LA MIRADA DEL SOCIÓLOGO – ENTRE HIPÓCRATES O LA PANTALLA y ENTRE EL CIUDADANO O EL PACIENTE.
Rafael de Francisco, 2022.
La situación y los acontecimientos de las últimas semanas en Madrid y en otras poblaciones nos llevan a reflexionar sobre un asunto que puede vaya más allá, de los aspectos puntuales que han podido desbordar la paciencia de los profesionales sanitarios y de la población en general. Aunque para algunos pueda suponer un ejercicio retórico, cuando no, incómodo y provocativo – puede que éste, sea una de las funciones del sociólogo -, pensamos que la comprensión del problema necesita ser abordado desde una amplia y entreverada perspectiva diacrónica en la que estén presentes tres escenarios; el sociomédico, el socioeconómico y el socioespacial, para terminar probablemente una vez más, por el desvelamiento de las corrosiones de la violencia simbólica
Nos explicamos; El oficio y la práctica médica, quizá como la del maestro de escuela, y, desde su propia historia – desde los médicos hipocráticos -, ha estado continuamente atravesada por una suerte de búsqueda, inseguridades, relaciones y asentamiento del estatus de su oficio, de su ubicación y lugar para la cura más, su relación con las administraciones institucionales de la salud. En suma, con su peculiar “habitus” de existencia y actuación. Podríamos decir que la práctica de su oficio habría consistido en una especie de trashumancia entre lo privado y lo público; entre el “honorario” y el “salario; “entre la profesión liberal y la profesión contratada. Una trashumancia también espacial relacionada con las características del lugar para la cura. El lecho o la casa patricia; la “taberna medicae” romana; el valetudinarium de las legiones; el hospital medieval no monacal; las instituciones nosocomiales entre el bajomedievo y la Ilustración con sus derivaciones especializadas, lazaretos, hospitales militares y mineros que, darán lugar a partir del XVIII a los grandes centros hospitalarios del nacimiento de la clínica. Probablemente – y, sin renegar ni intentar enmendar al Foucault de 1963 -, una clínica diferente a la hipocrática fundacional; una clínica nueva y a la vez, paradójica que precisamente, inaugura recorridos de excepcionalidad teórica y empírica en los saberes y prácticas de la cura pero que, paralelamente alumbra una especie de desbiologización de la mirada médica al ir sustituyendo la “corporalidad” y “presencialidad “ clásica/tradicional de la relación médico-enfermo por una suerte de distanciamiento ausencial/presencial en la que el contacto, la relación entre ambos no se realiza ya, corporalmente, suponiendo un contacto de cuerpos. El cuerpo del enfermo desde su dolor o quebradura y el cuerpo del médico en cuanto a su saber, su arte, su técnica y sus sentidos, viendo, palpando, tocando, oliendo y hasta saboreando; cuerpos efluvios y palabras, emociones y vida del enfermo desde una especie de anamnesis integral en la que se entrecruzaba lo somático con lo psicológico. Una relación que, no obstante, tampoco era inocente al sostenerse sobre una economía asentada sobre el desprecio por un modelo de trabajo mecánico/esfuerzo, realizado además por esclavos, y luego por siervos, plebeyos o súbditos, haría que hasta muchos siglos más tarde – en el XVIII -, con Ramazzini, no se visualizase el cierre del interrogatorio/mirada inicial, con la inclusión del oficio preguntando al enfermo ¿Y, cual, es su oficio? Esa clínica de que nos habla Foucault, que supuso la concentración espacial de la enseñanza, la investigación, la mirada médica y la cura y, que de alguna manera, fue desacralizando el lastre “salvífico” de un lugar que desde la Edad Media, era pensado como espacio para la cura del alma y/o, recogida, “almacenaje” piadoso de cuerpos miserabilizados, desvalidos y estropeados por las patologías del hambre y la pobreza; cuerpos sin duda, incómodos – incluso peligrosos -, para la estabilidad y poderío de una ciudad, que a partir del XVI, iba dejando de ser la ciudad de Dios, para convertirse en ciudad del Rey y las oligarquías urbanas, constituyó sin duda, un poderoso espacio para una nueva visualización del cuerpo acompañado de nuevos saberes sobre el mismo, que parecen consolidarse definitivamente a lo largo del XIX, en un tiempo en el que ya, la ciudad del Rey estaba dando paso a la ciudad del capital. Un espacio que puede, haya perdido, o se haya difuminado ese contacto con el cuerpo del enfermo en el sentido que presentaba el diseño clínico inicial de los hipocráticos sustituyendo, su clínica de la mirada y el contacto, por la clínica virtual del escáner y la pantalla, como nos recordara hace algunos años un lucidísimo clínico francés, Didier Sicard con su escrito Hippocrate et le scanner (1999) del que hemos tomado prestado en la rotulación de nuestro trabajo una parte de su letra y, sobre todo, su música.
De cualquier manera, este nuevo modelo hospitalario nos va a presentar tres aspectos de cuya reflexión – y, según nuestro entender -, puede que nos acerque a un cierto grado de comprensión de las claves del asunto que nos ocupa.
En primer lugar, el hospital no se constituye como un espacio estrictamente médico/curativo. El hospital, es fundamentalmente un espacio “biosociopolítico” El hospital que se va constituyendo desde el siglo XVI, arrastraría aún los lastres “sacramentales” de la Edad Media acompañados de una función biosocial de manera, que más, que una institución para la cura del cuerpo – aún siéndolo -, será un lugar para su reconducción a un nuevo modelo de sociedad en la que se desvanecen las productividades que la economía de la salvación imponía sobre el cuerpo de las gentes. La ciudad y la sociedad del mercantilismo que se iría instalando a partir del Quinientos va a necesitar cuerpos productivos, cuerpos que aún atenazados por las esperanzas en la “otra vida” se necesita que sean rentables en ésta, para mayor honra, poder y posiblemente, supervivencia de la ciudad y la república. En suma, si el hospital monacal y en general, el hospital altomedieval eclesial o civil, son lugares para la salvación del alma y refugio de cuerpos trashumantes y desvalidos; el hospital que se inaugura a lo largo del despegue de la modernidad, se conformaría como un espacio corrector y defensivo respecto a cuerpos estropeados que, a la vez, van tienen que ser rentables, aunque, vayan a ser mirados como incómodos y/o peligrosos tanto desde un punto de vista médico/higienista, como económico y sociopolítico. Según esto, el hospital se nos presentaría como un escudo, como una muralla interior de la ciudad ante nuevos peligros depositados en los cuerpos de las muchedumbres populares; inficionamientos biológicos (pestes) inficionamientos económicos (vagamundos, pobreza) y los inficionamientos políticos (el fantasma de las muchedumbres reivindicativas)
En segundo lugar, el hospital desde la mirada médico/asistencial, se constituye como un dispositivo clasificador y diferencial sobre el cuerpo de las gentes de manera, que, hasta la institucionalización contemporánea de la Sanidad Pública a lo largo del siglo XX, el hospital será el espacio representativo para la acogida del cuerpo de las clases populares.
En tercer lugar, con relación al estatus y ubicación espacial del oficio curativo de manera, que el médico va a encontrar en el hospital moderno un cierto sosiego para su peregrinaje topológico/asistencial de manera, que el espacio hospitalario irá constituyendo un lugar preferencial para su práctica profesional sustituyendo a frailes y sacerdotes/médicos o comadronas. Situación no, obstante que no descabalgaría del todo, un espacio que seguiría por lo menos en España, hasta bien entrado el novecientos en el que, las órdenes religiosas copan buena parte – o toda-, la gerencia de dichas instituciones. Será en el hospital o en sus parientes menores, los consultorios rurales – una especie de continuación de la “taberna médica” romana -, o las futuras “casas de socorro” urbanas, los espacios en los que se iría materializando las coberturas públicas de salud y en donde en cierta medida, el médico de la modernidad europea va entrando en el mundo del asalariado-funcionario aunque siempre, sin perder totalmente su adscripción a las fantasías, querencias o necesidades del “honorario” como ejercitante de una nunca olvidada vocación de “profesional liberal “. Curiosamente, este nuevo estatus profesional se realizará en el horizonte en que, las nuevas sociedades de la modernidad marcarán para los cuerpos de las gentes nuevas cortaduras; primero en el tiempo del mercantilismo y la manufactura y, posteriormente en el tiempo del capital y la fábrica, de modo qué, preferentemente, este médico que accede al estatus de contratado/empleado público, en el traspaso de la caridad a la beneficencia social, seguiría siendo un médico de pobres que realiza su labor, dentro de una mentalidad que habría sustituido los valores sacramentales tradicionales de la caridad y fraternidad evangélica por los de la piedad y bonhomía liberal/burguesa dentro, de las nuevas productividades morales y sociales acuñadas desde la Ilustración
Por otra parte, se produciría una relación entre los espacios para la cura y los saberes médicos en donde también estaría presente el propio estatus del cuerpo y la enfermedad. Para que el cuerpo se presente como encarnación y representación somática central del enfermar, y se desligue, de las fantasías teologales/sacramentales depositadas en la curación del alma, es necesario en primer lugar, su visualización como tal, como cuerpo. Precisamente el nuevo paradigma científico que marca la sociedad que se va instaurando, desde el XVI y el XVII, es el de la constitución del cuerpo como eje central de la mirada científica en lugar del alma, reconstruyendo en parte, el viejo relato presocrático y aristotélico que en la cultura medica se seguiría depositando en el galenismo. Para el saber médico del Renacimiento el cuerpo comienza a verse con Vesalio desde la anatomía y las primeras aproximaciones modernas a su interior, a partir de la obra de Miguel de Servet (1566) para ser completada posteriormente con la fisiología de la sangre en William Harvey (1628) junto a la anatomía, de la mirada en profundidad de médicos como el “novator” castellano Miguel de Cabriada (1687).
Sin embargo, la combinación de estos nuevos saberes médicos sobre un cuerpo que comienza ser mirado desde su naturaleza somática, no nos va a conducir a una imagen única y homogénea del mismo; continuará escindido, cortado, por lo sociopolítico al igual que el de la Grecia clásica. Cuerpos visualizados del hombre libre frente a los cuerpos opacos de esclavos y mujeres apartados de la relación entre la “carne y la piedra “de que nos hablara Sennett (1992) que, aunque homogenizados por el relato cristiano/romano en su intento de construir una unidad por medio de la retórica teologal de la “comunidad de los santos” apoyándose en el cuerpo de Cristo, seguiría manteniéndose en la realidad de la cotidianidad civil la diferencia entre los cuerpos del “noble caballero” – incluidos los clérigos -, y los de los plebeyos, qué es decir, la mayoría de la población. La cultura política que inaugura la modernidad y, muy especialmente, desde esa “excepcionalidad” característica de lo español, irá fortaleciendo aún más esta escisión en la consideración y aparición de nuevas exclusiones y fronteras sobre el cuerpo de las gentes apareciendo un nuevo inventario de diferenciaciones; cuerpos de moriscos, de conversos, de esclavos, de turcos, de vagamundos, lisiados, y excluidos en general, del nuevo circuito de la honorabilidad civil y, que trasladado a la práctica médica se reproduce tanto en los espacios de la cura como en la misma cultura y estrategias médico preventivas y terapéuticas. Hospitales para la muchedumbre marginada y atención y práctica médica desde el lecho o, la casa del enfermo para quien lo pudiese costear. Desde la cultura médica, toda una estrategia sanitaria diferenciada, una especie de higiene y terapéutica individual ejemplarizada, por ejemplo, en el higienismo para nobles caballeros de autores como Luis Lobera de Ávila ejecutada además por médicos latinos, enferbrecidamente amparados por el Protomedicato. Para la mayoría de la población, para el “popolo minuto “ya estaban los médicos y cirujanos romancistas en el mejor de los casos y, sobre todo, barberos, sangradores, parteras, algebristas, batidores de cataratas y toda suerte de curanderos, algunos, en los límites de la más absoluta heterodoxia como brujas, hechiceros y nigromantes.
Trasladadas estas consideraciones al terreno de la cura, no solamente el hospital renacentista era el lugar de la cura para la mayoría de la población sino, que a pesar de que fue constituyendo el primer espacio moderno para el aposento institucionalizado o público de los saberes médicos, la presencia real del médico universitario o latino sería mínima, siendo los profesionales sanitarios de menor rango eclesiásticos o civiles, los que cargaban cuantitativa y cualitativamente con las tareas de la cura. El lugar de materialización de su relativo saber y de su empiria para el médico, fue casi exclusivamente el espacio del privilegio y el poder; la cámara real, la mansión palaciega, la casa de las oligarquías urbanas, el palacio arzobispal, la galera capitana o el séquito o, tienda del general. En suma, cuerpos divididos, espacios divididos y un oficio dividido: médicos latinos versus médicos y cirujanos romancistas, más barberos y empíricos diversos. Un panorama qué, en líneas generales se va a ir modificando en los albores de la sociedad del capital desde mediados del setecientos en los que, de alguna forma, rancadeantemente en España, se iría desamortizando el elitismo del médico latino, protegido por el Protomedicato, aunque continuamente, vigilado por la Inquisición. Van a ser precisamente los demonizados borbones desde lo militar y naval – y, algo más tarde civil-, los que, por diversos caminos y tiempos, van por una parte a homogenizar médicos y cirujanos y a racionalizar los espacios de la cura reestructurando, “reduciendo”, el disperso y abundante mosaico hospitalario y creando la matriz del gran hospital contemporáneo bajo el diseño del Hospital Central, en un modelo de ciudad que deja de ser “levítica” y conventual/hospitalaria, para ser -aunque en España en contados casos -, una ciudad de la fábrica y las chimeneas; una ciudad de la burguesía y del capital, en lugar de una ciudad del Obispo y del Rey. El traspaso en cohabitación de la enseñanza médica de la Universidad al Hospital y la mayor participación del médico en la dirección y gestión – aún relativa -, hospitalaria de la mano del aumento de la contratación de médicos por las administraciones locales y estatales civiles como militares van a suponer, una -aunque lenta -, transformación del panorama médico asistencial español. El médico, sin olvidar del todo sus querencias y fantasías de profesional liberal, se va comunitarizándose a través de la medicina pública y, en cierto sentido y, sin darse cuenta ni querer, “proletarizándose” sometiéndose en parte – y, sin olvidarse de las compensaciones de igualas y estipendios “honorarios”-, a las servidumbres del asalariado funcionarial. Sin embargo, este médico contratado y empleado por las administraciones y en algunos casos, por empresas privadas o públicas, sigue siendo preferentemente un médico de pobres o un medico de obreros. Tan solo, con ocasión y casos excepcionales como el azote de grandes pestilencias, un médico de toda la población. La consulta privada y la cámara del poderoso, seguirían siendo el espacio soñado del médico, manteniéndose hasta nuestros días una peculiar movilidad profesional, por el que probablemente, no haya un oficio en el mundo que presente una itinerancia entre lo público y lo privado tan sobresaliente como en la profesión médica.
Avanzando en el tiempo, llegamos a los amaneceres de la Revolución industrial que, en nuestros pagos, se realizaría también, pero como siempre, engatillada por nuestra peculiar “excepcionalidad “a la española. A lo largo de la segunda mitad del Setecientos el cuerpo de las gentes va perdiendo las amortizaciones de la sangre y la demonización y deshonor de los trabajos viles y mecánicos, junto con un saber y estatus del oficio médico más homogenizado e integrado como a la vez, más desembarazado del elitista patrocinio del Protomedicato que no desaparece realmente, a pesar de los primeros intentos de 1799 hasta los inicios del Trienio en 1820.
El cuerpo de las gentes, seguirá escindido ya, no tanto, por las singularidades de la sangre y la religión sino por las socioeconómicas. Cuerpos para el trabajo de sangre y cuerpos para el trabajo intelectual. Los cuerpos del noble caballero, cuerpos entrenados para el trabajo de la guerra y depositarios de los honores y virtudes del Imperio ya no van a ser tan necesarios para el modelo productivo de la sociedad que se avecina y presiente. El cuerpo de los clérigos se intentará incluir en capítulo del trabajo intelectual, el de “les gens de lettres” del higienista franco-suizo Samuel Tissot. Serán estos cuerpos escogidos, los hombres instruidos y alfabetizados de los estamentos privilegiados que tímidamente van incluyendo a la raquítica clase media española los que puedan realmente acceder a los saberes y empírias médicas más modernizadas especialmente, en los espacios de la ciudad. En los lugares de la tierra y el campo, aunque vayan apareciendo los médicos municipalizados, dependiendo continuamente -como los maestros de escuela-, de los recursos de los Ayuntamientos, la penetración del saber médico se realizará lateralmente desde la venerable, pero no muy resolutiva “pantalla” del libro. Bastará con que algunos agricultores alfabetizados y propietarios, o madres instruidas en los pueblos, lean la nueva escritura médico/popular de los “Avisos” de Tissot o la “Medicina doméstica” del médico escocés William Buchan o el francés Jean-Baptiste Pressavin cuyo “Arte de conservar la salud” (1785) se traduce al castellano en 1800, continuados en España con el “Compendio de higiene o arte de conservar la salud de Ignacio Pusalgas (1831). Entre medias, la cultura médica europea de esta segunda mitad del XVIII habría sido “contaminada “por una especie de reconducción/deformación de la iatroquímica hacia un vitalismo mecanicista que reproducía a modo fisiológico la diferenciación biosociopolítica de la limpieza de sangre y credo, de la España del Renacimiento y, sobre todo, del tenebroso Barroco de la Contrarreforma. Un médico británico, John Brown, tendría la ocurrencia – no, sin una cierta pertinencia -, de enmendar la lucidez de los primeros maestros de la clínica moderna europea; los Sydenham y Boerhaave, diseñando un enfoque clasificatorio que, aunque quizá consecuente con la bipolarización cartesiana, dividía los cuerpos según dos modelos de respuesta y excitabilidad/irritabilidad fisiológica: el asténico y el esténico. El asténico, propio de los cuerpos de las clases acomodadas y el esténico para las populares. Los primeros, como cuerpos débiles e incapacitados para soportar los esfuerzos y todo tipo de fatigas, las emocionales y las físicas, necesitando de cuidados y alimentos refinados y sabrosos, dulces, licores y sobre todo “bistecs”. Los otros, los cuerpos esténicos, como cuerpos fuertes, aguantadores de las fatigas del trabajo y además, dotados con umbrales psicológicos tan primarios, que no podían sufrir las corrosiones emocionales bastándoles para su alimentación, productos sencillos como pan, torreznos y agua. Estos cuerpos soportadores de las fatigas de las economías de la factoría, los arsenales, las minas y la tierra, cuando llegan las economías de la fábrica y se materializan los fantasmas de la “cuestión social” desde la mediana del Ochocientos, se harían aún más diferenciados. El cuerpo frágil, asténico, de los individuos de las clases propietarias es el que, desde las derrotas del 48, tendrá acceso a los privilegios de la vida política y al liderazgo social bajo su encuadre en el programa de las libertades burguesas. El cuerpo del nuevo proletariado urbano y del jornalero sin tierra, serán considerados por la saga de médicos higienistas del moderantismo español-isabelino, con Felipe Monlau – no obstante, un médico paradójico continuamente bamboleante entre el progresismo y las benevolencias reaccionarias -, como cuerpos aviesos y peligrosos para los qué, el saber higiénico/médico, tiene que servir como cortafuegos y como inicio de las estrategias biopolíticas de nuevas “violencias simbólicas”
Desde el tiempo del primer Renacimiento/Mercantilismo, el cuerpo del trabajador y, desde él, el de la mayoría de las gentes, a pesar de suponer un momento de “peculiar” humanización, infinitamente menos reactivo que el del Barroco castellano como asiento histórico de la Contrarreforma y, nada menos qué, hasta la mediana del Ochocientos, sería algo opaco para la mirada médica y el Estado salvo, cuando se trata de pestilencias e inficionamientos pandémicos en la medida que tan solo, es un mecanismo de sangre, observable y cuidado como se cuida una máquina o un animal de trabajo. Al final, la historia no perdona y los inficionamientos de la ciudad, un espacio urbano en general, todavía enclaustrado por murallas medievales y, que trastoca la supervivencia del nuevo patriciado burgués en convivencia espacial con los “miserables” del proletariado fabril, hará que los médicos se tropiecen, se den de bruces y, comiencen a ver el cuerpo de los sectores más miserabilizados por mediación de las disfunciones higiénicas de la ciudad y del trabajo urbano en talleres, fábricas, tenerías, batanes y obradores mientras qué, el cuerpo del jornalero del campo, se mantendrá en la opacidad más absoluta; no presenta ningún peligro ni sanitario ni sobre todo social. Además, para esto último, siempre se tendrá a mano, un escuadrón de húsares o un batallón de infantería de línea con el apoyo del púlpito, para obtener más tarde, el de la maltratada y extenuádamente/interesadamente utilizada “Benemérita “junto, al cacique local. La primera mitad del XIX, supondrá desde el programa sanitarista de la Higiene Pública que va intermitentemente consolidándose en España a partir de las traducciones de los higienistas franceses herederos de los médicos “ideólogos” de la Convención; entre ellos, el Cabanis de “Rapports du physique et du moral de L’homme” (1802) sería traducido al castellano en 1826, y el pionero “Traité de médecine légale et d’hygiène publique” de Foderé (1798) cuyos primeros tomos se editan en castellano en 1801 o, Étienne Tourtelle cuya obra también se edita y traduce en 1801 iniciando el programa español de las higienes públicas con médicos como el paradójico – y ya citado -,pero imprescindible Monlau (1847) Font y Mosella (1852) o Joaquín Salarich (1858) Con ellos y los posteriores higienistas del tiempo de la Internacional como Giné i Partagás que ya, escribe de manera diferenciada sobre Higiene Industrial y trabajo rural, el cuerpo del trabajador no es un cuerpo que según el enfoque iatromecánico de Ramazzini se distorsiona o desencaja sino, un cuerpo que sencillamente se quiebra y rompe por la máquina y las condiciones de trabajo dejando de ser una máquina de sangre, para convertirse en una prótesis de la máquina. El cuerpo que mira, ve y escucha Ramazzini es un cuerpo en el que la máquina como herramienta, es una prótesis de la mano, trabajando para el cuerpo. A partir de la consolidación de la sociedad industrial y, especialmente en Cataluña, el cuerpo del obrero fabril va a ser la prótesis productiva del capital, apareciendo la fatiga y el accidente maquínico como los patógenos significantes del enfermar obrero, aunque, este enfermar seguirá siendo un enfermar entendido desde la máquina, sin tener en cuenta, las condiciones de trabajo, vida cotidiana y vida sociopolítica. Incluso cuando se van formalizando algunos cuadros morbígeno de encuadre psicológico como la confusa neurastenia o una especie de fatiga nerviosa, se remiten a la mala vida socio/moral del trabajador. Aquí, un poco como hiciesen los médicos acuñadores de la medicina social europea, Johann Peter Frank y el Virchow de las barricadas en el Berlín de 1848, aparecen figuras olvidadas/ladeadas de nuestra historia médica como Simarro, Sentiñón, García Viñas o Enrique LLuria, que construyen el relato de la influencia de los operadores psicosociales en el desarrollo y presencia de las patologías del trabajo. La máquina, romperá cuerpos y, las emanaciones venenosas de algunos trabajos el deterioro crónico o la muerte, pero lo que corroe y refuerza la morbimortalidad de la máquina reposa fundamentalmente en las condiciones de trabajo y vida de las gentes y, éstas a su vez, de un entramado y estructura socioeconómica concreta. (Perdón por ser tan antiguo)
No es cuestión ni ahora ni aquí, el ir desmenuzando estos recorridos que, en nuestro país, se irían desarrollando en el trascurso de todo el ochocientos para terminar con la cultura sociomédica de la Clínica del Trabajo de los años de la República. El asunto que nos importa es, cómo, el saber médico y el Estado van a entender la salud de las gentes y los quebrantos del cuerpo, de la mayoría de la población. De la noche a la mañana, ese cuerpo del obrero y jornalero del campo, habituado al trabajo y encallecido por sus sinsabores y fatigas de la sociedad prefabril, se vuelve frágil, respondón y reivindicativo; no aguanta las 14 o 16 horas de trabajo y exige las 8 horas, más un salario decente que le libere de la parquedad de una dieta ajustada al mínimo para que su maquinismo fisiológico funcione. Y, esto, no acaba aquí, además exige escuela para sus hijos, derechos sociales y políticos de manera que consiga el estatus de honorabilidad civil secuestrado por las clases acomodadas; en definitiva, salud, escuela, despensa, libertad de asociación y voto; en suma, vida, dignidad y ciudadanía.
Desde este panorama, el cuerpo del trabajador como referente del cuerpo de la mayoría de la población será algo que solamente se rompe por la lesión y/o el accidente maquínico. Para la medicina institucionalizada, la correcta, para el capital y su Estado, entrar en disquisiciones y finuras nosológicas o clínicas no será productivo, pues nos lleva a considerar las condiciones de trabajo; un aspecto que irremediablemente nos conduce por caminos imprevisibles y que lleva a replantear toda la cultura de la sociedad del capitalismo de producción. Con toda su beatitud, la cultura médica hegemónica y, de forma jamás manifestada doctrinalmente, considera que el cuerpo del trabajador no enferma como tal, como ser sometido por intermediación de la máquina a la “violencia simbólica” del capital. En España hasta julio de 1936, a las puertas de la destrucción de las esperanzas democráticas, no se institucionalizaría el catálogo de enfermedades profesionales dentro del programa de coberturas médico asistenciales de la legislación laboral nacida en 1900. Sirva por ahora, esta digresión meramente sociológica, como empuje para una más, de las reflexiones posibles sobre estos asuntos.
Volviendo al hospital y otros lugares para la cura, el modelo de institución nosocomial constituido a lo largo del XVIII, se iría quedando corto. Aumenta la población del territorio urbano y su densidad, aumenta cuantitativa y cualitativamente la enfermedad y la rotura de los cuerpos con nuevas lecturas sobre las consecuencias de las mismas en la vida social y económica de las naciones estableciéndose, tres ejes de influencia significativos que tocan, el saber médico, el cuerpo y, su gobernanza desde el Estado.
En cuanto al saber médico, desde los inicios del XIX y, una vez finalizadas las convulsiones de las guerras napoleónicas en Europa y en España, se iría produciendo una verdadera revolución terapéutica con el paso de la medicina anatomoclínica a una mirada tecnificada y mediada por prótesis etiofisio/instrumentales apoyadas en los progresos de la química y la física. De una medicina de la palabra del enfermo, del donde y cuanto me duele, y del ojo y la mano del médico, se pasa en unas pocas décadas a una medicina del “aparato” que cada vez, se hará más “microscópica “yendo de la lesión macroscópica y de la mano y el ojo del médico a la célula, a la fisiología de la sangre y las fiebres, trastocando toda la semiología médica que desde los hipocráticos estaba depositada en el contacto casi corporal, entre el médico y el enfermo. Para ello, se necesitan “aparatos”, prótesis reforzantes de la funcionalidad “natural” del ojo, de la mano y del saber del médico. Aparecen, microscopios acromáticos, fonendos, y analíticas de la sangre y la orina para dar paso a una “medicina de laboratorio” ( dixit Piñero y Laín) que van al finalizar el siglo, a ser completadas con las aportaciones de la microbiología de Pasteur y Koch, junto a novedosas lecturas sobre la higiene pública. Todo ello, inaugurando un recorrido en que, hasta nuestros días, van a caminar juntos, con innegables resultados positivos/resolutivos para la salud de las gentes, pero también, arrastrando en su propia sombra de progreso, las malditas disfunciones de la entropía tecnológica. En el terreno de la cirugía la utilización de dispositivos antisépticos y hematológicos, con posteriores, procedimientos asépticos y anestésicos van a completar el saber y la empiria terapéutica que se cierra totalmente con la farmacología de síntesis y laboratorio, curiosa y simultáneamente alumbrada con la comercialización de dos productos, uno que cura, la “aspirina” y otro que mata, la “heroína”.
Todo esta panoplia diagnóstica/terapéutica, necesita un espacio y unos recursos que no les puede proporcionar ni el tejido ni la estructura, ni la organización del hospital ilustrado del “nacimiento de la clínica” que, todavía seguiría siendo un lugar en el que cohabitan flecos sacramentales con una mirada, la macroanatomoclínica, aún corporalizada, en una atmósfera en donde la terapéutica camina condicionada, por novenarios, lagunas diagnósticas, imposibilidades quirúrgicas y efluvios miasmáticos bajo el manto inmisericorde de la marginación y la pobreza. Un espacio en el que no entra el cuerpo de las clases acomodadas y que, para el de las clases populares sigue siendo una antesala de la muerte, pero que, para el Estado, constituye una herramienta de cierta utilidad para el manejo de cuerpos no productivos y, sobre todo, para ir adelantando de alguna manera el posterior programa tímidamente socio/benefactor del liberalismo que, en el caso español aparte de tacaño, será tardío, dando paso al hospital clínico moderno. Este nuevo espacio hospitalario, necesario para albergar la nueva cultura médica de “laboratorio” será el que se iría modelando en la segunda mitad del Ochocientos español y, que, en cierta medida se mantiene en nuestros días y donde el equipamiento clínico/técnico con la incorporación de la etiología radiológica, será cada vez, más sofisticado, complejo y caro, interviniendo operadores territoriales, competenciales, sociopolíticos, epidemiológicos que irán construyendo un mosaico heterogéneo y descoordinado de lugares para la cura. Hospitales generales con gestión estatal; hospitales provinciales gestionados por Diputaciones; hospitales municipales; casas refugio y de misericordia; casas de maternidad y casas de socorro con algunos hospitales eclesiales o paraeclesiales de “órdenes terceras”; todos ellos, aprisionados por deficiencias económicas, físicas y no digamos higiénicas condicionados, por el peso de una mentalidad benefactora que reproduce a modo laico/liberal la sacramentada caridad del rey. Con estos mimbres difícilmente se podría desarrollar el programa clínico/quirúrgico de la medicina de laboratorio, no obstante, intentado en algunos hospitales generales como el de La Princesa de Madrid, inaugurado en 1857. Condensando y quizá simplificando nuestro análisis, se trata todavía de espacios para cuerpos estropeados por la pobreza, que de alguna manera tienen que ser amparados y arreglados desde las productividades que, para la guerra y la paz, exige la sociedad del capital. La persona enferma empezará a ser considerada/etiquetada como “paciente” en pertinencia con la semántica del súbdito, en una sociedad que no ha llegado aún a la democracia. Apretando nuestro relato dado, que no se trata aquí de realizar una historia del hospital y, situándonos en tiempos cercanos, el modelo hospitalario que se diseña a partir de nuestra perdida guerra de resistencia en 1939 se presenta como algo en claro/obscuro, que, más allá, del intolerable marco totalitario en que se desarrolla, a nuestro entender y quizá benevolentemente, parece marcar una cierta voluntad unificadora y de cobertura pública/universal en el camino heredado del fascismo italiano al que hay que añadir la relevante creación del SOE y el establecimiento, aunque estrecho en su implantación, de los seguros médicosociales rompiendo, la quebradura entre cuerpos para la beneficencia y cuerpos para su asistencia como ciudadanos, aunque, ese cuerpo a curar, se haga para mayor gloria del Imperio y nunca, como un derecho inalienable. Solamente hasta la reconstrucción/restauración de la democracia y, con la legislación sanitaria de 1986, el cuerpo del enfermo va ser considerado, como ciudadano, a pesar de que se le siga llamando “paciente “para ser atendido en nuevos espacios curativos que pasan de ser denominados “residencias” a Hospitales clínicos/universitarios, cerrando definitivamente la semántica del “hospedaje/hospicio” de la que probablemente, el término tardofranquista “residencia “pueda entenderse como una prolongación retocada. Este nuevo espacio nosocomial, se organiza como un verdadero espacio científico curativo, materializando, aunque tarde, el hospital de laboratorio de los finales del XIX, al que se acompaña como una especie de complemento con el ambulatorio, que intentando reproducir la eficiente atención de la emergencia sanitaria que realizaban las casas de socorro municipales, parece reproducir en su lenguaje el modelo de la “ambulancia” que en la medicina militar del XVIII , no era más que un minihospital de sangre, sustituido más tarde en “ambulancia volante” por tracción animal o, a brazo humano. Aspectos, en donde aparece otra vez, la excepcionalidad española reproduciendo una vez más viejas experiencias fallidas como la municipalización de la escuela pública, dejando al maestro en manos del presupuesto municipal y los intereses y apaños del inveterado caciquismo local. Como en un juego mandevilliano, de posibles virtudes políticas van a surgir maldades y miserias colaterales por la entrega absoluta de la gestión sanitaria /hospitalaria a las CCAA
Para cerrar estas digresiones, hablaremos de la nueva mirada y saber médico, del cuerpo, del ciudadano y del estatus del médico junto a las relaciones y conexiones que se establecen entre los mismos y, los lugares de la cura. Desde otro juego retórico más, que, nos vuelve a remitir a la “fábula de las abejas “resulta que, esta cultura médica edificada y sostenida desde las nuevas tecnologías de la mirada estaría, por una parte, alargando y recomponiendo vidas – sobre todo, alejando la inevitable obscenidad de la muerte -, y al mismo tiempo, originando disfunciones, sufrimientos, malestares e insatisfacciones continuas y, todo ésto, repetimos, a pesar de su acreditada y reconocida capacidad resolutiva. La ya, antigua medicina de laboratorio que, aunque suponía la presencia de un dispositivo o espacio tecnológico conservaba aún, la presencia, la palabra, la escucha del médico y una especie de relación simbiótica entre él y el enfermo se ha descuartizado totalmente. La hiperespecializacion necesaria para la nueva clínica sincrónica del metadato y el algoritmo biotecnomédico, habría roto la mirada y la palabra diacrónica/emocional tanto del médico como del enfermo. Y la clave del asunto, no reposa sobre la tecnología al igual, que, en los inicios de la industrialización, el problema de la fatiga y la accidentalidad de los trabajadores, no estaba en la máquina, sino en los intereses, utilizaciones y formas de manejar la relación entre la tecnología y la persona, sea trabajador o enfermo. Algunos sociólogos, probablemente desde una posible lucidez/sensatez que da, el estar a las puertas de la ancianidad, pensamos todavía – a pesar de sus posibles limitaciones y trampas -, en las virtudes y utilidades de la palabra y la escucha, no solamente como clave comprensiva y constructora del nosotros sino, de toda la arquitectura metodológica de las ciencias sociales y en parte también de la medicina, en lo que tiene de ciencia social, como planteaba hace ya, mas de 150 años Rudolf Virchow; lo que no le impediría ser, uno de los “padres fundadores” de la medicina de laboratorio con su desvelamiento de la patología celular. Esta palabra y esta escucha a pesar de su apariencia endopática y ausencial supone, puede desencadenar a menudo, efectos, respuestas por así llamar “presenciales “o físico/materiales, esto es, soma/curativas y psico/curativas y lo que es para nosotros en estos tiempos quizá más importante, sociopolíticas. En esa dinámica de la palabra y la escucha en un espacio no asimétrico y por lo tanto de libertades, entre el enfermo y el médico están las claves y el decoro de la ciudadanía y del tratamiento del enfermar como algo que, ocurre y acontece en un cuerpo que tiene, encierra y debe tener como la persona, el estatus y la consideración de ciudadano y, que de alguna manera cuando entra en contacto con las instituciones nosocomiales la pierde y se convierte en paciente, o lo que es peor, en “internado” recordándonos, el estatus de dependencia que Erving Goffman nos apuntaba en su sociología de las “Instituciones totales” Por el contrario va ser precisamente en un espacio menor, en el del ambulatorio de barrio o pueblerino, en el que se represente y se viva generalmente la cura, desde un espacio más o menos simétrico, en el que el juego de poderes, a pesar del ritual médico/sacerdotal de la bata blanca, está difuminado cuando no, desaparecido. El enfermo cuando entra en la consulta del médico de asistencia primaria, es un ciudadano, no entra en la “claustra” medieval del gran espacio hospitalario; entra en un espacio en el que es posible o, puede ser posible, la escucha y la palabra; su cuerpo, deja de ser opaco para el médico, reconstruyéndose el viejo relato de la democracia griega de la articulación de la carne con la piedra de la ciudad en el espacio del Ágora. Es más, en este espacio abandonado continuamente en todo tipo de recursos y especialmente desconsiderado y apartado de las beatitudes y excelencias de la tecnología médica de la posmodernidad, es donde posiblemente se construya el cimentado básico terapéutico y pueda que resida la sustentación y eficacia final de toda la posterior terapéutica hospitalaria. En esta humilde medicina de ambulatorio, fundamental en un tejido urbano desmembrado y a veces inhóspito y no, digamos en la España vaciada, minimizar, agarrotar, ningunear recursos y estrategias de maximación y modernización no supone solamente una estulticia política sino posiblemente, un crimen.
Dentro de este panorama en el que espacios y cultura médica difumina y hacen opaco el cuerpo enfermo por mediación de artilugios y cacharrerías de alta tecnología, para ser visto/virtualizado y leído/diagnosticado más allá de su somato/biología en un proceso que en realidad es, de desbiologización radical del cuerpo; lo peor que se puede hacer con él, su verdadera profanación, intentada con su sacramentación teologal, continuada con la sacramentación del discurso de la razón y sacramentada nuevamente con la nueva razón algorítmica, es olvidar, satanizar o desterrar su peculiar materialidad biológica que, además ha supuesto, y solamente desde ella, algo tan excepcional como ha sido la construcción de lo humano.
¿Y qué pasa con el oficio médico? Un oficio como otras profesiones que arrastra históricamente una cierta tentación a ser entendida como liberal, esto es, como liberada de las sumisiones que hace siglos señalara Hesíodo en sus “trabajos y días “y que siempre, ha estado oscilando entre las tentaciones lucrativas de su ejercicio privado y la vocación desinteresada y altruista a modo de sacerdocio científico/curativo pero que, en una pocas décadas llega a la “proletarización” funcionarial. Probablemente, uno de los oficios más singulares y bipolarizados desde las primeras civilizaciones en donde se codificaban penalizaciones al uso, según los resultados del acto médico y en la cual, se han concentrado en demasiados ocasiones instrumentaciones de control y poder inconfesables como por ejemplo, su uso por el Tribunal de la Inquisición, como vigilante científico de la logística “correcta” de la tortura o, mucho mas recientemente, en los guantánamos de todos los colores o, en su versión blanda, acallada, y camuflada por la sacramentación laica/científica formando parte, de las múltiples y solapadas materializaciones de la violencia simbólica. Una de ellas, reciente, y expresiva en la utilización de un oficio no, como acompañante satánico sino, como ángel custodio de sublimaciones emboscadas. Nunca como durante la pandemia de la COVID, se habría hecho presente el correoso mecanismo operativo de esta violencia simbólica, en nuestra sociedad del mercado globalizado/santificado. Utilizando el discurso de la productividad de la sublimación del sacrificio y el riesgo, y amparándose en la resistencia, bonhomía y abnegación de la inmensidad de médicos y sanitarios españoles, aparte de sobre/exponer sus cuerpos innecesariamente al contagio y la muerte, habrían camuflado indecentemente y, palpablemente, en determinados territorios administrativos, un interminable cúmulo de insuficiencias y precariedades. Pues bien, a partir del Novecientos como tiempo, en el que el médico encuentra un acomodo más o menos aceptable – muchas veces precario -, en el variadísimo y heterogéneo circuito público de hospitales, casas de socorro, dispensarios, grandes instalaciones fabriles, navíos, cárceles y cuarteles, inicia un camino irreversible hacia el mundo del “asalariado,” del trabajador de “cuello blanco” y por lo tanto a sus miserias, a su particular “jaula de hierro” y, a la vez, a su gloria, desde el rechazo o la inmersión en una cultura que sin caer en la ya, imposible distopía marxista, del trabajador como alfa y omega de la historia, si, puede incorporarse a esa cultura del “nosotros” a la que el mundo del trabajo llega con algo tan simple pero robusto, como es, la reivindicación constante de unas condiciones de trabajo, decentes y razonablemente soportables, en un marco de relaciones contractuales de justicia, honorabilidad y libertad desde el que, millones de trabajadores, españoles a lo largo de algo más de siglo y medio, habrían conseguido desde las necesidades del cuerpo y la vida, la dignidad y la ciudadanía. Si el médico o sanitario español no entiende ésto, estará abocado a sucumbir a la sinuosa tenaza de la violencia simbólica y la utilización de su saber y esfuerzo, por intereses espurios que nada tiene que ver con la cura. En suma, el enfermo como ciudadano y el médico y sanitario como trabajador y ciudadano para confluir, en un espacio hospitalario como lugar para el ciudadano, en lugar de laberinto para cuerpos pacientes y “apacentados” de manera, que el propio médico o enfermero desde unos lugares simétricos para la cura, obtenga sus derechos como ciudadano y trabajador ejerciendo su oficio, sobre enfermos también ciudadanos. Paradójicamente, una profesión como la del médico, continuamente tentada por escabullirse de las opresiones del salario, y, al mismo tiempo, al entrar en él, aunque sea, desde los peculiares recorridos y supuestas seguridades del asalariado público, ha sido – al igual que en otros oficios funcionariales -, un profesional maltratado y utilizado, por lo que, retrotrayéndonos al ayer del tiempo de la Revolución Industrial, sus reivindicaciones como trabajador – aunque sea en los servicios públicos -, puede constituir como lo consiguieron los obreros fabriles, un salto irreversible no solo en lo que suponen derechos inalienables, sino a la vez, a una medicina aceptable para todos los ciudadanos. De tal modo, que la reivindicación de condiciones de trabajo dignas es también, mantener/contribuir, a una Medicina pública decente, en una democracia decente.