le conviene perfectamente… además ellos no se sobrecargan nunca el estómago; por eso gozan de una excelente constitución que los mantiene ajenos a las enfermedades. Lo cual hace que raramente tengan menester del socorro de la medicina…”231.

Aunque el argumento utilizado sea enormemente simple: “…Todas las enfermedades provienen de los alimentos…”, el sentido de todo este discurso será absolutamente coherente con los dos principios anotados anteriormente, formando el bloque ideológico desde el que se justificará durante siglos la sumisión y la precariedad para trabajadores y pequeños propietarios agrícolas. Este cuadro será enormemente simple pero, a la vez, de una gran potencia semántica:

  • Trabajo bendecido por los dioses.
  • Gentes virtuosas, sobrias, sacrificadas, valientes, sumisas y leales.
  • Gentes sanas, no contaminadas por los excesos de las costumbres urbanas y por alimentos y ambientes contaminados e impuros. No necesitan de la medicina.

La literatura geopónica castellana comienza y finaliza con el clérigo Gabriel Alonso de Herrera232. Su Obra de Agricultura supondrá más bien que “la fundación de la agricultura moderna castellana” simplemente la adecuación de los autores clásicos a las urgentes necesidades de la abatida agricultura de las tierras del Tajo, combinando ágilmente su propia experiencia de propietario agrícola en Talavera con la trascripción casi literal de los tratados de Varron, Plinio, Columela, Abu Zacaria y Baso. Quizá sin el inicial apoyo e interés del cardenal Cisneros (a su vez, latifundista en Talavera), la obra de Herrera no habría tenido una fuerza de despegue tan potente para, que su inercia, la llevase hasta mediado el ochocientos, con 25 reediciones233 que, no finalizarían hasta 1858 (Madrid, Imp. de A. Santa Coloma).

En esta obra van estando un poco más presente la relación de algunas operaciones agrícolas con la fatiga. Son como pequeños apuntes o añadidos a los autores clásicos, que nos indican que algo está cambiando. En 1480 las Cortes de Toledo habían –por lo menos sobre el papel– abolido el estatus de servidumbre feudal para el campesinado castellano. Una pragmática de los Reyes Católicos en 1486 hacía lo mismos en los territorios de la Corona de Aragón. Los labriegos comenzaban a moverse. A emigrar a las ciudades, a las nuevas tierras de Indias y a otros pagos de la Península. El cuerpo del trabajador agrícola, aunque aún existiese la esclavitud, comenzaba a ser un bien escaso que habría que comenzar a cuidar y atender.

Cuando se ara con bueyes en terrenos difíciles –por ejemplo laderas– habrá que hacerlo al través porque “sería grandísimo esfuerzo” no solo para los bueyes sino también para las personas. Habrá que comenzar los trabajos de las viñas por la mañana, no ya por su conveniencia agronómica sino para que los peones estén descansados. Durante las horas de sol o con lluvia se descansará. Al igual que los autores latinos dirá que los peones que cavan las viñas sean más bajos que altos pero añade de su cosecha: “…porque mejor se amañan a andar baxos que no quebrantan tanto los lomos…”234.

Y luego el comentario paradójico que nos recorta las ilusiones y nos retrotrae a la realidad pura y dura. El trabajo esclavo todavía presente en la agricultura castellana –y pensamos que aragonesa– en el siglo XVI.

“…Y si el señor de la heredad tiene esclavos que andan con hierros este es el oficio del campo en que mejor le pueden servir porque ni han de ir corriendo en este oficio tras el lobo que lleva al cordero, ni han de dar las vueltas que dan los que aran. No digo que hacen este oficio mejor los aherrojados que otros, más que habiendo éstos en casa, éste es el oficio del campo que ellos mejor pueden hacer y al que menos estorben los hierros que traen…”235.

Casi un siglo más tarde aparecerá la segunda obra relevante de la literatura agronómica peninsular de mano del gerundense fray Miquel Agustí (1560-1630), prior de la Iglesia del Temple (Orden de San Juan de Jerusalén) en Perpiñán.

La primera edición del “Libro de los Secretos de la Agricultura, casa de campo y pastoril”, se imprime en catalán en la Barcelona de 1617. El propio autor la traducirá al castellano, editándose por Pascual Bueno en Zaragoza en 1625. Aunque no tuvo la profusión de ediciones de la Agricultura de Herrera, llegaría a las 11 ediciones, siendo la última la de Madrid de 1781. La más conocida (y la que hemos utilizado nosotros) es la de Piferrer de 1722.

“Libro de los secretos de la agricultura, casa de campo y pastoril”. Por Fray Miguel Agustín. 1722.

Los “Secretos de Agricultura” no suponen ninguna novedad sobre el tratado de Herrera. Si, acaso, la desaparición de los comentarios sobre la forma de organizar el trabajo de los siervos y esclavos con la introducción de un prolijo capítulo sobre el manejo por parte de la “Madre de familia”236 del personal femenino de la hacienda. Esta figura de la madre familia, cobrará una gran importancia y protagonismo en la administración de la finca rústica catalana. Aunque como indica nuestro autor, el “comprar, vender ganados, manejar dineros y pagar salarios… toca al hombre”las tareas de organización de la limpieza, higiene, alimentación, menaje, relaciones internas, costumbres y moral de la casa, corresponderá a esta figura femenina que recobra así, su protagonismo antiguo en el fundo romano.

Lo interesante de este papel, es que también será la responsable de la salud y cuidados básicos de todo el personal a servicio de la hacienda, inaugurando un panorama asistencial autónomo en el que no sea necesaria la presencia del médico y, como veremos durante el XVIII –especialmente con la obra de Tissot– permitirá la producción de una literatura médica de divulgación dirigida a las “gentes del campo” con la finalidad de que “conserven su salud” sin la cara y dificultosa actuación de profesionales de la medicina.

“…Dexando los remedios exquifitos para los Médicos de las Ciudades y Lugares populosos, que es mas la ganancia de los Medicos que el provecho de los que vienen à fus manos…”237.

“Lunario y pronóstico perfecto”. Por Jerónimo Cortés.

Para ello, Miguel Agustí incluirá en su obra un extenso capítulo con los remedios “simples”238 que puede manejar la madre de familia, dejando los “compuestos” exclusivamente en manos de los facultativos. El inventario de remedios se corresponde en general, con los restos más rudimentarios y peregrinos de la medicina arábigo/cristiana, que nos justificaría la amarga crítica que durante el XVIII hicieran personajes como el Padre Feijó.

En estos remedios, algunos de alcance simplemente paliativo, como los paños mojados con agua rosada para “el dolor de cabeza que viene del calor”, la eficacia terapéutica –a no ser desde su efecto placebo– pudo ser absolutamente nula239 determinando un panorama morbígeno lamentable, sobre todo, advirtiendo que no se mencionan medidas preventivas adecuadas, salvo las generalidades sobre la construcción de la “casa de campo” sin advertencias hacia el traspaso de las enfermedades de animales al hombre, que por otra parte, se enumeran y describen –incluso clínicamente– con un gran detalle y profusión.

Descontando la obra de Herrera y Fray Agustí, cuyas continuas reediciones cubren mayoritariamente los lenguajes agronómicos españoles durante más de dos siglos, son muy pocos, contadísimos, los autores peninsulares que escriben sobre Agricultura240. Nos adentramos en un largo tiempo de silencio que llegará hasta el siglo XVIII, en donde se inicia la traducción de autores europeos y aparecen numerosos comentarios críticos e informes sobre el estado de la agricultura española, por parte de los políticos ilustrados, viajeros, tratadistas sociales y geógrafos241.

Tendríamos que añadir tan solo (durante el XVI y XVII) la enmarañada y pesadísima literatura arbitrista en la que el abandono y los males que afligen a la agricultura patria constituyen un tema de obligada y reiterativa presencia. Aquí podemos señalar a Juan Valverde Arrieta con su “…Despertador sobre la gran fertilidad, riquezas, baratos, armas y caballos que España solía tener…” (Madrid, 1578). Lope de Deza con su Gobierno político de la Agricultura (Madrid, 1618), o la Restauración de la abundancia de España (Nápoles, 1631) de Miguel Caxa de Leruela. De estos autores, probablemente Lope de Deza (1564-1626) sea el más interesante por sus planteamientos de “alabanza de aldea” con relación a la situación de los labradores dentro de un diseño económico y sociopolítico en el que se dibuja ya, el discurso fisiocrático y se manifiestan potentes resistencias hacia las nuevas burguesías urbanas del comercio y la industria, “contrarias a la virtud” y sobriedad de los campesinos.

“Gobierno político de Agricultura”. Por Lope de Deza.

“…El mundo ha dado un vuelco…trastocando todas las cosas, anteponiéndose a los labradores los ciudadanos…”242.

Aunque parte de sus propuestas pueden ser consideradas como razonables: Atajar la despoblación, Eliminar los impuestos sobre productos básicos de comer, beber y arder, Sustitución de las mulas por los antiguos bueyes, Los préstamos de dinero a censo con las consecuentes hipotecas sobre la tierra y aperos y Ordenación y regulación del trabajo agrícola.

Considerando lo ajustado de esta regulación y, especialmente la introducción de “hombres buenos” en su control, aparece sin embargo un cierto sesgo proteccionista sobre el propietario agrícola, dando a entender que se encuentra desprotegido y a merced de las desmesuradas exigencias de los jornaleros, como si éstos fueran los que marcasen las “reglas del juego”. Imaginario que desgraciadamente será frecuentemente utilizado durante siglos, por las clases propietarias españolas para defender salarios de pura subsistencia:

“…En cada lugar o cabeza de jurisdicción, a los tiempos de las cabas y siegas hubiese hombres peritos y entendidos en esto, que conforme a los días mayores o menores del trabajo y a la necesidad, a la gente y al coste de los batimientos tasasen justamente los jornales o las obradas, las tareas o aranzadas…de suerte que sustentados los jornaleros les quedase una ganancia moderada y comedida añadiéndose a esto las horas de ir al trabajo y venir de él, y lo demás que por leyes de estos Reynos esté ordenado á este propósito, aunque no guardado, habiendo de haber así mismo registro de todos los obreros para que ni se excedieran ni carecieran de lo más justo. Porque por no hacer esto vienen los mercenarios a estar más ricos que los propietarios, que son los que labran, siembran y sustentan las heredades, dejándolas muchas veces por no tener con qué satisfacer a esta gente, que sucede montar más sus jornales que las obras que hacen…”243.

Tampoco queremos pasar por alto lo que pudieron suponer durante estos dos siglos las Leyes de Indias, como expresión de sensibilidades modernas con relación a las condiciones de trabajo y la salud laboral de los indígenas iberoamericanos, aunque tenemos que confesar por nuestra parte una cierta postura escéptica sobre su verdadero alcance y cumplimiento por las autoridades coloniales, amén de considerarlas como el resultado de toda una estrategia colonial que parte de muchos supuestos adulterados y perfectamente aliñados para justificar –sobre todo– explotación y productividad en el gran negocio minero de la Corona española. A esto habría que añadir la insistencia con que durante las primeras décadas del franquismo y, desde ámbitos del “Movimiento”, Ministerio de Trabajo, y la Iglesia, se realiza, sobre lo que supuso la legislación de Indias como el gran ejemplo para el mundo en justicia social y como exponente de los grandes valores defendidos por los considerados casi menos que los padres de la doctrina laboral del nacionalsindicalismo español, en unos años en los que todavía se fusilaban trabajadores y la cárceles y batallones de trabajo estaban repletos de prisioneros políticos.

Lo cierto es, aunque solo sea sobre el papel, que a partir de las denominadas “Leyes Nuevas” se regula el trabajo de los indígenas desde presupuestos que podríamos claramente considerar como avanzados. La mayoría de estas disposiciones sobre condiciones de trabajo e incluso de prevención de riesgos y accidentes laborales están contenidas en la llamada Cédula del Servicio Personal de 1563, promulgada por Felipe II.

“Erudición política, despertador sobre el Comercio, Agricultura y Manufacturas, con avisos de buena política y aumento del real erario”, Por Teodoro Ventura. Madrid, 1743.

Representan instrucciones fundamentalmente dirigidas al trabajo minero –que era el que importaba a la Corona– más algunas disposiciones, como el de la jornada de 8 horas, para el trabajo en la construcción de fortalezas militares y algunas menos para la agricultura.

De entre ellas, podríamos recordar la prohibición de “cargar a los indios” permitiéndose solamente en situaciones excepcionales –que en la práctica serían habituales– como la falta de caminos o tratarse de mercancías indispensables. Las condiciones en estas ocasiones eran las de ser mayor de 18 años y no exceder el peso de dos arrobas, debiéndose además repartir entre varios porteadores (Ley IV, Libro VI, de la Recopilación de Indias; Cedulario índico, Tomo X, Arch. Hist. Nac.)

Otra disposición para los jornaleros (mitayos) temporales en tierras de la Corona señalaba el mandato de proporcionarles aparte del jornal (en metálico) comida cena y cama, “imponiéndoles la obligación de tener médicos para la cura de los trabajadores enfermos y doctrineros que los instruyesen, y de costear su entierro en caso de muerte…”244. Sobre otras coberturas sanitarias hubo un Hospital en Huancavelica (Perú) especialmente habilitado para trabajadores del campo del que, por ahora, no disponemos de más información.

“Acción social y protección laboral de la Iglesia y España en América”. Por Emilio Eyré L. D’Abral. 1958.

De entre la información que poseemos a propósito de esta larga etapa colonial no deja de tener su interés el papel –siempre paradójico– jugado por la Iglesia en el cumplimiento de la legislación laboral de Indias. Un jesuita, Diego de Avendaño (1594-1688), redactaría un manual de confesores bajo el título de Guía de conciencias para los asuntos de Indias245 en donde da rigurosas instrucciones a los confesores sobre los pecados en que pueden incurrir propietarios, patronos o encargados que se desentiendan de los peligros y riesgos a los que puedan estar expuestos sus empleados, e incluso a proporcionales un cierto grado de lo que hoy entenderíamos como calidad de vida laboral. Apunte enormemente sugestivo, que podríamos recomendar en la actualidad a muchos “monseñores” tan preocupados por la vida y salud de sus feligreses y conciudadanos.

“…que por imprevisión, negligencia o codicia, no adaptasen las medidas legales (…) para evitar no solamente accidentes graves, sino también las penalidades y molestias, en cuanto fuese posible…”246.

Y llegamos al final del XVII, con el capítulo XXXIX de “De Morbis artificum” (1700) de Bernardini Ramazzini (1633-1714) titulado: De las enfermedades de los labradores.

“De Morbis artificum”, Por Bernardini Ramazzini.

Nosotros siempre hemos sostenido que Ramazzini había escrito su obra pensando en la ciudad y desde los oficios de la ciudad, a pesar de que contemple diversas profesiones y actividades no estrictamente urbanas, como molineros, cazadores, pescadores o marinos. El asunto está en que el horizonte productivo de su obra reside en la prosperidad de la ciudad, como núcleo económico y político emergente en la sociedad, ya claramente burguesa y moderna, del Norte de Italia. Ramazzini cuando habla de todos estos oficios rurales o ruralizables lo hace al exterior del discurso agronómico del Barroco que es y, supone como hemos visto, un lenguaje todavía medieval. Una vez más, el mérito de nuestro autor es realizar el engarce de las enfermedades del labrador con una nueva lectura del cuerpo que se construye desde los oficios de la ciudad burguesa, que será el lecho moderno desde el que se irían constituyendo tanto la higiene pública como las medicinas del trabajo.

Mientras que los deterioros y enfermedades de los artesanos suponen sobre todo quebrantos posturales y respiratorios en los que se dibujan fatigas, esfuerzos y sobrecargas, los males del labrador y de las gentes del campo en general, provienen de la dureza y variaciones extremadas del clima y de una alimentación deficiente o dañina.

“…Es, pues, el caso que las enfermedades que suelen amenazar a la gente del campo, al menos en Italia (…) son las pleuritis, las neumonías y también el asma; los dolores cólicos. Las erisipelas, las oftalmías, las anginas y los dolores y caries dentales. De manera general, es posible atribuir estas dolencias a dos causas ocasionales, que son lo dañino del clima y de la alimentación…”247.

Pero hay más. Existe una situación peculiar de dependencia y servidumbre que Ramazzini sabe captar con su proverbial finura clínica hablándonos del “mal del patrón” repercutiendo en “afecciones hipocondríacas” e “histéricas” que parecen indicar malestares y corrosiones emocionales de origen psicosocial con repercusión somática en cólicos y trastornos digestivos que pueden perfectamente apuntar a cuadros de estrés, ansiedad y/o mobbing. Es una pena que no hayamos podido rastrear una mayor información sobre este “mal del patrón” cuya descripción por Ramazzini no deja de ser confusa y, además, muy apoyada en el diseño humoral de manera que las claves “fisiológicas” parece que había que buscarlas en la formación y acumulación de “humores crasos y pegajosos”.

Mientras que en la literatura medieval y barroca sobre la salud del campesinado se hace hincapié en la fortaleza y condiciones naturales de salud del trabajador (incluido el pequeño propietario) rural, que como hemos visto, no necesita de la presencia médica, Ramazzini introducirá dudas y preguntas como resultado también de sus observaciones y de su práctica clínica. La pregunta que se hace –siguiendo a Bolonio– es: “…por qué los cuerpos de los siervos y siervas, en lo demás tan duros, compactos y sólidos, y de salud no tan inestable como los de las gentes libres, cuando caen enfermos se derrumban más con las purgas y sangrías que los cuerpos que son más vulnerables y endebles. Aduce varias razones, la principal de las cuales es que sus cuerpos son densos y están distendidos por vísceras duras, y que por ello no responden tan fácilmente a los purgantes ni sacan gran provecho de la flebotomía, algo que podrá trasladarse exactamente a los labradores…”248.

Añadiendo a continuación:

“…Veo (…) por todas partes a desdichados labradores a los que llevan a los hospitales públicos y se les confía a los médicos más jóvenes, recién salidos de la facultad, y se los deja exhaustos por entero a golpes de enérgicos depurativos y repetidas sangrías; para nada se atiende a la falta de costumbre que tienen frente a los grandes remedios, ni a la debilidad de sus fuerzas causada por sus agotadoras tareas…”249.

Nos hemos extendido en la reproducción de estos párrafos por lo que representan en cuanto al significado que va teniendo para Ramazzini el cuerpo del campesino y, en cierta medida de muchos trabajadores urbanos. Si recordamos lo que comentábamos sobre los significados de la “complexio” en la medicina medieval, que enlazaría además con la idea griega de los cuerpos con calor del ciudadano y fríos de mujeres o esclavos     (recordemos “Flesh and Stone”, de Sennett, 1992) resulta que labradores y jornaleros –sobre todo estos últimos– son gentes que en apariencia fuertes y resistentes (esténicos) estarían en el fondo debilitados por el trabajo y, no pueden soportar, una terapéutica pensada para cuerpos sedentarios e inflados de “plétora”, prefiriendo: “…sucumbir en sus cabañas a decir adiós a esta vida en los hospitales, con las venas exhaustas de sangre y el vientre extenuado por los fármacos…”250.

Detrás de este planteamiento, Ramazzini propugna una terapéutica para el campesino apoyada en el reposo y la buena alimentación, que no hace más que connotarnos que lo que mataba a los campesinos de su época no era otra cosa que la pobreza y las fatigas del trabajo.

Junto a algunos apuntes concretos sobre determinadas enfermedades o deteriores orgánicos derivados del macerado del cáñamo, las humedades de algunas actividades, la dilatación de la pupila (midriasis) por el exceso de iluminación en el paso del invierno a la primavera –sobre todo en los niños– o la insalubridad debida a las acumulaciones de estiércol cerca de la vivienda, lo realmente relevante, en este capítulo verdaderamente pionero de nuestro autor, es su hincapié en manifestar que las enfermedades de las gentes del campo, por encima de problemas funcionales e incluso, de las inclemencias y bruscas variaciones del clima, son debidos a un modelo de vida y trabajo presidido por severas carencias nutricionales y continuas fatigas que contradicen los cantos de sirena sobre las beatitudes de la agricultura. El cuerpo del jornalero con Ramazzini comenzará a ser mirado por algunos médicos como un cuerpo quebrantado por la fatiga y alimentado por una dieta insuficiente.

Desde aquí se cierra y abre un nuevo capítulo sobre la salud de las gentes del común, más allá del síndrome estricto o de la enfermedad como desequilibrio endógeno de los humores –a pesar del diseño de las sex res non naturales– que irá lentamente apuntando al medio socio profesional o a contenidos socioeconómicos. Estaremos a un paso de nuevas lecturas que nos lleven, casi sin darnos cuenta, a la pobreza y a la miseria cultural, higiénica y económica como factor determinante de la salud de los trabajadores y, en especial, de los de la agricultura. Situándonos más allá del “mal de la rosa”, al igual que hiciese Gaspar Casal cuando, al final de su exposición sobre la nosología de la pelagra, termina diciendo que la clave de la enfermedad puede que no sea otra que la miseria y pobreza de las gentes.

Continuará….

“Catecismo de agricultura”. S. Calleja

  1. Debido a la extensión del artículo, solamente incluiremos en este número de “La Mutua,” nº 16, 2006) una primera parte del trabajo, que será continuado en los próximos números de la revista.
  2. Incluso en las últimas décadas y con motivo del primer Congreso Nacional de Sociología en España (Zaragoza, 1981) en el que la presencia de la sociología rural tuvo un papel destacado con las aportaciones de prestigiosos especialistas como Eduardo Sevilla o Alfonso Ortí, de las 32 ponencias y comunicaciones presentadas en la Sección de Sociología Rural, no hubo ninguna, dedicada a la siniestralidad y enfermedades derivadas del trabajo agrícola.
  3. Una de las primeras referencias que poseemos sobre la cobertura de accidentes y enfermedades en un entorno en general asociado con la agricultura como es el del trabajo en la mar estaría contenida en el Libro del Consulado del Mar (1258-1266) que recoge en una Real Cédula de Jaime I de Aragón fechada el 26 de agosto de 1258, las Ordenanzas para la Policía y Gobierno de las embarcaciones mercantes de Baleares, en donde se expone lo siguiente: “…Que si algún marinero muriese sirviendo en una nave o leño, tendrá derecho a todo el salario y si enfermare o se estropeare en sus miembros desde el punto de haberse botado al agua la nave o leño, el patrón abonará al dicho marinero su comida precisa para todo el viage (sic), si el tal fuese en el susodicho viage, y el marinero habrá toda su soldada (…) Si el marinero hubiese recibido tal estropeamiento haciendo el servicio de dicha nave o leño, que no pueda ir al viage a juicio de dos prohombres de la ribera, cobrará tan solo media soldada…” Anotado por Luis Curiel, Índice histórico de disposiciones sociales Madrid, (1946: 85).
  4. Estableciendo la jornada de trabajo y los salarios.
  5. Una de las disposiciones contenidas en el Ordenamiento de las Cortes de Toro convocadas por Enrique II de Castilla haría mención a la prohibición del trabajo en el campo a los menores de 12 años y a los “ommes que hayan lisiones en los cuerpos o muy viejos” (Cortes de León y Castilla, II, 173, anotado Luis Curiel, 1946: 43)
  6. De la misma manera que se utilizaron a lo largo del tiempo diversas estrategias y dispositivos artesanales de protección individual como las fundas de piel con que envolvían sus piernas los recolectores del lino en la Hispania romana (citado por Plinio en su Naturalis Historia) o hasta casi nuestros días la “zoqueta” de madera para proteger la mano izquierda de los segadores a la hoz.
  7. Edward Malefakis, “Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX”, Barcelona, Ariel, 1971:123.
  8. 1766, no fue exclusivamente el año del motín conocido como de “Esquilache”, sino además, de la aparición de diversos disturbios populares que afectaron por lo menos a 20 ciudades y que junto a los sucesos de Madrid, posiblemente catalizados por la torpeza del Marqués y los excesos de las Guardias Valonas, tendrían sus más graves manifestaciones en Zaragoza (el motín de los “broqueleros” o del “pan”) y en varias localidades guipuzcoanas como Azcoitia, con la llamada “machinada” (Bennassar, 1989; Pierre Vilar, 1999). En todos estos acontecimientos estuvieron presentes labradores y arrendatarios modestos o empobrecidos, junto a jornaleros, obreros y menestrales urbanos. Por el contrario, en las filas de la represión de los tumultos, habría una fuerte presencia de labradores acomodados –los llamados broqueleros de Zaragoza– o nobles, como en el caso de Azcoitia. Los orígenes de todos estos sucesos reposarían sobre una profunda crisis de subsistencias ocasionada por la carestía y escasez del pan, obedeciendo básicamente al modelo de revuelta tradicional del Antiguo Régimen en el que la persona real, como la propia institución monárquica o el régimen estamental nunca serían criticados hasta las primeras revueltas campesinas y populares de carácter protosocialista o republicano, alrededor de mediados del XIX (Arahal, 1857 y Loja, 1861), en las que no obstante, y a pesar de ese carácter pretendidamente político –fundamentalmente entre los promotores– lo braceros y arrendatarios con pocos recursos seguirían pensando en el reparto de la tierra. Incluso en los inicios de la Revolución de Septiembre, frente a los intereses netamente políticos –y más claramente de consolidación hegemónica de las burguesías liberales– de los “directores” militares y civiles del pronunciamiento, las masas populares con una potente presencia rural y campesina, soñarían con el acceso a la propiedad de la tierra. Aunque en los movimientos y revueltas campesinas, siempre estuviese presente la propiedad de la tierra como reivindicación y motivo, más, por supuesto, las paupérrimas condiciones de vida de braceros, aparceros y labradores modestos, el motín de subsistencias como modelo estructural de conflicto se iría extinguiendo a partir de 1830, con los primeros pasos de nuestra peculiar revolución burguesa a la española. Para Antonio Peiró (2002) el ciclo de los conflictos tradicionales del Antiguo Régimen se cerraría con el llamado “motín de los verdes” (Zaragoza, 1828), en el que también se agavillaron pequeños labradores –en este caso sobre todo hortelanos– con jornaleros y artesanos urbanos. A partir de ahí, el hambre fisiológico en sentido estricto, va a dar paso al hambre de tierras como resultado de las profundas insatisfacciones que el proceso de desamortización civil deja en los sectores más empobrecidos del campesinado español, especialmente en Andalucía, en donde los antiguos señoríos jurisdiccionales a los que podrían tener –en principio– legalmente derecho de propiedad los aparceros, seguirán en manos de sus antiguos detentadores con la diferencia en que ahora, su propiedad iba a estar además de por Dios, la Santa Tradición y el Rey, bendecida también, por el Código Civil.
  9. En el periodo 1914-1915, tiempo de gran conflictividad campesina en Andalucía, el inventario reivindicativo presentado por los braceros del Bajo Guadalquivir estaba integrado por una serie de puntos que se podrían asemejar a los del proletariado urbano de la época, (Calero, 1987): salario, comidas, jornada de trabajo, limpieza de las gañarías (locales para dormir de los gañanes), trato a los jornaleros, reconocimiento de las asociaciones campesinas.
  10. Y esto a pesar de que nuestro autor dedicase un capítulo de su “De morbis artificum” (1700) a comentar las enfermedades de los labradores.
  11. Cuando Johann Peter Frank (1728-1821) encabezó su famoso discurso en la Universidad de Pavía (1790) con las palabras, “…De popolorum miseria morborum genitrice…”, estaba sin duda, pensando sobre todo en la población campesina de su tiempo.
  12. Junto con la obra de Tissot, hubo por las mismas fechas alguno que otro autor que se ocuparía –aunque con mucha menor intensidad– de la salud de las gentes del campo como el monje cistenciense francés Dom Le Rouge, según su “Traité abrégé des maladies des cultivateurs” (Fontenay, 1773).
  13. François Thiery (1717-1795), publicaría en Paris (1791) unas “Observations de physique et de médécine faites en différens lieux de L’Espagne » en donde recopilará un amplio conjunto de informaciones propias –solo en el primer volumen– y de diversos corresponsales españoles en el segundo, a propósito de las influencias del clima y la naturaleza sobre las enfermedades de algunas regiones españolas. Entre sus corresponsales se encontrarían Gaspar Casal y el médico de las minas de Almadén Francisco López de Arévalo por lo que se contienen informaciones sobre el “mal de la rosa” y las condiciones de salud y enfermedad en la minería del mercurio. Para mayor información ver: Antonio Carreras; “François Thiery y la medicina española ilustrada” en Historia y medicina en España, homenaje al profesor Luis S. Granjel, Universidad de Valladolid, 1994.
  14. Pedro Antonio Sánchez (1749-1806) un casi desconocido sacerdote ilustrado gallego –fue canónigo catedralicio en Santiago– publica en “El Censor” bajo el seudónimo de Antonio Filántropo una memoria sobre el “Modo de fomentar entre los labradores de Galicia las fábricas de curtidos” (Discurso LX, de 1782), en donde expone una serie de comentarios sobre la situación de los campesinos aludiendo a la escasa alimentación, la dureza y agotamiento derivado del trabajo, la desnudez, la mala vivienda y el desprecio hacia ellos por parte de los estamentos privilegiados.
  15. Juan Polo y Catalina: Censo de frutos y manufacturas de España é Islas adyacentes…, Madrid, Imprenta Real, 1803. Informe sobre las fábricas e industrias de España. Obra sin editar perteneciente a la colección “Egerton” de la British Library, redactada en 1804 según anotaciones del profesor Sánchez Hormigo, 2005.
  16. José Lucas Labrada Romero (1762-1842): un olvidado ilustrado gallego, redactaría por encargo del Real Consulado de la Coruña una Descripción Económica del Reino de Galicia. (Ferrol, Imprenta de Riesgo Montero, 1804), en donde se puede encontrar información bastante rigurosa sobre la población y propiedad de la tierra, en la Galicia de finales del XVIII.
  17. Gaspar Casal (1680-1759) en su “Historia natural y médica del Principado de Asturias” (1762); El Dr. Félix Ibáñez (nacido hacia 1736) con su “Topografía hipocrática” sobre la Alcarria (1784); Andrés Piquer y Amufat (1711-1772) en el “Tratado de calenturas” (1751); Tomás López de Vargas (1730-1802) especialmente en la pregunta nº 13 de su “Interrogatorio” sobre Extremadura en 1782; Benito Jerónimo Feijó (1676-1764) “Teatro Crítico Universal” (1726- 1740); Pablo de Olavide (1725-1803) “Fuero de nuevas poblaciones” (1767); Bernardo Ward (fallecido en 1779). “Proyecto económico” (1762-1779); Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1802) “Tratado de la Regalía de amortización” (1765) y “Discurso sobre el fomento de la industria popular” (1774); Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) “Informe sobre el expediente de la Ley Agraria” (1784); Francisco Cabarrús (1752-1810) “Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza la opinión y las leyes oponen a la felicidad humana” (1786).
  18. Queja posiblemente excesiva pues aparte el Tratado de Higiene Rural de Giné i Partagás publicado en 1860 –retomado en parte en el tomo III de su Curso elemental de higiene privada y pública de 1872– otros ilustres higienistas como Monlau y Salarich, habían publicado escritos madrugadores sobre el asunto. Monlau en los “Elementos de higiene pública” (1847) y Joaquín Salarich en su “Higiene del campo” publicada en varios números de la Revista de Agricultura Práctica desde 1857 hasta 1860. Además, higienistas coetáneos de Perujo como Benito Alcina (1882) y sobre todo Francisco Javier Santero (1885), dedicarían diversos apartados en sus tratados de higiene a comentar y exponer los riesgos y enfermedades del trabajo en la agricultura.
  19. Más del 60% de la tierra productiva se encontraba durante el XVIII en manos de la nobleza y el estamento eclesial según aportación de Fernández de Pinedo, Gil Novales y Dèrozier en Centralismo, Ilustración y agonía del Antiguo Régimen, Tomo VII de la Historia de España dirigida por Tuñón de Lara, Barcelona, Labor, 2ª edición 1981.
  20. Anotado por Juan Mercader y Antonio Dominguez Ortíz en “Historia de España y América” dirigida por Vicens Vives, Barcelona, Editorial Vicens Vives, Vol., IV, 1992.
  21. Según nuestros datos (Izard, 1973; Corredor y Montaner, 1984) uno de los primeros industriales fabriles barceloneses pudo ser el maestro tejedor Esteve Canals que alrededor de 1738 poseía un establecimiento de estampación de indianas con cerca de 300 operarios.
  22. Habría que ver en qué medida y, a pesar del énfasis fisiocrático, el discurso ilustrado sobre el progreso dejó de lado a la agricultura. En los contenidos de los primeros tratadistas que relacionan desarrollo económico y progreso, como pueden ser David Hume (1711-1776), Adam Ferguson (1723-1816) o Adam Smith (1723-1790), sustentados por el marco teórico de los “cuatro estadios” socioeconómicos, caza, ganadería, agricultura y comercio, coloca a esta última etapa en la cúspide del progreso como gran dintel que permite la movilidad de capitales y el desarrollo de la industrialización fabril. La agricultura será considerada en el fondo como un estadío arcaico cuya significación y valoración última se hará exclusivamente desde su “movilización” productiva a través del comercio. De ahí la importancia de la desamortización para los ilustrados españoles. En los célebres “Discursos” de Hume (1742, 1751) comentaría cómo, lo que ha hecho posible el progreso y, contribuido a una mayor y mejor subsistencia de las gentes, habrían sido, las artes mecánicas, el descubrimiento de nuevos mundos, la creación de los “correos” y el uso de letras de cambio. En definitiva, el comercio, sostenido desde un diseño socioeconómico dinámico, distinto al de la inmovilidad estamental, en donde la agricultura “amortizada” tan solo producía “rentas” frente a la producción de “capital” del comercio y la industria.
  23. Ver los comentarios a propósito de la influencia de los artesanos en las innovaciones técnicas del Renacimiento, contenidos en Allen G. Debus, “El hombre y la naturaleza en el Renacimiento” (1978, FCE,1985).
  24. Solo a partir de la segunda mitad del ochocientos se iniciaría en España la fabricación industrial de artefactos y útiles dedicados a la agricultura, aunque sin que se contemplase maquinaria compleja como las “segadoras” que, fueron siempre, productos de importación. En el catálogo que la Sociedad Económica del País en Valencia, presentaría al público en su Exposición de 1851, vemos ya, una serie de utensilios y productos “industriales” menores para uso agrario presentados por tan solo dos fabricantes de los 46 contemplados en la sección de industria. Uno de ellos, los Sres. Donnay y Massip de la calle de Cuarte, expone tan solo una prensa en hierro y bronce para prensar aceitunas y dos poleas o garruchas para los pozos y otro con un catálogo más amplio sería Vicente Lassala y Palomares, que se autodenomina “importador de maquinaria para la agricultura” con una máquina para ventilar y cribar granos; tres máquinas para preparar alimentos para el ganado; Un arado inglés para una sola yunta, junto a varios útiles menores seguramente españoles como guadañas, palas, tijeras, rastrillos podaderas, azadas, tenedores y rastrillos. Referencia en: “Catálogo de los objetos que se han presentado a la Exposición (sic) Pública que celebra la Sociedad Económica de Amigos del País en diciembre de 1851”, formado por D. Fernando Herbás, Valencia, Imprenta de José Rius, 1851, págs., 25, 26 y 27.
  25. El arado asimétrico supuso un adelanto con relación al romano no solo por la incorporación de la reja de hierro, y en ocasiones de ruedas, sino, sobre todo, por la disposición oblicua de la reja. Su continuador inmediato fue el llamado arado de “vertedera” que en algunas regiones españolas como Navarra o Galicia no se conocería hasta casi finales del XIX.
  26. El Curso completo o Diccionario universal de agricultura teórica-práctica y de medicina rural y veterinaria de Rozier, en 16 volúmenes, fue traducido por Juan Álvarez Guerra y editado por primera vez en España (Madrid, Imprenta Real) entre 1797 y 1803.
  27. En este Catecismo, traducido y adaptado a la agricultura española por el geógrafo Pedro Martín de López, en 1848, se comenta en relación con los deberes del “labrador” respecto a sus criados lo siguiente: “…Debe dárseles el alimento suficiente y sano, algunos gajes en proporción a sus servicios, pagarles sus salarios, mirar por su salud en el trabajo, y cuidarlos cuando estén enfermos.” Pedro M. de López. Catecismo de Agricultura. Madrid. Imprenta de Santiago Saunaque, (1848: 20-21).
  28. Lewis Mumford, contemplaba en su conocida obra “Técnica y Civilización” (1934) tres fases en el desarrollo de la técnica: Eotécnica, paleoténica y neotécnica. La eotécnica supondría un “complejo de agua y madera” (1994: 128), mientras que la paleotécnica lo era de carbón y hierro y la neotécnica, reposaría sobre la energía eléctrica y las aleaciones. Para ser más realistas puede incluso que la agricultura española anterior al XIX, estuviese situada en algunas regiones en etapas técnico-culturales pre-eotécnicas o claramente pre-maquínicas si consideramos como señalaba Mumford en el libro citado que el reloj, sería el exponente, “la máquina clave” (1994: 31), con que se inicia en Europa la civilización de la máquina.
  29. Aquí, vendría a cuento volver a recordar el comentario que haría en su “Rerum rusticarum” (55 a.n.e.) el escritor y latifundista Marco Terencio Varron (116-27 a.n.e.), a propósito de los medios de trabajo utilizados en el campo: formados por instrumentos mudos como los artefactos o utensilios; con voz sin articular como los bueyes y con voz articulada como los esclavos. Existe una traducción al castellano de los tres libros conservados de esta interesante obra de Varron realizada por Bernardo Alemany y editada en Madrid, por la casa Hernando en 1931.
  30. Mediado el XIX, podemos encontrar en la obra de Frédérick Le Play (1806-1882) “Les ouvriers européens” (1855) el testimonio sobre la participación de todos los integrantes de la familia del pequeño propietario rural del Norte de España en las actividades agrícolas, a través de sus monografías sobre la vida campesina en Galicia y Cantabria.
  31. Bartolomé Bennassar (1983), situaría este momento demográfico positivo a partir de 1530; siendo su etapa más dinámica la marcada por esta fecha y 1561; para estancarse e iniciar el descenso hacia finales del quinientos.
  32. Pesimismo y críticas que no hemos encontrado en viajeros anteriores como el alemán Jerónimo Münzer, que en su obra Itinerario Hispánico (1494-95), resaltaba la riqueza del campo español; o del portugués Tomé Pinheiro da Veiga (1570-1656) alabando las tierras castellanas en su “Pincigrafía e historia natural e moral de Valladolid” (circa 1609).
  33. El historiador francés Jean Sarraich, hablaría de testimonios “mal intencionados y frívolos algunas veces” al referirse a estos comentarios de los viajeros extranjeros durante el XVIII. (La España ilustrada… FCE, 1979: 20).
  34. Saga en la que se pueden encontrar personajes más o menos afianzados en España como el ingeniero de minas irlandés Guillermo Bowles (1720-Madrid 1780) autor de una minuciosa “Introducción a la Historia Natural y á la Geografía Física de España” (Madrid, 1775) en donde además de los comentarios mineralógicos introduce algunas referencias sobre las condiciones de trabajo campesinas como por ejemplo los salarios y alimentación de los pastores de las “cabañas” de merinas. Según las categorías desde los 150 reales al año hasta los 40 para los “gañanes”, con 2 libras de pan diarias como alimentación más el posible apaño de carne de algunos carneros u ovejas con tal de que la lana se diese al propietario del rebaño. La leche también podía ser utilizada por los pastores, aunque Bowles señala que éstos no sabían aprovecharla. (op. c. 3ª edición, 1789: 502). Entre los viajeros británicos “estrictos” que se ocuparon en sus relatos de la situación de la agricultura española podemos señalar en primer lugar a Edward Clarke con sus “Letters concerning the Spanich Nation” (Londres, 1763) seguida de la quizá más rigurosa del médico Joseph Townsend, “A journey through in the years 1786 and 1787; with particular attention to the agricultura, manufactures, comerse, population, taxes, and revenue of that country…” (Londres, 1791). Sobre información y referencias a los viajeros ilustrados ver los comentarios de Carmen Freixa en: Imágenes y percepción de la naturaleza en el viajero ilustrado, Revista Scripta Nova, nº 42, 1999.
  35. Estas citas están anotadas en una conferencia de Marañón pronunciada en la Academia Nacional de Medicina sobre el “Estado político, social y médico de España en el año 1734” en 1934, (1936, 305) y referenciadas como Laborde (5, 231).
  36. La tasa de mortalidad infantil (de 0 a 1 año) para finales del XVIII, supuso en las regiones del interior cifras de hasta un 300 por mil, con una mortalidad general del 40 por mil. Algunas instituciones nosocomiales como los Hospicios (manufacturas de la “muerte”) presentaron cifras de mortalidad escalofriantes superando el 75% y acercándose como el Hospicio de Valladolid entre 1747 y 1757 al 90%. Referencias en Emiliano Fernández de Pinedo: Centralismo, Ilustración y agonía del Antiguo Régimen; Tomo VII de la Historia de España dirigida por Tuñón de Lara, Barcelona, Labor, 1981: 23.
  37. El censo de Godoy de 1797, daba para la península una población de 10.541.221 habitantes.
  38. Mediante las rápidas medidas de emergencia sanitaria contenidas en las Reales Provisiones de 3 y 9 de agosto de 1720.
  39. En una carta dirigida a Esquilache por el Intendente de Gualajara en 1764, señalaba cómo la escasez de grano, la subida de los precios del trigo, “…mueren a manos de la miseria y consecuentes epidemias… pues caminé algunas semanas sin encontrar en los pueblos otro pan que el de zenteno y cevada (sic) muy mala, y a precio excesivo, y en cada uno un hospital de enfermos, de que ha perecido un gran número…”. Anotado por Jhon Lynch en su obra “El siglo XVIII, Barcelona, Edit., Crítica, 1991: 181.
  40. Fernández de Pinedo (op.c.) apunta para algunas comarcas de Extremadura índices de 10 habitantes por km2.
  41. Juan Mercader y Antonio Domínguez Ortiz (1972) hablarían de una “sociedad ruralizada al máximo” en donde los municipios con una población mayor a los 10.000 habitantes presentarían una fisonomía totalmente rural y en donde residían multitud de braceros agrícolas (recordar los comentarios de Antonio Peiró sobre la Zaragoza del setecientos en “Jornaleros y mancebos”, 2002). Además, posiblemente, los datos censales relativos a la población menestral urbana presenten claras lagunas dado que muchos de los reflejados como menestrales tendrían a su vez, una ocupación temporal en la agricultura como señalan Mercader y Domínguez Ortíz (1972). Para estos autores en el final del XVIII, las 3/4 partes de la población activa española trabajarían de una manera o de otra en el campo. Lynch (1991: 179) apuntaba para Galicia que el 90% de la población vivía de la agricultura con propiedades que no excedían a las 3 hectáreas, en tierras además arrendadas a diferencia de otras regiones como Cataluña por foros de sólo tres generaciones. En las regiones del Norte peninsular la proporción de jornaleros era menor del 25% mientras que en Sevilla, Córdoba y Jaén suponían el 75%.
  42. En el Censo de Floridablanca (1781) de los 4.181 centros de población catalogados solamente 40 sobrepasaban los 10.000 habitantes.
  43. Al finalizar el XVIII, si descontamos su numerosa población militar Madrid tan solo tendría 167.000 habitantes y Barcelona 115.000, aunque el aumento poblacional barcelonés sería potentímo durante todo el setecientos teniendo además en cuenta que, después del asalto Borbón a la ciudad en 1714, su población quedó reducida a 37.000 individuos. Por las mismas fechas, Sevilla tendría 96.000 habitantes; Valencia 80.000; Cádiz 70.000; Málaga 50.000 y Zaragoza 40.000, mientras que en el interior Burgos contaba con 9.000 habitantes y Valladolid con 21.000.
  44. A finales del siglo XV, la población directamente relacionada con la agricultura suponía un 85% del total, según referencia Gabriel García-Badell en su Introducción a la Historia de la Agricultura Española (1963).
  45. Según datos referenciados por Juan Helguera Quijada (1998, 1999), parece que se adquirieron o encargaron tres máquinas de vapor para el achique del agua de las minas de las cuales únicamente se comenzó a instalar en 1787 la más potente. El proceso de instalación fue largo y laborioso no llegando a estar en perfecto funcionamiento según algunos estudiosos del asunto hasta 1805. Entre 1789 y 1806, (Helguera Quijada, 1998), se compararon 7 “vapores”, de la segunda generación de “Máquinas de Watt”. Unas, con provecho, en fábricas de harinas y curtidos y otras, las dirigidas a los Arsenales de la Armada, con un rendimiento negativo; cuando no, olvidadas durante años y sometidas sus piezas a robos y deterioros inconcebibles. En líneas generales, y con la posible excepción de la tecnología textil, parece que la apuesta durante las últimas décadas del XVIII español por la maquinización y modernización tecnológica de las manufacturas constituyó una actividad voluntarista e individualizada, que aunque fuera habitualmente apoyada por las autoridades y círculos ilustrados, se encasquillaría en su utilización práctica por las carencias estructurales de una sociedad que cultural, profesional y económicamente, seguía anclada en una mentalidad ruralista y que además tampoco poseía las infraestructuras logísticas y las materias primas necesarias para llevar a cabo adecuadamente el proceso de transferencia tecnológica inglesa, como lo pudieron realizar, Francia y los Paises Bajos.
  46. La especialización fabril-industrial en la provincia de Barcelona, comenzaría a tener una potente presencia durante la segunda mitad del setecientos. Según los datos que manejamos en la actualidad, (anotados por Jaime Torras Elías, 1999) localidades con anterioridad plenamente ruralizadas y con poblaciones pequeñas como Tortellá (163 habitantes) o Navarcles (150 hab.), poseían en 1760 entre 10 y 20 telares. Puede que no nos equivoquemos demasiado manifestando que si bien la incorporación de la gran tecnología del vapor (a pesar de sus patéticos y pioneros intentos, algunos en 1722) no iniciaría su consolidación en España, hasta mediados del XIX (el intento de los “Bonaplata” de1832, sería como todos sabemos trágicamente abortado en 1835). La tecnología textil barcelonesa por el contrario, presentaba ya en la década de los veinte una razonable mecanización con base energética hidráulica e incluso desde finales del XVIII, habían creado la “bergadana”, a modo de una especie de “jenny” a la catalana.
  47. Optimismo que no le impediría –como apuntábamos anteriormente– trazar una panorámica crítica sobre las condiciones de vida del campesinado como cuando con ocasión de su viaje por la Rioja comenta la situación en la que trabajan y viven los jornaleros de unas tierras por otra parte tan prósperas como las de Fuenmayor (comentado por Sarraich, op. c., pág 21).
  48. Deficiencias, sobre todo, en cuanto a presencia real en los ámbitos rurales del médico e incluso en su proporción con relación a la extensión del territorio y la población. Gaspar Casal (1762) señalaba para toda Asturias la existencia de 5 médicos y Lucas Labrada en los apéndices estadísticos que acompañan su “Descripción económica del Reino de Galicia” (1804) anotaba para todo el territorio a finales del XVIII, la presencia de tan solo 67 médicos.
  49. Según comentara Diego de Velasco en su Curso teórico-práctico de operaciones de cirugía (Madrid,1780), estos cirujanos romancistas que de alguna manera habían sustituido a los “cirujanos latinos”, con formación universitaria a principios del XVIII, “exponían en los pueblos la vida del honrado labrador y la suerte de su inocente familia; en las Armadas y en el Ejército hacían más estragos que el plomo y el acero de los enemigos”. Anotado por Eduardo García del Real en su Historia de la Medicina en España, Madrid, Editorial Reus, (1921: 442-443).
  50. Existe una interesante y extensa carta escrita por Mateo Seoane a un amigo médico en 1819, anotada también por García del Real (op. c. 479-487), en donde expone la penosa situación de los médicos contratados por los Ayuntamientos en donde entre otras muchas consideraciones comentaría: “… ¿Cómo se quiere que con una subsistencia precaria y debida a un trabajo tan incómodo y penoso como continuo y aún degradante, conserven la serenidad del alma necesaria para adelantar en el estudio? ¿Cómo se quiere que después de estudios tan pésimos y de tan malísimo gusto como los que comúnmente se hacen en nuestras Universidades adquiera un médico, esclavizado en un pueblo, el ansia de saber qué debe ser su divisa?…”
  51. De alguna manera la gran aportación médica y científica del XVIII, residiría en la importancia que por primera vez tendría la mirada, como método de interrogatorio sobre la naturaleza y la sociedad. Mirada que desde las ciencias sociales se condensaba en los numerosos cuestionarios, “vecindarios”, “interrogatorios” y memorias sobre la economía, población y vida de las gentes. En lo médico/científico, la anatomoclínica también miraba e interrogaba al cuerpo aunque éste fuese el de un cadáver, desvelando lesiones concretas y específicas. La obra fisiológica de François Magendie (1783-1855) o más tarde de Johannes Müller (1801-1858) visualizarían el organismo como una totalidad integrada desde la observación serena y objetiva, como unos pocos años antes, lo promulgase Montesquieu (1784) –o, Comte (1830) después– para las primeras sociologías.
  52. Probablemente una de las derivaciones de la superación del diseño galénico/hipocrático sobre la enfermedad que, tendría su importancia, en la construcción de la cultura moderna sobre la salud y enfermedades profesionales, pudo residir en que la enfermedad podría “venir de fuera”. Ser un operador externo al cuerpo frente al concepto de la “dyskrasía” galénica como desequilibrio humoral de carácter general e interno. Para que pueda existir una medicina del trabajo y, seguramente una sociología, la enfermedad o el conflicto deben entenderse como acciones lesivas localizadas y entendibles desde más allá del equilibrio interno o moral del cuerpo o del orden providencial de la sociedad humana. En este sentido, cada vez se nos presenta con mayor interés la figura de algún protomédico del trabajo como Paracelso (1493-1541) que, a partir de su amplia experiencia como cirujano militar y médico en las minas de los Fugger, determinaría las enfermedades de los mineros (ref. en “Von der Bergsuncht und Anderen”, 1567) como el resultado de una acción externa de los “vapores tartáricos” o emanaciones de substancias minerales actuando selectivamente, sobre un órgano o región corporal específica.
  53. La patente relación en el XVIII entre el cultivo del arroz en tierras valencianas y las tercianas palúdicas, podría constituir el inicio de las primeras lecturas en nuestro país de las enfermedades profesionales de los trabajadores agrícolas. A este respecto se puede consultar la obra de los hermanos Peset (Mariano y José Luis) “Cultivos de arroz y paludismo en la Valencia del siglo XVIII”, Separata de la Revista “Hispania” nº 121, Madrid, 1973.
  54. Joaquín Salarich i Verdaguer (1816-1884).
  55. Párrafo contenido en el Tomo IX de la Revista de Agricultura Práctica, Barcelona, Imprenta del Diario de Barcelona, (1860: 62-63).
  56. Un autor nada sospechoso de triunfalismos hispánicos como Juan Díaz del Moral, en su “Historia de las agitaciones campesinas andaluzas” (1928), se referirá la intensa mecanización de la Campiña cordobesa desde principios del XX, en los siguientes términos: “…El progreso agrícola, desde principios de siglo, ha sido enorme; el empleo de los abonos químicos y de la moderna maquinaria se ha difundido por todos los pueblos; algunas explotaciones se llevan, en cuanto a maquinaria al menos, con todos los adelantos de los países más progresivos…”(opus, c. ed. Alianza Ed., 1969, 34). Sin embargo, durante todo el XIX, el panorama debió de ser bastante penoso. En una interesante y documentada memoria que realiza Vicente Rubio y Díaz, catedrático de Ciencias en la Escuela Industrial de Cádiz, con motivo de la Exposición Universal de Londres en 1862, se lamentaba de que en un acontecimiento tan relevante, en donde numerosos países presentaron un sin fin de herramientas y maquinaria entre las que destacaban las dedicadas a la agricultura, la participación tecnológica española se limitaba poco más que al repertorio folclórico/fabril, de las espadas de Toledo, y las porcelanas de La Cartuja, manifestando con pesar : “…Una cosa lastima a cualquier español que visita el Gran Palacio y es que ni un solo motor se ha presentado por España en Londres…”. Añadiendo al referirse más en concreto a la agricultura: “…La España ha aparecido en la exposición, como nación agrícola y minera, los minerales y los productos de la tierra forman casi la totalidad de los objetos. La agricultura es la gran fuente de riqueza que posee, la minería llegará a serlo si se explota convenientemente. Y, sin embargo, ambas se encuentran en un gran atraso en esta nación. Los procedimientos empleados en España en la actualidad, en las labores agrarias, salvo algunas excepciones, son idénticos á los que nos legaron los árabes. España produce, es verdad, exquisitos vinos, magníficas cosechas de trigo, cebada, centeno, garbanzos, habas, judías, maíz y arroz; abundantísimos olivos que dan una riqueza en aceite asombrosa; almendras, castañas, higos, pasas, naranjas y todo lo más exquisito que la tierra da: pero todo esto es debido más á su fecundidad que al trabajo bien dirigido del hombre sobre ella…”. Vicente Rubio y Díaz: Memoria Exposición Universal de Londres, Cádiz. Imprenta y Litografía de la Revista Médica (1862: 39-45).
  57. Opus c. ed. española. Madrid, Instituto Nal. De Medicina y Seguridad del Trabajo, (1983: 255).
  58. “…Por las mismas razones les sobrevienen a menudo dolores cólicos y afecciones hipocondríacas, que ellos llaman “el mal del patrón” porque tal padecimiento parece dar no sé que sensación de afección histérica; en efecto, por causa de los alimentos grasos y viscosos, se produce en el estómago y en los intestinos una gran acumulación de jugo ácido y pituitoso, de donde toman origen desgarros y distensión de los intestinos…”. (Opus c. ed. española 1983: 255).
  59. Todavía en 1960, un historiador económico tan prestigioso como Carlo Cipolla, escribiría con absoluta rotundidad lo que sigue: “…Durante miles de años el hombre vivió como un animal de rapiña. Durante mucho tiempo, los únicos medios de subsistencia con que contó el hombre fueron la caza, la pesca, los frutos silvestres que recogía y los otros hombres que mataba y se comía (…) Andando el tiempo, fue inventando y desarrollando ciertas técnicas y habilidades –cortar piedras, fabricar armas especiales, construirse medios de transporte–, pero siguió inmerso en el marco general de una economía basada en la rapiña. Los nuevos inventos servían únicamente para aumentar su eficacia para cazar, pescar y matar (…) La primera de las grandes revoluciones económicas ocurrió hace relativamente poco tiempo: el descubrimiento de la agricultura y de la posibilidad de domesticar los animales…”Carlo M. Cipolla: “Historia económica de la población mundial”. Ed. Crítica, Barcelona, (1983: 16-17).
  60. El término sería acuñado por Sir John Lubbock (1834-1913) en su obra: Pre-historic times as illustrated by Ancient Remains, and the manners and customs of modern savages, London: Williams and Norgate, 1865.
  61. En las numerosas investigaciones arqueológicas efectuadas en España en las últimas décadas se viene constatando a partir del último milenio del Neolítico, precisamente el tiempo en que el profesor Pericat apuntalaba el desarrollo de la agricultura ibérica, cómo en los vestigios funerarios van apareciendo con cierta profusión patentes diferencias en los enterramientos con tumbas en las que aparecen armas, arneses de caballería e, incluso, restos de carros de guerra como también, algunos yacimientos que se suponen de labradores acomodados con utensilios de labranza. Ver al respecto la obra de Juan Antonio Santos Velasco: “Cambios sociales y culturales en época ibérica”, Madrid, 1994.
  62. A propósito de la construcción del diseño ingenuamente lineal sobre el Neolítico realizado desde la Ilustración ver el magnífico libro de Almudena Hernández: “Los primeros agricultores de la Península Ibérica” (Madrid, Síntesis, 1999).
  63. 1ª edición en castellano por el FCE. en 1954, bajo el título “Los orígenes de la civilización”.
  64. En relación con la agresividad en las sociedades prehistóricas, el profesor Campillo a partir de estudios sobre registros fósiles (1995) llegaba a la conclusión de que no había: “…Evidencias firmes de agresividad lesiva entre los homínidos hasta la presencia del Homo sapiens y parece que sólo a partir del Neolítico se puede hablar de una auténtica agresividad y violencia. Diversas circunstancias la favorecen tales como algunos factores culturales, asociados a la aparición progresiva de una estratificación social, secundaria a una acumulación de bienes, totalmente desproporcionada con respecto al nivel cultural ya adquirido…”. Domènec Campillo: “Introducción a la paleopatología”. Ed. Bellaterra, Barcelona, (2001, 405).
  65. Los testimonios arqueológicos y epigráficos parecen apuntar claramente a la inexistencia en los cementerios y poblados del neolítico primitivo de tumbas o enterramientos con signos de riqueza diferenciada de donde se pudiera inferir su pertenencia a notables o individuos dotados de una cierta posición jerárquica. Ver al respecto Vere G. Childe: “Los orígenes de la civilización”, (1954: 126-127).
  66. Aunque represente una época posterior, la documentación administrativa romana del tiempo de Augusto, reflejaba 175 “civitates” en la Bética y 293 comunidades en la Tarraconense, mientras que para el mismo periodo toda la Galia, tenía 60. (Ferrán Soldevilla. “Historia de España”, vol., I, 1995, 22-23). Sin duda los primitivos habitantes de la península Ibérica fueron como diría Soldevilla, parafraseando a un poeta latino del siglo I, una población “heteroglossa” formada por unos treinta pueblos diferentes desde los sofisticados tartessios hasta los rudimentarios vacceos de las tierras del Pisuerga.
  67. Miquel Tarradell (1972 y 1982, 145) haciendo referencia a las investigaciones en la región valenciana de Pla y Ballester, señala la presencia en la agricultura mediterránea ibérica de un variadísimo inventario herramental autóctono, (arados, hoces, layas, azadas, picos…) en el que estaba presente el hierro, y que se pensaba hasta hace poco que había sido incorporado por la romanización. Según anotaciones de Obermaier, García Bellido y Pericot, en “El Hombre prehistórico y los orígenes de la humanidad” (1932), mientras que los primeros agricultores del neolítico inferior utilizaban un palo para remover la tierra a partir de la edad del bronce se fueron encontrando vestigios de arados de madera (con la reja de roble) en yacimientos de la Europa central. En “Trabajos y días” Hesíodo (sigloVIII a.n.e) haría también mención a un arado con reja en madera de roble.
  68. Se nos puede decir, que difícilmente algo situado en un tiempo prehistórico y anterior de alguna manera a lo que entendemos por lo “social”, pueda representar algún interés para la comprensión de la salud laboral. Nuestra opinión, es que por el contrario, las transformaciones socioeconómicas y comportamentales derivadas del gran salto derivado de la revolución neolítica, con la progresiva sustitución de las formas de vida cazadoras/recolectoras, por las sedentarias alrededor de la agricultura y ganadería, nos pueden proporcionar claves valiosísimas para entender cómo las modificaciones relacionadas con los modos de subsistencia desde las puramente eco-biológicas hasta las estrictamente económicas, actúan sobre los procesos morbosos y la mortalidad de las gentes. A partir del Neolítico, se alteraría el equilibrio natural, del enfermar, y aparecería el primer eslabón significativo identificable, con las actividades de subsistencia –e indirectamente con el trabajo–, que modificará estructuralmente la salud del individuo, aunque por supuesto, estemos aún lejos de poder considerar y situar dichas actividades en escenarios de trabajo ni siquiera semejantes o comparables, a los de la sociedad romana o medieval.
  69. Como apuntaba Childe (1936, 1954: 119), en las sociedades neolíticas anteriores a la especialización y división del trabajo, éste no existiría fuera de su versión familiar doméstica en donde, la única especialización sería la de género.
  70. No obstante, el criterio de los paleopatólogos actuales parece trasmitir un claro y discreto optimismo sobre las posibilidades de lectura y transparencia de la patología del hueso, haciéndonos ver las enormes posibilidades de información de los registros osteológicos sobre las condiciones de vida y trabajo de una determinada población, como manifiesta la profesora Assumpció Malgosa en “Marcadores de estrés ocupacional” (Paleopatología: La enfermedad no escrita, Barcelona, Masson, 2003, cap. 19).
  71. La Paleopatología como disciplina que intenta conseguir información sobre las enfermedades padecidas por seres humanos –no exclusivamente sapiens-sapiens–, y animales prehistóricos aunque fuese institucionalmente acuñada por Sir Marc Armand Ruffer (1845-1917), en 1913, antes de sus masivas investigaciones con momias egipcias (cerca de 20.000), utilizando los rayos X, tuvo otros ilustres antecesores como, el prolífico Rudolph Virchow (1821-1902) o Paul Broca (1824-1880) siendo acuñado el término por Schufeldt en 1892. En España, contamos con el magisterio pionero de Juan Bosch-Millares (1893-1979) y, en la actualidad, del profesor Doménec Campillo Valerovinculado al Musseu d’Arqueologia de Catalumya y Presidente de la Associació Catalana-Balear de Paleopatología, cuyas obras más asequibles para los interesados en el tema, y consultadas por nosotros mismos serían: “Paleopatología. Els primers vestigis de la malaltia”, (2vols), Barcelona, Fundación Uriasch, 1993-94; “Introducción a la Paleopatología”, Barcelona, Ed., Bellaterra, 2001. Otra obra interesante a la que hemos hecho ya referencia especialmente porque introduce la figura de los “marcadores de estrés ocupacional” en paleopatología se debería a Isidro Llorens y Assumpció Malgosa titulado: Paleopatología: “La enfermedad no escrita”, Barcelona, Masson, 2003.
  72. Por ejemplo, en relación con la paleopatología de la mano, magníficamente estudiada por Domingo Campillo (Asclepio, vol. L-I., 1998, pp. 223-249), la información comenzaría a tener una cierta significación a partir del Mesolítico y sobre todo en el Neolítico avanzado. Muchas de estas patologías corresponden a mujeres: y aunque algunas, pueden asociarse a las actividades de subsistencia y trabajo, en general, nunca estará totalmente acotada esta relación nosológica. Entre otras razones porque el trabajo, con la excepción de las actividades bélicas, englobaba toda la vida cotidiana de mujeres y hombres. En este sentido, las heridas de guerra y de origen punitivo, parecen según la opinión del profesor Campillo, que tendrían un cierto peso, en las lesiones traumáticas de la mano a partir de la Edad del Bronce. En último lugar, la frecuente presencia de callos en las manos posiblemente ligadas a fracturas de los dedos o de los metacarpianos que señala Domingo Campillo (pág. 228), podría estar también relacionado con la utilización continuada e intensiva de ciertas herramientas en el trabajo agrícola o artesanal. La patología laboral moderna de la mano, apareció en la literatura médica asociada a los escritos de los pioneros europeos de la higiene industrial de mediados del XIX. Aunque Ramazzini hiciera alguna mención en su “De morbis artificum” (1700); para nosotros, la obra más representativa sería la de Maxime Vernois “De la main des ouvriers et des artisans” (1862), seguida ya mucho más tarde de “La Main en crochet chez les verriers” (1889) de Étienne Rollet.
  73. No obstante, hay excepciones. Por ejemplo, una interesante comunicación de F. Etxebarría en el nº 34 del Anuario de Eusko Folklore (1987), sobre patología de la actividad manual en la Edad de Bronce (anotado también por Pretel y Ruiz Bremón, 1999), junto con las madrugadoras aportaciones de Rubén García Álvarez, sobre el trabajo femenino en el agricultura gallega durante la Edad de Bronce (Asclepio III, 1951) y algún artículo de Juan Ramón Zaragoza en 1964, sobre medicina española antigua (Asclepio XVI). Probablemente, éstas vayan aumentando en los próximos años, como lo demuestra el reciente y documentado trabajo de Isidro Malgosa.
  74. En el campo de la traumatología, el profesor Campillo (2001: 320-321), señalaba como fracturas posiblemente relacionables con actividades laborales las siguientes: Fractura de clavícula, Fractura de epífisis superior del húmero, Fractura de Monteggia (fractura de cúbito y luxación del radio), Fractura de Colles (epífisis distal del radio), Fractura del tercio medio del cúbito (como consecuencia de movimientos de parada o defensa ante golpes), Fracturas del cuello y cabeza del fémur.
  75. Aceptable estado de salud que, sin embargo, no está excesivamente claro, dado que la información y los datos manejados, en el Paleolítico, están obtenidos sobre poblaciones que no sobrepasan los 40 años y no llegan en muchos casos a los 16. Presentándose para estas cohortes de edad, una mortalidad del 50%. A partir del Neolítico, comenzaría a disminuir la mortalidad para los menores de 40 años y comienzan a aparecer algunos restos fósiles de mayores de 60 años (Vallois.1937 y Rohlin, 1968, anotado por Guerra, 1989, I, 27). Del mismo criterio serían los historiadores de la medicina Lyons y Joseph Petrucelli (1980, 22) que señalan cómo los restos óseos procedentes del Paleolítico, Mesolítico y Neolítico, sugieren claramente que la duración media de la vida para estas poblaciones se movería entre los 30 y 40 años. Medias que, no obstante, son superiores a las que Vallois (1937), señala para los neanderthalienses que se moverían alrededor de los 22 años. Marcel Sendrail, mostraría criterios parecidos en su Historia cultural de la enfermedad, indicando que difícilmente, se sobrepasaría de la treintena (1983, 29). Así, el famoso “viejo de la Chapelle”, también referenciado por Sendrail (1983, 27), que presentaba una verdadera enciclopedia de afecciones (protuberancias osteofíticas, cervicales y lumbares; coxartrosis con luxación de la cadera: piorrea alveolar… etc.) era un individuo que no tendría más de treinta años. De cualquier manera, lo que parece admitido –en principio–, es la ausencia durante este periodo de caries y enfermedades infecciosas como la tuberculosis, sífilis y lepra. O carenciales, como el escorbuto y raquitismos, que si irían constatándose, a medida que avanza la cultura sedentaria en el Neolítico. (Aguirre, 1972).
  76. Son numerosos los testimonios sobre el gran poder de penetración de las flechas de sílex y de la potencia de los arcos utilizados a final del Paleolítico. Sendrail (1983, 28) nos recuerda un testimonio de Stephen Chauret (1931), a propósito de un hueso ilíaco (que de todas formas no es de los más duros) encontrado en la gruta Baumes Chaudes, atravesado por una flecha. El profesor Juan Eiroa (1994, I, 36), nos habla de ensayos de arqueología experimental en los que se ha atravesado el cuerpo de un oso a 50 m. con un arco simple y una flecha de 90cm de longitud y punta fociácea de pedúnculo con aletas. Lo cual, a nosotros que hemos sido cazadores, nos parece algo difícil de trasladar a la realidad; aunque funcione en el laboratorio.
  77. Sobre todo, consistentes en numerosas fracturas de las extremidades relacionadas con su actividad económica, según apunta el antropólogo chileno Hernán San Martín y otros autores, en la obra colectiva “Salud, sociedad y enfermedad”. (Madrid, 1986), y que también será apuntado por otros investigadores como Courville (1950) y anotado por Guerra en su “Historia de la Medicina” (1989, I, 26), contemplando lesiones traumáticas ocasionadas por armas primitivas: Aplastamientos por derrumbamiento y caídas del techo de las cuevas, y ataques de animales. En estos traumatismos parece que las fracturas del antebrazo tipo “Colles” eran bastante frecuentes (Guerra, 1989, I, 27). La fractura de Colles, ocasionada en general por caídas al colocar las manos instintivamente hacia delante para parar el golpe sobre el cuerpo, pudo estar perfectamente relacionada con la actividad cazadora. Otra fractura parecida y habitual, que razonablemente podemos atribuir a la actividad cazadora, sería la de “Monteggia” (curiosamente acuñada por el cirujano milanés Giovanni Battista Monteggia, el mismo año, 1814, en que el irlandés Abraham Colles, rubrica el descubrimiento de la suya), que afectaba a la mecánica del codo y el antebrazo. (normalmente el cúbito y la cabeza radial, que puede ser además muy invalidante al dañarse con frecuencia el nervio radial).
  78. A propósito de esta vulnerabilidad, Vere G. Childe, señalaba como: “…Aun después de la primera revolución, la vida siguió siendo muy precaria para el pequeño grupo de campesinos autosuficientes. Una sequía, una granizada o una plaga podían traer consigo el hambre…”. (op. c. p.125).
  79. En los trabajos de prospección arqueológica realizados en la cuenca del Segura por Santos Velasco (1994: 101) calculaba para el poblamiento ibérico de El Cigarralejo (siglos IV-V a.n.e.) en Mula (Murcia), una población máxima de 85 individuos a partir de un algoritmo que combinaba el tiempo de uso del enclave funerario multiplicado por la estimación de la esperanza de vida –en este caso 30 años– dividido por el número de tumbas y sumando una constante de ajuste.
  80. El concepto de “biomasa crítica” fue apuntado por el profesor de la Universidad de Chieti, Luigi Capasso en “L’origine delle malattie” (1985) como exponente del máximo número de individuos que energéticamente puede alimentarse en un tiempo y territorio concreto.
  81. Una dieta excesivamente centrada en los cereales pudo estar detrás del inicio de una nueva patología que se alargó durante milenios en las sociedades agrícolas. Enfermedades parasitarias hasta entonces desconocidas como el fuego de San Antón originado por el cornozuelo del centeno. La pelagra, como resultado de una carencia de ácido nicotínico en una alimentación exclusiva de maíz, así como un monoconsumo generalizado de cereales también podía facilitar el raquitismo por un exceso de fitatos que obstaculizarían la absorción del calcio. La ingesta de cereales cocidos pudo favorecer la caries, que por primera vez aparece en los registros de restos momificados durante el neolítico, apareciendo también otras patología y deterioros bucodentarios relacionados con la molturación de los granos con molinos de mano y la mezcla de polvo pétreo con las harinas. La brucelosis, por ingestión de leche cruda de cabra, aparecería también en el neolítico. Parece que la brucelosis no fue exclusivamente una enfermedad rural, ya que el profesor Capasso señala cómo el 70% de la población de Herculano enterrada por las cenizas del Vesubio la padecía. Por otra parte, ciertas transformaciones industriales de los alimentos como el refinado del arroz, con su reducción de la tiamina, podían favorecer el beriberi. Referencias en D. Campillo: “Paleopatología. Els primers vestigis de la malaltia”, vol II., 1994.
  82. De una población mundial durante el mesolítico alrededor de los 5 millones de seres humanos se pasaría en el neolítico medio a los 60 millones.
  83. Combinación de hacinamiento, polución ambiental en invierno, y carencias higiénicas en relación a las excretas y calidad del agua.
  84. Junto a las primeras epidemias de cólera, peste bubónica, paludismo, disenterías y salmonelosis tendríamos el inventario de zoonosis que han sido hasta casi nuestros días verdaderas enfermedades del trabajo en la agricultura como las parasitosis de perros y cerdos (hidatidosis y “mal rojo” del cerdo); la meningitis de los porquerizos; el carbunco debido al contacto con la piel de ovejas y vacas; el sarampión, el moquillo y la fiebre recurrente mediterránea (no confundir con la fiebre mediterránea familiar) originada por garrapatas, más otras zoonosis víricas todavía no extinguidas en algunos países, como la rabia.
  85. Aquí, podemos considerar otro tipo de enfermedades manifestadas en los huesos de origen infeccioso (osteomielitis) o metabólico (osteomalacias y osteopatías metabólicas) que se registran por primera vez en el transcurso del neolítico como la osteomielitis brucelósica vertebral, la tuberculosis ósea (la más conocida sería el Mal de Pott) o los raquitismos (osteomalacias) por desajustes metabólicos en la absorción del calcio, más la conocida como “anemia mediterránea” osteopatía relacionada con el paludismo y las “líneas de Harris” que tendrían que ver con la malnutrición. (Referencia en Campillo, op. c.,: II, 154-155).
  86. Registros en yacimientos de neanderthalienses como el de “La Chapelle-aux-Saints” (Bule, 1908) demostrarían la existencia de importantes patologías osteoarticulares anteriores al neolítico. En particular el anciano de La Chapelle presentaba un severo cuadro de artritis en las vértebras cervicales.
  87. Como tendinitis en individuos que realizan un esfuerzo continuado con el antebrazo derecho afectando a la tuberosidad bicipital del radio (lugar de inserción del tendón del músculo braquial) y alterando dolorosamente la movilidad del codo.
  88. A. Isidro y A. Malgosa Morera: “Paleopatología; la enfermedad no escrita”, Barcelona, Masson, 2003: 233.
  89. En las minas de Carthago-Nova, bajo dominación cartaginesa trabajarían alrededor del siglo III a. n. e. cerca de 40.000 esclavos hispanos. Parece que esta utilización de trabajadores esclavos por los romanos, disminuyó en los años finales de las guerras Púnicas; suponemos que por razones tácticas, dado que si bien cuando Escipión toma Carthago Nova en el 209, libera a los esclavos hispanos, en cuanto se produce la expulsión y derrota total cartaginesa, los cónsules y pretores romanos desarrollan una política salvaje de esclavización de poblaciones enteras incluyendo mujeres y niños, de forma que en los tiempos finales de la República la población esclava indígena pudo ser de 200.000 individuos. Referencias en: Ángel Montenegro, Blázquez y Solana: “Historia de España”, Vol., 3 España Romana, Madrid, Gredos, 1999: 219.
  90. Los relatos sobre el cuerpo y, más, si este cuerpo es el de las clases populares comenzará a ser sujeto literario y bibliográfico únicamente a partir del Renacimiento. Incluso desde la tradición médica clásica la lectura del cuerpo será tan solo, un correlato lateral de las miradas sobre la enfermedad y la muerte. En la tradición judeo/romana, como nos apuntan Peter Brown (1988) o Richard Sennett (1994) el cuerpo de esclavos y trabajadores manuales simplemente –al igual que el de la mujer– no existe. Y no existe porque no se refleja en el poder de la ciudad. Por otra parte, la sociedad romana; una sociedad como comentara Brown (1993: 22) “esquilmada por la muerte” organizaría sus lenguajes sobre el cuerpo desde las urgencias de la supervivencia y la fertilidad. Probablemente una de las claves para entender la repugnancia ideológica de las clases dirigentes romanas contra los primitivos cristianos durante los dos primeros dos siglos de nuestra era, pudo residir en el terrorismo eugenésico o poblacional esgrimido por los predicadores cristianos –especialmente San Pablo– abogando por la virginidad y el celibato radical, como una intolerable agresión contra la “ciudad” y la propia estructura de la sociedad romana. Si en la sociedad clásica el discurso sobre el cuerpo se asiente en los cuerpos del noble y del ciudadano como proyección y metáfora de ideales de perfección y poder; excluyendo los cuerpos de extranjeros, mujeres y esclavos, el cristianismo realizaría su lectura desde la sospecha y la negación del cuerpo incluida, la sexualidad como fertilidad. El único cuerpo válido será el cuerpo mito del Cristo resucitado, como negación por excelencia de le fertilidad sexuada. La observación y lectura sosegada de toda la producción literaria o artística del alto medioevo occidental nos hará comprobar como los relatos e imágenes sobre el cuerpo reúnen en general dos características: Una, que se refieren casi exclusivamente a cuerpos de reyes, caballeros, vírgenes o personajes de las élites religiosas o sociales. Los cuerpos de las gentes del común –y menos de los esclavos– no existen. La segunda, su referencia al mito de la “Pasión” y la centralidad y resonancia de un imaginario de negación sobre la “carnalidad” u “obscenidad” del cuerpo, que paradójicamente mantendría una cuidada y diligente atención por parte de la medicina galénica sobre los cuerpos de las élites, despreciando la salud corporal de las clases populares proyectándola interesadamente en la “vida eterna”.
  91. Anotado por Práxedes Zancada en su “Derecho Corporativo Español”, Madrid, Juan Ortíz, Editor, 1928: 21.
  92. Labradores que cultivaban y trabajaban las tierras de los grandes propietarios agrícolas (los “posesores”) cuyo estatus era jurídicamente de “hombres libres” pero sin poder abandonar la tierra.
  93. Suavización no obstante relativa y cambiante a lo largo de los siglos que se convertiría en los últimos años del Imperio en sensibles restricciones a la libertad del trabajo artesanal, con una sujeción al oficio cercana a la de los colonos, e impidiendo, por ejemplo, que el hijo de un carpintero ejerciese un oficio diferente al de su padre.
  94. Cuyo origen para algunos historiadores se remontaría a los tiempos de la Roma arcaica, mencionándose a Numa Pompilio (siglo VIII a.n.e) o a Servius Tullius (siglo VI a.n.e.). Lo cierto sin embargo es que no hay registros documentales de los “Collegia” hasta el siglo III a partir de una mención del Colegio de mercaderes realizada por Tito Livio (Anotado por Uña Sarthou, 1900).
  95. Práxedes Zancada, 1928 y Uña Sarthou, 1928.
  96. Etiènne Martin Saint-Léon: “Histoire des corporations de métiers…”, Paris, Guillaumin et Cie., 1897: 25.
  97. Antonio Rumeu de Armas (1912-2006) en su “Historia de la Previsión Social en España”. Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, (1944, págs. 21 y ss.).
  98. Más tarde, cuando se van estableciéndose en la Hispania cristiano medieval las cofradías gremiales a partir de los finales del siglo XII, Rumeu (op. c.) hará referencia a unas pocas Cofradías y Hermandades integradas por labradores, ganaderos y hortelanos, en el ámbito de Navarra, Barcelona y Valencia, como las siguientes: Cofradía de labradores (con hospital propio) de San Lorenzo y San Fermín de Navarra en el 1300; Cofradía de agricultores de San Agustín en Valencia (siglo XIV); Cofradía de labradores del camino de Morviedro (el Sagunto actual) de 1392; Hermandad de regantes de la acequia real de Alcira en 1393; Cofradía de labradores y hortelanos de San Abdón y San Senén de Barcelona en 1459.
  99. El periodo republicano romano iniciado en el 500 a. n. e. finalizaría realmente con la muerte de Julio César en el 45 a. n. e.
  100. Dinastía de emperadores romanos inaugurada con Nerva (año 96 de nuestra era) y finalizada con Marco Aurelio en el 180, de la que también formaría parte el hispanoromano Trajano (98-117 de n. e.).
  101. Anotado por Tuñón, Tarradell y Mangas, en su “Historia de España”, Tomo I., Barcelona, Labor, 1982: 321-322.
  102. Familias fundamentalmente pertenecientes a los dos estamentos u “ordos” superiores de la sociedad romana; el senatorialis (magistrados) y el equester (altos cargos militares y personas adineradas). Los otros dos estamentos eran; el ordo decurionalis (aristocracia local) y la plebe, formada por un conjunto heterogéneo de artesanos, comerciantes y pequeños propietarios agrícolas. Estos cuatro estamentos quedarían reducidos a partir del siglo III a dos grandes clases, la de los “honestiores” (los grandes detentadores de la propiedad y del poder) y los “humiliores” o clase inferior, a la que progresivamente se irían incorporando libertos y esclavos. Referencias en Montenegro, Blázquez y Solana, (1999).
  103. Situada en el propio centro urbano de la ciudad y descubierta en 1923, con una datación que iría desde el siglo III hasta el V de n. e. ( J. Baxarías: 2002: 21).
  104. Joaquín Baxarías: La enfermedad en la Hispania Romana; estudio de una necrópolis tarraconense, Zaragoza, Libros Pórtico, 2002: págs. 225 y ss.
  105.  Según nuestro autor el 16% de las fracturas “presentaban desplazamientos no reducidos” (op. c. pág 227). En cuanto a registros de manipulación quirúrgica realizada por especialistas se observaron tan solo dos casos. Uno de ellos no muy profesional consistente en una trepanación por barrenado y otra según Baxarías consistente en una exéresis (incisión sobre la piel) posiblemente relacionada con una neoplasia maxilar, mucho más técnica que la trepanación anterior (op. c. pág 229).
  106. Lesiones con poca prevalencia en la actualidad –salvo en algunos deportes– y consistente en luxación del astrágalo con repercusión en el calcáneo y escafoides. Podría relacionarse con algunas actividades agrícolas o forestales.
  107. Inflamación e infección de las encías.
  108. Se habla de osteomielitis poliostótica cuando la infección ósea repercute sobre dos o más huesos.
  109. Pensamos que el autor se refiere a espondilitis (inflamación/ infección de las vértebras) infecciosas de origen bacteriano o por tuberculosis.
  110. Lesiones en forma de pequeños orificios en el cuello femoral.
  111. El profesor Francisco Etxeberriá (2005) ha coordinado un trabajo de recopilación bibliográfica española en paleopatología que contempla cerca de 2.000 trabajos e investigaciones. La mayor parte en las últimas décadas. Ver información en: http://www.aranzadi-zientziak.org/fileadmin/docs/antropologia_fisica/Bibliografia.pdf
  112. Etimológicamente el término apunta al cultivo o trabajo de la tierra. A una agricultura asentada sobre la “tierra” como escenario de cultivo, frente a otras agriculturas como por ejemplo la “hidropónica” asentada sobre el agua. Aunque algunos autores griegos como Hesíodo o Jenofonte se les pueda considerar precursores de la literatura geopónica, serán básicamente romanos (Columela, Catón, Varrón, Paladio) los que elaboran la doctrina tradicional del trabajo agrícola occidental, presente hasta casi –por lo menos en España– el siglo XIX.
  113. Nueva York, 1998; Barcelona, 2000.
  114.  Esta obra se la suele conocer más con la denominación “De Agricultura” o “De re rustica”. La primera edición moderna sería según García-Badell (1951) la de Leipzig de 1731. En castellano no conocemos ninguna versión. Nosotros hemos utilizado una reimpresión (Paris, Errance, 2004) de la obra dirigida por M. Nisart: “Les Agronomes latins: Caton, Varron, Columelle, Palladius”, Paris, chez Firmin-Didot Frères et Cie, 1864.
  115. Con la posible excepción de la obra de los Saserna (padre e hijo) que escribieron un Tratado de Agronomía por ahora perdido y del que solamente se encuentran algunas referencias en Varron como luego veremos.
  116. Al trabajar con un texto de referencia en francés, nos topamos continuamente con anotaciones que hay que reinterpretar y descifrar. En este caso “arpent” es una medida antigua francesa de superficie semejante a la fanega castellana y que presumiblemente es la traducción del término latino “yuguera”. Su equivalencia podría fijarse entre 60 o 62 áreas.
  117.  El término “latifundium” como referencia a extensas explotaciones agrarias espacialmente concentradas parece que no se acuña hasta el siglo I de nuestra era. Tierras de superficies mayores a las 125 hectáreas se podían considerar ya como latifundios. (Referencias: Cristóbal González Román; La esclavitud en la agricultura de la Hispania romana; en S. Castillo (Coor) El trabajo a través de la historia, Madrid, 1996, págs. 29-44).
  118. Más tarde Varron, en su” De re rustica”, lo aclarararía relativamente al introducir la figura del temporero u “obaerarii”.
  119. Referencia en Caton, “Économie Rurale”; Paris, Editions Errance, 2004: 23.
  120. Al no conocer el texto latino se nos escapa el significado exacto que para el compilador francés pudo tener la voz “casaque”, aunque podríamos suponer cercana a una especie de prenda de abrigo sobre la túnica.
  121.  Las denominaciones y medidas hacen referencia por una parte a “celemines de trigo candeal” de manera que “quatre boisseaux” equivaldrían aproximadamente a algo más de 18 Kg. La libra romana según García -Badell (1951: 188) tendría un peso muy inferior a la castellana suponiendo tan solo 327,45 gramos con lo que la ración diaria de pan en invierno sería de 1.309 gramos y durante las faenas de la recolección (hasta la madurez de los higos) de 1.637 gr., que en principio, supondría cantidades muy aceptables aunque únicamente fuese desde su aporte calorífico. Esta alimentación se completaría con un “setier” de aceite por mes y persona que equivaldría según nuestros cálculos a muy poco más de medio litro. Referencias en op. c., págs. 43-44.
  122. El término aludiría a “vino peleón”, que se daría –parece desprenderse– sin mucho control durante esos meses.
  123. La hemina era una medida griega de capacidad equivalente a un poco más de un cuarto de litro.
  124. Se refiere al “congius” romano que equivaldría a 3,27 litros.
  125. El ánfora romana como medida de capacidad sería equivalente a un cuadrantal; esto es, 26,20 litros.
  126. Varron: “De l’agriculture”; Paris, Editions Errance, 2003: 22.
  127. En principio trabajadores temporales o eventuales aunque en sentido estricto el término original romano “obaerarii” se refiere a trabajadores sometidos a servidumbre por impago de deudas.
  128. La traducción literal es la de “trabajadores asalariados”. Aquí haría referencia a ese modelo de trabajador eventual que es el único que recibe un salario o “gage” frente al esclavo que es una propiedad herramental del “fundo”.
  129. Mientras que la fenaison es la siega del heno, la moisson sería la siega y recolección de cereales.
  130. Op. c. págs. 22-23.
  131. Op. c. pág. 23.
  132. Aunque la obra agronómica de los Saserna la pensábamos perdida, se pueden encontrar referencias a la misma en un librito escrito por el profesor polaco Jerzy Kolendo en 1973. Según este autor los Saserna (padre e hijo) escribieron un Tratado de Agronomía (De agricultura) entre el 146 y el 57 a. n. e. que sería referenciado por Varron y Columela sobre todo en lo que se refiere a la organización del trabajo. Parece que los Saserna fueron propietarios agrícolas en la Galia cisalpina, con una gran experiencia agronómica sobre el terreno que hace que sus comentarios sobre productividad y organización del trabajo sean enormemente válidos y hayan sido trasmitidos por los autores romanos posteriores e incluso fijados como parte de la cultura rural del medioevo europeo. En relación con el trabajo, introdujeron de alguna manera la diferenciación entre su productividad o rendimiento económico neto y su productividad social, delimitando al milímetro, el número de jornaleros necesarios para una determinada extensión de terreno. Así por ejemplo para un fundo de 50 hectáreas (una propiedad media que permitía la presencia del propietario), aquilataron al máximo el número de bueyes y obreros (2 pares de bueyes + 2 boyeros + 6 peones) de manera que un peón pudiese cavar en cuatro días 1 yuguera (2.500 m2) que supone una carga de trabajo considerable que como hemos comentado antes, en la referencia que hace Varron, seguramente era soportable por jornaleros jóvenes y experimentados. Los Saserna contemplan además una serie de propuestas medico/preventivas sobre algunas enfermedades, pero que se mueven en un horizonte absolutamente mágico, que desgraciadamente hemos visto en parte, incorporadas a la cultura curanderil popular de las gentes del campo durante toda la Edad Media como por ejemplo recitar una oración ante los ataques de gota.
  133. García-Badell (1951: 130) data su nacimiento en el año 42 de nuestra era, aunque pensamos que se trata de una errata, y que con esta fecha el autor se quería referir simplemente a la publicación de la obra.
  134. A diferencia de la obra de Caton y Varron, “De re rustica” fue traducida y editada varias veces en España. Aparte la edición apuntada anteriormente conocemos las siguientes: Juan María Álvarez de Sotomayor y Rubio: Los doce libros de agricultura que escribió en latín Lucio Junio Moderato, Madrid, Imprenta de Miguel de Burgos, 1824. Vicente Tinajero: “De re rustica libri XII”; los doce libros de agricultura de Lucio Junio Moderato Columela, Madrid, Imprenta de Miguel Ginesta, 1879. L. J. Moderato Columela: “Los doce libros de agricultura2: traducción de Carlos J. Castro y prólogo de Emiliano M. Aguilera, Barcelona, Editorial Iberia, 1959. que es la versión que nosotros hemos manejado y, que desgraciadamente, según la autorizada opinión de Manuel Fernández Galiano (1975) no parece ser ni mucho menos la mejor.
  135. De cualquier manera, la relación y valoración de los geopónicos –especialmente Columela– con la gran propiedad latifundista es por lo menos peculiar dado que, la consideraban por lo general como improductiva, frente a las explotaciones de una mediana extensión (no mayores de 500 “yugueras”) que, permitirían una cierta presencia y vigilancia del pater familias, pudiendo recorrerlas a caballo en una sola jornada.
  136. Muy especialmente de la sangrienta rebelión de esclavos en Sicilia (entre el 104 y el 101 a. n. e.) y la mítica de Espartaco en el 73 a. n. e.
  137. Op. c. Vol. I, Libro I-VIII., pág. 32.
  138. Desconfianza que le llevará siempre a Columela a recomendar la presencia más o menos continúa del “señor” y, no siendo así, optar por el arrendamiento dado que, los capataces esclavos “administran mal”“no solamente roban ellos, sino que no lo guardan (se refiere al grano) de otros ladrones”… optando al final por exclamar que “…Mejor un colono libre que un capataz esclavo…” Op. c. Libro I-VII., pág. 27.
  139. Como harían los Directores de las prisiones españolas durante el franquismo.
  140. Salvo los rápidos apuntes preventivos que hace Plinio en el Libro XIX de su Historia Natural, sobre el uso de EPIS durante la siega –que ya hemos comentado– o en la recogida del esparto envolviendo las piernas con fundas de cuero y protegiendo las manos con guantes.
  141. En las sociedades agrarias el buey fue siempre considerado tanto en lo simbólico como económicamente valiosísimo. En el Deuteronomio (Capítulo XXV) se prohibían expresamente los malos tratos a los bueyes según nos recordaba Luis Redonet en una conferencia sobre “El trabajo manual en las Reglas Monásticas” (1919: 15).
  142.  Parece que esta vid llamada “triacal” consiste en la inyección de un antídoto (tipo polifármaco galénico con numerosos ingredientes) contra los venenos, llamado “triaca” o “teriaca” que se introduce mediante una incisión en el sarmiento de la vid. Uno de sus ingredientes era el opio. Su utilización como medicamento se alargaría hasta la segunda mitad del siglo XVIII. (Referencias y comentarios tanto de Paladio como de Ana Moure Casas en Paladio: Tratado de Agricultura, Madrid, Editorial Gredos, 1990, Libro III: XXVIII. 224.
  143. Referencias en Paladio op. c. Libro XIV, págs. 421-422.
  144. Casiano Baso nació en Bitinia (Asia Menor) y por nuestras notas, viviendo seguramente en la época en la que es emperador de Bizancio Justiniano I (527-565), Tiempo para los historiadores de gran desarrollo económico al que se une una cierta suavización de la situación de los esclavos (iniciada en Roma con las leyes de Antonino Pío en el siglo II) a partir de la promulgación del Corpus Iuris Civilis (534) que de alguna manera se observa más, que en los comentarios del autor en sus silencios, sobre algunos aspectos referente a los esclavos contenidos en los escritos de Varron y Columela.
  145. La referencia textual al título de la obra tomada de su primera edición moderna seria “Geoponica sive Cassiani Bassi Scholastici De re Rustica eclogae”, Leipzig, 1895. Nosotros hemos utilizado la edición del Ministerio de Agricultura, Madrid, 1998, comentada y traducida por María José Meana, José Ignacio Cubero y Pedro Sáez.
  146. Florentino fue un geópono griego nacido también en Bitina, autor de unas Geórgicas a comienzos del siglo III de nuestra era que, como se ve, aparte de interesantes comentarios sobre plantas medicinales, introduciría de manera novedosa estas notas sobre la salud de los trabajadores del campo. (Referencias en op. c. 1998: 50).
  147. Término éste utilizado por Meana, Cubero y Sáez en la obra de referencia que hemos utilizado.
  148. Contenidas en el Código de Teodosio y correspondientes a las Constituciones de los años 323 y 337. Referencia en José María Blázquez Martínez, Economía de la España romana, (1978).
  149. Si las comunicaciones terrestres fueron especialmente difíciles, aunque en menor grado, también lo serían las marítimas de modo que, acontecimientos de alguna manera importantes como la conversión de Recaredo al cristianismo romano, tardaría más de tres años en ser conocido por el Papa. (Referenciado por José Mª Lacabra en estudios de Alta Edad Media española, Zaragoza, 1980: 51).
  150. Referencias en la Historia económica y social de España y América, dirigida por Jaime Vicens Vives, Vol I, Barcelona, (1972: 191).
  151. Con la excepción de algunas pocas ciudades como Mérida o Toledo que como se sabe sería la capital del reino visigodo.
  152. José Mª Blázquez en Economía de la España romana, 1978.
  153. En particular, Ángel García Sanz y Jesús Sanz Fernández en la Enciclopedia de Historia de España dirigida por Miguel Artola, Madrid, Alianza, 1993: 21.
  154. Iniciada en los comienzos del siglo V y formalizada institucionalmente por Leovigildo a mediados del VI, con la creación del reino de Toledo en el 576.
  155.  La institucionalización –y su sacralización– de la propiedad de la tierra por la Iglesia se llevará a cabo en el XII Concilio de Toledo del 681. No obstante, La Iglesia romana se iría convirtiendo en una gran acaparadora rural desde el siglo IV. José Mª Blázquez (1978) apunta la existencia en Dueñas (Palencia) de una finca monástica de 6.500 km2.
  156.  Según nuestras notas en algunas regiones el rendimiento para el trigo no llegaría al dos por uno siendo algo mayor en la cebada y el centeno. En la actualidad los rendimientos del cereal superarían el veinte por uno. Aunque en la Bética y tierras del Pisuerga, se pudo utilizar el sistema de cultivo de las “tres hojas” en zonas del norte se seguía utilizando el de “una hoja” agotando totalmente un terreno ya, de por sí, poco alimentado por la carencia de heno y plantas forrajeras. Referencias en Julio Luelmo: Historia de la Agricultura en España y América, 1975.
  157. Según Maluquer, Balil, Blázquez y Orlandis (1973: 467-468) el contingente de invasores germánicos pudo suponer como mucho entre 80.000 vándalos y 200.000 visigodos en una población total hispano romana de no más de 5 millones de individuos.
  158.  Los siervos “rústicos” o “vilísimus” eran dedicados exclusivamente a las tareas agrícolas ocupado el escalón más bajo de los esclavos. Por encima de ellos se encontrarían los siervos “idóneos” dedicados a trabajos domésticos, especializados o artesanales. Ambos integrarían la llamada “familia servil”. La Iglesia tendría también sus esclavos que formaban la denominada “familiae ecclesiae” siendo muy numerosos durante la época visigoda de forma que algunas diócesis tuvieron centenares, considerándolos como un bien patrimonial de la Iglesia incluido totalmente en el valor de las tierras.
  159. Eran siervos manumitidos, pero de manera parcial, ya que continuarían adscritos a la tierra ellos y sus descendientes, manteniendo prestaciones económicas y de trabajo con sus anteriores dueños y sobre todo, una gran dependencia psicosocial. Este siervo “sub obsequium” constituyó una de las estratagemas más productivas e inteligentes del esclavismo altomedieval, pues permitió descargarse a los propietarios de su coste de mantenimiento, asegurándose por otra parte, una porción importante de los rendimientos de su trabajo. Según J.M. Blázquez (1978) difícilmente se podrían encontrar en este periodo esclavos cuya manumisión fuese absoluta.
  160.  La institución del colonato surgiría también con ocasión de la crisis del sistema esclavista perceptible desde finales del siglo III. Las claves de este modelo hay que buscarlas en la necesidad que tiene el gran propietario rural de contar con mano de obra asegurada y “sujetada” a la tierra. El colono –en general antiguo esclavo– será en principio un hombre libre, pero manteniendo sobre él un conjunto de presiones y sujeciones que le convertirían en un nuevo modelo de esclavo; permitiendo una productividad “más cómoda y económica” de manera que el antiguo amo de siervos se reconvierte en patrón sin renunciar a su poder de coacción anterior.
  161. Los precaristas constituyen una figura de relación con la tierra que parte del Bajo Imperio consistente en la cesión sin formalización jurídica –parece que era necesario un escrito previo de súplica al dominus– de una parcela a una familia de jornaleros –normalmente de esclavos– sobre los que se exigían una serie de contraprestaciones. En la actualidad persiste todavía en algunas regiones de la América andina.
  162. La encomienda, figura netamente feudal, supuso ya con los visigodos un modo de relación y fidelidades serviles que progresivamente fue teniendo una mayor importancia. En general, fueron tierras de patrimonio real, o institucional, cedidas para su colonización y defensa a miembros de la aristocracia militar –en la Castilla posterior a Órdenes Militares– que, a su vez, eran otorgadas en colonato a los campesinos mediado un pacto de fidelidad y dependencia indefinido.
  163. En relación al conocimiento del funcionamiento real de la estratificación social –y, sobre todo, por lo que tiene que ver con la excesiva y generalista idealización de ciertas instituciones–, en la Regla monástica confeccionada por San Leandro para un monasterio femenino del siglo VI, sostendría la conveniencia de dar un trato distinto a las monjas de la comunidad, según su diversa procedencia social, de manera que “… la que pudo ser honrada en el mundo y fue rica en el siglo, ha de ser tratada más blandamente en el monasterio, y la que dejó vestidura preciosa en el siglo merece tener una más cuidada en el monasterio. En cambio, la que en el mundo vivió penuria y carencia de techo y de alimento, conténtese con que en el monasterio no pase ni hambre ni frío, y no murmure si es tratada con mayor indulgencia aquella que, en el siglo vivió más delicadamente…”. Anotado por Maluquer, Balil, Blázquez y Orlandis en: Historia económica y social de España, dirigida por Vázquez de Prada, Madrid, 1973: 512.
  164. San Isidoro: Etimologías, BAC, 2004: 479.
  165.  Parece que el XVI Concilio de Toledo (en el 693) tuvo problemas de quórum por el elevado número de obispos enfermos de peste. Un cronista de la época, el prelado Gregorio de Tours (539-594) comentaría en su Historiae Francorum (alrededor del 585) cómo las intermitentes plagas de langosta obligarían al adelanto de la recolección del cereal, con la consiguiente merma en la calidad del trigo.
  166. Maluquer, Balil, Blázquez y Orlandis (1973) utilizaron un método sugestivo para situar la esperanza de vida en la sociedad visigoda basándose en la edad en que los obispos eran promovidos al episcopado situable en una horquilla que iba de los treinta a los cincuenta y que podía dar para este colectivo sin duda privilegiado, un umbral promedio algo por encima de los treinta años.
  167. Anotado por los anteriores autores en Historia económica y social de España, Vol 1º, La Antigüedad, Madrid, 1973: 590.
  168.  Op. c. pág 588.
  169.  Op. c. pág 590.
  170.  Sabiamente, una de las medidas socioeconómicas que tomaría la Iglesia romana visigoda, fue la de asegurarse el control permanente sobre la mano de obra servil, que por un lado aconsejaba liberar de la esclavitud y por otra, encadenaba al fundo eclesial de manera hereditaria. Su refrendo se daría nada menos que en uno de los Concilios de Toledo (el IV del 633) precisamente bajo la presidencia de San Isidoro, proclamando que los derechos de la Iglesia eran tan eternos como ella misma, siendo por lo tanto una “Patrona que nunca muere” (canon 70). Anotado también en la Historia económica y social de España, Vol 1º, pág 527.
  171. Pacomio nació en Tebas, Alto Egipto, a finales del siglo III, posiblemente en el 286. Su muerte la fijan algunos autores en el 346. Los Preceptos o Reglas cenobíticas de Pacomio fueron escritas según Juan García Atienza (1994) hacia el 350, que, según la fecha anterior apuntada para su fallecimiento, nos harían retrasar este último dato, de cualquier modo, siempre aproximado.
  172. Que también pudo influir en el primitivo monacato ibérico de finales del siglo IV que, en su versión más ascética o eremítica según Moreno Núñez (1982) se habría iniciado en los primeros años de la centuria como lo demuestran algunos cánones del Concilio de Elvira (300-306).
  173.  Nosotros hemos manejado la cuidada versión moderna realizada por el monje de Silos Fray Ramón Álvarez Velasco –del que hemos tomado la mayor parte de nuestras notas– titulada “Pacomio Reglas Monásticas”, Silos, 2004, en donde el autor, aparte de la traducción de los pocos fragmentos originales en copto –añadiendo numerosas notas explicativas– realiza una minuciosa aportación a la comprensión contextual de la sociedad tardoromana en Oriente de un estimable valor sociológico. Aprovechamos esta nota para manifestar nuestro profundo agradecimiento a la pacientes y sabias aclaraciones que nos proporcionó –en una amable conversación telefónica durante el mes de agosto– el Padre Ramón Álvarez, a propósito de las Reglas Monásticas.
  174. Peculiar, porque el falansterio no fue más que una utopía coyuntural y la manufactura monacal constituyó durante siglos una potentísima institución cultural, económica y social. La cercanía entre una y otra residirían en su trasfondo “heterodoxo” al intentar edificar instituciones sociales desde diseños o programas forzados y rígidamente preestablecidos.
  175. Desarrollado a lo largo de los siglos I y II en pleno auge del Imperio y, cuando aún, la Iglesia no se había convertido en un poder institucionalizado.
  176. Como tres siglos más tarde lo fuesen para el Occidente europeo la regulación benita, o las posteriores órdenes mendicantes sin olvidarnos de la Compañía de Jesús. Posiblemente una de las aportaciones más valiosas e interesantes, desde el punto de vista sociológico, consistiría en la gran habilidad que tuvo el cristianismo romano para generar potentísimas “organizaciones formales” que más allá o más acá de las críticas, funcionaron como eficacísimas instituciones sociales en lo económico, en lo político y en lo cultural.
  177. Por otra parte –como hemos apuntado– algo absolutamente normal y característico, como anotara Erving Goffman (1961) de toda “institución total”.
  178. Por ejemplo, junto a un régimen de absoluto aislamiento del enfermo únicamente justificado en casos de peste, se prescribe la prohibición de que nadie salvo un superior o con su permiso, pueda utilizar las pinzas –que se guardan cuidadosamente– para extraer espinas de los pies. (pret. 96).
  179.  Este recinto denominado enfermería podría estar próximo al “valetudinarium” o “valetudinaria” de las legiones romanas. Aunque en éstos actuaban facultativos –los denominados “medicus”– junto a enfermeros (los “capsarii). La regulación institucional de estos médicos militares, que actuarían como verdaderos médicos del trabajo, se haría en las primeras décadas del Imperio. Estaban presentes en todas las actividades castrenses desde la selección de los reclutas hasta los entrenamientos y por supuesto, el campo de batalla; ofreciendo una cobertura sanitaria a tiempo completo, repartidos de forma que como mínimo, habría un medicus por cohorte (unos 500 efectivos) y, por lo tanto, 10 facultativos por cada legión, aunque en algunos momentos llegaron a ser dos por cohorte obteniendo un grado de atención sanitaria única para la época y envidiable casi hasta la actualidad dado que lo habitual es un facultativo permanente por batallón (en principio unos quinientos componentes). En puridad, mientras que el valetudinarium legionario se convertiría en un verdadero nosocomio u hospital con instalaciones perfectamente consolidadas, edificadas en piedra, y con una amplitud considerable, que podían superar las 200 plazas, la enfermería del primitivo diseño cenobítico apunta más a un pequeño espacio sin atenciones especializadas a no ser las alimenticias y el reposo. Con muy buen criterio el Padre Álvarez Velasco, nos comentaba que los monjes de esa época al igual que la mayoría de las gentes de la región, difícilmente podían obtener asistencia sanitaria profesionalizada, recurriendo como en toda cultura rural, a remedios caseros, tradicionales o mágicos. En último lugar y, para casos excepcionales se podía navegar fluvialmente hacia una gran meca de la cultura médica oriental del momento como era Alejandría. En lo que se refiere a la existencia de instituciones nosocomiales de carácter civil, no tenemos datos de su existencia hasta el siglo IV, probablemente bajo cierto influjo del nuevo discurso cristiano sobre la caridad. Los únicos médicos de carácter público –pero ambulante y preferentemente urbano– serían los “arquiatras” que atendían a las gentes humildes –quizá también a los esclavos– y eran subvencionados por el Estado.
  180.  Sobre todo, en posibles alteraciones de las fases del sueño y, en particular la REM. Una muestra de las suspicacias monásticas ante el sueño, la podemos encontrar en el libro II de las “Instituciones” de Casiano cuando expone sus temores a que las oraciones nocturnas puedan ser contaminadas por los sueños, “procurados por el enemigo envidioso” aludiendo sin duda al “demonio”.
  181. Según la autorizada opinión del Padre Álvarez, se tratará de una silla articulada en forma de tijera que permitiría un modo de descanso diferente al occidental, que carga sobre la espalda, y, en donde el reposo, se consigue apoyando la cabeza reclinada sobre los brazos. En estas circunstancias las disfunciones musculoesqueléticas podrían ser menos severas, aunque siempre estaría presente el riesgo de escoliosis y una clara rigidez muscular al hacer difícil los cambios de postura que forzosamente, pudo conducir a tener desequilibrios en el desarrollo del sueño.
  182. Se trata de un conjunto de 16 preceptos bajo el título “Preceptos y juicios de nuestro mismo padre Pacomio” traducido y anotado por el P. Álvarez Velasco y que complementan en la obra de referencia el texto original de San Jerónimo integrado por 144 preceptos y rotulado “Preceptos de nuestro padre Pacomio, hombre de Dios, que fundó en los comienzos la vida cenobítica por orden de Dios”.
  183. Los mayores serían los monjes ancianos. El prepósito, continuamente mencionado es el jefe o responsable de la “casa” en la que se dividían los cenobios. Según la nota aclaratoria del P. Álvarez (2004:188) el uso genérico del término prepósito apuntaría a los “superiores” del cenobio.
  184.  A propósito de este tratamiento del trabajo el P. Álvaro hace hincapié en su distanciamiento con las habituales condiciones de trabajo –sobre todo de los colonos agrícolas– en la sociedad “post-esclavista” de la época. “Preceptos y leyes de nuestro padre Pacomio sobre las seis oraciones vespertinas”, (op. c. 2004: 191).
  185.  Seguramente los monjes orientales acostumbraban normalmente a ir descalzos. En las “Instituciones” de Casiano escritas alrededor del 420, se habla de que solamente en situaciones excepcionales (enfermedad, rigor del invierno o del verano) en las que se pueden calzar sandalias se iría normalmente descalzo. En Juan Casiano, Instituciones cenobíticas, Zamora, Ed. Monte Casino, 2000:41.
  186. Productividad que doctrinalmente, cuando hablamos del cristianismo monacal, habrá que entender desde los criterios de la “economía de la salvación” de manera que: “al disminuir el esfuerzo físico, pueden cumplir sus vigilias con mayor atención de espíritu” (Libro tercero, cap. 8, apart. 4, 2000: 75).
  187. Aproximadamente alrededor de nuestro mediodía actual. Casiano llamaría a la acedía utilizando una expresión de los salmos, el “demonio del mediodía”…”sobre todo porque perturba al monje alrededor de la hora sexta, como una fiebre amenazante que vuelve periódicamente y enciende en el alma enferma ardientes pasiones a horas fijas y acostumbradas…” (Libro décimo, cap 1; 2000: 219).
  188. Casiano pone el ejemplo de un tal “abba” Pablo que, aunque no lo necesitaba almacenaba recursos durante todo el año para quemarlos después de forma que para él la productividad del trabajo consistía exclusivamente en la lucha o negación del ocio. (2000: 237).
  189. Medicina monástica que, junto a la eclesial o episcopal durará más de trece siglos. Los Concilios de Clermont (1130), Tours (1163) y el IV de Letran (1215), pondrán fin a este largo periodo de protagonismo médico-religioso prohibiendo a monjes y clérigos la práctica médica y, en especial, la cirugía.
  190. Aunque parece que además hubo una importante participación episcopal y de la realeza.
  191.  No tenemos datos de la existencia de instituciones nosocomiales –a excepción de las militares– ni en Grecia ni en el Imperio romano. En Grecia a lo más cercano que se llegaría fue al llamado “cynosargo” ateniense, como una especie de hospicio dedicado a los niños huérfanos. Siguiendo al historiador alemán de la medicina Dieter Jetter (1972) podemos considerar como establecimientos protonosocomiales los siguientes: Pandokheion; dedicado como albergue de peregrinos Xenodochium o albergue de forasteros incluidos pobres Nosocomium, que sería el más cercano a lo que entendemos por hospital. En Egipto y Etiopía parece que se fundaron alrededor del siglo V por Santa Paula y San Antonio Abad, pequeños establecimientos a modo de hospederías, para cuidado de pobres y peregrinos. Antes, San Basilio pudo fundar en el 370 un nosocomium en Cesarea (Jetter, 1972: 266). Otros autores como Alfredo Lapuente (1933) junto a las asclepieias griegas especie de establecimientos a medio camino entre un santuario religioso y un sanatorio de corta estancia hablan de las iatrerias como lugares para atender a los enfermos. Este mismo autor alumno de García del Real, enumera de manera más prolija los diferentes tipos de hospitales que pudiero existir en la antigüedad clasica: Nosocomia; para enfermos que vivían solos Brephotropia; para niños expósitos Orphanotropia; para niños huérfanos Ptochia; para pobres. Jerontochia; para ancianos. Xenodochia; como hospitales mixtos para peregrinos y enfermos. Ref. artículo con el rótulo de Hospitales, de Alfredo Lapuente, contenido en Trabajos de la cátedra de Historia Crítica de la Medicina, Tomo I, publicados bajo la dirección de Eduardo García del Real, Madrid, Sobrinos de M. Minuesa de los Ríos, 1933. En España uno de los primeros hospitales eclesiales (alrededor del 580) será el de Mérida, la Augusta Emérita hispano-romana. Su promotor fue el poderoso e influyente Masona, obispo de la ciudad. Será inicialmente un pequeño “xenodochum” o albergue de peregrinos para ir más tarde desarrollando competencias terapéuticas, pero siempre con un volumen muy discreto, que no sobrepasaría las 12 camas. En los inicios de la Baja Edad Media Rodrigo Díaz de Vilar según diversos autores como García del Real (1921) pudo fundar un lazareto en Palencia alrededor del 1067. A partir del siglo VIII, irán apareciendo los grandes complejos hospitalarios monacales como el de San Gall (Suiza))cuyo monasterio –por lo menos a nivel de proyecto– incorpora cinco recintos nosocomiales para los propios monjes (infirmarium), para pobres y peregrinos (hospitale pauperum), casa para huéspedes ricos, hospital de novicios y fuera del recinto monacal una leprosería para enfermos contagiosos. Cluny (910) en su última etapa de esplendor y poder (1088-1132) contando con más de 300 monjes tuvo un gran infirmarium (80 a 100 camas) superando la capacidad del famoso Pantokratôr de Bizancio (el Typikon) fundado a las orillas del Bósforo por Juan II Comneno en el 1136. Referencias en: Dieter Jetter, Historia Universal de la Medicina, Tomo III, Salvat, 1972.
  192. Nosotros hemos utilizado la versión de la BAC del 2006 (4ª Impresión) comentada por García M. Colombás (OBS) y traducida y anotada por el monje cisterciense Iñaki Aranguren.
  193.  Como ejemplo de esta mesura y adecuación a las costumbres de la época y a propósito del consumo de vino, San Benito, expondrá con fina ironía y gran sabiduría: “…Aunque creemos que el vino en modo alguno es propio de los monjes, como en nuestro tiempo no se les puede persuadir de ello, convengamos al menos en no beber hasta la saciedad sino moderadamente, porque el <vino hace apostatar hasta los sabios>…” (Cap. XL, p. 6). El consumo de vino propuesto era el de una hémina de vino diaria, correspondiente más o menos a lo que ahora es media botella de tres cuartos. La alimentación en general parece presentarse como bastante aceptable. Se da una ración diaria de pan cercana al medio Kg. que supone unas 1500 Kcal., más dos platos de cocido (algunas veces un tercero de frutas) en los que no hay carne de “cuadrúpedos” absolutamente prohibida salvo para los enfermos, pero posiblemente acompañada de carnes de volátiles que con la ración de vino (un cuartillo y medio) nos colocaría perfectamente –aparte la aportación proteica– en las 2.500 o 2.600 Kcal. En lo tocante al vestido existirá un acomodo derivado de la climatología y del lugar: “…Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en que viven…” (LV, 1).
  194. El monje benedictino tendrá su propio lecho (XXII, 1) aunque éste sea una estera, con cobertor y almohada, en lugar de la sellula de los cenobios orientales. También se les proveerá de escarpines y zapatos (LV, 15-6).
  195. Para la época en que se escribió la RB, el tiempo monástico estaba ordenado según las siguientes horas canónicas ajustadas a las calendas de noviembre del norte de Italia con la salida del sol hacia las 7,30 y la puesta alrededor de las 16,30. Maitines (las antiguas vigilias de Pacomio) entre las 2 y las 3 de la mañana Laudes, entre las 5 y las 6 de la mañana. Prima, un poco antes del amanecer Tercia, hacia las nueve de la mañana Sexta, el mediodía. Nona, entre las 2 y las 3 de la tarde. Vísperas, al ponerse el sol. En esa época las 4,30 de la tarde. Completas, hacia las 6 de la tarde antes de recogerse los monjes cuya hora giraba alrededor de las siete. Referencia en Édouard Schneider: Les heures bénédictines, Paris, Librairie Paul Ollendorff, circa 1925. Alfred W. Crosby: La medida de la realidad; la cuantificación y la sociedad occidental, Barcelona, Crítica, 1998.
  196.  Así, leemos en el cap VIII: “…Durante el invierno, esto es, desde las calendas (el día primero) de noviembre hasta Pascua, se levantarán a la octava hora de la noche conforme al cómputo correspondiente, para que reposen hasta algo más de la media noche y puedan levantarse ya descansados. El tiempo que resta después de acabadas las vigilias, lo emplearán los hermanos que así lo necesiten en el estudio de los salmos y de las lecturas…” Desde Pascua hasta las calendas de noviembre parece que se empalma (salvo para un “cortísimo intervalo” para las necesidades naturales) el oficio de vigilias (maitines) con el de “laudes” con lo cual durante todo el año parece que únicamente se duerme entre las siete y algo más de media noche.
  197.  El padre Clemente de la Serna, (OSB), haría una lectura más optimista, señalando según el año entre 8 y 10 las horas de descanso. Ref. En torno al descanso en RB: Hacia una relectura de la Regla de San Benito, Abadía de Silos, 1980.
  198.  “…Si las circunstancias del lugar o la pobreza exigen que ellos mismos tengan que trabajar en la recolección, que no se disgusten…” (cap. XLVIII, 7).
  199. Desde la terminación del oficio de prima hasta la hora cuarta por la mañana y desde la hora octava hasta el comienzo de vísperas (XLVIII, 3 – 5 – 6).
  200. Después del oficio de tercia hasta la hora nona (XLVIII, 11).
  201. El trabajo manual comenzaría después de tercia (hacia las 10 horas) para continuar hasta el final de la hora décima (el inicio de vísperas a las 4 de la tarde).
  202. Posiblemente la caridad cristina suponga una actitud que supera o transcienda –incluso anule– a la propia persona humana por su referencia y proyección hacia un puro imaginario religioso cultural tan peculiar como el del cuerpo de Cristo, potenciado además, por la que denominamos “socioeconomía de la salvación”. Pero el hecho real es que también pudo contribuir a construir nuevas lecturas sobre la atención a los enfermos –y, de ahí, a las clases marginadas– con significados alejados de los de la mera utilidad práctica o productiva. La noción de sufrimiento humano no existió nunca en la medicina clásica. Es una construcción psicosocial y médica de la modernidad tardía. Casi contemporánea, laica humanista, y si se nos fuerza un poco, diríamos que republicana. Pero algo debió quedar del discurso cristiano sobre la caridad en la medida en que sin darse cuenta –malgré tout– habría conseguido desde el ensoñamiento del cuerpo sufriente del Cristo mito, las realidades del cuerpo sufriente de las gentes y, sobre todo, de las gentes del común y de entre ellas de los trabajadores.
  203.  Punto que nos refuerza en nuestra suposición de la fatiga y debilidad generalizada como componente importante de los episodios mórbidos entre los monjes; compatible a la vez, con el consumo de carne. Por otra parte cuando se menciona el término carne probablemente se esté haciendo referencia a la de “cuadrúpedos” y no a la de aves.
  204.  Cultura médica monacal, que ha sido siempre considerada por los más prestigiosos historiadores españoles de la medicina como la única existente durante la Alta Edad Media. Eduardo García del Real comentaba que los monjes benedictinos fueron probablemente los primeros médicos de la España cristiana de la Reconquista apuntando la influencia del papel representado al instalarse en la Península por los monjes de Cluny y de Citeaux (Císter). Referencia en E. G. del Real: Historia de la medicina en España, Madrid, Ed. Reus, 1921: 27.
  205.  El profesor García Ballester, enunciaba la complexión como el resultado del equilibrio cuantitativo y cualitativo del conjunto del cuerpo y de cada una de sus partes entre sí. Referencias en L. G. Ballester, La búsqueda de la salud. Sanadores y enfermos en la España medieval, Barcelona. Ed. Península, 2001, págs 145 y ss.
  206. Se refería a un tal Estéfano autor de La medicina castellana regia (1318). Anotado por G. Ballester, op. c. pág 151.
  207. Como nos recordara el Dr. García Ballester a partir de su estudio sobre la documentación procesal de la Inquisición en Valencia, Aragón y Castilla: “…Todos los estamentos son curados por los “profesionales” moriscos, los cuales visitan tanto a cristianos viejos como nuevos…lo cierto es que sastres, pastores, mercaderes, estudiantes, labradores, criados, tratantes, tejedores, ¡incluso familiares de médicos universitarios!, –todos los oficios– van desfilando por los procesos y testificando de sus enfermedades y relación como enfermos con los médicos moriscos…”. Ref. en op. c. pág.160.
  208. La situación de estos sanadores moriscos parece que a pesar de su popularidad y presencia en el mundo rural fue extremadamente crítica impidiéndoles el acceso a los tradicionales saberes de los tiempos de esplendor de la medicina hispano musulmana de forma que estaba totalmente perseguido la tenencia de cualquier libro o documento de su oficio escrito en árabe como nos recuerda García Ballester: “…En la segunda mitad del siglo XVI bastaba ser sorprendido con una breve nota –aunque se tratase de un contrato legal– para ser procesado por la Inquisición como sospechoso de practicar la <abyecta secta de Mahoma>…”. Ref. en Luis García Ballester: Historia social de la medicina en la España de los siglos XIII al XVI, Madrid, Akal, 1976: 135.
  209. Alonso Chirino: Mayor daño de medicina y Espejo de medicina, Madrid, Imprenta de J. Cosano, 1944: 157-158.
  210. Anotado por Miguel López Martínez en Absentismo y espíritu rural, Madrid, Tipografía de Manuel Ginés Hernández, (1889: 170)
  211. Los “Infanzones de Navarra” según fuero, tendrían el privilegio de no quedar obligados con los villanos al cumplimiento de sus promesas y algunos prelados como el Obispo de Tortosa y señor de Almazora (Aragón) podía imponer penas a sus vasallos mediante confinamientos, que les mataban de frío, hambre o sed. Op. c. pág. 171-172.
  212. En las Cortes de Nájera (alrededor del 1137) el solariego rural, no tendría ninguna fuerza legal contra el señor. “…Ricos hombres y caballeros exigían servicios a su albedrío, so pena de robar la tierra si se les negaban embargaban a los labradores los bueyes de labranza para el pago de los tributos, o los tenían presos sin alimento hasta que pagaban…”. Op. c. pág. 171-172.
  213.  Este Ordenamiento obra de Pedro I el Justiciero y promulgado en las Cortes de Valladolid del 1351, constaba en realidad de cuatro Ordenamientos relativos a los diversos territorios de la Corona de Castilla: Toledo y Cuenca; Sevilla; León, Asturias y Galicia más por último las tierras de la Vieja Castilla desde Santo Domingo de Silos hasta Castrojeriz, y el Valle de Esgueva, pasando por las villas de Burgos, Palencia y Valladolid. Entre otras disposiciones prohibía a los merinos: “prender, lisiar, atormentar, ni matar a persona alguna sin razón y sin derecho…” Condena a muerte a los incendiarios de pinos y pinares de los concejos del Duero. Prohibición a prelados, ricos hombres y poderosos “tomar yantares” y “tener encomiendas de vasallos sin derecho en alfoces y aldeas de su señorío…”. Voluntad de enmendar: “los agravios que cometían algunos señores de lugares abadengos, solariegos y behetrías al tomar y embargar las casas, heredades, frutos, rentas y esquilmos de los vecinos que iban a morar a otros lugares…”. Condena y prohibición contra los caballeros y personas poderosas de Galicia que: “empleaban medios de fuerza para compeler a los serviciales y yugueros que moraban en sus lugares a ciertas labores del campo, Si se resistían los amenazaban o prendían, y aún les tomaban sus bienes…”. En relación a las condiciones de trabajo, se deja clara la jornada de sol a sol para menestrales “que se suelen alogar” que suponemos incluiría con la denominación de “menestrales” a los braceros del campo. Referencias en Manuel Colmeiro: Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com)
  214.  En las de Toro, se denunciaban los “intentos de los poderosos de cobrar pasaje del pan, vino y otros productos”. En las de Burgos, la presión tributaria de los señores despoblaba de campesinos aldeas y lugares: “…Algunos de los dichos rricos omes e cavalleros e escuderos… despoblavan los dichos lugares que les nos aviemos dado, echandoles muy grandes pedidos e pechos en tal manera que se despoblavan e se ermaban los logares…”. Anotado por Julio Valdeón Baruque en: Los conflictos sociales en el reino de Castilla en los siglos XIV y XV, Madrid, Siglo, XXI, 1875: 103.
  215. En las Cortes de Soria: “…Algunos ricos homes, caballeros e escuderos atrevidamente, sin razón é sin derecho … ocupaban e tomaban los logares, aldeas é vasallos de los dichos monasterios é iglesias en nombre de encomiendas, levando de ellos, dineros, é pan e otras cosas, é faciendolos servir por sus cuerpos, asi en la labor de sus heredades, como en castillos é fortalezas que facian…”En las Cortes de Guadalajara: “…Los señores mataban, herían y encarcelaban á los que apelaban contra ellos…”. Op. c. pág. 171.
  216.  Escrita hacia finales del siglo XIV. Nosotros hemos manejado la 2ª reimpresión del FCE, de 1997.
  217.  El “Maristán” o Hospital real de Granada, fundado en el 1375 funcionaría como una verdadera policlínica con áreas terapéuticas separadas y entre ellas una zona especial para enajenados y otra para enfermedades de los ojos con separaciones también para enfermos y convalecientes. En este establecimiento se contaba además con pabellones separados para residencia de médicos, practicantes y enfermeros. Además, parece que de las propias rentas del Maristán se apartaban como “viático” pequeñas cantidades de dinero que se entregaban a los que, una vez dados de alta, quedaban sin recursos e imposibilitados para trabajar. Durante el siglo XIV, parece que Granada contó con dos establecimientos nosocomiales más. Referencias en: Fidel Fernández: La medicina árabe en España. Barcelona, editorial Juventud, 1936: 199-203.
  218.  La recuperación de este documento fue realizada por el medievalista francés Levi- Provençal en su obra: Un document sur la vie urbaine et les corps et métiers à Seville au début du XIIe siècle: Le traité d’Ibn Abdún, 1934. Las versiones que hemos manejado son: É. Lévi- Provençal: Séville musulmane au début du XII siècle; Paris, G.P. Maisonneuve, 1947. Emilio García Gómez y É. Levi-Provençal: Sevilla a comienzos del siglo XII; Sevilla, Biblioteca de Temas Sevillanos, 1981. Las notas que apuntemos vendrán referidas a ésta última obra.
  219. Según nuestros cálculos dado que el cahiz se corresponde con 12 fanegas castellanas, estaríamos hablando de un peso de un poco más de 28kgs, absolutamente razonable. Piensesé que no hace mucho tiempo un sindicato español proponía que el saco de cemento utilizado en la construcción tuviese un peso de 40 kgs, en lugar de los 50 habituales.
  220.  En el Libro de las generalidades de la medicina (Al Kulliyyat), Madrid, Trotta, 2003: 361.
  221. Abu Zacaria Iahia, era natural de Sevilla y debió nacer alrededor de la segunda mitad del siglo XII. La edición que hemos estudiado corresponde al facsímil de la traducida y anotada por Josef Antonio Banqueri en 1802. Madrid, Colección de Clásicos agrarios, Ministerio de Agricultura, P. y Alimentación, 2 tomos, 1988. Las anotaciones que transcribiremos llevarán esta referencia.
  222.  Entre los cuales además de Abu Zacaria podemos apuntar a: Ibn Wafid (1008-1074) autor de un Compedio de Agricultura y a Ibn Hayyay, con una obra traducida como “El suficiente sobre la Agricultura” (1073).
  223.  “…Que el plantador de vides ú otros árboles, el inxertador y el escamondador sea joven de veinte á treinta años ó poco más, no despreciable por su desaseo: que no tenga en sus brazos ni cuerpo calamidad alguna como dislocación ó fractura no bien consolidada todavía; ni que tenga scróphulas (ó paperas), respecto á que estando libre de toda lesión y calamidad quien hiciere la plantación ó inxerto, prevalecen y viven mas robustas las plantas…” (Tomo I, 1988: 532). “…Guardaos… de que haga este plantío (se refiere a la palma) persona vil, ó de mala boca y de humor melancólico (y lo mismo todo cuanto el hombre hiciere ha de ejecutarlo lleno de contento y alegría), respecto á que recibiéndole asi bien la luna, participa de mucha robustez y vigor…” (Tomo I, 1988: 345).
  224. “…Para la cultura y labranza se han de escoger los de mas recta estatura y jóvenes, por ser los más fuertes para el trabajo, de mas aguante para la fatiga, mas animosos, y mas dóciles que los viejos (…) En las mangas (divisiones del terreno) no se han de poner juntos mas de quatro hombres (…) y porque suele suceder que en medio de los trabajos unos enseñen á otros á ser embusteros é impuros…” (Tomo I, 1988: 533).
  225. Como cuando señala en el trabajo de cava de las viñas: “…Que cada uno lleve delante su pie derecho y detrás el izquierdo, y no levante la azada sobre su cabeza, sino que la arroje de frente tirando de ella para si…” (Tom. I, 1988: 531).
  226. Tomo I, 1988: 531.
  227. Gabriel Alonso de Herrera: Obra de Agricultura, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1970: 7.
  228. Al-Muqaddimah; México, FCE, 1997: 268.
  229. Op. c. pág. 646.
  230. Que estrictamente, más que un campesino mediterráneo es sobre todo, un nómada del desierto.
  231. Op. c. págs 732-735.
  232.  Gabriel Alonso de Herrera nacería en Talavera entre 1470 y 1480. Moriría alrededor de 1540. La 1ª edición de la Obra de Agricultura, es la de Alcalá de Henares en 1513. La Ed., utilizada por nosotros es la de Atlas, con notas y estudio preliminar de Urbano Martínez Carreras, Madrid, 1970 Las notas estarán remitidas a la misma.
  233. En una serie de estas ediciones (puede que a partir de la de 1620) se cambia la titulación por la de Agricultura general incluyéndose como apéndice seis obras de otros autores españoles entre la que se encuentra el “Despertador” de Juan de Arrieta.
  234. Op. c. pág. 77.
  235. Op. c. pág. 77.
  236. La “madre de familia” sería la reproducción de la villica romana o mujer del mayordomo o administrador de la finca.
  237. Op. c. pág. 32.
  238. Los medicamentos simples en la farmacopea galénica harían referencia sobre todo a productos directamente procedentes de las plantas medicinales –o minerales como la sal– pero siempre unitarios. Averroes en el ya mencionado Libro de las generalidades de la Medicina enumera cerca de 300 medicamentos simples.
  239.  A modo de ejemplo: Para el “fuego silvestre o pastoril” (el famoso “fuego de San Antonio” o “ergotismo” producido por el cornezuelo gangrenoso del centeno) el remedio consistía en goma de ciruelo, un poco de azafrán, sal y vinagre fortísimo. Para las fiebres tercianas (en general paludismo) infusión de raíces de romaza (una hierba de efecto tónico y laxante) con vino blanco, que pudo tener algún efecto terapéutico a falta de la quina que no sería introducido en España hasta el 1630 por los jesuitas (de ahí, su nombre inicial de “polvo de los jesuitas”). De cualquier manera, cuando se hace la edición de 1722, se conocía perfectamente su eficacia contra las tercianas. Para las mordeduras de serpiente, zumos de hojas de fresno con vino blanco. Para la calentura continua, una cebolla “atada encima del pulfo” (en la cara inferior de las muñecas).
  240.  Como por ejemplo, unos diálogos de “Agricultura cristiana” del franciscano Juan de Pineda, impresos en Salamanca en 1589. Jerónimo Cortés: “Lunario y pronóstico perfecto”, impreso en Valencia en 1594 y con reediciones posteriores en el XIX. Este escrito de Cortés tiene su importancia en la medida en que constituye durante más de dos siglos uno de los pocos documentos de referencia para la salud popular y muy especialmente para el mundo rural. A pesar de su diseño astrológico y mágico telúrico probablemente supuso el mal menor dado que en muchas ocasiones –a pesar de su inocuidad terapéutica– era la única cobertura contra accidentes y enfermedades desencadenando, sobre todo, potentísimos mecanismos de sugestión que compensarían su pobreza o ineficacia funcional y, porque no, la acumulación de saberes “acientíficos” pero también producto de observaciones y constataciones milenarias. Repasando una reedición de esta obra publicada en Madrid, Imprenta de la Viuda de Barco, 1813, encontramos propuestas, consejos salutíferos y medidas preventivas que alejadas del discurso científico/médico oficial, pueden tener una cierta operatividad. Francisco Gilabert: “Agricultura Práctica” (Barcelona, 1626). Diego Gutiérrez Salinas, publicará unos “Discursos del pan y del vino”, conocidos como Discursos del “niño Jesús” que fueron incluidos en algunas ediciones de la Agricultura de Alonso de Herrera e, inicialmente impresos en Alcalá, Imp. De Sánchez Crespo en 1600. El único interés que pueden tener reside en el discurso 5º en que se trata de la constitución de una asociación o cofradía de labradores. A estos autores se pueden añadir las versiones en latín de las obras de Baso, Varron, Caton o Columela, que por supuesto, llegarían a un público absolutamente minoritario.
  241.  Entre estos autores. Junto a los escritos económicos, geográficos y políticos que hemos anotado en nuestra introducción podíamos considerar los siguientes: Teodoro Ventura: Erudición política, despertador sobre el Comercio, Agricultura y Manufacturas, con avisos de buena política y aumento del real comercio, Madrid, 1743. Miguel López de Aoiz, que traduce el “Tratado del cultivo de las tierras” de Henri Louis Duhamel de Monceau, que a su vez es una traducción de la obra del Tratado agronómico del inglés Tull. Madrid, Imprenta del Mercurio, 1751. Samuel André Tissot (1728-1797), “Avisos al pueblo sobre su salud”; traducción de Joseph Fernández Rubio, Pamplona, Imp de Pascual Ibáñez, 1773. La 2ª edición en castellano llevará el título de “Tratado de las enfermedades más frecuentes de las gentes del campo”; traducción de Juan Galisteo y Xiorro, Madrid, Imp de Pedro Marín, 1774. La 1ª ed. en francés es de 1763. En castellano se realizarían siete ediciones. La última en 1795. Joseph Antonio Valcálcer (1720-1792) publica durante varias años una monumental obra agronómica bajo el rótulo: “Agricultura General y gobierno de la casa de campo” en donde traduce y sigue el tratado del francés Dupuy Demportes, “Le gentilhomme cultivateur” (Paris, 1761) que a su vez es una traducción del inglés Hall. La versión de Valcárcel, consta de 10 tomos. El primero impreso en Valencia, casa de Estevan Dolz, 1765 y el décimo también en Valencia por Estevan y Cervera en 1795. En 1768 (Valencia, Imp., de Burguete) publica un folleto sobre el cultivo del arroz en donde incluirá recomendaciones y medidas higiénico preventivas. Guillermo Buchan (1729-1805): “Medicina doméstica o tratado completo del método de precaver y curar las enfermedades…”. Traducido por Antonio de Alcedo, Madrid, Imprenta de Antonio de Sancha, 1785. La obra original es de 1772. Joseph de Matas Cascoll y Limona, matemático y agrimensor catalán, es un personaje interesante y casi desconocido que, probablemente sea uno de los primeros autores peninsulares que escribe algo de manera explícita sobre higiene rural, como es su “Guía del régimen sanitatis” (Madrid, Imp., de Martínez Abad, 1770) en donde plantea acciones y remedios preventivos contra tercianas, cuartanas y el trabajo en terrenos insalubres más las enfermedades provenientes de los animales domésticos. Su obra más conocida es “Guía general de labradores”, en donde también introduce algún consejo higiénico preventivo. Fue editada en Madrid, por Antonio Delgado en 1786.
  242. Lope de Deza: “Gobierno político de Agricultura”; Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1991: 21.
  243. Op. c. pág. 185.
  244.  Anotado por Carmelo Viñas y Mey: “El Estatuto del obrero indígena en la Colonización Española”, Madrid, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, 1929: 46.
  245.  Contenido en Thesaurus Indicus (Amberes, 1668-1686).
  246. Anotado por Emilio Eyré L. D’Abral: Acción social y protección laboral de la Iglesia y España en América, Madrid, Gráficas Rey, 1958: 107.
  247.  B. Ramazzini: “Tratado de las enfermedades de los artesanos”, Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1983: 255.
  248.  Op. c pág. 258.
  249. Op. c. págs. 258-259.
  250.  Op. c. pág. 259.

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