TRABAJO Y ACCIDENTES DE CIRCULACIÓN O REFLEXIONES DESDE LA MÁQUINA, EL CUERPO Y LAS CONDICIONES DEL TRABAJO

TRABAJO Y ACCIDENTES DE CIRCULACIÓN O REFLEXIONES DESDE LA MÁQUINA, EL CUERPO Y LAS CONDICIONES DEL TRABAJO

Rafael de Francisco López. 2005.

Comprender los accidentes y las enfermedades profesionales en la actualidad y, entre ellos los de circulación o tráfico vial relacionados con el trabajo, nos puede hacer necesario una vez más, hablar de la máquina, de las relaciones sociales y del cuerpo.

Podríamos decir que mientras que en la sociedad estamental la máquina-utillaje es una prótesis de la mano del artesano, con el advenimiento del industrialismo el obrero se convierte en prótesis de la nueva máquina­/fuerza, que además organiza el espacio-tiempo de trabajo de manera rigurosa y autóctona a los ritmos de vida tradicionales.

El tiempo de trabajo se acotará desde una exclusiva óptica productiva que el taylorismo fijará y cronometrará en el espacio cerrado del taller o la fábrica.

Con la economía de la globalización se rompen los sistemas de relación entre la “máquina” y el cuerpo, alterándose las dimensiones de los tiempos de trabajo y la propia topografía de los espacios y lugares de la actividad laboral. La máquina se convierte en “organización” y, en “proceso”, abriéndose y rompiéndose a la vez, los significados tradicionales del tiempo y del espacio anteriormente relacionables con el trabajo.

La progresiva consolidación del maquinismo y del modo de producción fabril hacia la mediana del ochocientos -para los países de la Europa continental- frente al sistema artesanal y de manufactura del XVII y XVIII, supuso en lo que se refiere a la actividad corporal y laboral, una progresiva transformación sustancial de la dinámica humana y un nuevo modelo de relación entre el cuerpo del trabajador, las herramientas, los ingenios mecánicos y las condiciones de trabajo. Y, lo que es más importante, todo ello dentro de un poderoso cambio en profundidad de las relaciones sociales.

Sin embargo, esta transformación no sólo fue lenta y desigual, sino que tampoco estuvo directamente condicionada por la aparición del sistema fabril, o por la aparición de la máquina de vapor y la consiguiente mecanización “inanimada”. Su constitución descansó principalmente en la aparición del capital y en la producción para el mercado, superando y transformando los sistemas de producción artesanal y doméstico limitados a un mercado rural y urbano de autoconsumo básico; mantenido por actividades que nacían de pequeñas explotaciones familiares en el campo y, de obradores y oficios gremiales de las mismas características en las ciudades.

Todo ello, además, enmarcado en un contexto de cambios culturales, sociales y políticos que de alguna manera habría comenzado a perfilarse desde el Renacimiento revistiendo, un considerable impulso a partir del XVII con el fortalecimiento del Mercantilismo, tanto en la Inglaterra de Cromwell (1599-1658), como en la Francia de Colbert (1619-1683)1.

En este sentido, como nos apunta Baldó Lacomba (1993 ), la Revolución Industrial, más que un cambio o una revolución tecnológica lo que supuso fue una verdadera revolución social y económica. En último lugar, lo maquínico y lo tecnológico no nacería de líneas de progreso y evolución endógenas o milagreras, sino que debe ser entendido desde los procesos de cambio social que se dieron en Europa por lo menos, un siglo antes de que se inventara la lanzadera volante (Kay, 1738) o las primeras jennies (Hargreaves, 1764).

Detrás de todo este proceso estaba el lento cambio de mentalidades, economías y mercados que comenzaron a fisurar el edificio del orden medieval/feudal, organizado sobre un modelo productivo de supervivencia para la casi totalidad de la población bajo el soporte ideológico de la conformidad cristiana y la teología de la salvación, que paradójicamente se resolvía en poder y magnificencia terrenales para los estamentos privilegiados.

En dicho proceso sin duda estuvieron presentes desde el descubrimiento de nuevas tierras, con el consiguiente avance en las técnicas de navegación y la ampliación del limitado espacio de los mercados tradicionales, hasta el especial dinamismo mercantil de las protoburguesías urbanas de algunos países europeos, junto con el no desdeñable papel del potente fortalecimiento de los oficios agremiados en las ciudades, que inicialmente contribuyó a desamortizar el trabajo, de las servidumbres feudales potenciando el mercado y en cierta medida, posiblemente a sembrar su propia competencia y futura crisis con la aparición de mercaderes, intermediarios y comerciantes. Todo ello además, reposando y dinamizado por el surgimiento de una diferente mirada sobre la naturaleza y el hombre, de donde brotarían poco a poco herramientas conceptuales y operativas, que irían modificando sustancialmente a lo largo de tres siglos, el orden cerrado y autárquico de la sociedad y la economía de la servidumbre feudal para dar paso a las nuevas servidumbres del capital.

En estos recorridos también estuvieron presentes el poder e intereses de las monarquías europeas que de la mano doctrinaria del mercantilismo, alterarían también el orden geopolítico de la cristiandad, dando paso a la constitución del mapa de imperios y nacionalidades europeas.

Detrás de esta dinámica de ambiciones en donde se entrelazaban los intereses del príncipe, con los de los grandes banqueros y mercaderes, surgirían sistemáticas intensivas de trabajo como las representadas por la minería en profundidad del quinientos y las grandes obras de arquitectura militar y suntuaria del XVII y XVIII, que junto a las manufacturas públicas2, representadas en Francia y España por las Maestranzas, Arsenales y Reales Fábricas, modificarían también las formas de trabajo artesanal, sobre todo en lo que tenían de actividad psicosocialmente presidida por un orden familiar y doméstico3.

Cambio cuyo nudo o clave no estaba en una relación excluyente y lineal, con la tecnología que sería mínimo, sino con la modificación sustancial de las condiciones de trabajo en el marco de una condición laboral diferente, que comenzaría a laminar el estatus psicosocial del artesanado gremial, transformando incluso el sistema de dependencias y seguridades del pequeño campesino rural, desterritorializándolo y convirtiéndolo en jornalero urbano; ajustando y entrenando tanto al oficial como al maestro gremial o al labriego, a un modelo laboral, que lentamente iniciaba nuevos senderos productivos, culturales y contractuales.

Necesitamos insistir en que este proceso constituyó un fenómeno enormemente complejo, en el que se mantuvieron solapamientos y diferencias considerables en donde se entrelazaban infinidad de modelos productivos y laborales, desde el trabajo doméstico alternando con el agrícola y el manufacturero, hasta los de oficial itinerante, o temporero, pasando por la utilización de artesanos extranjeros con contratos generalmente mejores que los de los naturales en las manufacturas Reales, o en el extremo opuesto, con trabajadores “forzados” en las minas, Maestranzas o Arsenales militares.

Además, no será lo mismo hablar de Inglaterra, Francia, los Estados alemanes o España. Y, de la misma manera, en nuestro país, el proceso de industrialización, como los modelos productivos fueron sensiblemente desiguales y diferentes en Cataluña, Asturias o las Castillas.

Mientras que en 1840, las “mulls”, “waterfrarne”, y las peligrosas “diablos” eran utilizadas en la industria textil catalana y estaba a punto la introducción masiva de las polémicas “selfactinas”, en Asturias, en 1863, se seguirían utilizando máquinas movidas por el hombre o los animales4.

Hasta ese momento, el trabajo artesanal incluso en sus versiones más rudimentarias y  marginales como el peonaje del jornalero agrícola; el trabajador establecía un sistema de relaciones con el utillaje y la maquinaria de diseño antropomórfico, en donde el movimiento provenía del mismo cuerpo del obrero o en último lugar era facilitado o reforzado por la carretilla, el torno, la polea o la noria; siendo en el mejor de los casos sustituido por la aportación y ayuda de animales o energías naturales como el agua o los vientos. Esta filosofía o si se quiere, esta antropológica del cuerpo se articulaba y correspondía, con un orden cultural, religioso y psicosocial que era el de la cosmogonía de la cristiandad medieval, en donde trabajos, tiempo, cuerpos y pasiones, ocupaban lugares establecidos desde un orden teologal, que evitaba mirar directamente a la Naturaleza o a la Sociedad, consagrando un estado de cosas en el que en principio, el orden económico y socio/político no sólo servía para el mantenimiento de los privilegios de las clases dirigentes, sino que además establecía correspondencias con el propio estatus corporal, y con sus movilidades en el trabajo, la oración o la guerra. Esta fijación inamovible en el orden del cuerpo, tendría su representación emblemática en los inventarios operativos de las reglamentaciones gremiales e incluso en los códigos higiénicos de diseño salernitense. Unos y otros, fijarían funcionalidades y segmentaciones antropológicas diferenciadas. Cuerpos para la oración, para la guerra y la gloria terrenal, o para el esfuerzo y la servidumbre.

Esta etapa tecno-productiva funcionalmente desarrollada desde habilidades gestuales y espacialmente organizada y disciplinada en los obradores agremiados y en las tierras sometidas a la servidumbre de nobles y abadías, se correspondería con el tiempo que Lewis Mumford (1934) denominaría fase “eotécnica” de la civilización presidida por el protagonismo y utilización exclusiva de estas energías naturales.

En el impreciso gozne entre el período eotécnico y paleotécnico (el tiempo del hierro y el acero, en la terminología de Mumford) alrededor de la mitad del seiscientos y desde el contexto socioeconómico del mercantilismo, se desarrollaría la manufactura como espacio y organización de la producción que nos anuncia la fábrica y el taller de las máquinas de vapor o de las turbinas hidráulicas5.

Curiosamente la historia de la salud laboral, incluida la de la medicina del trabajo, suele pasar por alto las condiciones y riesgos relacionados con la manufactura, y con estos modelos productivos protofabriles, concentrándose excesivamente en los escenarios de los oficios artesanales, como sería el caso de Ramazzini, o saltando sin solución de continuidad al escenario maquínico de comienzos del novecientos, olvidándose de un periodo de casi dos siglos, en donde se irán generando precisamente las claves que darán lugar a la aparición de lo fabril. Claves en las que lo “tecno-maquínico” en sentido estricto, siendo relevante, probablemente no representase lo más significativo de la cuestión.

Posiblemente Georgius Agrícola fuese el primer médico que al comentar en su “De Re Metallica” (1556) los riesgos del minero tuviera presente el trabajo en la mina, desde una nueva situación espacial y organizacional absolutamente diferente a la representada por el obrador, el taller artesanal, o la explotación minera de carácter familiar, que en cierta medida, estaría apuntando al modelo de empresa manufacturera.

La cuestión reside en que la manufactura lo que modifica del trabajo artesanal, no es la relación entre la mano o el cuerpo del obrero con la herramienta o un ingenio mecánico como por ejemplo el “malacate”; dado, que los modos de trabajo gremiales en cuanto habilidades y saberes de los oficios se seguirán manteniendo en las manufacturas al igual que más tarde, en incontables talleres y factorías de las primeras décadas del siglo XX, ajenas a la taylorización -o simplemente necesitadas de la destreza de obreros especializados- que seguirían contando con la sabiduría artesanal de oficiales y maestros forjadores, mecánicos, torneros o ebanistas.

La modificación fundamental que introdujo la manufactura en los modos de trabajo fue la maquinización del cuerpo y la tarea del trabajador, en un espacio cerrado sujeto a un orden productivo que parcelaba y disciplinaba las culturas de los oficios tradicionales.

Maquinización que no tiene nada que ver con el gestual antropomorfo de la labor artesanal. Podríamos decir que en el trabajo artesanal el ritmo y el movimiento parten del cuerpo y de su articulación con el objeto elaborado. Cuerpo además en el que se compaginan habilidades gestuales con sensibilidades culturales, estéticas y personales constituyendo una “tekné” y a la vez, un “arte”. El movimiento en último lugar del trabajo artesanal, o si se quiere lo “maquínico artesanal”, nace y surge desde un cuerpo disciplinado y enseñado por los saberes y aprendizajes del oficio, abarcando la totalidad de la obra a realizar e introduciendo por lo tanto, saberes cognitivos y sensibilidades artísticas y culturales. Para nuestra reflexión, podríamos considerarle como un cuerpo que laboralmente se mueve fisiológica y simbólicamente, desde dentro; aunque en sus desplazamientos, sea “movido” por ingenios artesanales de sangre como carretas, carruajes o caballerías.

En la manufactura, por el contrario, el cuerpo y la mente del artesano, son movidos desde fuera. Desde lo que supone la manufactura como organización productiva y disciplinada al exterior del arte de los oficios, todo este control humanizado de la tarea, se irá derrumbando, y se verá paulatinamente absorbido por filosofías y estrategias económicas ajenas al mundo cultural y psicosocial de las actividades de los oficios artesanales. Serán el mercado, y los intereses de los nuevos “fabricantes de escritorio” los que señalen los ritmos y la logística del trabajo6. En cierta medida será también el tiempo en que se inician los grandes desplazamientos en relación con el trabajo desde el campo a la manufactura o a la ciudad.

Para nosotros, la clave del asunto no reside tanto en la máquina como tecnología, sino en la máquina como metáfora y significante de la organización de la producción. Por lo tanto, durante el tiempo que transcurre entre mediados o finales del XVII hasta aproximadamente -por ejemplo para Cataluña- las décadas que van de 1830 a 1850, en que las manufacturas utilizarían maquinaria fundamentalmente movida por la fuerza del hombre, animales o el agua, se habría comenzado a modificar sustancialmente la condición laboral del artesanado y de los oficios tradicionales en lo que tendría de más profundo y arraigado en cuanto a costumbres, cultura, sistemas de seguridades, hábitos de vida, creencias, expectativas … en definitiva, el estar y ser en el mundo y en la sociedad, de las clases populares. Por supuesto que nos encontramos con un proceso rizomático, nunca lineal, en donde se entrecruzan ritmos y  modulaciones dependientes de los desiguales recorridos de constitución de la industrialización, en diferentes países y regiones, cómo en la permanencia y solapamiento de formas productivas mixtas o peculiares, como el putting­-out o trabajo doméstico, que en el sector textil, se mantuvo -incluso en nuestros días- acoplado tanto a la manufactura como al sistema fabril, y que sin duda determinaba un conjunto de condiciones de trabajo no sólo enormemente heterogéneo sino probablemente alejado del panorama idílico con el que es a veces representado y ocultando unas penosas y anti-higiénicas condiciones de trabajo absolutamente opacas a los discursos al uso -antes como ahora- sobre salud laboral.

Aunque en muchos casos -sobre todo en la manufactura heterogénea7– se mantengan las formas del trabajo artesanal, siempre existirá un ritmo, una tarea parcelada, unos objetivos productivos, que van alterar en profundidad la unidad fisio/psíquica que representa la obra tradicional del oficial artesano de manera que, el trabajador se iría lentamente convirtiendo en engranaje de una estructura organizativa que acorde con el paradigma tecnocientífico que domina el mercantilismo, debe funcionar como una máquina, pero sin participar en las comodidades -y a la par de los inconvenientes- que la futura máquina-fuerza del industrialismo introdujera en el futuro.

Por lo tanto, es a partir de la manufactura (olvidándonos del putting-out) cuando tanto el trabajador sin oficio como el oficial artesano, van a formar parte de un nuevo escenario de trabajo presidido organizativa y simbólicamente por la máquina -repetimos, aunque ésta sea manual- y en donde su cuerpo, constituiría una de sus piezas más significativas8.

Cuerpo que por otra parte comenzaba los recorridos de enajenación y extrañamiento que culminarían años más tarde en el taylorismo de forma, que en palabras de Ferguson:

muchas artes mecánicas no exigen realmente capacidad, se desarrollan mejor suprimiendo totalmente el sentimiento y la razón, y la ignorancia es tanto la madre de la industria como de la superstición. La reflexión y la fantasía están sometidas a error, pero el hábito de mover la mano o el pie es independiente de ambas … “9.

Comentario inequívoco sobre la dimensión psicoemocional desde la que los primeros representantes del liberalismo europeo realizaron las lecturas del trabajo en los últimos días de la manufactura prefabril; dejando bien asentado, que la actividad laboral, no era más que el juego o la manifestación de impulsos y mecanismos músculo/motores.

Esta fase final de la manufactura en la que en algunos países como Inglaterra estaría ya apareciendo la máquina automática y la producción fabril, con la derivada consecuente de fisuración de los oficios gremiales y la división del trabajo, seguiría manteniendo -a pesar de algunos economistas como Smith, Bentham o Sismondi- la tesis de la productividad de la pobreza de forma y manera que los rendimientos y beneficios industriales estarían edificados sobre cuerpos/músculos, que no necesitaban pensar. Mantenidos “fisiológicamente” con salarios exclusivamente válidos para cubrir las estrictas necesidades de supervivencia.

Por lo tanto, en este periodo de la historia social europea anterior a la máquina energética o de vapor, que por supuesto -repetimos­ presenta modulaciones y ritmos diferentes en Gran Bretaña, Francia o España, los aspectos y problemas de salud de las clases trabajadoras nunca estarán directamente relacionadas con la máquina, o a lo menos percibidos desde ella. Su relación con la salud será exclusivamente tangencial, y relacionada con las nuevas formas de actuación del capital y la peculiar organización de la producción, concentrando recursos, tecnología y trabajadores en talleres y factorías manufactureras. En último lugar las máquinas semiautomáticas del XVIII y las primeras décadas del ochocientos, matan y quebrantan la salud, principalmente porque dejan sin trabajo a determinados colectivos de obreros artesanos, o porque mantienen una férrea política de bajos salarios condenando a persistentes hambrunas a colectivos cada vez mayores de las clases populares.

Estarían aún por desarrollar en España trabajos e investigaciones con una perspectiva general, que nos proporcionasen información sobre las condiciones en que se desarrolló el trabajo en las variadas y diversas manufacturas del país a lo largo del XVIII. La información existente en la actualidad con algunas excepciones-v, es bastante parcelar e insuficiente, limitándose a las minas/factoría de Almadén y a algunas manufacturas como la de las Reales Fábricas de Cristales de La Granja, y la Manufactura de Guadalajara.

Nuestra opinión es que en las mismas se consiguió además del mantenimiento de las coberturas gremiales a viudas y huérfanos, una aceptable sistemática de atención médico-terapéutica, por la presencia obligatoria y controlada de médico quirúrgico, aunque se descuidaran ostensiblemente los aspectos de tipo preventivo y muy especialmente las especiales condiciones de trabajo relacionadas con la manipulación de sustancias tóxicas y la fatiga, relacionada por ejemplo con el trabajo del vidrio, como pudo suceder en la Real manufactura segoviana de cristales a la que nos hemos referido11. Lo que parece que importaba a los administradores de estas empresas era la disciplina de los operarios y el control riguroso de los materiales, la producción, y los secretos de las técnicas utilizadas, a partir de un prolijo listado normativo, posiblemente más rígido que el gremial y, que al estar diseñado desde los intereses suntuarios del regalismo más que de los del mercado, terminaría por sofocar sus posibilidades de rentabilidad y constituir una pesada carga para la Hacienda Real, con los problemas consecuentes de paro y miseria para toda la población dependiente de la misma. En general, y con los datos de que disponemos, los problemas pudieron derivar por una parte de un exceso de burocratismo, reforzado por la falta de una racionalización productiva adecuada, que en el caso por ejemplo de la de Guadalajara, se acentuaría con la existencia de trabajadores holandeses con un contrato (el llamado contrato de Leyden de 1717) bastante beneficioso para los mismos, que suponía aparte de los agravios y tensionamientos con los obreros españoles unos costes innecesarios y elevados, pues se les pagaba aunque no trabajasen; lo que solía ocurrir frecuentemente por falta de materias primas.

XX Congrés International Barcelone 10-16 octubre 1926. Publicité et mesures en vue d’eviter les accidents, Por O. Junyent

En cuanto a condiciones de trabajo y salud12, posiblemente existió una cierta mentalidad protectora heredera de la cultura gremial y de la confusa y contradictoria sensibilidad paternalista de los estamentos directivos, que no impidió por ejemplo que trabajasen como aprendices niños de 5 y 6 años de edad contraviniendo las ordenanzas gremiales de Castilla, que prohibían expresamente la contratación de aprendices menores de 12 años.

En definitiva, el trabajo en la manufactura pudo ser perfectamente la antesala de toda una sistemática laboral que iniciaba la desterritorialización del trabajo gremial introduciendo modos de disciplinamiento y control, que de alguna manera violentaban la cultura artesanal, no sólo de los obreros sin especialización sino de maestros y oficiales, sujetos también como indica el artículo 169 de la Real fábrica de San Ildefonso, a las instrucciones de los administradores de la manufactura.

” … Finalmente, el referido Maestro, como los Oficiales harán y obedecerán quanto les mande y disponga el director o Contador, sin excusa, ni reparo alguno; pues de lo contrario podrá quitarlos y echarlos de las Fábricas, así por su inobediencia, como por la poca subordinación y amor que demostrará cualquiera que no haga lo que se le diga perteneciente a su obligación …. “ (Rgto., citado, pág.56).

El engolfarnos en este prolijo relato retrospectivo sobre la manufactura, abundando en reflexiones contenidas en parte en otros escritos nuestros, no tiene otro interés que el de aclarar, cómo el nudo del asunto, esto es, las relaciones entre la máquina y la salud laboral, reposa, sobre todo, más que en las modificaciones tecnológicas, en los cambios y transformaciones de las condiciones sociales y de trabajo. Transformaciones que, además, determinan nuevas funcionalidades y exigencias corporales, que en cierta medida, van a servir para construir las futuras lecturas psicológicas y psicosociales a propósito del trabajo, y que posiblemente nos pueda ayudar al mismo tiempo para comprender, la especial relación que se establece entre la máquina, las condiciones de trabajo, el conductor, y, las realidades de nuestra sociedad actual, en el complejo entramado de circunstancias relacionables con los accidentes de circulación.

La máquina del industrialismo, va a suponer inicialmente la sustitución de las energías de “sangre” por las del vapor, para continuar con las derivadas del gas, la electricidad y las naftas. La máquina de la Revolución Industrial, frente a la máquina artesanal o la herramienta, se irá lentamente independizando del cuerpo del hombre como totalidad fisiológica y simbólica. Incluso podríamos decir que nace con la pretensión de constituir “otro cuerpo”, a diferencia de la “máquina-estatua” del Renacimiento, que no deja de ser más que una reproducción del cuerpo humano. Los autómatas del tiempo de Descartes, son metáforas fisiológicas. Los “vapores” de finales del XVIII, son monstruos alejados de cualquier semejanza humano-corpórea. Su movilidad y su energía, no admiten la metáfora fisiológica. A lo más, la físico-química, o la de una peculiar “quimera metálica”. No hay cerebro ni nervios. No hay conducción energética. El mecanismo es inicialmente “explosivo”, para reconvertirse y suavizarse más tarde con la electricidad y los motores de combustión interna. Los sistemas de regulación y aprovechamiento funcional, serán al principio exteriores a la máquina energética propiamente dicha constituyendo, una panoplia casi infinita de submáquinas herramentales que irían desde las selfactinas a los primeros tornos automáticos13 de mediados del XIX.

La estética de la máquina del industrialismo nunca recordará el cuerpo del hombre. En última instancia, se aproximará a una semiótica de la monstruosidad como los dibujos que acompañaban a las primeras ediciones de las novelas de Julio Veme. Precisamente, toda la estética del modernismo va a ser un intento por antropomorfizar de alguna manera la frialdad y lejanía humana del realismo estético del maquinismo, como simbólica de un extrañamiento que teñiría potentemente las relaciones sociales y las condiciones de trabajo.

En este sentido la máquina, iría construyendo su propia estructura corporal. Incluso una conciencia propia en la que obligatoriamente el cuerpo humano se acoplaba como prótesis, transmutando la relación tradicional entre cuerpos, herramientas y mecanismos. El útil o herramienta de un ebanista que perfilaba una pieza en un torno manual, funcionaba como prótesis y prolongación de la mano del artesano. El torno automático convertiría en el industrialismo consolidado la mano del obrero en una prótesis, en un mecanismo humano acoplado a la máquina. Los procesos de ajuste se invierten. La herramienta no se ajustará ya más al cuerpo, sino que por el contrario es el cuerpo el que deberá ajustarse a la herramienta y a la máquina.

Todo el discurso de las Higienes Industriales, y de su corolario organizacional del taylorismo, descansarán sobre esta necesidad de ajuste de la persona a la tecnología. Ajuste además que no solo es fisiológico / motor, sino además cognitivo y emocional, en la medida en que conlleva la obligada incorporación de rutinas, habilidades y disciplinamientos profesionales, sociales y morales.

De l’influence des voyages sur l’homme et sus ses maladies, Por Jean-François Dancel. Paris. I-B. Bailliére et Garnier frêres. 1846.

Esta relación dependiente del cuerpo del trabajador hacia la máquina, se reproducirá también en el momento en que la máquina amplia sus funciones energéticas y se reconvierte en máquina fuerza para el transporte de mercancías e individuos, completando por así decir sus aplicaciones tradicionales de máquina-energía para el trabajo, reforzando, al igual que antes con el papel del músculo, las limitadas capacidades humanas para los desplazamientos del cuerpo o las cosas, en el tiempo y en el espacio.

El asunto para nuestro propósito, reside en que las cartografías del trabajo en el industrialismo, están acotadas y fijadas en tiempos y espacios concretos, articulables con máquinas cuyo movimiento era centrípeto respecto al trabajo. Máquinas, no obstante, que con la aplicación del vapor al ferrocarril van a modificar profundamente las condiciones de movilidad de la sociedad europea a mediados del ochocientos.

El ferrocarril14 y el barco a vapor15, serán las macromáquinas emblemáticas de la modernidad de la primera mitad del XIX, inaugurando el tiempo moderno de la movilidad mecánica frente a la antigua movilidad de sangre.

Esta nueva máquina, o mejor dicho, esta nueva aplicación de la máquina de vapor a la movilidad no deja de pasar desapercibida para los higienistas de la época, que cada vez más, iban acompañando sus lecturas sobre los ambientes de trabajo y los peligros ante las intoxicaciones industriales con los surgidos del manejo y funcionamiento de unos talleres en los que la profusión de veloces y mortíferos engranajes, poleas y correas de transmisión al lado de las propias explosiones de las calderas de vapor, reforzaban aún más, los riesgos en el trabajo.

Los higienistas de la segunda mitad del XIX, iniciarían la lectura de esta nueva movilidad mecánica desde los presupuestos marcados desde la sociología de los “climas” junto al enfoque hipocrático-galénico de la “gesta”16; para ir lentamente, construyendo un discurso higienista autónomo, cuyo protagonismo central sería ocupado por el modelo de movilidad mecánica representado por el ferrocarril. Inicialmente, los higienistas franceses17 del Segundo Imperio, no tienen otra opción para realizar su lectura de esta fascinante máquina sobre raíles, que supera con mucho la velocidad del caballo y la diligencia más veloz, que, recurrir al arsenal galénico de las “sex res non naturales” y por lo tanto, estudiarla como una “gestación” especial, en donde el movimiento del cuerpo es inducido desde su exterior.

Michel Lévy (1809-1872)18 rotularía esta movilidad bajo el término de “vectación”, como “… Movements comuniqué au corps par un véhicule dans lequel il est placé. .. “19.

Este movimiento de gestación puede ser provechoso para la salud cuando el viaje es corto y el carruaje reúne adecuadas condiciones de aireación, espacio y suspensión. Para Lévy, el ferrocarril supuso en principio un movimiento de “vectación”, aunque su “acceleration du movement” y una serie de modificaciones del ambiente (temperatura, aireación, luminosidad), le irían haciendo poco a poco diferente. Con el ferrocarril, las gentes de la segunda mitad del ochocientos, se enfrentarán por vez primera con “esa vertiginosa velocidad” del tren como metáfora y significante, de la modernidad.

Únicamente los que fuimos niños por los años cuarenta del pasado siglo podemos acercarnos a comprender y palpar las potentes ensoñaciones y la fascinación que esa nueva máquina imprimiría sobre millones de hombres y mujeres, durante más de cien años.

La máquina del ferrocarril, la locomotora supuso la visualización de la máquina fabril como significante totémico del primer industrialismo, para inscribirla, en la vida urbana y en la cotidianeidad.

No olvidemos que la fábrica como lugar de la máquina-fuerza y de la simbólica de la “intoxicación” y del conflicto social, había sido expulsada de la ciudad burguesa. Era una máquina metafóricamente peligrosa, que desde el imaginario defensivo de la burguesía no se desearía “ver”. La locomotora como máquina del primer industrialismo entra y se acopla simbólicamente en la vida urbana y social-“. Reproduce y acerca, la visibilidad extraña y agresiva de las chimeneas fabriles y, se instala, con sus hermosas estaciones de hierro modernistas en el centro de las ciudades europeas.

Con el ferrocarril, se instalará en el imaginario social europeo la cultura del desplazamiento y la velocidad, como antesala del automóvil y de la presencia reguladora del tiempo en las actividades laborales, comerciales y sociales. Si la máquina herramienta y la regulación taylorista supusieron un disciplinamiento del cuerpo del obrero, la nueva máquina-desplazamiento representada por la locomotora ferroviaria llevaría inscrita, el nuevo orden disciplinario de la civilidad industrial.

Será precisamente este nuevo orden psicosocial, el que introduzca en el público manifestaciones de nerviosismo y ansiedad, como una versión más de las psicopatologías emergentes de la modernidad, emblematizadas bajo el término de “neurastenia” y que probablemente también se vieron en el caso del ferrocarril, potenciadas, por las reclamaciones de los viajeros ante las aseguradoras.

Lévy, en su Tratado de 1844-45, señalaba la crisis de ansiedad experimentada por los viaje­ros ante el miedo a perder el tren y posteriormente otro higienista francés, Luis Fleury, ampliaría el asunto21 comentando como esta ansiedad estaría determinada no solamente por “la crainte de manquer le train jetait”, sino por la presión de los negocios, añadiendo a continuación, un juicio crítico y moralizante sobre el ambiente de las estaciones ferroviarias como reproducción de los imaginarios jánicos ante el progreso, dado, que estos viajeros que llegan antes a la Estación con objeto de aminorar esas ansiedades no les queda más remedio, que frecuentar los cafés o cabarets cercanos, gastándose el dinero en el consumo excesivo de bebidas alcohólicas, más los accidentes y caídas que se producen por la conducta violenta y tumultuosa de la gente al precipitarse en los vagones los días de gran afluencia de viajeros22.

La mirada de estos higienistas sobre el ferrocarril, no se limitaría a los viajeros sino que contemplaría a su vez, la salud de maquinistas y fogoneros acuñando una particular enfermedad profesional de los primeros denominada por Eduard-Adolphe Duchesne (1804-1869), como “enfermedad del maquinista”, y aunque puesta en tela de juicio por otros higienistas (Devilliers, y especialmente Pietra-Santa, en su escrito “Caminos de hierro y salud pública”, Paris, 1861 ), será comentada y anotada por todos los autores de la época23, para constituir un apartado significativo en el mapa de riesgos y enfermedades profesionales de las últimas décadas del XIX. Achille Adrien Proust (1834-1903), hará hincapié24 en la fatiga, que resulta del continuo movimiento del cuerpo y la constante atención de la vista y del oído”, apuntando la corta duración de la vida media de estos trabajadores, inferior a la de los mecánicos y fogoneros de los barcos de vapor cifrada en 57 años, citando además, la “parálisis de los fogoneros” (acuñada según este autor por Frank Smith) en la línea de las nuevas patologías neuro-psico-musculares (escribientes, costureras, telegrafistas o músicos).

El último Tardieu, de sus escritos médico-legales25, comparará la morbimortalidad traumática de los trabajadores del ferrocarril con la accidentalidad de otras profesiones, mostrando el elevado porcentaje que suponían los accidentes en los oficios dedicados al transporte26.

Durante más de 50 años la mirada que los higienistas proyectaron sobre el ferrocarril se repartió entre los viajeros y los trabajadores. Los primeros fueron objeto de las preocupaciones habituales de la higiene pública en cuanto a la profilaxis contra las enfermedades contagiosas, las condiciones ambientales, la seguridad, y los “injuries” de carácter neuropático. Los segundos, como sujetos de enfermedades y accidentes que parece que van siendo oficiosamente consideradas como profesionales y donde junto a la rotulación de patologías específicas no universalmente admitidas -sobre todo por la patronal de los ferrocarriles- como la de Duchesne, y alguna otra menos definida que Santos Fernández27 atribuiría a un tal Dr. Martinet, y que se caracterizaría “por demacración, abolición de las facultades generadoras, sobresaltos, convulsiones y debilidad de la inteligencia”, que bien podría ser considerada dentro del polisémico rótulo británico de las “rail-way neuroses”, hablándose ya, de reumatismos, deteriores de la visión y, sobre todo, de la fatiga como uno de los ejes nosológicos más cómodos y, manejables, para comenzar a entender accidentes y enfermedades profesionales. Las enfermedades de clara causalidad mecánica o ambiental, no preocupaban excesivamente. No ocurría lo mismo con la fatiga, o con las neurosis profesionales, que de alguna manera se intuían relacionadas con las condiciones de trabajo, pero que en realidad se proyectaban hacia el cuerpo del trabajador la mayoría de las veces, utilizando, coartadas fisiologistas o eugenésicas y resucitando paradójicamente la simbólica de la debilidad asténica, que hasta hacía poco se había asociado únicamente con el cuerpo de las élites dirigentes.

Algunos constructos como el de “neurastenia” y en general, toda la patología neurosomática de los últimos decenios del siglo funcionaría como una gran “disculpa” para camuflar científicamente la influencia sobre el eje fatiga-salud, de las condiciones de trabajo. Probablemente en la actualidad, esté sucediendo algo semejante con constructos “cajón” como el estrés o el mobbing.

A propósito de la fatiga y el railway de los trabajadores del ferrocarril, hemos rastreado un magnífico comentario de un médico barcelonés, el Dr.Pijoan -que puede ser Baltasar Pijoan Soteras-que en una comunicación leída en el XIV Congreso Internacional de Medicina celebrado en Madrid en abril de 1903, desarrolla una lucidísima lectura de las nuevas patologías nerviosas relacionadas con el trabajo, poniendo de manifiesto la presencia en numerosos casos de una clara nosología psicosocial, que seguiría estando de actualidad en nuestros días, simplemente cambiando, el concepto de neurosis y neurastenia por el de estrés.

” … Todos conocemos demasiado la cantidad de trabajo que hoy se hace producir al sistema nervioso; sabemos perfectamente que, en la mayoría de los casos, ni la nutrición ni el descanso funcional son suficientes para reparar las pérdidas sufridas; ahora bien, yo deseo que fijéis la atención en el hecho de que no es a buen seguro la cantidad sola de trabajo lo que daña sino más bien es la adversidad y la índole especial de las condiciones en que se lleva a cabo. Un hombre bien organizado puede soportar perfectamente y durante mucho tiempo una serie más ó menos larga de horas de trabajo nervioso, pero no dudéis que si este se ve obligado a hacerlo bajo la influencia del miedo, de la duda, o debiendo interrumpir á cada momento su trabajo para dedicar su atención a otros, sufrirá mucho más rápidamente la fatiga ( … ) se agravará tanto más cuanto que los medios de nutrición orgánica sean más defectuosos, y así se comprende que si bien la neurastenia de los poderosos es de efectos terribles, la de las clases obreras y necesitadas lo es muchísimo más.

( … ) Esta afección del personal de ferrocarriles, ya descrita hace algunos años por Scout y otro con el nombre de Rail­Way neuroses es muy frecuente sobre todo en los individuos afectos al servicio de movimientos de trenes y más que en ninguno en aquellos cuyo cargo lleva consigo graves responsabilidades y en los que por consiguiente el miedo se combina con el factor trabajo para producir el desequilibrio neurótico. Los directores de grandes compañías que deben sobrellevar no sólo el peso de la dirección si que también la responsabilidad financiera; los jefes de grandes estaciones con mucho movimiento de trenes; los maquinistas afectos al servicio de trenes expresos; los contramaestres ó sobrestantes encargados de la reparación de la vía, obras, etc., son víctimas con frecuencia de la neurastenia. En todos ellos se cumple la misma ley, no es la cantidad de los trabajos ejecutados a la que puede imputarse la presentación de la neurastenia sino más bien a las condiciones en que este tiene lugar… “28.

Brevario del Chauffeur. Por el doctor R. Bommier. Madrid. 1922.

Este mundo victoriano y burgués representado por el ferrocarril y, en el que junto a los diseños higienistas más o menos tradicionales van emergiendo las nuevas psicopatologías de las gentes y de los oficios, nos puede ayudar a entender bajo que supuestos se iría construyendo la cultura occidental ante unas nuevas máquinas que, aparentemente inscritas en lo cotidiano presentan relaciones directas con el trabajo y, a su vez, alteran profundamente las nociones tradicionales de espacio, tiempo y movilidad, para ocupar pocos años después con el automóvil y el avión, todos los campos de las actividades sociales incluida la militar 29.

Cultura de la movilidad que va a incorporar connotaciones funcionales relacionables con la superación antropomórfica del espacio y del tiempo, acompañadas de una potente carga simbólica en donde se entrecruzan imágenes de poder y ensoñaciones de libertad. Mientras que el ferrocarril seguía representando el medio de movilidad pública por excelencia abarcando, todo el espectro social mediante su divisoria de los coches en clases, el automóvil se segmentaba en usos concretos para el transporte de personas y mercancías; o para la guerra, y la exaltación del estatus de clase en su versión privada. Ofreciendo en esta última versión, la expresión ostentosa de la individualidad y poder de las nuevas burguesías, con la particularidad que en la mayoría de las ocasiones -por lo menos en Europa- los automóviles eran conducidos por “chauffeurs” profesionales.

La preocupación por la accidentalidad y el riesgo resultante de estas nuevas máquinas se mantendría durante décadas vinculada de manera lateral al mundo del trabajo. Su único cordón umbilical con lo laboral, estaría dado por el conductor o “chófer”. Lo demás, pertenecía en el caso del vehículo individual a los patrimonios emocionales y comportamentales de las clases acomodadas o en lo colectivo, a las nuevas necesidades del progreso. En último lugar, sería algo que correspondería a la ordenación e higienización de la ciudad desde una Higiene Pública modernizada, que motivaría el que diversos médicos, comenzasen ya, desde los últimos años del XIX, ha tratar en sus manuales de higiene los problemas circulatorios en las ciudades; aunque fuese por entonces exclusivamente referido, a carruajes y tranvfasá30.

Jean-Baptiste Fonssagrives (1823-1884), sería uno de los pioneros en apuntar la gravedad -“este despilfarro de vidas humanas”­ que suponían los accidentes urbanos de circuIación-31. Jules Arnould, continuará en sus “Nuevos elementos de higiene” (Madrid, 1883 – Paris, 1881), recalcando este aspecto de la accidentalidad urbana haciendo referencia a datos recogidos por el famoso estadístico Bertillon32, y que suponían entre muertos y heridos un índice anual de 710 por millón de habitantes. Como no podía ser de otra manera las causas de tales accidentes se debían a los descuidos de cocheros y conductores de los carruajes. (op. c. Tomo II, 503-504). Más tarde aparecerían los tranvías eléctricos, automóviles y camiones, como protagonistas de la accidentalidad urbana, siendo sus víctimas casi exclusivamente los peatones.

La responsabilidad del conductor profesional en esta clase de accidentes formaría parte durante muchos años de las estrategias preventivas sobre el tema abarcando procedimientos y protocolos psicotécnicos de selección y formación, como los realizados desde la década de los veinte por los Institutos de Orientación Profesional de Barcelona y Madrid33.

Las acciones preventivas volcadas sobre los peatones y ciudadanos ocuparon por el contrario un lugar marginal mediante esporádicas campañas basadas generalmente en la edición de cartelería o “aleluyas” como la que reproducimos en nuestro trabajo.

El tratamiento de los riesgos y las enfermedades de los profesionales de la conducción se siguió manejando en general, desde los mismos supuestos que el resto de los trabajadores, insistiendo seguramente por lo que suponía de actividad ligada a importantes intereses económicos no sólo de las propias compañías ferroviarias y de transportes públicos sino también de las aseguradoras, en su dimensionamiento, elaborando numerosos cuadros comparativos respecto a la accidentalidad de otros sectores productivos. El autor alemán Max Rubner (1854-1932) -alumno de Pettenkofer- expondrá en su voluminoso “Tratado de Higiene” (Barcelona, circa 1901) de 1891, una estadística de la accidentalidad en la que muestra como los obreros del área de movilidad de los ferrocarriles concentran un gran volumen de accidentes y enfermedades frente a los de otras secciones del sector. Entre los maquinistas y fogoneros el 82% y 64% respectivamente. Entre los empleados de estación el porcentaje descendía al 32% (op. c. Tomo II, 139).

Desde los diseños específicos de las Higienes Industriales, que en nuestro país, como en el resto de Europa nacen paralelas al establecimiento de las primeras leyes de aseguramiento de la accidentalidad maquínica, el enfoque se reduciría a lecturas muy elementales de carácter ambiental y ergonómico, en donde se observa en algunas ocasiones un claro protagonismo de los conductores de tranvías frente a los trabajadores del ferrocarril, como sería el caso del célebre y prolífico publicista médico José Ignacio Eleizegui López, que en sus “Nociones de Higiene Industrial” (1ª ed. 1905 y 2\ 1930), resaltaría en estos trabajadores las afecciones ocasionadas por la exposición al sol y al polvo junto a una cierta fatiga visual por exceso de atención, más disfunciones musculoesqueléticas, con inflamaciones en rodillas y tobillos por el uso continuado de la pierna izquierda (págs., 220-221).

Un autor más explícito sería el médico hispano argentino Ambrosio Rodríguez Rodríguez, autor de un interesante34 manual de higiene industrial titulado “Higiene de los trabajadores” (Gijón, 1902). En esta obra se incluyen algunas estadísticas comparativas referidas a Alemania en las que la accidentalidad de los trabajadores del transporte, minería y construcción, ocupaba los primeros puestos en los listados de morbimortalidad de la época, señalando cómo los oficios del ferrocarril, eran perjudiciales para la salud “a causa de las emociones, el poco descanso y la irregularidad de la vida” (op. c. pág., 265) más el peligro de contagio por “prestar servicio de noche en sitios palúdicos” (pág. 273).

Refiriéndose a los automovilistas -siempre poniendo la atención en los conductores profesionales a los que denomina “operarios manipulantes”- propone medidas preventivas a modo de “epis” como los anteojos para protegerse del polvo y del viento, apuntando de paso el riesgo ante los choques, el exceso de velocidad y los traumatismos ocasionados por el uso de la “manivela” al poner en marcha el motor (pág., 215).

Mientras tanto, la problemática del tráfico y la accidentalidad vial en su modelado urbano, seguiría recabando la atención de algunos autores que comenzaban -con un cierto retraso- a entender la higiene de la ciudad y las poblaciones desde supuestos más actualizados como Jules Courmont (1865-1917), que en la versión al castellano de su Manual de Higiene de 1935 introduce una serie de comentarios sobre la accidentalidad automovilística dentro de un apartado nuevo de su capítulo sobre “Higiene general de la ciudad” que no estaba contemplado en ediciones anteriores indicando la intensidad de la circulación de automóviles en las grandes ciudades y cómo en Francia, había habido en 1937, nada menos que 40.000 muertos y cerca de 70.000 heridos, de manera que la mortalidad por accidentalidad viaria superaba a la causada por enfermedades infecciosas. En cuanto a causalidad de estos accidentes se seguirá insistiendo en la culpabilización del conductor. Según Courmont, el 95% de la accidentalidad automovilística correspondería a la persona (op. c. 1935, pág. 316.)

Por los mismos años otro prestigioso higienista, esta vez español, el Dr. Antonio Salvar Navarro (1883-1977) en su “Higiene Urbana y Social” (Barcelona, 1935) dedicaría su atención a la higienización de los medios de transporte desde un diseño más centrado en el ferrocarril y la organización integrada de los medios de transporte públicos y la planificación urbana.

En nuestro país, La accidentalidad derivada de los nuevos medios de transporte de mercancías y viajeros la podemos considerar hasta los años del desarrollismo -y sobre todo- hasta los del “seiscientos” a partir de 1956-60, girando alrededor del ferrocarril, los transportes públicos urbanos, y sobre todo, los vehículos tirados por caballerías. Todavía en 1951 y, más en 1948, al ojear cuadros estadísticos sobre accidentes en España nos podemos encontrar con la presencia de los vehículos de tracción animal, cuyo peso no obstante, irá descendiendo con los años pero que a la altura de finales de la década de los cuarenta superaban en mucho, a los de automóviles y camiones.

A partir de la mitad de la década de los sesenta, la accidentalidad vial se dispara. En España, se llega a las 2.798 muertes en 1965. En el Reino Unido hubo 8.000 en 1964, y en los Estados Unidos 47.000 durante el mismo año. Aunque siempre hay que andar con cuidado al manejar entre nosotros estadísticas oficiales de los años del franquismo en donde “militantemente”, se tendía al “maquillaje imperial” en todos los campos de la realidad, en el transcurso de 1950 a 1970, en el que se consolidaría el precario proceso de la modernización industrial española, las cifras de accidentalidad vial de 1970, suponen un aumento del 392% con respecto a las de 1950. Otra cosa será el que esta accidentalidad se identifique con la segmentación actual de vehículos, pues seguramente había todavía una presencia mayor de otros medios de movilidad como el peatonal o las bicicletas que quedará más claro en el siguiente cuadro de datos para 1960, en donde observamos el protagonismo porcentual de los accidentes mortales de ciclistas y de peatones -incluso motoristas y viajeros- frente a los de automovilistas, que nos estaría apuntando al protagonismo de los desplazamientos a pie y colectivos -y de las “bicis”- durante esos años, que probablemente se correspondiesen también con los medios utilizados para la ida y vuelta del trabajo.

El salto del accidente de trabajo relacionado con los transportes públicos (ferrocarril, ómnibus, camiones, tranvías, embarcaciones) al automovilístico, pasa por diferentes aspectos interconexionados de índole industrial, económico, y de organización del territorio que hay que entender, además, en el contexto de los “modelos estructura” de evolución del capitalismo internacional. De entre estos “modelos”, se nos presenta uno, que para nosotros reviste una interesante significación. Nos referimos al concepto de “flexibilidad”, que bajo una primera aproximación semántica se nos presenta como una panacea liberal y progresista, pero en el fondo encerrando la trampa de la precariedad. Con la fisuración cada vez más absoluta del espacio, tiempo y seguridad, de las condiciones de trabajo del industrialismo tradicional.

Hasta esos años la movilidad hacia el trabajo, o la relación entre los lugares de trabajo y el espacio cotidiano o de vida personal no superaba en los desplazamientos urbano distancias excesivas; al contrario que en los trabajos del campo. Por eso en estos últimos, la jornada se establecía de sol a sol, fuera del cómputo numérico del industrialismo fabril y admitía una relación contractual -presente en las Leyes de Indias38– que cubría también los largos desplazamientos de trabajadores indios hasta las minas, mediante un “salario in itinere”.

La consideración del tiempo en los regímenes de trabajo campesino y gremial se movió siempre fuera del automatismo cuantitativo del industrialismo. Podíamos decir que su regulación temporal era “cualitativa”. Lo más cercano al cómputo numérico estaría representado por el tañir de campana de la iglesia del lugar o de la catedral en la ciudad.

La instauración del sistema fabril en el ochocientos llevó consigo entre otras modificaciones, la parcelación y segregación de las dimensiones socioespaciales y temporales; que se homogeneizaban en la figura del obrador artesanal, edificando cartografías separadas para la vida y para el trabajo; acompañadas de representaciones e imaginarios psicosociales heterogéneos de los que uno de sus significantes más reconocidos estaría representado por la doble moral de las burguesías triunfantes.

El tiempo de la máquina organizaría los ritmos de trabajo en la fábrica y el exacto e implacable cronómetro sustituiría al irregular ritmo de las campanas, modificando las respuestas y la adaptación de la fisiología neuromuscular del trabajador.

Precisamente, las primeras lecturas que se efectúan desde principios del XIX sobre la accidentalidad al exterior del espacio-tiempo del trabajo fabril, van a estar girando alrededor de la articulación y la interpretación de estos contenidos espacio-temporales, como lo atestiguaría la primera sentencia de la jurisprudencia española en 190339 poniéndose de manifiesto potentes resistencias patronales a cualquier intento para contemplar la relación y las obligaciones indemnizatorias fuera del marco temporal presidido material y simbólicamente por la máquina. Es más, en relación con el accidente in itinere, tal como lo entendemos actualmente, hasta 195 7 no se reconocerá para su consideración como accidente laboral indemnizable, el desplazamiento en vehículo propio o diferente al proporcionado por la empresa de carácter generalmente colectivo y conducido por personal de la misma40.

Los accidentes de trabajo relacionados con la movilidad y los desplazamientos fuera del espacio-tiempo considerado como tradicional para el ejercicio de un oficio o profesión, y sobre todo los denominados in itinere, y aunque suene ya, a una expresión manida, no son ni más ni menos que “construcciones socioeconórnicas”, que equivocadamente -a nuestro entender- se suelen asociar casi exclusivamente con el progreso económico, con el aumento del parque automovilístico, o con características emocionales y comportamentales del sujeto, nutriéndose en lo preventivo de la ajada doctrina canónica de origen anglosajón consistente en el catón de las tres “E” (Engineering, Enforcement y Education). Si en sus contenidos estrictamente funcionales esta doctrina puede ser perfectamente razonable, no lo es tanto su obstinación en no ver más allá de las características personales del conductor o en último lugar a asociar éstas con los modos de vida sin caer en la cuenta que son también y además “modos de trabajo”. Hace ya bastantes años un ilustre higienista, el profesor Piédrola41 nos recordaba en una interesante obra colectiva de Higiene y Medicina Preventiva, que, “el hombre conduce como vive”. Nosotros tendríamos que añadir que “conduce como se le hace trabajar” y cómo, la estructura social organiza la topografía del trabajo.

De alguna manera continuamos realizando una lectura exclusivamente “cornportarnental” de la accidentalidad vial, que es desde la que, en los mejores casos, descendemos a la contemplación de la accidentalidad in itinere. Ahora no se trata ya, de reflexionar o recabar información sobre si los solteros, los casados o los viudos tienen más o menos accidentes como apuntaban los especialistas de los años cincuenta. El bueno del Dr. Piédrola señalaba que sobre todo los divorciados42 -al tener una menor estabilidad afectiva- estarían más expuestos a los accidentes. Retomando referencias de investigadores alemanes43 Piédrola señalaba que la población de riesgo desde un punto de vista psicológico estaba constituida por individuos que presentan ” … una marcada aversión por cualquier actividad reposada o  sedentaria, que cambian de empleo con gran frecuencia, que poseen gran afición por los juegos de azar (. .. ) que visten descuidada y algo excéntricamente (. .. ) revelando su tipo de vida una labilidad afectiva y una inadaptación social … ” ( op. c. II: 640 ).

Más acertados estaban estos investigadores alemanes cuando a continuación manifestaban las contraindicaciones para la conducción cuando se ha sufrido un disgusto o se ha “… tenido una discusión con un superior al cuál no se pudo contestar o con alguien cuyos insultos tuvo que aguantar… “

El problema residirá en que todavía en nuestros días el eje central de las reflexiones y estrategias sobre los riesgos en la conducción de cualquier tipo de vehículos y, eso desde los primeros estudios realizados sobre ferroviarios y conductores de tranvías, se sitúa en el plano de las capacidades del conductor empezando por la necesidad de mantener un determinado gradiante de atención que puede ocasionar una peligrosa carga de fatiga integral dado que a la fatiga psiconeural, se tendría que añadir una carga física derivada del movimiento del vehículo, la postura forzada del conductor y la propia duración del viaje. A todo esto, y a lo largo de casi un siglo y medio, numerosos higienistas habían contemplado las inclemencias del tiempo, la temperatura y humedad en los ferroviarios; los trastornos visuales en los tranviarios y las artrosis como consecuencia de posturas forzadas y movimientos reperirivos44.

La accidentalidad derivada del tráfico automovilístico, integraría estos diseños psicofisiológicos basados en el constructo de la “atención sostenida” con una lectura más psiconeurológica e incluso tímidamente psicosocial. Primero proyectada hacia el “chauffeur” y más tarde al conductor usuario. Así se diseñan enfermedades o cuadros morbosos de los profesionales del volante como el acuñado y comunicado en el Congreso de Neurología de Turín de 1927 por el profesor Petrazzini, consistente en trastornos visuales (ver bailar el paisaje y carreteras rectas visualizadas como sinuosas) acompañados de náuseas y signos de surmenage profesional por efecto de ” … las trepidaciones continuas sobre los sistemas nerviosos cerebroespinal y simpático, con fatiga de los mismos y de los ojos por la atención sostenida sobre objetos en movimiento … “45

Desde un punto de vista psicosocial, a lo más que se llegaría sería al clásico prejuicio ruralista de “alabanza de aldea” señalando los modos de vida acelerada de la modernidad urbana y como “… la creciente complicación de la vida trae como consecuencia de lo que llamamos civilización, más apetencias de comodidad y refinamiento, pero todo con prisa; el vivir acelerado de hoy es inevitable, por lo que el uso de los vehículos motorizados se hace imprescindible … “46.

Para los especialistas del tiempo de los comienzos de la motorización española no dejaban de estar claros algunos de los recorridos nosológicos y de sus consecuencias patológicas de la accidentalidad automovilística. Ansiedades, disgustos preocupaciones se sumarían a cardiopatías, diabetes, hipertensión o neuropatías como factores negativos para la conducción sin olvidar los efectos del alcoholismo como única adicción patogénica reconocida en la época. Incluso ya, por los cincuenta se empieza a referirse a la accidentalidad vial española como “un problema social”47. Lo grave del asunto reposa en el hecho que desde entonces hasta ahora, la relación del automóvil con el accidente y con las condiciones de trabajo más allá de los llamados “conductores profesionales” se situará en una opacidad inexplicable, sobre todo si se tiene en cuenta que en la actualidad nos podemos mover en una situación en la que aproximadamente -y eso para empezar- la mitad de la accidentalidad vial tiene algo o mucho que ver con el trabajo. Como elementos para la reflexión a partir de nuestra exposición podríamos apuntar los siguientes:

1 º) Todavía estamos encarando la lectura del accidente de circulación desde una imagen simplista del automóvil como metáfora de la movilidad burguesa y, como significante de una demonización facilona y populista, que opone y enfrenta el vehículo privado a los imaginarios correctos y socializantes del transporte público, cuando en último lugar, su uso obligado y probablemente muchas veces inadecuado, no es más -entre otros- que el resultado de una topografía empresarial y de una cartografía del espacio urbano y del territorio, realizada desde intereses económicos infinitamente más “individualistas” que los del ciudadano que conduce su automóvil.

2º) Desde los enfoques técnicos y preventivos seguimos anclados en la doctrina de las tres “E”, que aunque puedan tener una cierta validez funcional, cuando se utilizan fuera de una lectura contextual de la accidentalidad se quedan en una mera fantasía especulativa totalmente inapropiada para desde ella, manejar la accidentalidad vial en general y, más si se trata de la relacionada con el trabajo. En último lugar, nunca son buenos los encorsetamientos metodológicos, pero, de cualquier manera, las CT como expresión de las “condiciones de trabajo” deberá en adelante estar siempre presente.

3º) Pero las condiciones de trabajo llevan consigo sus trampas semánticas. Tendríamos que preguntarnos por el sentido de lo que estamos hablando, porque tampoco llegaríamos a mucho desde la esquematización con la que, más a menudo de lo que se piensa, se las entiende. Para nosotros, habría dos niveles comprensivos de las mismas. Uno funcional, que es el por todos conocido y manejado. Y otro contextual o estructural, en relación y condicionado por el sistema socioeconómico, en el que los operadores y los dispositivos actuantes parece que existen sin interconexiones aparentes, con los espacios, tiempos y medios de producción y trabajo. Aquí nos podemos encontrar con un entramado de actuaciones institucionalizadas que pueden ir desde los discursos beatíficos sobre la planificación del territorio construyendo urbanizaciones y polígonos industriales aislados en el desierto y, en donde el automóvil es el único medio de transporte, hasta una cultura de la movilidad vial/laboral, desde la que lo importante es “llegar al trabajo” por encima de otras consideraciones como las de la salud y la integridad psicofísica, que curiosamente se utilizan cuando se trata de los desplazamientos del fin de semana.

La máquina del industrialismo fue el eje basal sobre el que se construyó el lenguaje clásico sobre las condiciones de trabajo, acotando y fijando tiempos, espacios, procedimientos, oficios, rutinas e incluso riesgos y enfermedades laborales.

La máquina de la sociedad posindustrial, no es “maquínica”, esto es, no es una máquina-fuerza, es una suma de “dispositivos procesales”; esto es un mecanismo que no tiene asientos espacio-temporales concretos. Incluso tiende a no tener cuerpo y a encarnarse en la totalidad de la vida cotidiana. La carga de fatiga que los psicotécnicos de los años treinta proyectaban como consecuencia de la relación entre el trabajador y la máquina, ahora constituiría una ingenuidad científica. La máquina de la economía de la globalización fatiga de manera diferente y desde un espacio/tiempo que trasciende la localización tradicional del trabajo y de la empresa. Si se quiere, constituye una suma de quebramos y ansiedades que se añaden a las fatigas “maquínicas” tradicionales y que cuelgan de unas condiciones de trabajo “opacas”, que son además condiciones de vida a semejanza de cómo en el XIX, las precariedades de la vivienda obrera y la alimentación, reforzaban las consecuencias funcionales de las lamentables condiciones de trabajo existentes.

Los accidentes in itinere y la accidentalidad vial relacionable con el trabajo, no son por lo tanto el resultado o la consecuencia única y unidireccional de circunstancias, habilidades o características comportamentales o técnicas achacables a la persona, al vehículo o a la carretera. Interactúan con ellas, pero son en el fondo el resultado de una “situación de vida y trabajo”, que constituye la imagen “no visible” de las nuevas -y seguramente de siempre- condiciones de trabajo. En definitiva y para terminar, la primera tarea del aquí y el ahora, debe pasar por la urgencia de ir haciendo visibles estos modelos de accidentalidad vial relacionados con el nuevo orden ecológico que las economías de la “deslocalización” determinan, sobre oficios y profesiones.

Notas:

  1. En España, algunos autores señalan a José Campillo y Cossío (1692-1743), como uno de nuestros mercantilistas o a lo menos como un impulsor relevante de las fábricas y manufacturas, aunque sus recomendaciones e intentos no fuesen ni escuchados ni llevados a la práctica. Tal es así que su escrito más representativo, “Nuevo Sistema de Gobierno para América … ”, escrito en 1743, no vería su primera edición hasta 1789.
  2. Decimos intencionadamente públicas, pues, aunque algunas en España se formarían con capital privado -las pocas- estaba siempre presente de una u otra manera la protección y el control de la Corona. Por otra parte, sería difícil encontrar una frontera clara entre lo privado y público en situaciones en donde el capital pertenecía a miembros de la propia Casa Real, o de la alta nobleza española. Tanto en España como en Francia, se suelen distinguir en principio tres modelos de empresas manufactureras: Las manufacturas estatales o dependientes totalmente de la Corona, como la famosa de Les Gobelins en Francia o las atarazanas y arsenales españoles de Cartagena, Cádiz, y el Ferrol o la Real Fábrica de cristales de San Ildefonso y la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla entre otras. Las manufacturas mixtas, aunque la mayoría llevasen el rótulo de Reales Fábricas y como hemos señalado antes estaban fuertemente vinculadas a la nobleza y a la Corona cómo la de Guadalajara y Segovia, o la de jarcias y lonas de La Coruña. Las manufacturas privadas. Propiedad de particulares o de sociedades por acciones, cuya existencia en España, fue Iirnicadísima y circunscrita casi exclusivamente al textil y las papeleras catalanas, junto a las ferrerías guipuzcoanas, y algunas empresas siderúrgicas en la Andalucía oriental -Málaga, por ejemplo- y las pañeras de Béjar o la cerámica de Sagardelos en La Coruña. En roda caso, frente a la manufactura pública, existió en Cataluña desde las primeras décadas del setecientos una importante manufactura privada centrada alrededor de los molinos “papeleros” en las cuencas de los ríos o las fábricas de indianas establecidas en Barcelona desde 1730 y que ya en 1738, alguna de ellas como la de Esteve Canals contaría con 300 operarios, según testimonio de Macheas y Montaner (1984,17). Vicens Vives (1972), apuntaría para 1772, un total de 25 establecimientos industriales que podían perfectamente considerarse como fábricas, que a finales del siglo daban trabajo a cerca de 100.000 trabajadores de los cuales cerca de 70.000, serían mujeres. De cualquier manera, habría que manifestar una consideración importante en relación al papel de la manufactura en la constitución del industrialismo o del tejido fabril, en Inglaterra, Francia o España. En líneas generales la manufactura francesa y sobre todo la española, con la excepción de la textil y la papelera privada, estuvo totalmente diseñada bajo objetivos suntuarios o militares. La textil de Guadalajara o las manufacturas pañeras castellanas, que intentaron funcionar con vistas al consumo masivo fueron un rotundo fracaso. Nunca supieron articular los mecanismos técnicos, financieros y organizacionales adecuados. En resumidas cuentas, probablemente les faltó recursos profesionales y habilidades organizacionales más allá del riguroso y forzado régimen interior y sobre todo, recursos y control financiero junto a la debilidad de los propios mercados españoles y las dificultades de exportación. Por el contrario, la manufactura inglesa y escocesa, fue totalmente privada. Aparte de las innovaciones técnicas a partir de la segunda mitad del setecientos, contaron con un gran mercado internacional, que les servía para la importación de materias primas a precio “colonial” y posteriormente para la exportación de productos manufacturados. Su diseño organizativo puede que fuese todavía más duro y disciplinario que el español o el francés, pero sus administradores eran gentes entrenadas en la racionalidad y en la frialdad del mercado. Su ética y sus recursos, puede que se ajustasen a modelos distintos a los continentales. De esa manufactura privada imbuida del espíritu del capitalismo, surgiría el sistema fabril, cuando sociedad, mercado y tecnología lo hicieran viable.
  3. En el régimen de manufactura durante el XVII y XVIII, e incluso durante el XIX, el trabajo doméstico o “putting-out system”, no solo no desaparece, sino que en algunos sectores productivos como el del textil se potencia y cohabita con los modelos de producción protofabriles; al igual que ocurriría con determinados oficios artesanos. Por ejemplo, en las grandes manufacturas inglesas o escocesas del XVII, como la New Milles de Haddington, de sus 700 trabajadores, la mayoría actuaban en sus domicilios, al igual que en la conocida manufactura española de Guadalajara, o las de Ávila y Segovia. La diferencia residiría en varios aspectos fundamentales. Por una parte, en que esta actividad doméstica, no produce ya para el autoconsumo o para un mercado de intercambio local, sino para el mercado con mayúsculas, En segundo lugar, se produce en una situación que proletariza a la familia desde los niños, las mujeres y los hombres, en la medida en que social y económicamente comenzarían a depender totalmente de esta actividad para sobrevivir, no solo porque se vieron privados de los tradicionales recursos del trabajo agrícola (enclosures inglesas, o desamortización y crisis agrarias españolas), sino porque estaban en manos de mercaderes y comerciantes que les proporcionaban la materia prima y les sometían a un régimen leonino de producción a destajo con remuneraciones bajísimas. Este nuevo modelo de trabajo doméstico, supondría por lo tanto una actividad que modifica sustancialmente los ritmos y la cultura tradicional de la actividad “industrial’ familiar, anunciando formas de trabajo que aunque se desarrollen en el espacio familiar, -ocurriría otro tanto con los obradores gremiales- rompen y se escapan de los mecanismos psicosociales de autocontrol y autonomía, para apuntar a situaciones de extrañamiento y presión contractual, que más tarde cuando aparezcan las nuevas máquinas, se harían aún más patentes y alienantes en los espacios fabriles.
  4. Ver al respecto la obra de Joaquín Ocampo “Campesinos y artesanos en la Asturias preindustrial (1750-1850)” Gijón, 1990. pág., 253.
  5. La turbina hidráulica inventada por el francés Benoit de Fourneyron en 1827 e introducida en España alrededor de 1860, supuso un enorme aprovechamiento de la energía hidráulica facilitada por las tradicionales ruedas de agua; representando aprovechamientos energéticos del 80%, frente a un 20 o 25% de estas últimas.
  6. Realmente el término “fabricante de escritorio” sería posterior al tiempo de la manufactura, correspondiendo con el análisis y la crítica que, en 1939, realizara un empresario textil catalán, Enrique Diumaró, simpatizante entusiasta con el nuevo régimen franquista, pero a la vez, no falto de razón al enjuiciar los problemas de la industria algodonera catalana en su libro “El Problema industrial textil, el maquinismo y la cuestión social”.
  7. La manufactura heterogénea frente a la “orgánica”, en donde se establece una nítida y total división del trabajo (como ejemplo tendríamos la fábrica de alfileres de Adam Smith), admitiría parcialmente el trabajo artesanal en lo que tiene de recorrido especializado y personal sobre la elaboración total, de un determinado producto o mercancía.
  8. Adam Ferguson (1723-1816), escribiría en su “An essay on the history of civil sociery” (1767) lo siguiente: ” … Las industrias, por consiguiente, prosperan más cuando menos se utiliza la mente y cuando el taller puede sin ningún esfuerzo de imaginación, considerarse como una máquina cuyas piezas son hombres … ” (De la traducción al castellano de la edición del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 197 4, pág., 230).
  9. Ferguson op.c. págs., 229-230.
  10. En estas excepciones, habría que contar con la impresionante obra (45 tomos) del historiador Eugenio Larruga y Boneta (1747-1804) “Memorias Políticas y Económicas sobre los Frutos, Comercio, Fábricas y Minas de España” editado en Madrid, entre 1787 y 1800. Otra obra coetánea con la anterior que nos puede ofrecer bastante información al respecto, serían los 18 tomos del “Viaje por España (1776-1794)” de Antonio Ponz, (1725-1792). En uno de sus relatos de viaje nos proporciona una valiosa información sobre los riesgos a los que estuvieron expuestos los trabajadores que se ocupaban en Segovia del esquilado de las merinas. Los llamados “apartadores”, cuyo oficio les ocupaba solamente desde mayo hasta el otoño. Pues bien, según nos cuenta Ponz, durante estos meses, estaban sometidos a un ritmo de trabajo intensivo, desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde y se les proporcionaba una abundante alimentación y bebida a la que, según Antonio Ponz, no estaban acostumbrados y por lo tanto les producirían considerables “quebrantos en la salud” (Anotado por Gabriel Rodríguez López. Manufacturas Laneras de Castilla, Siglo XVIII, Madrid, 1948,36).
  11. Según el Reglamento General de las Reales Fábricas de Cristales de San Ildefonso, y a pesar de que en varios artículos del mismo se hiciera referencia explícita a las formas de trato a oficiales y operarios (arts.2 y 12), y obligaciones del médico y cirujano (arts, 108 al 126), solamente hay un artículo (el 93), en el que se hace un apunte a determinadas medidas de prevención ante los incendios que pudiesen ser provocados por descuidos al amontonar la leña cerca de los hornos, pero sin embargo sin hacer referencia al riesgo para los obreros sino simplemente porque expondrían ” a los edificios, é inutilizando todo el material y demás efectos que existían en ellos … ” . En el artículo 92, quedaría patente el trabajo nocturno en tareas altamente dañinas, así como el mismo cuido por la producción antes que por la salud de los trabajadores. (Los Sobrestantes o encargados); ” … Cuidarán de que los Atizadores y Friteros no abandonen los hornos de noche, ya sea porque salgan de ellos, ó ya porque se duerman; pues se debe evitar por este medio que no se pierda el Cristal que se halla en los morteros, y los materiales que existen en la frita; para lo cual nunca sobrará ninguna vigilancia, y mucho ménos para que no llenen los hornos de leña en términos que se ahoguen, y salga por la boca la mayor parte de su llama … ” (Reglamento citado. Madrid., Viuda de Ibarra, Hijos y Compañía, 1787,31.).
  12. En relación con la salud laboral, en las tareas textiles de la Fábrica de Guadalajara, hay un apunte anotado tanto por Larruga en el Tomo XIV, de sus Memorias, como por José Lapayase en su Tratado de Hilar de 1789, en donde se comenta que en determinadas tareas como las de la “hilaza” de la lana, efecruadas por mujeres, (algunas muchachas, las llamadas “menaduras”) éstas no podían aguantar más de un mes en dicha labor, por el enorme calor de los hornos cercanos.
  13. A propósiro de esta máquina, en 1846 se editaría en Madrid por Alejandro Gómez Fontenebro, un precioso libro en 8º con el título “Manual del Tornero o Tratado completo y simplificado de este arte”, escrito inicialmente en francés por José María Tenorio.
  14. En Europa, la primera línea de ferrocarril con pasajeros y carga sería la de Liverpool – Manchester en 1830, seguida de la de Lyon a Sainr-Erienne, en 1832. En España, fue la de Barcelona a Matará en 1848, con la de Madrid – Aranjuez en 1851. Anteriormente en Cuba se inauguraría la lª línea de ferrocarril en el tramo La Habana a Bejucal, en 1837, aunque ya en 1796 parece que se utilizó una máquina de vapor con fines energéticos para mover un trapiche de un ingenio azucarero en Seybabo.
  15. Aunque desde 1787 (el ideado por ejemplo por John Fitch), se habrían utilizado en los Estados Unidos diversos ingenios a vapor para la impulsión de barcos por recorridos fluviales, los primeros navíos de vapor en sentido estricto serían utilizados únicamente como transportes de carga o servicios postales en trayectos relativamente cortos, como el diseñado por Roberc Fulron (1765-1815), en 1807. El primer buque a vapor dedicado al transporte trasatlántico de pasajeros, fue el Great Britain, proyectado por Kingdon Brunel (1806-1859) y botado en 1843. En España, y como curiosidad, parece que, en 1543, el oficial de la Marina Blasco de Garay ideó un mecanismo formado por una caldera de vapor que movía una serie de ruedas, con el que pudo impulsar un galeón, el Trinidad, de 200 toneladas, en una demostración llevada a cabo ante el propio Carlos V, en el puerto de Barcelona. Uno de los primeros barcos españoles que utilizan el vapor pudo ser el Real Fernando o el Fernandino, construido en 1817 y dedicado al tráfico fluvial entre Sevilla y Sanlucar de Barrameda, aunque los grandes buques a vapor españoles para largas travesías fuesen bocados a partir de los primeros años de la década de los cuarenta en los astilleros de El Ferrol y Barcelona.
  16. Por lo menos en la literatura higienista francesa del XIX, los viajes fueron considerados en general como fuente de salud; incorporando el discurso ilustrado sobre el cambio y la movilidad presente en las “Cartas Persas” y en “Espíritu de las Leyes” de Montesquieu. En este sentido sería ilustrativo el libro de jean-Francois Dance!: “De l’influence des voyages sur l’homme et sur ses rnaladies”, París, J-B. Bailliere et Garnier freres, 1846.
  17. No comentamos la postura de los higienistas españoles de la segunda mitad del XIX, pues todos ellos -con la única excepción del catedrático de Valladolid Víctor Sancos Fernández- desde el Monlau de los “Elementos de Higiene Pública” de 1847 (y sobre codo en la 2ª ed. de 1862), hasta el “Tratado de Higiene Privada y Pública” de 1882, pasando por el “Curso elemental de Higiene Privada y Pública” (1871- 72) de Giné i Partagás, constituyen en lo general meras reproducciones de los amores franceses, salvo quizás en la insistencia de los botiquines en los trenes (Monlau, 1871: II.186) o en la enumeración de una serie de normas de higiene y seguridad como por ejemplo, no cerrar por fuera los compartimientos de viajeros; no utilizar vagones recién pintados o colocar vagones “escoba” cargados con sacos terreros para amortiguar choques. (Giné i Partagás, 1872: IV, 240).
  18. Probablemente siguiendo el esquema que Adolphe Motard utilizase en su “Essai dhygiene genérale” en 1841.
  19. “Trairé d’hygiéne publique et privée”, T. II., Paris, (1845: 429)
  20. Incluso en la reproducción de la estructura de clases, con la férrea compartimentación de los vagones en coches de 1 “, 2ª y 3ª clase.
  21. Este malestar psicológico de los viajeros del ferrocarril constituyó en la literatura médica francesa y, más en la británica, un tema central durante toda la segunda mitad del XIX, siendo denominado de diversas maneras ya, como “railway neuroses” o cornorailway spine” que sería el término utilizado en 1870 por Charcot como malestar o dolores en la espina dorsal como consecuencia del viaje en tren. Los pioneros, pudieron ser los británicos Thomas Wharton y Erichsen. Thomas Wharcon Jones (1808-1891), publicaría su “Failure of Sight from Railway and Injuries of che Spine and Head”, Londres, 1855 y John Eric Erichsen (1818-1896), “Railway and Ocher Injuries of che Nervous Systern” Londres, 1866.
  22. LouisJoseph Désiré Fleury (1814-1872), en su Cours d’Hyg iene, Tomo III (1861-1872: págs. 41 y ss.).
  23. La obra de referencia de Duchesnes es “Des Chemins de fer et de leur influence sur la santé des mécaniciens et des chaufíeurs”, Paris, Mallet-Bachelier, (1857). Esta enfermedad del maquinista presentaría una sintomatología peculiar con un cuadro central de fatiga extrema, acompañado de dolores lumbares y de las extremidades inferiores y posteriormente del brazo derecho, experimentando sensación de frio en las rodillas con dificultades para caminar y mantenerse en píe. Esta patología estaría originada por unas particulares condiciones de trabajo en las que junto a las características de las profesiones “terrnotécnicas” se añadirían potentes y variados operadores climatológicos, ambientales y posrurales (frío, viento, humos, corrientes de aire, balanceos, velocidad), que hace a este autor manifestar cómo a los diez años de actividad, estos trabajadores presentan deterioros severos en su salud, degenerando a los veinte, en una patente incapacidad.
  24. En su obra “Tratado de Higiene”, Madrid, 1904, Tomo II, 841. La 1ª ed. de la obra original francesa es de 1877.
  25. Auguste-Ambroise Tardieu (1818-1879), en su obra “Estudio médico-legal sobre las heridas”, Barcelona, La Popular, 1883. La edición original francesa fue publicada en 1879.
  26. Tardieu, utiliza una pequeña muestra a partir de los casos tratados por él mismo como forense, en donde a partir de nuestros cálculos resultaría para los accidentes concernientes a los trabajadores del ferrocarril y de carruajes, un 66,88 del total, incluidos los ocasionados por armas de fuego; con una mortalidad del 55,5%. (op.c. pág., 367).
  27. Referencia contenida en su obra “Lecciones de Higiene Pública”, Valladolid, (1897, pág., 166.).
  28. La comunicación de referencia del Dr. Pijoan llevaba por título “Enfermedades del trabajo”, y está contenida entre las páginas 482 y 484, de la recopilación del citado XIV Congreso Internacional de Medicina celebrado en Madrid en 1903 (23-30 de abril). El volumen en que se encuentra publicada no lleva numeración correspondiendo a la Sección de Higiene, Epidemiología y Ciencia Sanitaria Técnica, redactado por el Dr. Felipe Ovilo Canales, Madrid, Imprenta de J. Sastre y C”, 1904.
  29. En lo militar, los diferentes modelos de vehículos sobre ruedas -aparte los blindados- comenzarían a tener un papel relevante en las décadas anteriores a la 1ª Guerra Europea. En España, en 1903, se publicaría un follero dedicado al uso militar de vehículos, escrito por Carlos Goñi y Fernández, titulado: Loa automóviles y los transportes de guerra, Madrid, Imprenta de la Administración Militar, 1903. En 1909, la Comisión de Experiencias Artilleras del Ejérciro, con motivo de la campaña de Melilla, redactaría un informe para la compra de vehículos militares teniendo como resultado la adquisición de un auto blindado de la marca Schneider.
  30. La primera documentación sobre regulación de tranvías que conocemos para Madrid, es de 1876 y lleva por título “Reglamento de Policía de los tranvías de Madrid para el servicio de explotación acordado por su Exmo. Ayuntamiento: y aprobado por el Exmo. Sr. Gobernador en 20 de abril de 1876”, Madrid, Imprenta y litografía municipal. En relación con los automóviles, su regulación inicial estaría contemplada en el Real Decreto y Reglamento para el servicio de coches automóviles por las carreteras de 17 de septiembre de 1900. En el siglo XVIII, y con relación a la circulación urbana de carruajes y caballerías se publican diversas providencias y disposiciones entre las que conocemos, una de 1782, “dirigida a evitar las desgracias que se ocasionan del mal uso que de los Coches, Carruajes, y cavallerias hacen los cocheros, carmageros, y otros tragineros que las manejan”, y otra posterior, consistente en una Cédula firmada por el Conde del Asalto, Francisco González de Bassecourt, en Barcelona el 5 de septiembre de 1787, en la que se previene: “Que las penas en ella impuestas (se refiere a una Real Cédula de 21 de junio del mismo año) recaerán solo sobre los Cocheros, que Corriendo con sus carruajes, y mulas derriben Persona alguna, u ocasionen otra desgracia de igual naturaleza, y que será castigado con seis dias de Caree! cualquiera que les insulte de obra ó palabra á pretexto de las penas que se imponen en la enunciada Real Cédula”.
  31. Fonssagrives al igual que otros higienistas señala con números esta gravedad, apuntando entre 1866 y 1870, la cifra de 533 personas muertas y 1.498 heridos por atropellos. Una de las soluciones que propondría era la construcción generalizada de aceras (J.B. Fonssagrives, “Higiene y saneamiento de las poblaciones”, El Cosmos Editorial, Madrid, 1885 -la ed. original francesa es de 1871- págs., 201 y ss.).
  32. Seguramente Arnould, estaba utilizando daros recogidos del estudio demográfico sobre Paris, que Louis-Adolphe Bercillon (1821-1883), publicó en 1881.
  33. En este campo y en el seno del Instituto de Barcelona, la figura y aportación científica del Dr. Emilio Mira sería de las más relevantes mediante la utilización de test psicotécnicos en la selección de los conductores de los tranvías y autobuses barceloneses y, cuyo diseño, se ha seguido utilizando hasta épocas recientes. Otros psicotécnicos catalanes como Carlos Soler i Dopff, participarían también en esta rarea de selección y profesionalización de conductores, en la que además se contó con el interés empresarial desplegado por la Compañía General d’Aucoomnibus de Barcelona. Como hemos comentado en otros trabajos la recepción de la psicotecnia en nuestro país se efectuaría a raíz de la temprana traducción de la “Psicología de la actividad industrial” de Münsterberg en 1914, más la entusiasta dedicación de los que denominamos “la saga” de los psicotécnicos españoles desde Mallare a Mercedes Rodrigo y por supuesto, el magisterio de Emilio Mira. Precisamente una de las aportaciones pioneras en los estudios de selección de tranviarios se deben a Münsterberg en su etapa berlinesa antes de su emigración a los Estados Unidos.
  34. Obra no obstante muy inspirada en el “Tratado de Higiene de Rubner” y que más carde serviría también de referencia al librito de Eleizegui que hemos reseñado anteriormente.
  35. Se correspondería con la quinta edición francesa de 1939. redactada y ampliada por otro médico -el Dr. Rochaix, dado que Courmont falleció en 1917-. En la 4ª edición francesa de 1932, no hemos encontrado ninguna referencia y por supuesto menos en la 1ª de 1914 (traducida al castellano en 1915). Sería por lo tanto en esca edición de 1939 donde este higienista trata por vez primera la problemática de la “higiene urbana” desde el punto de vista de la “seguridad vial”.
  36. Posiblemente motocicletas, bicicletas y tractores agrícolas.
  37. Para que sirva de porcentaje comparativo.
  38. Entre las muchas referencias sobre el asunto tendríamos especialmente las “Providencias de D. Francisco de Alfara”, de 1612. Consideraciones cercanas se pueden encontrar también en los documentos de la “Novísima Recopilación” y en concreto en la Ley 1ª del Libro VIII. (Bayón Chacón, 1955 y Granell Ruiz, 1958).
  39. Nos referimos a la sentencia del 27 de enero de 1903, seguidas de las de 11 de julio de 1908; 31 de marzo de 1924; 3 de octubre de 1924; 19 de octubre de 1925; 20 de enero de 1926; 20 de febrero de 1928; 25 de febrero de 1930; 7 de abril de 1930; 13 de junio de 1933 y 10 de junio de 1935. (reseñadas por Rafael García Ormaechea, 1935 y F. Granell Ruiz,1958).
  40. Sentencia de 13 de febrero de 1957.
  41. El prestigioso profesor, Dr. Gonzalo Piédrola Gil (1907-1996), me imagino que, aún recordado por numerosos médicos del trabajo, redactó en el segundo tomo del mencionado tratado (Madrid, 1965, 1970) un capítulo bajo el título “Medicina preventiva de los accidentes”.
  42. Algo por otra parre improbable por esos años en España.
  43. Se refería a un tal Dr. Hampel, miembro de una Asociación alemana para el estudio médico-psicológico de los conductores (op. c. Tomo II, 640).
  44. Ver como ejemplo la “Higiene Industrial y Prevención de Accidentes” de Orciz Aragonés y Ortiz González (Madrid, 1948, 1959:300).
  45. Ortiz Aragonés y O. González en “Higiene Industrial y Prevención de Accidentes” (Madrid, 1959:301).
  46. Op. c. pág. 302.
  47. El médico forense Manuel Martínez Selles, publicaría en 1962, un librito titulado “Aspectos médico-forenses de los accidentes en el problema social de la circulación”, Madrid, Ed Lex, 1962.

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