LA SALUD DE MAESTROS Y PROFESORES EN ESPAÑA: UNA ASIGNATURA PENDIENTE (II)

LA SALUD DE MAESTROS Y PROFESORES EN ESPAÑA: UNA ASIGNATURA PENDIENTE (II)

V. LA LEY MOYANO, O LA CONSTRUCCIÓN DE UN OFICIO DESDE LA PRECARIEDAD Y EL MOBBING

El proceso de fijación del oficio de maestro desde su inseguridad e indefinición trashumante en el Antiguo Régimen, parece que va a comenzar su reformulación definitiva a partir de la emblemática fecha de 18571. Sin embargo, este momento marcaría exclusivamente el establecimiento de un formato administrativo de buenas y equilibradas intenciones. El lenguaje de los hechos, la realidad de la escuela y del maestro, continuaría repleta de miserias y precariedades. En la panorámica que traza Antonio Gil de Zárate (1793-1861), en 1855 sobre la situación de la escuela, diría:

“… Inmundas estancias llamadas escuelas, donde los infelices niños están aglomerados sin aire que respirar, o cercados de una atmósfera pestífera que extingue en ellos el aliento vital, altera la pureza de la sangre, y trueca en aspecto cadavérico el risueño colorido de la vivaz infancia (…) El abandono de los Ayuntamientos que niegan el preciso menage á las escuelas y se olvidan de suministrar no solo libros con qué promover la instrucción, sino hasta de bancos en qué sentarse (…). Observar en los sitios mismos la miseria de los profesores, su opresión por los groseros concejales, los servicios humildes que tienen que prestarles y la abyección a qué se hallan reducidos (...) Consecuencia de la escasez de dotaciones, es el que los maestros no se concreten al ejercicio de la enseñanza y tengan a la par otros oficios con qué poder atender a su subsistencia. Antiguamente era esto general, excepto en las poblaciones principales, estando siempre unidos al magisterio los cargos de sacristán, fiel de fechos, secretario del Ayuntamiento, y otros por desgracia no tan decorosos... Ahora ha desaparecido casi enteramente esta costumbre aun en pueblos de corto vecindario; pero todavía subsisten 5.740 maestros que tienen otro ejercicio (…). Los locales, que rara vez se corresponden a su objeto, siendo estrechos, sucios, mal dispuestos, y sin el ajuar conveniente. Sin embargo, aun en esto ha habido grandes mejoras, habiéndose aprovechado en muchos pueblos para el objeto los conventos que desde 1834 han quedado vacíos, pero a pesar de estos adelantos todavía existen 10.525 escuelas sin edificio propio, y no es esto lo peor, sino que muchas ni aun alquilado lo tienen, sirviendo para la enseñanza el atrio de la iglesia, el portal de la casa del Ayuntamiento y otros sitios menos a propósito todavía para la enseñanza (…) Los edificios tomados en arrendamiento para escuelas públicas son en general de peores condiciones que los de propiedad. Construidos con otro destino, no pueden habilitarse para escuelas sin notables variaciones que repugnan a los propietarios y son a veces impracticables. Mal situados por lo común, ruinosos, faltos de luz y sin ventilación, no sirven la mayor parte para su objeto (…). Las escuelas establecidas en las salas de sesiones de las Casas Consistoriales no se hallan en mejor estado que las otras, y tienen el doble inconveniente de que se interrumpe con frecuencia la enseñanza, siendo además absolutamente imposible disponer los enseres en la forma que requiere la buena dirección de los ejercicios (…) los edificios de las escuelas privadas, alquilados generalmente, llevan pocas ventajas á los de las escuelas públicas. Por lo general, en las grandes poblaciones se halla distribuida la escuela en varias piezas, de lo que naturalmente resulta desorden y confusión, á no tener muy buenos ayudantes …2

Según estos testimonios, las condiciones de vida y trabajo del maestro en la mediana del ochocientos, seguiría presentando junto, a la sempiterna carencia de condiciones de habitabilidad del espacio escolar contrarias “a la salud y a la instrucción de los niños”, un marco de condiciones sociales, que haría en innumerables ocasiones que, la vida cotidiana y profesional del maestro estuviese quebrantada, por humillaciones y corrosiones emocionales potentísimas. Si la historia de los oficios, es un acontecer atrapado en y, por los escenarios políticos y socioeconómicos –al igual que sus condiciones de salud laboral– el cuerpo del maestro, se mantendría también en el mismo teatro de condicionamientos, con la diferencia en que, al no ser una clase, o un oficio que se mueva dentro de la “problemática de lo social”, tardará mucho más tiempo que el proletariado industrial, en ser sujeto de las filosofías de control y previsión de riesgos laborales. Por otra parte, mientras que las condiciones de trabajo del proletariado fabril español, experimentaron recorridos de precariedad uniformes con los de otros países europeos (las diferencias serían de ritmos y tiempos), sin embargo, en lo que se refiere al maestro, la incapacidad del liberalismo español3, en generar, una escuela pública que sirviese para formar ciudadanos capacitados para sobrevivir y convivir en los nuevos territorios de la máquina, la ciudad y el voto, (por otra parte frágiles y recortados) posiblemente contribuyó, a desarrollar en la constitución del oficio de maestro, en su conciencia y mentalidad profesional, constantes de precariedad psicológica, impensables en otras latitudes. Esta precariedad psicológica, forzadamente asumida, incluso como estrategia de supervivencia/ afrontamiento, le llevaría salvo excepciones, a desarrollar una especial sensibilidad profesional. En esta línea, podían ser aclaradoras las contundentes reflexiones que seguiría haciendo Gil de Zárate en 1855, a propósito del sentido de la enseñanza y de los peligros que acechaban a una escuela no integrada, en los esquemas de racionalización burguesa de la sociedad y permanecer, condicionada por diseños estamentales proclives a la ñoñez del discurso pedagógico y al mantenimiento, de dispositivos de control e incluso de humillación e infantilización para el maestro, que harían imposible durante muchas décadas la consolidación de una escuela y un oficio razonablemente válido para su productividad cívica y social:

“En Inglaterra, desde sus primeros tiempos todo se ha ido transformando poco a poco; y así no asusta lo nuevo que vive pacíficamente con lo antiguo; en España donde hemos estado tanto tiempo estacionarios, la inacción se ha hecho costumbre, y lo antiguo declara cruda guerra a lo nuevo, prevaleciendo al cabo si se le deja (…) Lo antiguo aquí es la muerte; solo promete vida lo nuevo (…) El despotismo y le teocracia nos han sido fatales llevándonos en último término a la decadencia (…) La revolución nos ha causado males; pero ella misma ha suministrado el remedio para curarlos (…) La revolución tenía pues, que alcanzar también a la Instrucción Pública; y ¿Cómo era posible que este ramo permaneciese por más tiempo sujeto a sus antiguas prácticas cuando todo variaba (…) de la palabra iglesia, no hablo de la institución divina depósito de nuestras creencias y encargada de conservar y propagar la doctrina del Salvador; me refiero únicamente a los hombres que constituyen la sociedad eclesiástica (…) Consiste la segunda salvedad en la diferencia que debe hacerse entre el clero en general y el clérigo considerado como particular, como ciudadano. Este último tiene los mismos derechos para enseñar que cualquiera otra persona si reúne la necesaria actitud científica y legal; y como sacerdote, suele poseer dotes especiales para el magisterio (…) Por eso, durante mi dirección lejos de rechazar a los eclesiásticos para la enseñanza, se colocó a muchos en ella para toda clase de asignaturas, y con frecuencia se les buscó para ponerlos al frente de los establecimientos. Ellos fueron los exclusivamente encargados de la instrucción religiosa y moral como los más idóneos para darla convenientemente (…) De lo que aquí se trata es del clero como corporación, como clase; y (…) a esa abdicación que a la sociedad civil se la pretende exigir de uno de sus más preciosos derechos, para entregárselo a otra sociedad que, por respetable que sea, puede tener distintas miras, opuestos intereses y llegar, con tan poderoso instrumento, á enseñorearse del Estado... Porque, digámoslo de una vez la cuestión de la enseñanza es cuestión de poder; el que enseña, domina; puesto que enseñar es formar hombres, y hombres amoldados a las miras del que los adoctrina. Entregar la enseñanza al clero, es querer que se formen hombres para el clero y no para el Estado; es trastornar los fines de la sociedad humana; es trasladar el poder de donde debe estar a quien por su misión misma tiene que ser ajeno a todo poder, a todo dominio; es en suma hacer soberano a quien no debe serlo (…) Que la sociedad civil moderna, cuando entrega la enseñanza al clero abdica su poder y sus derechos, y hace una cosa contraria a lo que exige los principios, sus necesidades e intereses; y con una imprevisión funesta, prepara su ruina, o por lo menos, permitiendo que se formen hombres como no deben ser, abre la puerta a choques terribles y a revoluciones sangrientas que la desquician, y ponen también a la misma sociedad eclesiástica en peligro…”4.

Al final, el discurso que prevalecerá durante años sería el esgrimido por personajes como Mariano Calderera (1816-1893), Inspector General de Primera Enseñanza, que, en 1860, como si se estuviese en tiempos de Trento, establecería como eje central de la educación, el que: “Dios ha creado al hombre –para amarle y servirle en esta vida y gozarle eternamente en la otra– como nos enseña el Catecismo de la Doctrina Cristiana5.

En el horizonte de 1850, en el que se promulga la Ley Moyano, la constitución, o, mejor dicho, el proceso de constitución de las coberturas de salud tanto para los oficios como para la población en general, lleva consigo comprender los recorridos y los tensionamientos de la historia global de lo social. En principio, los lenguajes explícitos sobre lo que hoy entenderíamos por higiene o salud laboral, presentarían, –existiendo– una posición lateral. En último lugar, el discurso higienista, es un discurso plenamente burgués, construido desde sus sectores más dinámicos e “inteligentes”6. Alguna razón tendrían las palabras del Dr. Jaime Vera que, en 1884, ante la Comisión de Reformas Sociales, remarcando, el interés que para una burguesía medianamente consecuente tendrían, las mejoras de la “condición obrera”, expone:

“Pero ante las consecuencias de este egoísmo capitalista individual, prolongación desmesurada de la jornada de trabajo, disminución de los salarios por bajo del mínimo necesario para la subsistencia (…) Los gobiernos no podían permanecer indiferentes, no por amor al obrero, sino porque (…) esta destrucción de la fuerza del trabajo y el aniquilamiento de la fecundidad de la tierra, habrían de comprometer no ya el progreso del capitalismo, sino que también la vida de la sociedad segando las fuentes de subsistencia (…) Toda legislación aparentemente encaminada a la protección del trabajo ha tenido por verdadero objeto la defensa de los intereses capitalistas colectivos … “ 7.

La construcción de un discurso sobre la salud, nítidamente obrero, nos parece por lo tanto, posterior o, a lo menos, de acompañamiento testimonial de lo que para nosotros, constituiría el lenguaje reivindicativo central, basado en la dignidad, como reconocimiento y exigencia al pleno derecho de los propios valores burgueses sobre la ciudadanía. Valores que en la historia española del XIX, se englobarían en los derechos al sufragio universal, y a la libertad de asociación y expresión (desgraciadamente vueltos a revindicar en España en los años centrales del siglo XX).

El discurso reivindicativo obrero –y posiblemente parte del frágil discurso reivindicativo del maestro– a lo largo de la segunda mitad del XIX –sobre todo, hasta la Restauración– y a pesar de incorporar aspectos relativos al salario, la duración de la jornada (o las vacaciones en el caso del maestro), va a estar reposando sobre el derecho de asociación, como significante máximo de las aspiraciones del trabajador para consolidar su estatus de ciudadano, exclusivamente detentado hasta la Gloriosa, por la burguesía.

El día 5 de julio de 1855, a raíz, como señala Tuñón de Lara (1960, 1986) de la primera huelga general catalana en la historia del movimiento obrero español, motivada entre otras causas, por la ejecución (6 de junio) del dirigente de los hiladores de Barcelona Joaquín Barceló, el agudizamiento de las condiciones de trabajo, el aumento del paro, así como la prohibición de las asociaciones obreras por el Capitán General de Cataluña Juan Zapatero, (21 de junio) salieron para Madrid dos comisiones: Una, de carácter exclusivamente obrero en representación de la “Unión de Clases”, presidida por Pablo Barba, y otra de carácter ciudadano en la que formaba parte el ya conocido ingeniero Ildefonso Cerdá en calidad de Comandante de la Milicia Nacional de Barcelona. Ambas comisiones insistirían en la reivindicación de la libertad de asociación. Meses más tarde, la comisión obrera presentaría un segundo manifiesto ante Las Cortes, posiblemente redactado por Pi y Margall (7 de septiembre) y refrendada por 33.000 firmas de toda España, en el que se dice: “Señores Diputados de Las Cortes Constituyentes: Hace años que nuestra clase va caminando hacia su ruina. Los salarios menguan. El precio de los comestibles y de las habitaciones es más alto. Las crisis industriales se suceden. Hemos de reducir de día en día el círculo de nuestras necesidades, mandar al taller a nuestras esposas con perjuicio de la educación de nuestros hijos, sacrificar a estos mismos hijos a un trabajo prematuro (…) Nuestros dolores son indudablemente grandes (…) Trabajamos más de lo que nos permiten nuestras fuerzas y nuestra salud se altera, somos objeto de groseros insultos, y a pesar de sentir vivamente lastimado nuestro orgullo, hemos de devorarlos en silencio (…) Véase hasta donde llegan nuestras exigencias (…) Os lo pedimos en nombre de nuestra dignidad ultrajada (la libertad de asociación) (…) Es esta nuestra última solicitud y nuestra última esperanza…”8.

La respuesta del gobierno progresista, va a ser el anteproyecto de Ley firmado por Manuel Alonso Martínez, del 8 de octubre “Sobre ejercicio, policía, sociedades y jurisdicción e inspección de la industria manufacturera” (Gaceta 10 octubre 1855).

En este proyecto, (nunca fue aprobado) quedará patente el juego de intercambios entre higiene industrial y paz social:

“…Pero tan cumplidas seguridades (las referidas al establecimiento de condiciones higiénicas en las fábricas) suponen por parte de los favorecidos, la exacta observancia de la disciplina y de las condiciones a que se ha sometido libremente al ingresar en los establecimientos industriales (…) supone en fin, la corrección de aquellos excesos que conmoviendo los talleres y las fábricas con exigencias y quejas inmotivadas, alteran y suspenden su trabajo, perturbando el público sosiego y paralizan, cuando no destruyen, las empresas industriales mejor organizadas…” 9.

En el caso del maestro, aun siendo, la situación diferente; sobre todo, como ya hemos indicado por el hecho, de no constituir o formar parte de una clase social amenazante y, ni siquiera, productiva, desde la mentalidad de la burguesía; (la productividad social y política del maestro vendrá más tarde, al hilo, de nuestro Sedán doméstico en 1898) de la época, en las contadísimas ocasiones en las que trasciende un lenguaje reivindicativo sobre las condiciones de trabajo del maestro10, las referencias a la dignidad personal y profesional parecen ocupar –sin olvidar nunca lo material– un lugar preferente, como se reflejaría ya, en el Manifiesto de los últimos liberales progresistas de 1840, en donde insistían sobre:

“… la necesidad (…) de refundir la educación de una manera capaz de formar hombres libres y buenos ciudadanos, conviene elegir profesores de reconocidas virtudes, y darles si posible fuese toda aquella estimación que tuviesen en los buenos tiempos de las antiguas repúblicas …11.

Todavía más claro y contundente (sin el “posible fuese”) será el Manifiesto fundacional del Partido Demócrata (6, abril 1849)12, exigiendo, una instrucción primaria obligatoria, universal y gratuita:

“… Realzando la posición social y condiciones morales y materiales de los maestros …”13.

Esta estimación social del maestro, como exigencia de dignificación y reconocimiento profesional, sería consecuencia de su mermada valoración en una sociedad, material y psicológicamente ruralizada, en la que aún, no habían enraizado los criterios plenamente burgueses sobre la productividad de la educación y la enseñanza para los hijos de las clases populares. Estos valores que se irían lentísimamente consolidando al final del siglo, alrededor, del doble proceso de industrialización y urbanización, serían todavía enormemente frágiles alrededor de 1850. La ciudad española en frase de Bahamonde y Martínez (1991), sería todavía una “ciudad levítica”, girando alrededor de la burocracia clerical y administrativa. Incluso en ciudades ya, claramente fabriles como Barcelona, no está claro que, el papel del maestro hubiese obtenido el umbral de presencia social y de productividad cívica esperado. Todavía en 1849, cuando Laureano Figuerola y Ballester (1816-1903), publica su “Estadística de Barcelona”, el maestro sigue sin aparecer, en el estadillo en el que, refleja la “vida media” de la casi totalidad de los oficios y actividades profesionales de la ciudad. En principio, están ausentes los maestros, profesores y empleados o funcionarios públicos, aunque algunos de estos últimos, puedan estar comprendidos bajo la rúbrica de “escribanos”. En este cuadro en el que Figuerola, sigue la clasificatoria utilizada por los higienistas franceses –en especial Michel Levy (1844)– simplemente, el maestro no existe. Esta ausencia sería todavía más difícil de explicar al tratarse de un autor como Figuerola, tan escrupuloso en sus trabajos14 y que además había inicialmente estudiado magisterio y publicado un librito, titulado “Manual completo de enseñanza simultánea, mutua y mixta” (Ed. Hernando, 1847).

La única razón de esta ausencia apuntaría a la marginalidad del oficio de maestro, que mantenía todavía, a mediados del XIX, la misma posición de opacidad que habíamos rastreado en la obra de Capmany, medio siglo antes. No obstante, la ley Moyano, serviría entre otras cosas, para ir consiguiendo un lugar para el maestro –aunque fuese endeble– en los nuevos territorios sociales de la ciudad española.

Probablemente, una de las consecuencias más relevantes de esta Ley fuese, la de propiciar la emergencia del oficio de maestro, al promulgar su funcionalización expresa –aunque para la escuela primaria se quedara en una simple municipalización–, y por lo tanto, su normalización y cobertura legal, que aún, siendo limitada, pudo contribuir a superar lentamente ese oscurecimiento civil y de paso, suavizar algo la vulnerabilidad e inestabilidad, de su estatus profesional, rescatándolo de su precariedad estamental y gremial.

Repasando parte de su articulado:

Art. 169. El nombramiento de Profesores de los establecimientos públicos corresponde al Gobierno…

Art. 170. Ningún profesor podrá ser separado sino en virtud de sentencia judicial que le inhabilite para ejercer su cargo o de expediente gubernativo formado con audiencia del interesado y consulta del Real Consejo de Instrucción Pública, en el cual se declare que no cumple con los deberes de su cargo, que infunde en sus discípulos doctrinas perniciosas, o que es indigno por su conducta moral de pertenecer a Profesorado.

Art. 198, El gobierno adoptará cuantos medios están a su alcance para asegurar a los maestros el puntual pago de sus dotaciones…

Otra cosa será, desde que premisas ideológicas y constricciones cotidianas se llevaría a cabo esta operación, en principio aliviadora, pero como venimos sosteniendo, en la práctica, conduciría a una proletarización encubierta y vergonzante del maestro de escuela compartida, con otros funcionarios de la naciente Administración española de tal manera que…

“… (La Ley Moyano) … proporcionaba un andamiaje legal y administrativo; pero el sistema de financiación propuesto ponía en evidencia su operatividad (…) los presupuestos del Estado entre 1850 y 1857 apuntaron poco más del 1 por 100 a la financiación de la enseñanza primaria…”15

Para nosotros, la Ley de 9 de septiembre de 1857, no fue solo una “sistematización de todo el cuerpo legal anterior” (Bahamonde y Martínez: 1998, 485) ni una “Ley de consenso liberal” (Capitán Díaz: 1994, 97) ni la “materialización del pacto jurídico con la Iglesia” (Bernad Royo: 1984, 6). Pudiendo ser todo esto y más, lo que la Ley Moyano fundamentalmente supuso, sería la reproducción, en el plano educativo de toda una filosofía de tutela y control del liberalismo español, sobre los cuerpos de los futuros trabajadores fabriles y de los hijos de las capas populares de la población en general. Esta operación, habría sido intentada ya, en su versión adulta, con el fracasado proyecto de la Ley sobre manufacturas de 1855, intercambiando como ya se ha dicho, unas mínimas condiciones higiénicas de asociación y de trabajo infantil, por doblegamiento y sumisión. No sería anecdótico ni circunstancial, el que la edad mínima para trabajar en establecimientos fabriles, según el citado proyecto, coincidiese con el tope máximo de la escolaridad primaria y obligatoria en la legislación educativa de 1857.

Laureano Figuerola. Estadística de Barcelona en 1849. Imprenta y librería Politécnica de Tomás Gochs, Barcelona 1849, pag. 121

La diferencia entre el taller y la escuela, entre el intento de legislación laboral de los progresistas, y la Ley de Instrucción Pública de los moderados, radicaría simplemente en los fantasmas16 que atenazaron los imaginarios y la política del moderantismo español con respecto a las concesiones hechas al incipiente proletariado fabril, aunque estas, fuesen mínimas y meramente testimoniales. Cuando se trató de la escuela, sin embargo, podrían hacerse posible en líneas generales, unos niveles de consenso17, que, de una manera u otra, aglutinaron a todas las familias del liberalismo español, a excepción de republicanos y demócratas durante décadas.

La racionalización productiva del cuerpo del trabajador, a través de dispositivos de compensación entre disciplinamiento y condiciones de trabajo, nunca fue entendible desde las posiciones defensivas del moderantismo. Sería únicamente durante el sexenio (Decreto de 29 de diciembre de 1868 y Ley de 24 de julio 1873) y, sobre todo, durante la Restauración (1883 y 1900), cuando el liberalismo español consigue consensuar un diseño, de productividad pretaylorista, con la mirada puesta en la consecución de una inalcanzable paz social.

Probablemente estamos siendo demasiado insistentes en este punto. Pero pensamos que, la comprensión del proceso de construcción de la salud laboral y de sus mecanismos de materialización se han constituido como dispositivos de mercado, en los que, han estado presentes por un lado las operaciones de tutela y de control (unidas a su indudable productividad económica –incluso de elevación del nivel de vida para los trabajadores–, sean taylo-fordistas o posfordistas) y la salud o las coberturas higiénicas por otro. En el caso del maestro, hábilmente sometido y anclado en la “medianía social”, al no ser un cuerpo socialmente peligroso –para eso estaba además la potente labor de criba de las Normales–, no necesitaría ser objeto de estrategias compensatorias referidas a su salud, ni siquiera incluso, relacionables con su salario o condiciones de trabajo. En este caso, la operación de intercambio, se realizó más que sobre el cuerpo, sobre la personalidad, o la psicología del maestro, construyendo sobre el mismo, un perfil, o modelo profesional, presidido por la humildad, la medianía y la presión y manipulación para hacer de él, un sujeto endeble desde el punto de vista de sus necesidades materiales, y por otra parte, lo suficientemente disciplinado y presionado psicológicamente, para servir de dispositivo de trasmisión sobre el niño, de una cultura de moralización y de disciplinamiento, que suponía en el plano de la escuela, la proyección de otros mecanismos de socialización, más lejanos o más difíciles de conseguir18.

Por otra parte, la Ley Moyano, serviría también, para culminar la tarea de cimentación de la maqueta administrativa del estado liberal. Proceso, que habría sido iniciado en los primeros años del moderantismo con la creación de un modelo de cobertura total de la seguridad del territorio, por medio de una gendarmería a la española, frente a la ineficacia, de las instituciones estamentales y regionalistas de seguridad con el punto de vista orientado, a la conservación del poder y consecución de la paz social. Una escuela organizada territorialmente, según un modelo de control, a la vez centralizado y municipalizado (en cierta medida semejante al modelo de seguridad pública, tipo gendarmería), en permanente relación de dependencia moral e ideológica, con un sistema dual de centralización/ descentralización, en el que participaban, desde la Junta Central de Instrucción Pública, hasta el párroco, y el alcalde, pasando por el gobernador, tendría, que haber supuesto para la mentalidad de la oligarquía en el poder, una herramienta, de potentísima eficacia y productividad social, sino hubiesen intervenido, las contradicciones derivadas de la ruralización de la sociedad española y sobre todo, de la desidia presupuestaria y política de unos gobiernos liberales que, probablemente no supieron entender nunca, las posibilidades del modelo, rematado además, por la puntilla de la enorme miseria material y cultural de los municipios de la época, arrasados económicamente por la desamortización civil y administrativa de Madoz en 1855.

Por otra parte, la Ley Moyano supondrá junto con una racionalización sanitaria, mediante la Ley de 1855, y una Ley penal y de enjuiciamiento civil de 1848/1855 respectivamente más, la Ley de Imprenta de 1857, y la Ley electoral de 1858, el cierre de toda la arquitectura legal/administrativa del estado liberal español. Seguridad, sanidad, justicia, educación, expresión y participación censitaria, formarían los arbotantes de la nueva fábrica del estado, desde el punto de vista de la consolidación y afianzamiento de la ya asegurada sociedad burguesa (por lo menos a partir de su victoria militar y jurídica contra el Ancien Régimen desde la segunda mitad de la década de los 30).

En cuanto a las condiciones de trabajo del maestro, estas serían, extremadamente parcas y cicateras. Únicamente, el artículo 191 fijará de manera imprecisa las condiciones mínimas de habitabilidad de su vivienda; “Habitación decente y capaz para sí y su familia”, junto con una tabla salarial que supondría mínimas mejoras territorialmente descompensadas en la medida en que, primaban los núcleos urbanos y penalizaban al maestro rural que ejercía en poblaciones de menos de 2.000 habitantes19.

Las condiciones higiénicas del espacio escolar, de las que dependía también la salud del maestro, ni se mencionan; manteniéndose en principio el criterio marcado casi un cuarto de siglo antes en el Reglamento de 1838, en sus artículos 3º y 9º. Con respecto al niño, se mantendría también lo contemplado en los arts. 21 y 22 del citado Reglamento20.

Aunque las décadas que rondan los años 50 del XIX sean las de recepción del higienismo en España, este, en su proyección práctica se limitaría casi exclusivamente al desarrollo de estrategias operativas centradas en la policía antiepidémica, estableciéndose una fuerte diferenciación entre la emergencia del discurso higienista –protagonizado incluso por una minoría de médicos– enormemente ambicioso, representando, un intento voluntarista y utópico de reconducción “científica” del nuevo orden burgués, a modo de ingeniería médico/social21 y, una práctica totalmente concentrada, en el control de las pestes (que sí, fue eficaz en lo que se refiere a la peste negra) y en el intento de crear, el esqueleto de una administración centralizada y moderna. De cualquier manera, la escuela pública, (como tampoco el taller o la fábrica) no existe, para esta primera codificación higiénica y sanitaria del liberalismo español.

En el Proyecto de Código Sanitario de 1822, con 400 artículos, no aparece ninguna referencia a la escuela. Es más, en la discusión parlamentaria sobre dicho proyecto, Mateo Seoane y Pablo Montesino, (junto con Ramón Salvato) disintiendo en una serie de aspectos y contenidos (fundamentalmente referidos al capítulo de sanciones) no hacen ninguna mención a este silencio sobre la escuela, considerando además, que habría en el citado proyecto, referencias explícitas a otros espacios urbanos como “cárceles, cuarteles y hospitales”. En último lugar pensamos que la escuela, podría estar incluida dentro del término, “y demás establecimientos públicos” del artículo 36322.

Posteriormente en los 102 artículos de que consta la Ley Orgánica de Sanidad de 1855, tampoco se hace mención alguna a los centros escolares. En estas condiciones, no sería de extrañar la parquedad higienista de la Ley Moyano con respecto al espacio escolar y al niño, y con más razón, para el maestro, cuya catalogación como oficio o profesión, queda como hemos visto, todavía incierta. Esta ínfima presencia de recomendaciones y criterios higienistas con respecto al escenario escolar, no nos tiene que sorprender en la medida en que, la que podríamos denominar sensibilidad higienista española, no comenzará su desarrollo práctico hasta la fundación de la Sociedad Española de Higiene en diciembre de 1881. Hasta entonces, el discurso higienista sería exclusivamente el resultado del trabajo y preocupación de personalidades individuales, con un eco reducido incluso en los propios ambientes universitarios y científicos23, con una casi nula aplicabilidad administrativa y política a la paliación y mejoramiento de urgentes necesidades de la población en materia sanitaria e higiénica.

Todavía en 1882, cuando se publica la traducción de la segunda edición francesa del Diccionario de higiene pública y salubridad de Ambroise Tardieu24 el prologuista de la obra, Manuel Mª. José de Galdo, catedrático de higiene pública de la Universidad Central, comentaría con amargura la desidia de la administración española en tomar las medidas adecuadas referentes a la higiene pública:

“… limitándose solamente cuando la tempestad arrecia y la opinión pública clama a voz en grito, a adoptar medidas higiénicas violentas y precipitadamente planteadas para conjugar estos males, publicando bandos y expidiendo circulares que se cumplen tarde, mal o nunca …”25.

Esta situación española, de despreocupación, e inexistencia de un lenguaje explícito y detallado sobre la higiene de la escuela, parece que en líneas generales no sería exclusivo de nuestro país antes de la década de 186026. Así, observamos en las primeras ediciones de las higienes de Lèvy y Tardieu un patente oscurecimiento de la escuela pública primaria, en comparación, con la dedicación que van desplegando con respecto a las condiciones y necesidades higiénicas en los liceos. La escuela primaria y pública no dejaba de ser un lugar para la socialización marginal y forzada, de los hijos de las clases populares, totalmente diferente, en su productividad social y política a los jóvenes caballeros burgueses de los liceos, para los que en palabras de Tardieu, (1854) Dictionaire D´Hygiène et Salubrité, T. II, 331:

“La disposition et l´administration des lycées interessent au plus haut degré l´higiène publique; on comprend en effect, combien doivent être importantes, pour les santés individuelles, pour la force et la beauté de léspece, les régles de l´hygiène …”.

No obstante, y a pesar de esta ínfima presencia de la escuela primaria en la obra de los tratadistas franceses más importantes de la época, esta sería siempre mayor que la representada por autores españoles como Monlau27, y sobre todo como ya hemos comentado alguna vez, el tono y el tratamiento de los autores franceses será eminentemente técnico y desprovisto en general de la hojarasca moralizante a la española.

En 1869 en su 5ª edición del Tratado de Higiene Privada y Pública, comentaría Michel Lèvy:

“… No tememos insistir aquí sobre la imperfección higiénica de un gran número de establecimientos: liceos, colegios, instituciones, escuelas primarias, salas de asilo, donde los niños son encerrados y con frecuencia sometidos a las funestas influencias del amontonamiento (…) las clases tienen una capacidad desproporcionada con el número de sus habitantes y están desprovistas de todo medio de ventilación regular; se abren las ventanas durante el intervalo de las clases o las horas de recreo; pero esta medida es insuficiente y en invierno se la olvida. Si se entra en estos locales una hora después de la renovación de su atmósfera, se ofende al olfato con un olor de aire usado, confinado o miasmático. Sanear estos establecimientos es sanear la raza humana, es preparar al país generaciones válidas y útiles. Pèclet (…) ha hecho aplicar en algunas escuelas de París aparatos de calefacción con chimeneas de tiro, y orificios de acceso del aire exterior (…) un informe presentado en 1864 al Prefecto del Sena (…) ha dividido las escuelas de París en tres categorías:

1ª Establecimientos que no dejan casi nada que perfeccionar. 735, el 52%

2ª Los que reclaman trabajos de saneamiento en diversos grados. 590, el 42%

3ª Los que por razón de causas especiales de insalubridad necesitan ser reconstruidos o trasladados. 78, el 6%. Las causas de insalubridad son, (…) la capacidad insuficiente de las clases y por consiguiente la falta de aire respirable, un alumbrado precario por aberturas demasiado exiguas, la imperfección de los medios de calefacción, la humedad, el mefitismo de las letrinas, las masas de agua pluviales o caseras, la falta de aprovisionamiento de agua para el sostenimiento de la limpieza, la exigüidad o la privación de un local ambiente y de otro descubierto para el ejercicio y recreo de los niños...Desde 1855 un servicio de desinfección (líquido Paulet) se ha aplicado a las letrinas de las escuelas …”.

Michel Lèvy (1877) Tratado de Higiene Pública y Privada. Establecimiento tipográfico de R. Labajos, Tomo II, pp. 503 y ss.

Entre la década inmediatamente anterior y posterior a la Ley Moyano, esto es aproximadamente entre 1848 y 1868, no existe en España un discurso higienista operativo y práctico (que descienda a aspectos tan obscenos, pero tan resolutivos como el líquido Paulet). Cada vez vamos admitiendo con mayor convicción la idea, de que el higienismo, en esta etapa del liberalismo español incluyendo los años del Bienio, no es más que, el despliegue de una ingeniería social y defensiva ante la cuestión social, que se quedará en un mero ejercicio retórico de un limitado colectivo de médicos, muchas veces para consolidar su posición económica/profesional asegurando por lo tanto, nuevos espacios de poder y de “supervivencia” en los territorios de control y manejo de lo social que, la nueva sociedad liberal necesitaba organizar para su propia consolidación y supervivencia.

El discurso higienista sobre el niño y la escuela que se maneja en este tiempo y que probablemente inició su andadura con la obra de los ilustrados del último tercio del XVIII, (Picornell, Amar y Borbón, Cabarrús, Arteta …) con la traducción al castellano de los “Avisos” de Tissot (1773), la obra de Buchan28 (Medicina doméstica, 1784) y los escritos de Locke sobre educación (1797), organizará un conjunto de normas y preceptos que se moverían exclusivamente en el espacio del hogar y que preferentemente estarán dirigidos a la educación de los “jóvenes caballeros”; de los hijos de la burguesía urbana, propietarios rurales y meritocracia funcionarial. Así, la “Medicina doméstica” de Buchan29, la obra que fijará el canon higienista de la infancia y la familia durante más de un siglo tanto en América como en Europa, sería un ejemplo del significado que va a tener la salud del niño y del adolescente en relación con la escuela hasta casi el final del XIX. (e incorporada como asignatura en la Escuela primaria superior exclusivamente para niñas a partir de la Ley Moyano).

La higiene del niño formará parte de una maniobra pedagógica y socio/moral que trabajará en el territorio del hogar doméstico y posteriormente del liceo o colegio burgués; mitosemas espaciales de la felicidad del bienestar y del progreso cívico, frente a los espacios del caos y del conflicto, representados por el taller, la escuela pública, la calle o la taberna.

Este discurso higienista descaradamente práctico y masivamente interiorizado por millones de familias burguesas en todo el mundo, presentará una nítida sensibilidad defensiva y crítica ante la escuela pública según manifestaría el propio Buchan:

“Uno de los errores más comunes en que incurren los padres y por el cual dañan la constitución de sus hijos, es el enviarlos muy niños a la escuela (…) no sólo es perjudicial a los niños su destierro a las escuelas públicas, sino el número de los que se juntan, por lo que muchas veces amontonados en una pieza cerrada, hacen el lugar mal sano con sus alientos, y si sucede que alguno de ellos está enfermo, infecciona a los demás, uno sólo ha bastado a comunicar el flujo de sangre, la tos convulsiva, la sarna y otras enfermedades a casi todos los individuos de una escuela numerosa …”30

La escuela pública y el niño en cuanto hijo de las clases populares, al igual que la fábrica el taller y los cuerpos del obrero, la mujer o los niños y niñas trabajadores de una incipiente manufactura desigual y progresivamente mecanizada, únicamente percibirían los ecos de este nuevo higienismo31.

En los espacios y lugares por ellos ocupados, en sus propios cuerpos, en las máquinas y artefactos manipulados (por ejemplo, las tristemente famosas “máquinas-diablo”) no experimentarían ningún beneficio o influencia práctica del discurso higienista, salvo el insistente y machacón sonsonete del disciplinamiento de emociones, percepciones y comportamientos que hiciesen posible la adecuada sumisión y productividad que necesitaba la nueva –e incluso progresista– burguesía fabril.

Por supuesto nunca faltaría los intentos –siempre co/medidos– de legislación y manejo administrativo de lo social. Aparte del repetidamente mencionado proyecto de Alonso Martínez32, durante el Bienio progresista/unionista, la Comisión de Reformas Sociales (1883) cifraba en un informe publicado en 1910, en ciento setenta y ocho, las ocasiones en que la Administración española o el gobierno, habría contemplado Disposiciones o regulaciones de diversa índole sobre condiciones de trabajo, educación popular o simplemente social, entre 1810 y 1873, año en que, se rubrica la primera Ley española en sentido estricto sobre condiciones de trabajo (ver Palomeque López, 1995, 45).

Los higienismos escolares, o industriales, incluso considerando la década de los cincuenta como la que inicia las publicaciones específicas de autores españoles33, en lo que se refiere a su implantación práctica, sobrevolarían el tiempo de la Ley Moyano, tardando casi medio siglo en recrear sensibilidades normativas mínimamente eficaces y operativas, engolfándose casi exclusivamente, en su retórica moral/conductista y posiblemente también, en las posibilidades que una nueva disciplina médica como la Higiene, diseñada como ingeniería social, políticamente correcta y con un barniz de ciencia positiva, podía suponer en la consecución de sinecuras académicas y funcionariales.

Cuadro de elaboración propia a partir de Rafael Alcaide González. (1999, 10).

Lo que sí existió, fue el discreto y minoritario desarrollo34 de una cuestión higiénica relacionada con la infancia y contenida en general en obras epigrafiadas como de medicina e higiene popular y doméstica que, como hemos apuntado se mantendría al exterior de los otros espacios/cuerpos marginales y miserables, ajenos al esplendor y felicidad burguesas, representados por la escuela pública, el taller y los niños y niñas obreros.

Este higienismo de la infancia, formaría parte de un potentísimo y paradójico abanico de imaginarios que entre la resistencia y la adecuación contemplarían la nueva sociedad del capital, la ciudad y el taller. Resistencia que inicialmente, traslucirá intensas sensibilidades tradicionales, patologizando el imparable proceso de desamortización y movilidades de propiedades, lugares, cuerpos y oficios. Así, si nos detenemos en la obra de Tissot35, para nosotros, el referente más representativo de este higienismo de resistencia ante la nueva sociedad de la máquina y el capital, observaríamos la intensidad, con que se manifiesta, su perspectiva fisiocrática/galénica, en la consecución de la “salud de las gentes”.

En sus palabras de introducción, en el “Aviso al pueblo acerca de su salud”, diría textualmente:

“Es verdad incontrastable (…) que ha disminuido el número de habitantes en Europa. Esta despoblación tiene muchas causas (…) las cuales se pueden reducir a dos (…) a saber, que sale más gente que antes de los Lugares y Aldeas, y se puebla menos …”.

“… En segundo lugar, aun suponiendo que todos volviesen, el país padecería también por su ausencia, porque están ausentes en el tiempo de la mayor aptitud para la población; cuando vuelven ya la han perdido por la edad, las enfermedades y los vicios …”

Esta despoblación del campo y huida a la ciudad, presentada en Tissot como simbólica de la improductividad burguesa y como deterioro de la salud y la moral tradicional iría contaminando, a todos los estamentos sociales:

“… El rico se retira de las Aldeas a vivir en la ciudad arrastrando con él una masa de criados (…) perjudial a los Pueblos, a los que priva de Labradores (…) pues estos criados (…) se aficionan a la vida ociosa, se imposibilitan para volver a la labor del campo, para la cual habían nacido (…) la misma ociosidad los debilita (…) por lo que nunca tendrían sino pocos hijos y estos enfermizos… “

“… Los que se gobiernan con más prudencia (…) y que han llegado a juntar algún caudal (…) quieren hacerse Traficantes o Artesanos y esto perjudica a la población, porque los Labradores, en igual número que los Ciudadanos, crían más hijos que estos, y aun teniendo tantos unos como otros, mueren más en las ciudades, que en las aldeas …” (op.c. 1795, pp. 10, 11, 14)

Para Tissot, como para la mayoría de la saga de higienistas de su tiempo, la salud productiva será fundamentalmente la del labrador, e incluso la del jornalero del campo36, frente a la del comerciante o artesano urbano. Esta limitación del diseño de Tissot en principio entendible también, desde el carácter dual de la sociedad helvética, entre la prosperidad agraria y la comercial-artesanal urbana, no elimina su potente componente antifabril y su oscurecimiento de los mecanismos de desamortización y evolución de la sociedad estamental. En último lugar, el planteamiento higienista del médico suizo, se moverá en los tensionamientos de una cuestión social enclavada y situada en el plano feudal o señorial, como propiedad, trabajo y productividad de la tierra.

El problema a nuestro entender, es que esta sensibilidad higienista/fisiocrática de Tissot, coherente en el tiempo y en el contexto en el que fue escrita, se reproduzca y mantenga durante casi un siglo en un escenario totalmente diferente, por un gran número de higienistas europeos, obviando arrinconando y marginando espacios reales de los territorios de lo social, como podían ser la escuela, el taller y la vivienda obrera.

Por consiguiente, sería totalmente coherente que cuando se promulga la Ley Moyano en 1857, y aunque existiese una cierta sensibilidad por las condiciones de higiene y salud de la infancia, –mayoritariamente infancia de las clases acomodadas– no se verá traducida en una cobertura de mejoras operativa y real, para una escuela pública, que, no lo olvidemos, sería una escuela para hijos de jornaleros, obreros y empleados de escasos recursos37.

Como última reflexión sobre la pobreza con que la Ley Moyano contempla la higienización del espacio escolar, queremos señalar que incluso esta cicatería y marginación de las medidas y condiciones higiénicas de la escuela38, sería todavía mucho más sangrante, cuando en codificaciones escolares y legislativas anteriores (sin olvidar el Reglamento de 1838, y el Manual de Montesino, de 184039), se observa una preocupación higienista importante. Así tendríamos el Reglamento de Escuelas de Primeras Letras, de 1797, en un tiempo, además, en que las sensibilidades higienistas, se supone, no estarían tan presentes como en el horizonte de 1857.

“… La salud, las costumbres y los progresos de los niños en la enseñanza se interesan en el arreglo de los edificios de las escuelas de primeras letras, se construirán altos de techo y desahogados; estarán divididos en distintas piezas contiguas; tendrán toda la luz y ventilación posibles; se fijarán en plazuelas o calles anchas, levantadas como una vara de la superficie del suelo y en sitios proporcionados al distrito del vecindario; estarán entarimados, y si puede ser inmediatos a patios o grandes corrales para esparcimiento de los niños; y mientras se verifica esto con la puntualidad conveniente, se procurará aproximar a las mismas circunstancias las escuelas actuales y las que se elijan provisionalmente. Tendrán los asientos, gradas, mesas, pautas, encerados, estarcidos, muestras, inscripciones y demás utensilios que puedan facilitar y suavizar la enseñanza (…).

Los maestros (…) cuidarán del aseo, ventilación y salubridad de las aulas, haciéndose uso de los preservativos adoptados generalmente contra la corrupción del aire, como perfumes, riegos y evaporación del vinagre (…). Reglamento de Escuelas de 1797, contenido en Lorenzo Luzuriaga. Textos para la Historia escolar de España, I, Junta para la ampliación de estudios, Madrid. 1916, 271, 272.

Nuestra explicación, o a lo menos el intento de acercamiento a la comprensión de estos hechos, podría estar en la línea interpretativa que estamos defendiendo en este capítulo, en el sentido de que, el liberalismo español, una vez consolidado, y abandonados los momentos revolucionarios, se desentiende de las coberturas higiénicas de la escuela pública, en la medida en que, esta operación conduciría necesariamente a contemplar las condiciones de trabajo del niño (y posteriormente de la mujer y del adulto), en el taller y en la fábrica; espacios éstos, marginales y sobre todo, “especialmente productivos”, desde una particular consideración de los procesos de “acumulación de capital”, en donde, los cuerpos de niños y obreros todavía se mantendrían “amortizados”, por la especulación, sobre el esfuerzo (salarios, tiempo de trabajo) o el espacio (vivienda insalubre, taller insalubre, escuela insalubre).

Si pasamos de las condiciones de salubridad como espacio, a las socio-psico-emocionales que van a dibujar la vida profesional y cotidiana del maestro de escuela a partir de la Ley Moyano, nos vamos a encontrar con dos circunstancias que condicionarían su salud, junto, con las higiénico/ambientales durante décadas. Pensamos incluso, que alguna de ellas, la relacionada con las presiones socioemocionales, podría estar todavía presente en algunos aspectos, como operador de tensionamientos innecesarios y gratuitos en las condiciones de vida y de trabajo, de maestros y maestras en nuestros días. Estas dos circunstancias no serían otras que la situación salarial y la psico/social.

Ambas formarían el “núcleo duro” de sus condiciones de trabajo en cuanto operadores de insatisfacción y deterioros en su salud y calidad de vida (tendríamos que decir supervivencia) laboral y profesional.

La Ley Moyano, fija en su art. 195, una tabla salarial que se va a mantener durante casi medio siglo.:

El salario de la maestra se fijaba en 2/3 del salario del maestro de su mismo nivel.

Teniendo en cuenta las subidas de los precios de los alimentos durante toda la primera mitad del XIX y, por lo tanto, de la merma del poder adquisitivo de los salarios, las cantidades de 1857 no supondrían una gran mejora para las posibilidades de subsistencia del maestro40 salvo en las grandes poblaciones y en Madrid. Por otra parte, las cantidades establecidas en la Ley Moyano, serían incluso inferiores a las contempladas en el R.D. de 23 de septiembre de 1847, para los maestros con escuela en localidades de tramos menores a 3000 vecinos, como se muestra en el cuadro siguiente:

Incluso, el Plan y Reglamento y Escuelas de Primeras Letras de 16 de febrero de 1925, establecía un listado salarial, que iba desde un mínimo de 1300 reales para las localidades entre 50 y 500 vecinos a los 8000 para Madrid; que en poder adquisitivo de la época superarían a las cantidades de 1857. Curiosamente esta reglamentación escolar del tiempo más reaccionario de la “ominosa”41, es paradójicamente la que contemplaría en su art. 172, la jubilación del maestro, siguiendo en cierta medida los criterios de cobertura ante la enfermedad y la jubilación presentes en los Estatutos del Montepio del Colegio Académico de Primeras Letras, sucesor en 1780 de la Congregación/Hermandad de San Casiano, y posteriormente reflejado también en los Estatutos de la Real Academia de Primera Educación del 8 de febrero de 179742.

La panoplia salarial que fija la Ley Moyano, sería en líneas generales más que cicatera, territorialmente desigual. Fue sobre todo una Ley que parceló el cuerpo del maestro (y no digamos de la maestra, simbólica y materialmente considerada en torno a su subsistencia como 2/3 del valor del cuerpo del maestro) en cuanto a su supervivencia, generando cuerpos de primera clase, los de los maestros de Madrid y las pocas ciudades con más de 40000 habitantes43. Cuerpos de segunda clase para aquellos, que vivían en núcleos urbanos de menor población, rozando o superando ligeramente los listones de supervivencia; y por último cuerpos de tercera clase para la infinidad de maestros con escuela en poblaciones de menos de 3000 vecinos, con salarios que después de descontar el coste de la vivienda, estarían rozando o soportando situaciones enormemente precarias, cercanas a las del proletariado del momento. Vamos a intentar situar estas condiciones sala riales del maestro a partir de la Ley Moyano, en un escenario lo más cercano a la realidad de la época que podamos. El tan traído asunto de la pobreza salarial del oficio de maestro, habrá que intentar situarlo en los términos precisos derivados de las necesidades materiales y emocionales del maestro (lo que llamamos el nivel de subsistencia psico/físico/social), estableciendo comparaciones con los demás colectivos socioprofesionales de la época.

En este sentido, el salario del maestro, su significado, estaría más allá, de una simple lectura cuantitativa, suponiendo posiblemente, una estrategia sociopolítica, en la medida en que contar con un amplio colectivo de profesionales, segmentados y diferenciados en sus posibilidades de supervivencia, podía constituir una acertada medida para el sometimiento y la fiabilidad, de su papel, de eficaz correa de transmisión del nuevo orden liberal.

Hemos utilizado inicialmente en nuestro propósito de comparar la tabla salarial de la Ley Moyano con las condiciones salariales de otros oficios y profesiones, por un lado, la “Monografía Estadística de la clase obrera de Barcelona en 1856”, de Idelfonso Cerdá44, y los estadillos salariales de la nueva Administración del Estado, a partir del Decreto de 1852, junto con información proveniente de diversas fuentes.

La “Monografía estadística” del ingeniero Cerdá sobre la clase obrera barcelonesa, reunía una doble finalidad. En primer lugar, respondía a la filosofía urbanística del autor para el que planificar la ciudad, suponía conocer las condiciones de vida de quienes viven y usan la ciudad. En segundo lugar, estaría su interés en demostrar que, con los salarios al uso de los trabajadores barceloneses, difícilmente se podría sobrevivir:

“… Diré sólo que los representantes de la clase obrera hubieron de sentir, en las diversas conferencias celebradas con diferentes ministros, la imperiosa necesidad de demostrar por medio de datos irrecusables, las grandes dificultades o material imposibilidad que experimentaban (sic) de subsistir con los salarios o jornales, o precios de mano de obra establecidos en Barcelona (…) viendo yo una coyuntura favorable para realizar en parte, cuando menos, mis intentos sobre estadística urbana, prestando a la par un gran servicio a la clase obrera; me ofrecí a ser el recolector y compilador de todos los datos y noticias que, referentes a su vida material, me suministrasen …” Introducción a la “Monografía estadística … “.

Ed. facsímil de 1968, pp. 557 y ss. En este trabajo, se contempla un colectivo de 54.272 trabajadores y trabajadoras, abarcando 175 oficios45, con una gran minuciosidad clasificatoria que iría desde las “niñas ocupadas en las perfumerías”46, hasta los “operarios que recomponen abanicos, paraguas y objetos de quincallería”, estableciendo una contabilidad salarial en la que están claramente delimitados los días reales trabajados y el conjunto de necesidades alimentarias y sociales con su coste respectivo.

Esta foto fija, confeccionada por Cerdá alrededor de 1856, nos servirá para establecer con una fiabilidad razonable, un cuadro de condiciones de vida con el que podamos contrastar las del maestro de escuela. Estos datos, referidos exclusivamente a la Barcelona urbana de la década de los 50, nos pueden servir además como aproximación, para tener un cuadro de referencia más general y por supuesto mucho menos representativo, con el resto del territorio español (no obstante, utilizaremos también otra serie de datos, referidos a distintas ciudades españolas de la época).

Con la única excepción de algunos talladores marmolistas que podían superar los 10.000 reales anuales, según la estadística manejada por Cerdá, el salario que la Ley Moyano fijaría para los maestros de escuela de la ciudad Condal, sería sensiblemente superior al de los oficios mejor pagados situados entre los 7.770 y los 4.304 reales anuales. (ver tabla).

Cuadro elaboración propia a partir de Cerdá. Op. c. pp. 629-640

El nivel de retribución económica para los maestros y maestras de las ciudades mayores de 40.000 habitantes, sería por lo tanto en esta época claramente superior al del trabajador especializado, situándose, aunque fuese en sus niveles más inferiores, en el segmento de las clases medias urbanas.

La maestra con escuela en estas ciudades podía tener un salario anual de 5.333 reales que suponían una cantidad diaria superior a los 14 reales, superando en mucho el jornal promedio de las mujeres trabajadoras con categoría de oficial, que no llegaba a los 5 reales, e incluso de los hombres.

Cuadro elaboración propia a partir de Cerdá. Op. c. p. 645

Esta constatación inicial, no nos puede llevar a pensar que las condiciones de vida del maestro fuesen aceptables. Únicamente nos indican que eran mejores que las del proletariado urbano de la época, sometido, a unas durísimas condiciones de vida.

El valor y la especial significación de la estadística que estamos utilizando, se debe a que se combinan necesidades materiales o fisiológicas con las necesidades sociales.

Así, Cerdá, con la minuciosidad de un etnógrafo en la mejor tradición de la Escuela de Chicago47, calcularía el salario anual de subsistencia del trabajador barcelonés, añadiendo a las necesidades de alimentación las que él denominaría “gastos sociales del obrero”, que entre otros incluiría el vestuario, objetos de escritorio, (papel, tinta, sellos) tabaco (un paquete para liar a la semana), afeitado y peluquería, cuotas del Montepio de socorros Mutuos, etc. etc. Sumando a lo anterior el alojamiento y el lavado y repaso de la ropa, supondría para un obrero soltero la cantidad de 746,9 reales al año.

Tratándose de un obrero casado con mujer y dos hijos, los gastos sociales serían superiores llegando como promedio a los 1.436,26 reales anuales. Los gastos de alimentación son analizados considerando dos tablas, una práctica o real y una prolija tabla teórica, a base de combinaciones de productos utilizados como base alimenticia en la época, de forma, que todas esas combinaciones –14 en total– contengan siempre 20 gramos de ázoe48 y 310 de carbono.

Las dos combinaciones más económicas, la 3ª y 14ª, ofrecían como componentes 600 grs. de pan, 100 grs. de carne, 270 grs. de judías y 0,480 litros de vino la 1ª y la 2ª, 600 grs. de pan, 200 grs. de bacalao, 200 grs. de arroz, 23 grs. de garbanzos, 25 grs. de fruta seca y o, 240 litros de vino.

La más costosa, la 11ª supondría un gasto diario de 5,403 reales, y estaría compuesta por 800 grs. de pan, 300 grs. de carne, 100 grs. de queso y 0,480 litros de vino. La cantidad máxima de carne contenida en estas tablas sería de 375 grs.

Op. c.p. 661

Si tenemos en cuenta otras informaciones, probablemente la dieta establecida por Cerdá, supondría a pesar de su carácter mínimo una considerable mejora sobre la realidad de la época. Tanto el Dr. Font y Mosella (1852) como el Dr. Monlau (1856) insisten en las deficiencias nutritivas del proletariado urbano, sometido a una alimentación enormemente pobre en cuanto a elementos nitrogenados, con carencia casi absoluta de carnes a excepción de la llamada “carne del sábado”, compuesta por sobras del matadero49.

En la práctica Cerdá, anotaría también lo que en realidad era, el menú habitual en el hogar de un obrero especializado con mujer y dos hijos (ver cuadro).

Cerdá Op. c. p. 657

Para el obrero soltero el menú promedio habitual, estaría generalmente formado por:

Op. c. p. 656

Esta tabla, supondría un coste diario de 4,26 reales y de 1.554,90 reales al año.

Teniendo en cuenta que el número de días trabajados se situaba en una media de 269, y sumando los 746,9 reales de gastos sociales, el obrero soltero, tenía que percibir por lo menos un jornal de 8,556 reales para poder subsistir.

El casado, aunque fuese un especialista, lo más probable es que necesitase la ayuda del jornal de la mujer, dado que, sumando los 1.436,26 reales de gastos sociales, tendría que percibir un jornal de 11,51 reales.

Al considerar los criterios de alimentación teórica que Cerdá establece como hemos visto anteriormente, con objeto, de racionalizar la alimentación, el obrero soltero, vería incrementado su coste anual de supervivencia en una pequeña cantidad (pasaría de 2.301,80 a 2.469,73 reales) pero el casado, vería aumentar sensiblemente su presupuesto para conseguir una dieta mínimamente equilibrada para él y su familia, en la medida en que el coste anual, se elevaría a 4.829,72 reales.

Por los datos que manejamos, los salarios obreros barceloneses y quizá también madrileños, presentarían picos más elevados que los del resto del país, que, no obstante, en cuanto poder adquisitivo, quedarían a su vez equilibrados por el coste desigual de las subsistencias.

Así, el jornal medio de determinados oficios significativos en el Madrid de 1860, serían:

Ref. Fco. Javier de Bona (1868, 282)

Un indicador de los jornales del peonaje para toda España, nos la puede dar la siguiente tabla que presenta el jornal medio del peón caminero según diferentes ciudades en 1859 (Jordi Nadal. 1976, 194):

Según Tuñón y Tortella (1983) para 1850, el jornal máximo promedio, estaría alrededor de los 8,55 reales diarios, y el mínimo entorno a los 4 reales. Los umbrales más bajos se darían en las regiones de Andalucía (2 reales), Extremadura (3 reales) y Galicia (3 reales).

Marvaud (1910, 340) señala salarios máximos entre los 13 reales diarios (fundidores y maestros albañiles) y los 9 reales (tejedores mecánicos) para 1856.

El salario anual de un empleado ordinario de ferrocarriles, iría según Tuñón (1983, 206) desde los 7.000 reales a los 10.000.

Raymon Carr (1984, 281) señalaría que, en 1857, los mejores salarios españoles oscilaban entre los 5.000 y los 8.000 reales al año.

Incluso, el que todavía en 1899, se revindicase como salario mínimo obrero la cantidad de 3 Pts. diarias (12 reales), nos indicaría que el listón de la supervivencia social y fisiológica de los trabajadores, se mantendría durante casi medio siglo cercano –por no decir semejante– a las cifras manejadas por Cerdá50.

Si nos atenemos al mundo del funcionariado; con anterioridad al enmaquetamiento formal del oficio de maestro, se dio el de los funcionarios mediante el R. D. de 18 de junio de 1852 de la mano, de Bravo Murillo. De una manera semejante a como lo estableciese Claudio Moyano para el maestro en 1857, Bravo Murillo inauguraría el pre-fayolismo burocrático y administrativo español, aunque fuese un simulacro del modelo francés.

La maqueta salarial resultante, sería la siguiente:

Cuadro de elaboración propia a partir de Alejandro Nieto (1967) La retribución de los funcionarios en España, pp. 132,133

Una primera lectura de los datos que estamos manejando, incluidas las tablas de racionalización alimentaria elaboradas por Cerdá, nos podría llevar a la apresurada y equivocada impresión, de que el maestro español con escuela en las nueve ciudades con más de 40.000 habitantes, gozaba de inmejorables condiciones de vida, teniendo en cuenta además, que al tener vivienda gratuita, (no sabemos nada sobre la situación de habitabilidad real de la misma51) podía contar con una mayor capacidad adquisitiva.

Nuestra opinión, como ya hemos adelantado en parte, es que, en primer lugar, los datos que estamos manejando sobre la alimentación obrera de la época, revelan un panorama de subalimentación patente, moviéndose exclusivamente bajo el prisma de la subsistencia puramente energética. Son tablas y criterios alimentarios que entienden el cuerpo del obrero como un dispositivo maquínico. Lo importante será considerar y superar en lo posible la frontera de los 20 grs. de materias nitrogenadas y los 300 grs. de sustancias carbonadas para conseguir un cierto rendimiento laboral, y sobre todo preservar al menos la supervivencia fisiológica del trabajador.

Un diseño alimentario que contemple otro tipo de nutrientes en donde estén presentes los lácteos, la fruta, el pescado fresco, las hortalizas y la carne de buena calidad, se escaparía de los estadillos, tablas e inventarios de la alimentación obrera durante toda la segunda mitad del XIX.

En este sentido, las posibilidades alimentarias y de supervivencia de este conjunto limitadísimo de maestros de las grandes ciudades, podíamos considerarla como aceptable, pero simple y únicamente porque el espejo de referencia, la alimentación obrera, era manifiestamente miserable.

Si consideramos para este maestro, con familia reducida de mujer y dos hijos, una dieta equilibrada en la que estén presentes todos los días la carne o el pescado fresco, incluso simplemente en la proporción que señalaba Tardieu para los maestros y jóvenes de los liceos parisinos, tendríamos que hablar de una media de 700 grs. diarios de carne, que a los precios españoles del momento nos supondrían solamente por este concepto, un coste aproximado de 5 reales diarios. Seis piezas al día de fruta costarían 2 reales. Media docena de huevos otros dos reales; y los 800 grs. de pan obligados, 1,5 reales.

En total y de manera aproximada, nuestros cálculos nos llevarían a un gasto diario mínimo exclusivamente en alimentación alrededor de 10 reales para una familia de dos hijos que para la época supondría un escaso dimensionamiento. El coste anual en alimentación rondaría por lo tanto los 3.650 reales.

A esta cantidad habría que sumar el coste de las necesidades de supervivencia social y cultural, que forzosamente tendrían que ser más elevadas que las contempladas por Cerdá para la población obrera.

Sin tener en cuenta el alquiler de la vivienda, una aproximación a estas necesidades sociales, nos la puede proporcionar el listado de gastos que una revista madrileña, señalaría para la familia de un empleado, con un sueldo de 10.000 reales alrededor de 1881:

Referencia en La Época, de 31 julio de 1881
Contenida en Bahamonde y Toro (1978, 237)

Descontando el alquiler de la vivienda e incluso olvidándonos de otros gastos como combustible, libros, material de escribir, transportes, teatros, cafés etc., tendríamos un gasto aproximado de 4.540 reales.

Otros datos contenidos en la Guía de Forasteros de Madrid de Mesoneros Romanos (1854) nos hablarían del coste cotidiano de algunos servicios: Coste de una carta certificada, 5 reales; billete en segunda clase en el ferrocarril de Madrid a Aranjuez, 14 reales; silla de postas Madrid- Barcelona, 460 reales; diligencia desde la calle Toledo hasta los Carabancheles, 3 reales; cubierto en restaurante normal, 6 reales; en casa L´Hardy, más de 20 reales; casa de huéspedes, 16 a 20 reales con comida y servicio; servicio de Casa de Baños en el propio domicilio, 6-8 reales; gabinetes de lectura pública, de 2 cuartos a 1 real.

El coste de los libros oscilaba entre los 6 y los 60 reales. Por ejemplo, El Monitor de la salud, editado por Monlau, presentaba un precio de suscripción anual, sin variación entre 1858 y 1864, de 38 reales para Madrid y 42 reales para provincias; la Higiene Privada del mismo autor y La Higiene pública, ambos en 8º, se vendían alrededor de 1864 en 24 y 60 reales respectivamente; La Higiene Industrial de Monlau, que no era más que un folleto de unas 100 páginas, costaba 6 reales. Considerar por lo tanto una cantidad cercana a los 4.500 reales como gasto social promedio para un maestro que tenía que convivir socialmente en un medio urbano relativamente significativo para la España del XIX, soportando una serie de obligaciones y “apariencias”, que la nueva burguesía ascendente había establecido como signos de honorabilidad, corrección política y moral, no nos parece exagerado.

El resultado será que esos 8.000 o 9.000 reales colocarán al maestro en los límites de la honorabilidad burguesa; entre el semipauperismo de la mayoría de la población obrera y la decorosa medianía con pretensiones del “oficial de administración de 4ª categoría”.

Sobre estos maestros –a pesar de todo, sin duda privilegiados–, se haría realidad con mayor simbolismo, la plasmación del perverso imaginario liberal (reproducido y reconstruido con fervor laico por los santos varones de la “Institución”) sobre lo que debería ser su oficio, como permanente y voluntarioso ejercicio de recoletas sobriedades y sacrificios, en aras de una incomprensible moralidad y ejemplaridad pedagógica.

Probablemente, bajo esta “minuta” y frugal cotidaneidad52, siempre sometida a un fatigante tensionamiento que le acercaba y alejaba a la vez, tanto del proletariado como de la clase media, se estarían moldeando perfiles psicológicos y profesionales, que bajo la capa del decoro y la probidad estarían enmascarando el doblegamiento y la sumisión.

En definitiva, la conformación de una opacidad de derechos, cuerpos y necesidades, que muy bien pudieron servir para ser reutilizados, como poderosos dispositivos de disciplinamiento de los hijos de la aviesa población obrera.

Esta posición fronteriza, se haría todavía más patente y agobiante en los maestros de los pequeños municipios. Aquí, la soñada centrifugación hacia las clases medias, se verá incluso cercenada, por la imposibilidad de pertenecer al cuerpo de electores, al no alcanzar los 8.000 reales de ingresos que exigía, la restablecida legislación electoral de 1846 para poder votar.

Si a esto, añadimos, que a medida que descendemos en la escala poblacional, aparecen más posibilidades de empobrecimiento económico y cultural de los Ayuntamientos, y por lo tanto de cicaterías, miserias y ruindades en el tratamiento de los salarios y necesidades de los maestros53, la situación, no será ya de decorosa austeridad, sino de patente pobreza material y psicológica. Con lo que necesariamente su salud se vería severamente quebrantada.

A partir de la Ley Moyano, a la vez que se formaliza administrativamente el oficio de maestro, y de alguna manera se suavizan inseguridades jurídicas anteriores, según determina el art.170:

“… Ningún profesor podrá ser separado sino en virtud de sentencia judicial.”.

Se irá construyendo un escenario de condiciones de trabajo, que dará lugar a la aparición de una serie de operadores que van a condicionar durante largo tiempo su salud laboral, y que incluso, tendrían consecuencias en lo que podríamos denominar la constitución del mapa o topografía, de riesgos y salud profesionales, del maestro español. Aunque, la desidia e insuficiencias higiénicas del espacio escolar (junto con otras carencias como pueden ser la ausencia de vacaciones) más unos niveles salariales en general insuficientes, serán sin duda, elementos significativos en la determinación del umbral de riesgos a los que se verá sometido el maestro, nos encontramos con una profesión en donde casi con carácter emblemático el riesgo laboral, se situaría “Más allá de la Máquina”. Esto es, en territorios que superan los componentes exclusivamente materiales o físico/ergonómicos, colocándose en los espacios psico/sociales de las condiciones de trabajo.

La Ley Moyano, funcionariza –municipalizándole– y desestabiliza a la vez, emocionalmente al maestro, introduciendo operadores de presión y de inseguridad psico/social, no sólo potentes, sino incluso dotados de una cronicidad –o diacronía– histórica, lo suficientemente permanentes, como para poder hablar –por muy excesivo que nos parezca–, de una especial y duradera patología profesional específica.

En la historia de los oficios en España, existirán muy pocas profesiones que se hayan visto sometidas a una gama de presiones tan cotidianas y continuas como las del maestro de escuela.

El maestro, y, sobre todo, el de los pequeños núcleos de población, será un profesional constantemente vigilado; podríamos decir que el más vigilado de todos; lo que en muchas ocasiones le ocasionaría un grado de ansiedad que necesariamente repercutiría sobre su salud.

Esta vigilancia sobre el maestro, no será funcional o técnico profesional, sino una intimidación sobre toda su vida cotidiana, privada, pública y escolar, teniendo como eje de referencia algo tan sensible, subjetivo y opinable como puede ser su sistema de valores, creencias y conductas.

Ya en el art. 167 de la Ley Moyano, se establecería que el maestro o el profesor en general, debería: “justificar buena conducta religiosa y moral”, aparte de no padecer “defecto físico” que le imposibilite para la enseñanza. Pero el dispositivo administrativo y político de este control estaba sostenido por unas Juntas locales de primera enseñanza, verdadero instrumento de vigilancia moral, ideológica y de costumbres, controlado en la práctica por el párroco, y respondiendo, al espíritu emanado del Concordato de 1851, que en sus a artículos 2º y 3º, dejaba meridianamente claro su potestad de intervención en los asuntos de la escuela54, y en los comportamientos del maestro.

Esta supervisión absoluta protagonizada y dirigida por el clero católico, será refrendada posterior y literalmente por la Ley Moyano en sus artículos 295 y 29655. Podríamos incluso, comprender esta normativa, si no se hubiesen mezclado y confundido los asuntos estrictamente religiosos, doctrinales o de fe con “las costumbres” o la vida cotidiana del maestro, lo que nos lleva, a una intolerable intromisión en los territorios de manifestación de la libertad personal y profesional. La vigilancia de la Iglesia y paralelamente de las autoridades políticas y administrativas, se ampliaría a todo el espacio de las actividades civiles, cotidianas y laborales del maestro, quebrantando su seguridad contractual, profesional y con toda probabilidad también su equilibrio emocional y su salud.

Por lo tanto, tampoco sería justo achacar exclusivamente este juego de sinsabores y controles a las instituciones religiosas. Las autoridades municipales tuvieron igualmente una gran responsabilidad en el deterioro de las condiciones de trabajo del maestro y en el consentimiento y mantenimiento por su parte de una excesiva presión material y psicológica por todo el conjunto de incurias y despreocupaciones –cuando no de explícitos agravios de naturaleza caciquil o política– sobre las necesidades de la escuela y del trabajo del maestro, como refleja la transcripción de una carta redactada por un maestro de Badajoz en 1866:

“… Yo desearía que recorrieras todos los pueblos de cuatro o cinco mil almas abajo, y verías luchar y reluchar a los maestros, por popularizar la enseñanza, sin conseguir otra cosa que ponerse en pugna con los alcaldes, que nada hacen y que miran a los maestros como enemigos de los pueblos…”

Referencia en Federico Sanz Díez. El Proceso de institucionalización e implantación de la Primera Enseñanza en España (1838-1870) en Cuadernos de Investigación Histórica num. 4. Madrid 1980 p. 234.

Esta presión sobre el maestro se fue haciendo cada vez más intensa, agudizándose en los últimos años del reinado de Isabel II, mezclándose, las obsesiones ultracatólicas con los temores de los sectores más reaccionarios del moderantismo.

El 24 de enero de 1864 en el periódico ultraconservador “El Pensamiento Español”, el obispo de Tarazona, Monseñor Comes, escribiría una carta pública a la reina indignado por lo que pensaba era una intolerable intromisión de las autoridades civiles, en las prerrogativas de la Iglesia con respecto a la educación y a la censura de libros de texto y publicaciones en general, arrojando:

“… un grito de alarma de temor y de quebranto contra la sacrílega e impía enseñanza que se viene dando por una parte del profesorado y contra algunas obras que sirven de texto para la instrucción de la juventud (…) tales son los errores que entrañan algunos libros de texto que, a pesar de las reclamaciones de los Obispos (…) se ponen en manos de una juventud (…) y son tan horribles que fecundan en su seno el panteísmo, racionalismo y materialismo como si dijésemos la expresión espantosa de los delirios, la peste del espíritu y la personificación abominable de todas las herejías (…). El desbordamiento de la impiedad ha subido, Señora, a tal altura que los Obispos tiene que exponer la necesidad de un pronto remedio (…). Cuando la gangrena se apodera de los miembros urge sajar y cortar sin miramientos y sin miedo para que no acabe con todo el cuerpo y con la vida (…). He aquí porqué se pide la reforma radical en la instrucción pública en el sentido ya expresado…”

El desarrollo de importantes movilizaciones y sensibilidades populares y democráticas, las nuevas ideas sobre educación y enseñanza derivadas del krausismo, la recepción en España del darwinismo y el positivismo, agudizarían los fantasmas del integrismo español, dando lugar, a la “primera cuestión universitaria” que el ministerio de Manuel Orovio, manejará a modo ultramontano, reproduciendo la mentalidad educativa de Calomarde, e instaurando una política de absoluto control y depuraciones, no sólo en la enseñanza universitaria sino en la escuela, dando lugar con anterioridad a la ultraconservadora Ley de Instrucción Primaria de 2 de junio de 1868 (conocida como Ley Catalina), a una auténtica caza de brujas en la escuela pública, con la Real Orden de 1 de agosto de 186656.

En cierto sentido el liberalismo moderado, con su Ley Moyano, permitiendo el control ideológico y una presión psicológica y moral sobre el maestro, daría lugar, con su oportunismo político, a que se pudiesen formular diseños escolares aún más conservadores como la tristemente famosa Ley Catalina, en cuyo articulado se señala, que en pueblos que no cuenten con 500 habitantes, la escuela se encomendará al párroco o coadjutor (art. 1ª), o la vigilancia explícita sobre la conducta de los maestros por las Juntas Locales (art. 65) así como la creación de un registro policíaco a nivel provincial, de todos los maestros y maestras en donde debía constar su conducta tanto religiosa como moral (art. 67).

Este conjunto de quebrantos psicosociales sobre el maestro podríamos muy bien considerarlos como un antecedente de lo que en la actualidad se viene en considerar como MOBBING57.

Este atropello profundo sobre la libertad de conciencia, de expresión y de organización libre de la cotidianidad en el ejercicio de una profesión, sería para nosotros, la circunstancia más sobresaliente de la Ley Moyano, en cuanto a determinar e instaurar en la historia de un oficio, precedentes de agresión psicológica, que despreciando y humillando libertades, derechos laborales y personales, estaría triturando la salud de toda una generación de maestros/as.

Sin ánimo de polemizar, nos atreveríamos a manifestar que la Ley Moyano, no fue una ley equilibrada, ecléctica y exclusivamente de racionalización administrativa. La Ley Moyano, aparte sus carencias en cuanto a higienización de la escuela, ausencia de vacaciones y por lo tanto olvido de las necesidades higiénicas del tiempo escolar, la no consideración de derechos pasivos o de coberturas de jubilación para el maestro, la precariedad, desequilibrio y segmentación económica, SOBRE TODO instituyó, en el proceso de constitución del oficio de maestro, un peligrosísimo antecedente para el deterioro en profundidad, de su salud laboral y de sus condiciones de trabajo. Sembró además vientos, que dieron oportunidad, en los momentos más conservadores (por ejemplo, 1866-68, o dictadura franquista…) a recoger tempestades, que en cierta medida han podido ayudar desgraciadamente, a reproducir en la actualidad, algunos casos innecesarios de atropello a la libertad de los maestros, de cara a la organización de su vida cotidiana.

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1- La Ley Moyano de 1857, prolongaría la tarea iniciada en la Ley de 24 de julio de 1838 y de su Reglamento posterior de 26 de noviembre, complementando, modernizando o eliminando consideraciones que incluso estaban contenidas en Reglamentos anteriores como son las referidas a la jubilación del maestro, contemplada en 1825, para aquellos que hubiesen cumplido 35 años de profesión con “loable celo”. La cantidad mínima a la que podían optar rondaría los 800 reales.

2- Antonio Gil de Zárate (1855), De la Instrucción Pública en España. Nosotros hemos utilizado la reproducción facsímil editada por Pentalfa en 1995 (pp. 300, 301, 332 y 333).

3- A excepción de la Cataluña mesocrática y fabril -incluso a pesar de los egoísmos y lloriqueos proteccionistas de los fabricantes y de sus cobardías, ante el inicial descontento y movilización obrera (verano de 1855)- el liberalismo español, después de 1839, siempre moderado y cortesano, (con el paréntesis contradictorio del Bienio) fue totalmente incapaz, de entender y asimilar las claves de sustentación de la nueva arquitectura burguesa del esfuerzo y la tolerancia; optando por el camino de la especulación y la represión, frente a la perseverancia de la acumulación de capital y al establecimiento de plataformas mínimas de convivencia y de libertad civil. A propósito de estas características de la política española, A. Bahamonde y J. Toro Mérida (1978) señalarían, reproduciendo un comentario del director de La Gaceta de los Caminos de Hierro:

“En España se considera el capital bajo un punto de vista completamente distinto que en otras naciones. Aquí el capital es sinónimo de ahorro inmobiliario, destinado exclusivamente a producir una renta que proporcione la opulencia o sirva de garantía contra la miseria (…) nunca para que reproduzca por medio del progresivo y regular desarrollo de la industria. En España el capital es instrumento de holganza; en otras partes es instrumento de trabajo. Esta es la misión que debe cumplir, si se quiere que un país llegue al más alto grado de prosperidad”.

A, Bahamonde Magro y J.Toro Mérida (1978) Burguesía, especulación y cuestión social en el Madrid del siglo XIX, p. 22.

4- Gil de Zárate op.c. pp. 114, 115, 116, 117, 118, 139.

5- Calderera M. (1860) Principios de Educación y Métodos de Enseñanza. Reseñado también por Julio Ruiz Berrio (1996) La Educación en España; Textos y Documentos, p. 158.

6- Como hemos visto ya anteriormente, el discurso sobre la aireación (que contemplaría preferentemente informes sobre “las pestes” a partir de la teoría miasmática) de ciudades y cuerpos (incluidos los muertos enterrados en las iglesias) constituiría el lenguaje higienista típico de los ilustrados. A mediados del setecientos este modelo en principio público se hará cada vez más individual apareciendo la literatura médica de divulgación higiénica dirigida a las nuevas clases medias urbanas y campesinas según el modelo Tissot de “los cuidados del cuerpo y la salud de las gentes” siguiendo la canónica hipocrático-galénica de las “sex res non naturales” transformadas por Boerhaave en “circumfusa”, “applicata”, “ingesta”, “gesta”, “excreta” y “percepta”. En este diseño se pretendería combinar el naciente optimismo preburgués con respecto a la “naturaleza” del progreso comercial y científico-industrial, con la productividad del cuerpo y de la vida como culminación burguesa del viejo discurso renacentista de la “vita longa”.

Pero este despliegue sobre la salud de las gentes del tercer estado, se vería en la frontera del XVIII y en las primeras décadas del XIX, enfrentado a las agresiones de la naciente industrialización. Carbones minerales, y productos químicos, presentes en la utilización de máquinas de vapor y en los manipulados de la industria textil, unidos a la aparición de un protoproletariado “miserable” y a veces violento, serán protagonistas de nuevos peligros para la salud pública. El higienismo a lo Tissot o a lo Pressavin (Arte de conservar la salud y prolongar la vida, 1800) no va a ser suficiente. Comenzará a desarrollarse un nuevo higienismo que inicialmente, tendrá (en el XVIII) como referencia defensiva, más a la máquina que al obrero (máquina inexistente en España casi hasta la década de 1830, y población obrera en el sentido fabril limitada a Barcelona y su entorno). Aparecerán, los informes y dictámenes de médicos como Pedro Güell y Pellicer (1781) y José Masdevall (1784), sobre los peligros derivados de la proliferación de fábricas de indianas en Barcelona y otras ciudades catalanas.

Esta mirada sobre la fábrica y la ciudad, va a tener consecuencias decisivas en la constitución de la higiene pública de la segunda mitad del XIX, en la medida, en que, tanto en la ciudad como en el taller, vive y trabaja un nuevo colectivo de gentes, el proletariado fabril.

Se desarrollará así la nueva higiene de los oficios, en la línea yatromecánica y ambientalista marcada por Ramazzini, aunque mantenga como primer escenario de análisis la ciudad, para desembocar inmediatamente en una lectura de las condiciones de vida y trabajo del obrero. De ahí, que desde Laureano Figuerola (1849) hasta Cerdá (1856) uno, sociólogo y economista, el otro como sabemos ingeniero, nos hayan dejado desde esa mirada sobre la ciudad, testimonios esclarecedores sobre la situación de los trabajadores de su época. A partir de 1850, emergerá como prolongación de la higiene pública una protohigiene industrial que en principio nosotros denominaríamos, técnica o funcional, representada en España por el Dr. Joaquín Font y Mosella (1852) y en menor medida, por otro médico poco conocido, el Dr. Antonio Prats y Balcells (1856).

Ambos, siguiendo la tradición pergeñada a finales del XVIII por Masdevall, López de Arévalo, Güell y Ximénez de Lorite, van a llegar al cuerpo del obrero desde los peligros que suponen la presencia de máquinas, talleres y población “operaria”, en el apretado tejido urbano de una ciudad amurallada y hasta entonces exclusivamente menestral.

Un paso más, y este higienismo funcional, probablemente al hilo de la conflictividad obrera catalana de la mitad de la década de los cincuenta, conduciría a un potente higienismo de moralización y control social protagonizado, por toda una generación de médicos que en versiones diferentes llegará hasta el siglo XX. De esa época y hasta la Restauración, los más representativos para nosotros serían, aparte del repetidamente mencionado Pedro Felipe Monlau (Higiene Industrial, 1856), Joaquín Salarich (Higiene del Tejedor, 1857), Narciso Gay –en plan literario y divulgativo– (Veladas del obrero, 1857) Méndez Álvaro (De la actividad humana…, 1864) y Juan Giné y Partagás (Curso elemental de Higiene Privada y Pública, 1871). Este nuevo higienismo al que se apuntarán de manera entusiasta y militante la inmensa mayoría de la clase médica (por ejemplo, en la década de los sesenta abundarían las tesis de doctorado sobre higiene pública, cortadas con el mismo patrón moralizante: Tortajada y García (1862), Porras y Gaitán (1865), Fernández y Mier (1866), Roure y Fernandez (1866) etc, etc,) no va a olvidar la salubridad de la vivienda y la fábrica, de la misma manera que las condiciones de trabajo de mujeres y niños. Sin embargo, a diferencia de Cerdá o del Dr. Font, institucionalizará una curiosa maniobra de malabarismo sociológico, al erigir en causa de esas condiciones de vida cotidiana y laboral, la pertinaz y aviesa personalidad del obrero, de manera infinitamente más burda –pero no menos eficaz– que los manejos actuales protagonizados por determinados diseños psicológicos. Sería el propio trabajador, su particularidad psicosocial, marcada por la ignorancia, la maldad y la incuria, la responsable de su situación de pauperismo y miseria.

Estos higienistas españoles, sobre todo el controvertido Monlau, sin llegar nunca a igualar la meticulosidad y corrección técnica de los grandes maestros franceses de la época como Lévy o Tardieu., van a propugnar recomendaciones y medidas de protección que siendo funcionalmente válidas para la prevención de riesgos en el medio fabril -médicos inspectores de fábrica, cartillas higiénicas, botiquines –van a estar estructuralmente pervertidas al supeditarse a un modelo organizativo– fabril y político de la sociedad, en donde el obrero “no tiene la palabra” y en donde además, todas esas miserias corporales nunca serán consecuencia de las condiciones de trabajo y explotación, sino de la aviesación desmesurada de la jornada de trabajo, disminución de los salarios por bajo del mínimo necesario para la subsistencia (…) Los gobiernos no podían permanecer indiferentes, no por amor al obrero, sino porque (…) esta destrucción personalidad de un trabajador al que sobre todo habrá que moralizar. En este panorama, no es de extrañar que los núcleos obreros catalanes más radicalizados y organizados desde 1839 a través de la Sociedad de Tejedores y más tarde, en la Unión de Clases (1854) rechacen el mensaje emblemático de la higiene industrial de Monlau, basado en la instrucción, el socorro y la moral, para exigir simple y llanamente la libertad de asociación, como premisa básica para edificar una arquitectura reivindicativa autónoma sobre su cuerpo y su salud. El único lenguaje sobre el cuerpo del trabajador que el liberalismo sabrá cimentar, será exclusivamente pasivo, de supervivencia, como serían los del mutualismo y el cooperativismo, junto con las estrategias de protección y auxilio médico derivadas de la Higiene Industrial.

Por esto queremos llamar la atención, sobre el hecho de que el diseño higiénico sobre el cuerpo del obrero, desde el propio espacio del trabajador se va a presentar inicialmente como consecuencia de un discurso sobre el derecho de asociación como condición para unas condiciones de trabajo, controladas desde los propios intereses del obrero y no como compensación “graciosamente concedida” por el fabricante o el Capitán General de turno, previo a su doblegamiento en el taller o en la ciudad.

Abundando en el asunto, tendríamos incluso la diferencia que se podría establecer (como ejemplo de lo que podía ser una sensibilidad burguesa progresista y otra más radicalizada) entre el discurso sobre la salud de los trabajadores en el joven Engels de las “Cartas del Wuppertal” (1839) al de “La situación de la clase obrera en Inglaterra” (1844) y sobre todo al escrito plenamente marxista de “La contribución al problema de la vivienda” (1872) en donde la salud, condiciones de trabajo o habitabilidad, forman parte de un paradigma “activo”, en el que el escenario se traslada desde la ciudad o la fábrica al espacio socioeconómico y político; “no es la solución de la cuestión de la vivienda lo que resuelve al mismo tiempo la cuestión social, sino que es la solución de la cuestión social, es decir, la abolición del modo de producción capitalista lo que hará posible la solución del problema de la vivienda” (F. Engels, Contribución al problema de la vivienda, Ediciones en lenguas extranjeras, Moscú, s/f, p. 57).

Este discurso maximalista, voluntarioso y a la vez ingenuo – pero quizá también obligado por las circunstancias- tendría una potente presencia en las organizaciones anarquistas y socialistas hasta aproximadamente la segunda década del siglo XX. A partir de 1910, los “programas mínimos, sobre todo del partido socialista, (los anarquistas seguirían manteniendo su criterio maximalista sobre la salud y la higiene obrera hasta mucho más tarde) irían admitiendo planteamientos tácticos referentes a la salud y educación de los trabajadores, que en muchas ocasiones incluso coincidirían en la forma –por ejemplo, el discurso antialcohólico– con los programas institucionales de la burguesía.

7- Jaime Vera. Informe a la Comisión de Reformas Sociales, 1 diciembre 1884. Ed. Tribuna Socialista, París, 1962, pp. 70, 71.

8- El documento íntegro se encuentra recogido en Tuñón de Lara (1986) El movimiento obre ro en la historia de España, I, pp. 105, 106, 107. y en Antonio Elorza (1969), Revista de Trabajo núms. 27-28.

9- Exposición de motivos del anteproyecto (Gaceta de Madrid de 10 de octubre de 1855).

10- Habría que esperar al nacimiento de la prensa profesional del magisterio español, para que se perfile, un lenguaje reivindicativo propio del maestro, sobre sus condiciones de trabajo. Esta fecha se enmarcaría alrededor de 1881, con los nuevos aires que a la libertad de prensa imprime el primer gobierno liberal de la Restauración. A partir de 1881, el profesor Ezpeleta (2001) hace referencia a la existencia de más de un centenar de publicaciones periódicas de carácter profesional del magisterio español.

11- Manifiesto de la Junta de Madrid del 12 de octubre de 1840.

Eco del Comercio (18 octubre, 1840). Reseñado en Miguel Artola (1991, II, 16).

12- Este Manifiesto parece que fue redactado por José Ordáx de Avecilla (1813-1856), quien en su obra “La política en España” (1853) escribiría, “…Un día el trabajador vindicará su derecho a la ciudadanía…” probablemente pensando más de una vez, que el maestro, exigiría también algún día su derecho a la ciudadanía. Derecho limitado incluso en instituciones tan emblemáticamente representativas del progresismo, como podría ser la Milicia Nacional. Para ingresar en la misma (a excepción de momentos excepcionales) se exigía una renta o salario superior a los 6000 reales, que muy pocos maestros podían obtener.

13- Texto íntegro del “Manifiesto” en Miguel Artola (1991) II, Manifiestos y programas políticos, pp. 37 y sig. Capitán Díaz, hace referencia a dicho Manifiesto en La Educación en la Primera República Española, 1997, pp. 30, 31.

14- Sin llegar a considerar que Figuerola, aparte su faceta de economista y político, fuese el Villermé español, lo cierto es, que su “Estadística de Barcelona de 1849” puede ser considerada como el primer estudio de tipo socio-estadístico sobre el estado de salud y enfermedad de una determinada población. Incluso Cerdá, utilizará la metodología -y parte de los datos- desplegada por Figuerola para su trabajo, sobre la situación de la clase obrera en Barcelona en 1856. Como suele ocurrir en algunas ocasiones, mis ilustres colegas del “establishment” sociológico, en su última publicación sobre la “Historia de la sociología española” (Ariel, 2001) ni siquiera nombran a Laureano Figuerola (y claro está, tampoco a Ildefonso Cerdá). Sus motivos se me escapan. De cualquier manera, a estas alturas, tenemos claro que cada uno construye la historia como sabe y como puede. Es más, en la construcción de esa otra sociología no estrictamente académica, habría también que tener en cuenta a historiadores de lo cotidiano como Antonio Pirala (1824-1903) y a economistas como Ramón de la Sagra, cuyo Estudio estadístico sobre Madrid (Imp. de Dionisio Hidalgo, 1844) se movería en la misma línea que el trabajo de Figuerola sobre Barcelona.

Pirala, escribiría un folleto titulado “Sociedad de Socorros Mutuos” (formando parte de una obra por entregas, “Cien tratados de instrucciones para el pueblo”, editada por Mellado entre 1848 y 1849), en donde exponiendo la conveniencia de este tipo de sociedades para la prevención de los riesgos de enfermedades y vejez, presenta una serie de tablas estadísticas en los que relaciona los estados de enfermedad y su duración así como la vida media de las gentes, según los oficios, el estado civil, la edad y el género. En la relación posterior de sociedades de socorros mutuos, existentes en España por esas fechas, Pirala indica la de una, formada, por profesores de Instrucción Primaria, que bien pudiera ser, la promovida por Montesino en 1840. Otras serían, la Sociedad Médica General de Socorros Mutuos, la Sociedad Amiga de la Juventud, la Sociedad Artista de Socorros Mutuos, la sociedad de Jurisconsultos a la que sucede el Monte Pío de Tribunales, la Sociedad Farmacéutica de Socorros Mutuos y la Sociedad de Actores Españoles.

En esta línea de análisis sociodemográfico de la salud y la enfermedad, ya en el seiscientos español, según relata López Piñero (1983, 1998) tendríamos la figura del dominico valenciano Francisco Gavaldá (1618-1686) quién en 1651, publicaría su “Memoria de los sucesos particulares de Valencia y su Reino de los años de 1647 y 1648, tiempo de peste”, en donde presenta (de manera no obstante rudimentaria) un estudio “protoestadístico” de la consecuencia de la pestilencia, señalando:

“La suerte de la gente que murió fue esta: Caballeros ninguno porque, menos los oficiales reales y uno u otro, todos vaciaron la tierra; juristas ningunos; notarios uno u otro; a los entretenidos y gente de paseo dejo Dios para que sazonaran. Los muertos fueron oficiales, labradores y regularmente toda gente de trabajo, a los cuales hallaba el mal cansados y mal alimentados …” López Piñero, J .Mª. Antología de clásicos médicos. Triacastella 1998, 211.

15- Bahamonde A. Y Martínez, Jesús, A. Historia de España, siglo XIX: 1998, 485.

16- En 1849, Sixto Sáenz de la Cámara (1805-1859) uno de los representantes junto con Fernando Garrido Tortosa (1821-1883) y el ya mencionado Ordás Avecilla de los demócratas madrileños, publicaría un libro denominado “La Cuestión Social” con objeto de refutar la catequesis de la obra de Thiers, “De la Propiedad” (1848), que el gobierno Narvaez había mandado imprimir y distribuir masiva y gratuitamente por todos los ayuntamientos del país, (inaugurando en España las operaciones de “guerra psico/ideológica” con un cierto adelanto a los equipos de psicólogos sociales anglonorteamericanos de 1914).

A partir de 1848, y a pesar del fracaso de nuestra versión de la “primavera de los pueblos” (entre otras causas debido al celo represivo de Narváez), el “grand peur” europeo, contagió también a la clase política española, y probablemente a la mayoría de una exigua clase media formada apenas por los cerca de 90.000 ciudadanos con derecho a voto en una población que rondaba ya los 15.000.000 de habitantes. De cualquier manera, 1848 supuso el comienzo de una transformación progresiva en los escenarios políticos del liberalismo español, a partir de entonces presididos por la semántica y los temores de la “cuestión social”. Estos se harán más patentes a partir del verano de 1854 cuando esa intranquilidad, hasta entonces más percibida que experimentada, se haga realidad. Ya no se trataría de unos cuantos centenares de “miserables”, desorganizados, y algunas decenas de radicales los que ocupen la calle. Ahora, lo social se presentará encarnado en nuevos modelos de conflicto, en los que, superándose los tradicionales motines de subsistencia, aparecerán reivindicaciones relacionadas con los derechos de asociación, algunas llamadas a las condiciones de trabajo y unas reivindicaciones políticas, que apuntan ya con claridad no ya a la negación de los privilegios estamentales, sino a patentes y nítidas reivindicaciones de corte social, demócrata y republicano. La barricada, la huelga, el nivel de organización en el que participan elementos del nuevo asociacionismo obre ro, líderes y grupos demócratas y republicanos perfectamente organizados, serán los nuevos protagonistas. La barricada sólidamente construida de Madrid y la huelga barcelonesa, serán los significantes de una nueva conflictividad que no van a saber manejar ni el primer moderantismo ni los progresistas del Bienio. Las reivindicaciones claves de este 48 español “sufragio universal”, “libertad de expresión” y “libertad de asociación” representarán durante décadas los fantasmas familiares del liberal/moderantismo, hasta más allá de 1854. Las otras libertades, entre ellas las referidas a la enseñanza, e incluso las correcciones a las leyes electorales y a la libertad de prensa podrán ser consensuadas, pero cuando se trata de derechos obreros y a excepción de intentos fallidos, y coyunturales catalizados por individualidades aisladas, (Madoz o Alonso Martínez) el único acuerdo posible se sustentaría siempre sobre la negativa o la represión, como sucedió con el ajusticiamiento de Barceló en 1855, o con la persecución de La Internacional en 1871.

17- De todas formas, parece que existieron una serie de razones de tipo coyuntural (ver Manuel Puelles, 1985), que sin duda facilitaron este consenso. Por otra parte, la Ley Moyano a pesar de aprobarse en una de las etapas más conservadoras del liberalismo español, era en una gran medida la transcripción de un proyecto de ley progresista (9 de diciembre de 1855) pergeñado durante el Bienio, precisamente por Alonso Martínez, el mismo ministro de Fomento que lideró, la Ley de Manufacturas. La aprobación durante el gobierno Narvaez de este proyecto “progresista” puede que se facilitase entre otras razones por la propia habilidad táctica de Claudio Moyano, para empaquetarla como una Ley de Bases (17 de julio de 1857) con lo que escamoteaba el debate parlamentario.

Estas características de la Ley Moyano, y en cierta medida un consenso irreal o forzado, harían de la misma un documento paradójico que chirriase en los momentos en que los sectores más conservadores del moderantismo controlaron el poder, como ocurrió en los últimos años del reinado isabelino, con la Ley de instrucción primaria de 2 de junio de 1868, siendo Ministro de Fomento, Manuel de Orobio y Director General de Instrucción Pública Severo Catalina.

18- Hasta el siglo XIX, la educación como la higiene o la psicología, tuvieron como sujeto preferente de sus saberes, a los individuos de las capas dirigentes y acomodadas de la sociedad. En 1692, John Locke, escribiría en su dedicatoria preliminar a sus “Pensamientos sobre la educación”:

“… El modo de educar a la juventud, en relación con su diversa condición, es también el modo más fácil, breve y adecuado para producir hombres virtuosos, hábiles y útiles en sus distintas vocaciones; y que aquella vocación o profesión de que más debe cuidarse es la del caballero. Porque los de este rango son colocados por la educación en el recto camino, ellos pondrán rápidamente en orden a los demás …” (op.c. p. 27, Akal 1986, pag. 27).

Pero este discurso “ilustrado”, pensado en los escenarios de una sociedad estamental, no tendría sentido en la nueva sociedad burguesa del XIX, construida sobre la desamortización de cuerpos, propiedades, espacios y mentalidades. La instrucción y educación “virtuosa” del joven caballero, como artefacto y metáfora de control sobre las clases populares, no sería ya suficiente.

La nueva burguesía, tendrá que inventarse tecnologías y estrategias no solo para desmontar totalmente los privilegios estamentales, sino a la vez para asegurar los suyos, frente a un aliado coyuntural –las capas populares– que, sin duda, percibiría como problemáticas. Las “Higienes”, formarán entre otras, sobre todo en el Reino Unido y en Francia una productiva herramienta de control y de articulación de nuevas mentalidades sobre lo público y lo privado. “La Educación”, será otro de los artefactos privilegiados para la productividad, la moralización y el control. Ciudades limpias y diseñadas desde la regla y el compás, frente a la ciudad artesanal, espontánea y maloliente del medievo. Cuerpos y espacios moralizados por los aires y las aguas. Cuerpos idealmente domesticados y moralizados, por el milagro de la letra y del agua. Este horizonte utópico de las burguesías emergentes, aunque no sirviese para mucho, va a ser también utilizado en España. La cuestión residirá fundamentalmente en el retraso, la cicatería y las especiales características de la política y de la sociedad española que, en la práctica, convertiría la recepción de estas estrategias de control, en operaciones de copia devaluada cuando no, de simulacro.

En realidad, los cuerpos de obreros y jornaleros, se revelarán como cuerpos rebeldes, indóciles y aviesos al nuevo orden burgués, presentando potentes resistencias incluso a estas

–cuando las hubo– endebles operaciones de higienización o de culturización. Aunque la escuela y el niño volviesen a ser considerados como en tiempos de los escritos de Oribasius (325-403) un cuerpo “metaphoricalli”, esto es moldeable como la cera, en el que los perversos y malos hábitos del obrero no estarían aún arraigados, y por lo tanto esta educación, podría sustituir al trabajo de disciplinamiento ejemplar de la sociedad estamental, representado por el caballero “ilustrado”, como propugnaba Locke. En realidad, en lo que se refiere a España ni hubo una higienización realmente operativa hasta el final del siglo, ni la escuela “oficial”, pudo conseguir niveles de productividad escolar e incluso de control político, que sirviesen para enterrar los pavores de las clases dirigentes, como desgraciadamente se hiciese patente en la primera mitad de nuestro siglo XX.

Parece que el remedio que proponía el Dr. Tolosa-Latour, prestigioso higienista infantil de finales del XIX, no fue excesivamente eficaz:

“El remedio para impedir revoluciones inconscientes y sequedad de corazones estriba en cuidar de la vida de los tiernos vástagos del hombre – … “M. Tolosa Latour (1900) El problema infantil y la legislación. Citado por J. Varela y F. A. Uría (1991, 212).

19- En el R.D. de 23 de septiembre de 1847 (Título I, art. 4º) el sueldo del maestro se establecía según la siguiente maqueta, no muy diferente de la contemplada en la Ley Moyano y claramente más ventajosa para los maestros de núcleos rurales:

Pueblos entre 100 y 400 vecinos . . . . . . . . . . . . . . . . 2.000 reales

Pueblos entre 400 y 1.000 vecinos. .. . . . . . . . . . . . . 3.000 reales

Pueblos entre 1.000 y 2.000 vecinos . . . . . . .. . . . . . 4.000 reales

Pueblos de más de 2.000 vecinos . . . . . . .. . . . . .. . . 5.000 reales

20- Art. 3º: En todos los pueblos, se establecerá la escuela en lugar conveniente que no esté destinado a otro servicio público; en sala o pieza proporcionada al número de niños que haya de contener; con bastante luz, ventilación y defensa de la intemperie.

Art. 9º: Cuidará el maestro de que se barra diariamente la escuela abriendo todas las comunicaciones cuando los niños no estén en ella.

(Nótese que no se habla de baldear, fregar o lavar, sino simplemente de barrer)

Art. 21º: Examinarán también el maestro si los niños se presentan en la escuela con el debido aseo …

Art. 22º: No se admitirá en la escuela ningún niño que se presente con erupciones sin que proceda calificación de facultativo que acredite no ser contagiosos.

21- En el resumen que el secretario perpetuo de la Academia de Ciencias de Madrid, Dr. Mariano Lorente hace de la intervención de Mateo Seoane sobre los principios de la higiene pública, en 1838, señalaría:

“Dijo el Sr. Seoane que el objeto de esta (la higiene pública) era considerar en conjunto a los individuos que componen la sociedad entera, examinando los agentes físicos y morales que obran sobre ellos, buscando los medios de dirigir ordenadamente la acción de los que son útiles, y de evitar la influencia de los que sean dañosos, y señalando el modo de que las instituciones sociales contribuyan a dar a la especie humana el vigor y la energía suficiente para que pueda resistir con facilidad a las causas de destrucción que la rodea, añadiendo que, para conseguir tan grandes objetos, la higiene pública tiene que principiar estudiando al hombre reunido en sociedad aun antes de su nacimiento, seguir el mismo estudio observándole paso a paso durante toda su carrera y no abandonar este estudio aunque no existan más que sus despojos mortales en el sepulcro …”

Referencia contenida en López Piñero J. Mª. (1984) M. Seoane. La Introducción en España del Sistema Saitario Liberal, pp. 175-185.

22- En el artículo 366, se dice textualmente:

“Deberán también los ayuntamientos cuidar de que las cárceles, cuarteles, hospitales y demás establecimientos públicos se conserven con el aseo, limpieza y salubridad posibles, tanto respecto de las personas como de los departamentos, procurando que en adelante si se edifican cuarteles u hospitales sea en la extremidad de los pueblos sobre terrenos secos y elevados, como también que tengan buena ventilación y aguas limpias en abundancia”

Referencia contenida en López Piñero, op. c. p. 116.

23- Como reflejo de esta marginación de la higiene incluso en el ámbito médico, nos puede servir de indicador el cuadro adjunto que intenta acercarnos al conocimiento del peso que el libro de higiene y sanidad tuvo en las bibliotecas de diversos colectivos profesionales madrileños, en la primera mitad del siglo XIX.

Cuadro de elaboración propia a partir del estudio de base realizado por Jesús A.- Martínez Martín (1992). Lectura y lectores en el Madrid del siglo XIX, pp. 355-393.

24- Esta traducción realizada por José Sainz Criado y prologada por Galdo, de la segunda edición francesa de 1862, se imprimió en los establecimientos tipográficos del “Porvenir literario”, de la calle Sta. Teresa en Madrid (1882), en lo que respecta al volumen I. Los siguientes volúmenes, IIº, IIIº, IVº y Vº, se imprimieron por Maroto e hijos entre 1883 y 1885. Habría una segunda edición en castellano que nosotros conozcamos también traducida por Sainz Criado, editada entre 1888 y 1900 en el establecimiento tipográfico de E. Rubiños de la plaza de La Paja nº 7 de Madrid.

La primera edición original en francés del diccionario de Tardieu, se llevó a cabo por la casa Baillière de París en 1852, constando de tres volúmenes, y comercializándose en diversos países, entre ellos España, por medio del establecimiento que Carlos Baillière tenía abierto en Madrid en su librería de la calle del Príncipe nº 11. Con esto queremos señalar que, aunque la primera traducción de la obra higiénica de Tardieu fue de 1882, los médicos y profesionales españoles en principio, podían tener abierta la posibilidad de conocer el diseño moderno de la higiene pública alrededor de 1854 ó 1855, que es cuando se publican los últimos volúmenes del “Dictionaire”. Otra cosa será encontrar una explicación al enorme margen de tiempo que va desde 1862 hasta 1882, fecha en que se traduce por vez primera al castellano.

Algo parecido ocurriría con la obra de Michel Lévy. Conocemos la primera traducción española, que se refiere exclusivamente al tomo de higiene pública (reseñado anteriormente) de 1846. La primera edición francesa de su Traité d´Hygiène Publique et Privé (2 vols.) fue en 1844.

La 5ª edición francesa, que es más extensa que la primera de 1846, sería de 1869. Su traducción al castellano realizada por José Núñez Crespo y prólogo de Carlos Quijano, es de 1877.

Este prolijo comentario bibliográfico, no es solamente un intento de alarde, sino el reflejo de lo que fue en los años de la Ley Moyano y de la Ley de Sanidad española, la pobreza de información textual en el campo de la higiene pública, que coincidiría con la ausencia de libros de higiene que hemos reflejado en el esquema anterior. Es como si hubiese existido un intento deliberado de retrasar o boicotear la recepción en España de los más representativos exponentes del higienismo europeo, que por esa época eran sin duda los autores franceses. Tendremos, por lo tanto, un panorama en el cual, junto a una inoperancia administrativa, se añadiría la existencia de un discurso teórico y académico, mermado y dependiente en el mejor de los casos de una producción foránea.

25- Aunque sea algo extenso, consideramos interesante la transcripción de parte del prólogo del Dr. Galdo en la medida que nos pude ayudar a entender el clima de frustración e insatisfacción, en el que se movían algunos higienistas españoles posteriores a Monlau y Partagás, con respecto a las materializaciones de la higiene pública:

“… Tiempo es ya, repetimos, de que el humilde y laborioso obrero pueda respirar un aire puro tanto en el taller como en su domicilio; de que restaure su sangre, para que este líquido nutritivo comunique fuerza y vigor a sus debilitados músculos; de que al emplear el módico jornal que recibe en pago de su trabajo para su alimento y el de su familia, no obtenga en vez de sustancia nutritivas y de buena calidad, productos adulterados que, en lugar de fortificarle le vayan cada día minando su constitución hasta destruirla por completo; de que sea una verdad la clausura de los cementerios que no reúnan las condiciones higiénicas necesarias y se creen otros nuevos con arreglo a las necesidades de la población y en lugares adecuados; de que se construya un depósito judicial para los cadáveres, que honre a la capital de la Nación y sustituya a la miserable e impropia barraca que lleva tal nombre en el cementerio general del Sur; de que la comprobación de las defunciones se verifique en casas mortuorias creadas según los adelantos modernos; de que desaparezcan esas antiguas casas de vecindad donde se reúnen en triple consorcio la miseria, el desaseo y la inmoralidad, donde los niños suministran un contingente espantoso a la muerte, y donde, por último jamás se ven libres los habitantes de estas casas, (verdaderas ametralladoras o máquinas de guerra que amenazan constantemente a la población de Madrid) de la mayor parte de las enfermedades infecciosas que luego se propagan al resto del vecindario.

Hora es ya de que los edificios todos se construyan con arreglo a los preceptos higiénicos, prodigando de esta manera la luz benéfica del astro solar a multitud de seres humanos que viven la mayor parte del año en una completa oscuridad; de prohibir que se habiten inmediatamente las casas recién construidas, sobre todo en calles estrechas y lóbregas, dando así lugar a que se sequen durante un tiempo pericialmente marcado y evitando se produzcan esos reumatismos rebeldes que suelen determinar muchas veces afecciones cardiacas cada día más frecuentes en Madrid (…).

(…) y por último de tantos y tantos abusos que la Administración pública apenas percibe y corrige, limitándose solamente cuando la tempestad arrecia y la opinión pública clama a voz en grito a adoptar medidas higiénicas violentas y precipitadamente planteadas para conjurar estos males, publicando bandos y expidiendo circulares que se cumplen tarde, mal o nunca …”

Manuel M. J. De Galdo, pp. X, XI, XII, del Prólogo al Diccionario de Higiene y Salubridad de Ambrosio Tardieu, (1882).

26- Quizá se podrían excluir de este criterio a los países del imperio Austro-Húngaro y Alemania, para los que en cierta medida permanecería el eco de la obra y doctrina de Johann Peter Frank quien, como ya hemos mencionado, en su “Policía médica” de 1779, había contemplado con cierto detenimiento las necesidades y coberturas de la higiene en la escuela.

Como remate de esta temprana sensibilidad Austro- Germana por la higiene escolar, Rudolf Virchow, del que ya hemos hablado escribió alrededor de 1860 un libro titulado “Higiene de las escuelas”. Nosotros hemos rastreado esta obra, casi desconocida en España, y hemos encontrado una traducción francesa en la biblioteca del Museo de Higiene de la Municipalidad de Nantes, fechada en 1869.

En Francia, según testimonio del propio Tardieu (1854) en su “Dictionaire”, tendríamos como precursores a Parent de Coustil, con su “Hygiène des Coléges”, París 1827 y otra obra con el mismo título en 1846 debida al Dr. Pointe. Nótese que los franceses hablan de colegio y no de escuela, revelando una especial opacidad y marginalización de la escuela primaria frente al Liceo, que sería el espacio escolar reservado exclusivamente a los hijos de la burguesía.

27- Hasta la aparición del curso de higiene privada y pública de Giné y Partagás en 1871, no existen (a excepción de la obra del Dr. Peña –y por supuesto Montesino– que comentaremos más tarde) referencias expresas –que no sean moralizadoras o genéricas– a la higiene escolar, en la bibliografía española anterior a 1881, año en que se crea la Sociedad Española de Higiene. A partir de esta fecha, sin duda emblemática, se aumentarían los operadores catalizantes de la higiene escolar y pública en general como, por ejemplo, con la celebración del IX Congreso internacional de Higiene y Demografía, celebrado en Madrid en el año 1898, que contaría con una sección dedicada a higiene infantil y escolar, y posteriormente con el impulso derivado de la celebración del primer Congreso Español de Higiene Escolar en 1912.

28- En la cronología bibliográfica que el profesor Viñao, presenta en el número 20 de la revista Áreas (2001), señala 1784 como la fecha de la que suponemos primera traducción al castellano de la obra de William Buchan (1729-1805) “Medicina doméstica” cuya primera edición se hizo en Edimburgo en 1769. Fue uno de los escritos de medicina más traducidos y editados. Por ejemplo, en 1788 iba ya por la décima edición inglesa. Nosotros tenemos catalogada una edición de 1818, traducida del inglés por el coronel Antonio de Alcedo, sobre la que hemos trabajado, junto con una edición muy posterior de 1890, traducida del francés.

29- William Buchan (1769) “Domestic medicine, of the Family Physician”. Edinburgh: Balfour, Auld and Smellie, 1769.

30- Jorge Buchan (1818) Medicina Doméstica o Tratado completo del método de precaver y curar LAS ENFERMEDADES, con el régimen y medicinas simples. Traducido al castellano por el coronel D. Antonio de Alcedo, capitán de las Reales Guardias Españolas. Madrid, Imprenta de Álvarez, 1818, pp. 20, 21.

31- La obra de Giné y Partagás (Curso elemental de Higiene Privada y Pública, 1871-72) supuso como ya hemos adelantado, la primera referencia operativa y funcional moderna que contempló las necesidades técnico/higiénicas del espacio escolar y fabril desde un manual dedicado expresamente a la higiene pública, distanciándose de la retórica de higienistas anteriores como Monlau y Salarich.

Así, dedican en sus obras, que no son más que “memorias- folleto”, 77 páginas en 8º en el primero y de 130 en el segundo, a la higiene industrial (Salarich, en su Higiene del Tejedor, 1858, utilizaría más de 70 páginas en desarrollar un compulsivo discurso moralista contra las perversiones de la personalidad del obrero y de la trabajadora que haría de Monlau casi un higienista revolucionario).

Por el contrario, Partagás dedicaría dos tomos de su obra a la higiene pública y un tomo completo, el IV, de 1872 a la higiene industrial, con 250 páginas en 4º mayor; aunque la parte dedicada a higiene escolar sea solamente de tres hojas, por lo menos, menciona el líquido Paulet –una especie de zotal a la francesa–.

32- En el inventario hispano de normas legales de carácter social, habría una primera etapa cuyo contexto socioeconómico y político, estaría marcado por la desamortización de cuerpos y oficios, correspondiendo a un tiempo en el que la cuestión social se plantea como “cuestión señorial” y por lo tanto como confrontación frente al inmovilismo estamental de las libertades en lo político y en lo económico. Sería la etapa comprendida entre 1812, proclamando la libertad de establecimientos industriales y el libre ejercicio de los oficios (Decreto de 8 de junio), y el R.D. de 25 de febrero de 1834, en que se establece formalmente la “dignidad y honra” de todos los oficios. En este periodo prefabril el documento socio/laboral más significativo será el Código de Comercio de 1829 (R.D. de 3 de junio).

En el articulado referido a las relaciones entre dependientes (mancebos), factores (encargados o empleados) y propietarios (Art. 201), hemos encontrado la que puede ser la primera referencia moderna a la cobertura del accidente laboral.

“Los accidentes imprevistos e inculpables que impidan a los factores y mancebos asalariados desempeñar sus servicios, no interrumpirán la adquisición del salario que les corresponde, como no haya pacto en contrario, y con tal que la inhabilitación no exceda (sic) en tres meses”

La superación y transformación de la cuestión señorial, en problemática industrial, obrera y social, supondría una traslación de los escenarios conflictivos de modelo rural/menestral a escenarios urbanos y fabriles. Una R.O. de 7 de septiembre de 1853, recomendaría a los Ayuntamientos de Madrid y Barcelona, “se ocupen de la construcción de casas para obre ros en condiciones de salubridad y baratura”, en sus barrios extremos.

Como antecedente del fallido proyecto de 8 de octubre de 1855, en enero de ese mismo año y por iniciativa de Pascual Madoz, Presidente del Congreso y del Ministro de Fomento antecesor de Alonso Martínez, el progresista Francisco Luxán, se pide la creación de una Comisión, que teniendo como finalidad inequívoca el progreso de la industria fabril y la estabilidad y conservación del orden público, intente: “reconocer y apreciar en su justo valor las causas de las dificultades suscitadas entre los fabricantes y trabajadores de nuestras provincias manufactureras y proponer al gobierno los medios más oportunos de terminarlos felizmente …”

33- En cuanto a las obras de Higiene pública, el tratamiento de la higiene escolar fue casi marginal. Por otra parte, no hay que confundir, la higiene de la infancia o la higiene doméstica, con una higiene técnica y especializada en el espacio de la escuela, contemplando tanto al niño como al maestro.

Mientras que a lo largo de la segunda mitad del XVIII y durante los primeros 50 años del XIX abundan las obras dedicadas a la higiene del niño y de la infancia, las referidas al territorio físico, ambiental, psicosocial y ergonómico de la escuela, serían mínimas, hasta el desarrollo del discurso higiénico/pedagógico emanado de la Institución Libre de Enseñanza y en general publicado desde 1877 en el Boletín de la Institución (BILE). Piénsese que el Primer Congreso Español de Higiene Escolar, no se celebra hasta 1912.

Alrededor de 1857, y siguiendo la bibliografía cronológica elaborada por el Profesor Viñao (2001), hemos catalogado únicamente el folleto de Genaro del Valle, “La Higiene para las escuelas de primera enseñanza” (1860) como la única obra específica relacionada con la higiene de la escuela.

Más tarde tendríamos, la memoria de Francisco Jareño (1871), referente a las medidas técnico/higiénicas, a contemplar en los proyectos de escuelas de instrucción primaria, como consecuencia del Decreto de 1869, sobre los requisitos higiénicos en las escuelas de nueva construcción.

Analizando la producción crono/bibliográfica total, de las obras de carácter higienista en el periodo comprendido entre 1808 y 1859, nos encontramos según el cuadro adjunto, con un panorama en el que únicamente el 4,5% de la misma estaría referida a higiene pública y laboral. La laboral, representaría únicamente el 0,65%.

34- Por otra parte, proceso limitado y necesariamente ajeno a las clases populares, no sólo por su escasísimo grado de alfabetización de la población española (apenas 600.000 personas a comienzos del XIX) sino por los precios del libro, impresos artesanalmente (papel de hilo y prensas de madera no mecanizadas) que elevarían considerablemente el coste de estos ejemplares, imposible de soportar por economías de subsistencia de 150 a 200 reales al mes como mucho de salario.

Palau, en su Manual del librero hispanoamericano (1923), señalaba como precio de mercado para la primera edición en castellano de “La Higiene doméstica” de Bouchan, las 20 pesetas. Considerando incluso que los precios del libro fueron descendiendo a partir de la primera mitad del XIX, un libro que costase 20, 40 u 80 reales era absolutamente prohibitivo para gentes que, sin hábito ni habilidades de lectura, tenían jornales que apenas llegaban a los 6 o 10 reales diarios (los días que podían trabajar). Piénsese en los escasos 7 reales diarios de salario que la Ley Moyano, fijaría para la mayoría de maestros rurales.

35- El médico suizo Simón André Tissot (1728-1797) publicó por primera vez su “Avis au peuple sur sa santé” en Lausanne en 1761. La primera edición en castellano que conocemos, con el título “Avisos al pueblo sobre su salud” traducida por Jofeph (sic) Fernández Rubio, fue impresa en Pamplona en 1773. Debido al delicado estado de esta primera edición, hemos utilizado otra posterior, con el título “Aviso al pueblo acerca de su salud o Tratado de las enfermedades más f recuentes de las Gentes del Campo”, traducido por Juan Galisteo y Xiorro, impreso en Madrid, Viuda e Hijo de Marín, en 1795.

36- Esta relevancia productiva del labrador o las gentes del campo en general, en la mentalidad higienista de Tissot, hace que el Maestro de Escuela Rural, al igual que el Cura, puedan ser significativos receptores de la obra que comentamos, no tanto para utilizarla con respecto a los propios alumnos, como sobre la población adulta en general, convirtiendo al maestro en una especie de asistente social o paramédico y manifestando a su vez una interesante visión sobre el papel del maestro de escuela en la pujante Suiza mercantil y campesina de la última mitad del XVIII:

“A todos los Maestros de Escuela se le debe suponer también con la inteligencia suficiente para sacar utilidad de esta obra; y estoy persuadido que podían hacer un grandísimo beneficio. Yo quisiera que no sólo procurasen conocer la enfermedad, que es la única cosa algo difícil, aunque me parece haberla aclarado cuanto he podido, sino también que aprendiesen á aplicar los remedios. Muchos afeitan, y algunos he visto que sangraban y administraban lavativas con gran destreza; todos aprendieron esto fácilmente, y acaso no sería despropósito establecer en sus exámenes que supiesen sangrar. Estas habilidades (…) serían de suma utilidad en los Lugares donde habitan. Son Escuelas, por lo común de pocos discípulos, sólo les ocupan algunas horas al día, y los más no tienen posesiones que labrar; (…) podrían emplear mejor su tiempo en alivio de los enfermos.

Sus operaciones podrían arreglarse a un precio moderado para que a ninguno fuese gravoso; y esta corta utilidad haría más agradable aun su situación; además que, con estas ocupaciones, no se darían, como algunas veces sucede, por inclinación a ociosidad a los excesos del vino.

El acostumbrarle a esta especie de práctica traería además de esto la utilidad, que cuidando de los enfermos y sabiendo escribir, se acostumbrarían también a consultar en los casos graves a aquellas personas que tuviesen por conveniente …” op. c. p. 22

37- A partir de los estadillos que los maestros enviaban periódicamente a la Comisión de Instrucción y Beneficencia Provincial, sería posible construir un mapa socioeconómico de las familias españolas que enviaban sus hijos a la escuela pública o a la escuela privada.

Enrique Bernard Rojo, así lo ha realizado con respecto a la ciudad de Zaragoza (“La instrucción primaria a principios del siglo XX. Zaragoza 1984).

Bernard (1984, 87,88,89) elabora una segmentación previa, considerando cinco grupos socioeconómicos:

● El primero formado por obreros, jornaleros y asimilados (funcionarios y empleados privados con bajo poder adquisitivo, bomberos, serenos, vigilantes, guardias civiles, músicos, sirvientes, oficiales de artes mecánicas etc. …)

● Un segundo grupo de lo que podría ser una clase media baja, donde coloca a los maestros, militares de baja graduación, practicantes, escribientes, capataces, cesantes etc.

● Un tercer grupo formado por la clase media en sentido estricto.

● Un cuarto grupo formado por las profesiones liberales.

● Un quinto grupo, que representaría el núcleo duro de la burguesía propietaria, comercial y rentista.

A partir del citado estudio de Bernard (1984, 89), hemos elaborado un cuadro resumen en el que se observa con toda claridad como los niños que durante los años finales del XIX asistían en la ciudad de Zaragoza a las escuelas públicas, eran mayoritariamente hijos de las clases populares:

38-

Cuadro de elaboración propia a partir apéndice de la obra de Manuel B. Cossio, La enseñanza primaria en España, Madrid, 1915, cuadro nº4.

Cuadro de elaboración propia a partir apéndice de la obra de Manuel B. Cossio, La enseñanza primaria en España, Madrid, 1915, cuadro nº4.

39- Añadiendo un desconocido médico español, o por lo menos no contemplado –que nosotros sepamos– por los historiadores de la higiene en España, el Dr. José Jorge de la Peña, que, en su obra, “Ensayo sobre la perfección del hombre”, impreso en Madrid, Imprenta del Colegio Nacional de Sodomudos en 1842, introduciría criterios higiénicos novedosos para la época, como la utilización de ventiladores y las vacaciones escolares durante el verano, que en la Ley Moyano –art. 10– no se contempla, limitándose exclusivamente a unas horas menos de clase durante la canícula (ver Escolano, 2.000, pp. 49 y ss.).

“… Es menester separar del aula las enfermedades contagiosas; y se cuidará del aseo, reconviniendo por su omisión en el momento de revista general que al objeto debe haber diariamente (…) conceder lo suyo a la necesidad que tiene (el niño) de movimiento, sacando de ella partido (…) para conservar la salud y robustecer la musculatura del cuerpo (…) añadiremos que es preciso darle algún solaz una o dos veces en el día lectivo, concediéndole espacio en que entregarse a los ejercicios corporales (…) se ejercitarán en el paso marchando con gentileza, en tirar al blanco con piedras (…) saltar, correr, columpiarse (…) tomando precauciones para evitar un golpe o caída que lastime (…).

Finalmente, no nos olvidemos del precepto que después del ejercicio corporal hay que dar un rato de descanso a los niños antes de ocuparse del estudio (…). Tampoco se consentirá que los niños arrimen el pecho contra las mesas, pues este contacto acarrearía a la larga funestas consecuencias, dañando gravísimamente a la salud (…). Un ambiente impregnado de vapores extraños entorpece no pocas veces la acción del pensamiento; por eso aprovecha sanear las piezas con la ventilación, debiendo haber en ellas sus correspondientes ventiladores (…). Las vacaciones moderadas y fijadas con oportunidad son útiles y aún necesarias; pues en estos intermedios se da el niño enteramente a lo físico cuando amenazaba ya á su cuerpo una sensible pérdida de bríos con el largo estudio …” op.c. pp. 433, 436, 437 y 439

40- Por ejemplo, el precio medio de la harina tomando como base 100 el de 1850, subió a 169,5 en 1857, lo que supuso en menos de 10 años un aumento del 69,5%.

Por otra parte, entre 1849 y 1862, el índice de salarios pasó de 100 a 88,7, frente al de precios que a su vez se elevó de 100 a 136,1 (Referencias en Balcells, 1983, 73).

En el cuadro siguiente podemos ver la evolución del precio medio de los alimentos básicos desde 1821 a 1868, según el Anuario Administrativo y Estadístico de Madrid de 1868 (pp. 277-280). Reseñado por Bahamonde y Toro, 1978, 216.

41- Durante el primer quinquenio de la década que se inicia con la invasión del ejército de la Santa Alianza en 1823, se restauraría bajo presión del partido de los “apostólicos”, una nueva inquisición, “Las Juntas de Fe”. En 1824, es arrestado el maestro de Ruzafa, Cayetano Ripoll y posteriormente ahorcado el 31 de julio de 1826 bajo la acusación de herejía. Tendrá que ser precisamente un maestro de escuela, el que cierre en España –que sepamos– la larga noche de los ajusticiamientos de la Inquisición española.

Referencias en Pedro (Jesús) de la Llosa. El espectro de Demócrito, 2000, 29.

42- En dichos Estatutos, emanados de una Real Provisión de 22 de diciembre de 1780, se señalarían según refiere Luzuriaga (1916, 187) los “socorros que concede el Montepío a sus asociados”:

“a) Una pensión en caso de jubilación de los maestros ancianos y pobres a razón de 5 reales diarios.

b) Otra para las viudas de los asociados de 5 reales por día.

c) Otra para los hijos huérfanos de estos, de 4 reales, hasta los 20 años.

d) Una dote de 50 ducados para las hijas de aquellos que se casen o profesen.

e) Un socorro a los asociados, enfermos pobres, por 20 días y 4 de convalecencia, a razón de 15 u 8 reales diarios, según los casos.

f) Otro a los presos de 8 reales por día.

g) Otro en caso de defunción, de 130 reales para entierro y 150 para lutos, más los gastos que ocasione el viático y las misas.

En el Reglamento de Escuelas de Primeras Letras de 26 de diciembre de 1791, se indicaría en su art. 29:

“… Cuando los achaques de algún profesor benemérito le imposibilitasen de poder soportar el grave peso de la enseñanza, y se hallare sin embargo apto para desempeñar otro empleo menos penoso, será recomendado a la superioridad para que se le coloque en algún destino proporcionado a sus servicios y circunstancias. La Academia contribuirá por su parte y las provinciales por la suya, valiéndose de los recursos y auxilios que les proporcionen su zelo (sic) y facultades, a la jubilación de los maestros muy ancianos, o que hayan contraído (sic) algunos males que les impidan absolutamente el poder trabajar…”

Lorenzo Luzuriaga, op. c. pp. 303, 304.

43- En 1857, según V. Vives, (1974), las ciudades españolas que tendrían más de 40000 habitantes serían nueve: Madrid, 281.170; Barcelona, 178.625; Sevilla, 122.139; Valencia, 106.435; Cádiz, 63.513; Granada, 63.113; Zaragoza, 58. 978; P. de Mallorca, 42.910; Valladolid, 41. 913.

Según información reseñada por Artola (1974, 67) en la misma fecha de 1857, el 75,4% de la población española, viviría en medios ruralizados menores de 5.603 habitantes, que constituiría la población de Soria, considerada como la frontera entre lo rural y lo urbano.

44- La “Monografía”, formaría parte del tomo II de la “Teoría General de la Urbanización y aplicación de sus principios y doctrinas a la Reforma y ensanche de Barcelona”, impreso en Madrid, Imprenta Española, en 1867.

Dicho tomo II, llevaría como subtítulo, “La urbanización considerada como un hecho concreto. Estadística urbana de Barcelona”.

La confección de las tablas estadísticas recogería datos a partir de 1852 (algunos de 1848 y 49) hasta 1865, siendo el año de 1856, la data de mayor frecuencia, manejada por Cerdá.

45-

46- Niñas ocupadas en las perfumerías. – Personal. Total 10. Tiempo. Perdido por fiestas 62, por enfermedad 3; por crisis 18; por imprevistos 13; son días 96; Útil 269. –Precio. Neto: el de 12 reales semanales. – Se ocupan estas niñas en hacer pastillas de jabón y en llenar botellas de objetos de perfumería.

47- La lectura de la “Monografía”, como de la obra que la contiene, “La Teoría General de la Urbanización”, de Ildefonso Cerdá, nos adelanta una sensibilidad etnográfica sobre la ciudad cercana a la diseñada por los grandes maestros de Chicago: Robert E. Park, Everett Hughes, Burgess, Warner, Goffman, etc. Una ciudad entendida como “organismo social” articulando ecológicamente, espacios, oficios, profesiones, imaginarios y comportamientos. En cierto modo el ingeniero Cerdá, actuando a la vez como urbanista, etnógrafo y sociólogo, estaría siendo un “antecesor” de la heterogénea y multidisciplinar gavilla de profesores de Chicago, mezcla de antropólogos, psicólogos sociales, periodistas y sociólogos.

48- En 1772, Lavoisier (1743-1794) denominó como oxígeno y ázoe a los dos gases que componían el aire a partir de los experimentos de Priestley y Rutherford. El ázoe se conocería más tarde como nitrógeno.

En la primera mitad del XIX, el fisiólogo francés François Magendie (1783-1855) desarrolló -entre otras- su teoría de la materia azoada (nitrogenada), como uno de los componentes esenciales de la nutrición humana.

En el tomo I de la traducción castellana del Tratado de Higiene Pública y Privada de Michel Lévy (Madrid, 1877, 691) leemos:

“… La materia nitrogenada constituye la trama de la organización; constituye también la parte asimilable de los alimentos. Para que el hombre se desenvuelva y subsista, es necesario por lo tanto que tome diariamente del mundo exterior una proporción de materia nitrogenada igual á la que cada día de existencia le quita. Si no hay nada que pueda impedir al hombre adulto el gastar en 24 horas de 400 a 500 grs. de materias nitrogenadas frescas o próximamente 100 a 125 grs. de materias secas nitrogenadas, lo que equivale a 16 grs. de nitrógeno, forzoso es restituírselo por la alimentación, puesto que está demostrado que no fija en su cuerpo el nitrógeno atmosférico (…) Magendie ha demostrado el primero que la existencia de materia nitrogenada en los alimentos es la condición esencial de su facultad nutritiva…”

49- La dieta marcada por Cerdá se movería en una línea similar a las señaladas por los higienistas de la época para el consumo en las grandes capitales europeas, salvo en lo que se refiere a la leche que sería un producto casi desconocido en el consumo cotidiano de la población adulta española.

M. Lévy. op. c. p. 571

Si utilizásemos como referencia colectivos sometidos a un gran desgaste energético como pueden ser tropas en campaña, tendríamos datos referidos al ejército francés (1860) cuya tabla de raciones diarias sería: Galleta: 735 grs.; Carne f resca: 300 grs.; Legumbres: 60 grs.; Vino: 0,250 Lts.

La dieta del ejército británico durante la guerra de Crimea (1854-1856) presentaría una proporción de carne superior:

Pan: 680 grs.; Carne: 483 grs.; Legumbres: 56 grs.; Café o té: 0,280 Lts. (Referencia en M. Lévy op. c. p. 789.

En los liceos de París (1850) se establece una dieta mínima de carne (Tardieu, 1885, 79, 87) para alumnos y profesores consistente en 140 grs. al día para los alumnos mayores, 120 para los medianos, 100 grs. para los pequeños, y 200 grs. para los maestros.

50- Casi un cuarto de siglo más tarde, el secretario de la Sociedad Española de Higiene, el Dr. Parada y Santín, coincidiría en líneas generales con los cálculos de Cerdá, señalando la imposibilidad -en este caso de un trabajador madrileño- pudiese reparar sus fuerzas sin un consumo de alimentos que como mínimo suponga un gasto de entre 1,70 y 1,50 pesetas por persona y día. Con menos de esa cantidad, añadiría, se arruinaría fisiológicamente la especie “creando generaciones de escasas condiciones de vitalidad y de nulo vigor físico y aumentando horrorosamente el contingente dado a la mortalidad prematura y a la tuberculosis, la anemia, la escrófula, la depauperización de la raza”.

Referencia en Juan José Morato. El Socialista 8 de diciembre de 1899.

Contenido también en Bahamonde y Toro (1978, 256) y en Jorge Molero- Mesa (2001, 35)

Abundando en el artículo del Socialista, se hace también referencia a un estudio de Rodríguez Mourelo (le tenemos aún sin ubicar) de 1883, enormemente interesante, sobre carga de trabajo, alimentación y necesidades energético nutritivas del obrero madrileña.

Mourelo considera la dieta promedio de un albañil madrileño de la época, en un día de trabajo, formada por:

Pues bien, esta dieta mínima (Mourelo no hace referencia al vino, la sal o el aceite) supone para el trabajador un aporte nutritivo (los análisis se realizaron en la Facultad de Ciencias de Madrid) de 727, 674 de Carbono, Oxígeno e Hidrógeno, y 20,738 grs. de Nitrógeno. Descontando las cantidades derivadas de la simple reposición biológica, 300 grs de carbono y 15 de nitrógeno (si recordamos Cerdá hablaba de 20 grs. de ázoe), nos quedarían para la actividad bio/ergonómica únicamente 427,674 grs. de carbono y 5,738 de nitrógeno; lo que supondría únicamente una capacidad energética por hora trabajada de 2,77 kilográmetros, infinitamente pequeña (levantar una carga de 2,77 Kg. un metro de altura).

Para una supervivencia exclusivamente biofísica, el cálculo final que haría Morato en El Socialista, sería de 3,25 pts. como listón mínimo de “lo estrictamente necesario para la vida animal”, que ampliándola para conseguir “el equilibrio necesario para la vida en medianas condiciones de salud” se elevaría a 5 pts. (referencia completa en Bahamonde y Toro, 1978, 258).

51- En lo que se refiere a las condiciones higiénicas y de habitabilidad, de los espacios ocupados por el maestro. Tardieu, apuntaría, en la segunda edición de su “Dictionaire” (1862) lo siguiente:

“…Toda escuela que cuente cuatro o más clases deberá comprender: un retrete para el director; una sala de espera para los parientes proporcionada a la importancia de la escuela; una habitación que pueda servir de vestuario y de refectorio para los profesores.

Habitación del director. El institutor-director será el solo funcionario que deberá habitar en las escuelas. Sus habitaciones serán: comedor, tres piezas, dos de las cuales tendrán chimenea; cocina, excusado y cueva.

La superficie total de estas habitaciones será de 100 a 120 metros.

Habitación del institutor. Todas las escuelas de una clase comprenderán la habitación para el institutor y será: cocina, dos o tres piezas, una chimenea, excusado y cueva.

Habitaciones de los maestros auxiliares -Estos tendrán su habitación en las escuelas, y se compondrá de una pieza con chimenea y un retrete.

A. Tardieu. Diccionario de Higiene Pública y Salubridad, Imp. De F. Morato, Madrid,1885, V, vol.pág.127

52- Junto a estas condiciones materiales, funcionaría la potente acción formadora y moduladora de la personalidad y del oficio del maestro, representada por las Escuelas Normales del moderantismo (no satisfactorias posteriormente para los ultraconservadores de los últimos años de estos gobiernos) que según la opinión de Miguel Ángel Pereyra (Historia de la Educación en España y América, vol. 3, 1994, pp. 173 y ss.):

“… Se basó, sobre todo, en formar a gentes de adoctrinamiento, guardianes de la buena moralidad, alentadores del nacionalismo y promotores de la estabilidad -y no de la movilidad social- más que en formar unos educadores genuinamente competentes, garantía del futuro intelectual y cultural de unos ciudadanos realmente libres y solidarios …”

Para nosotros esta cultura pedagógica/misionera del moderantismo español, que posiblemente fue la del todo el liberalismo posterior a 1840, con el paréntesis Oróvio- Catalina, supuso una verdadera “mascara de hierro” para el maestro, que no le quedaría más solución que la sublimación de sus carencias con la idealización de una vida profesional “inocente y sencilla”, que según nos sigue recordando lúcidamente Pereyra (remitiéndose a un párrafo de Mariano Calderera, apóstol pedagógico del moderantismo), consiga “el contento interior más bien que los intereses materiales (…) adornado de las disposiciones necesarias para el magisterio y estando prevenido contra las tentaciones de la veleidad y la inconstancia, …”

53- Esta situación sería en realidad todavía más penosa para los maestros de las “escuelas incompletas” cuyo salario sería fijado por el Gobernador previa consulta con el Ayuntamiento respectivo (art. 193 de la Ley Moyano).

Alrededor de 1880, según Ignacio Martín Jiménez (1999, 10) todavía el 70,11% de los maestros españoles cobraría salarios inferiores a las 625 Pts., y el 26,81% tendrían salarios por debajo de las 250 Pts.

Según Federico Sanz (1980, 252) el porcentaje de escuelas incompletas en 1860 sería del 43%, descendiendo en 1870 al 36%, proporción que se mantuvo hasta 1900.

54- “…Art. 2º.- En su consecuencia la instrucción en las Universidades, Colegios, Seminarios y Escuelas públicas o privadas de cualquier clase, será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica; y a éste fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fé y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas … “

“Art. 3º.- Tampoco se pondrá impedimento alguno a dichos prelados ni a los demás sagrados ministros en el ejercicio de sus funciones, ni los molestará nadie bajo ningún pretexto en cuanto se refiere al cumplimiento de los deberes de su cargo (…). S.M. y su real gobierno dispensarán así mismo su poderoso patrocinio y apoyo a los obispos en los casos que le pidan, principalmente cuando hayan de oponerse a la malignidad de los hombres que intenten pervertir los ánimos de los fieles y corromper las costumbres, o cuando hubiesen de impedirse la publicación, introducción o circulación de libros malos o nocivos …”.

Referencia en Bases documentales de la España Contemporánea, Tomo 2º, Madrid, 1971, 265

55- “… Art. 295.- Las autoridades civiles y académicas cuidarán, bajo su más estrecha responsabilidad, de que ni en los Establecimientos públicos de enseñanza ni en los privados se ponga impedimento alguno a los RR. Obispos y demás prelados diocesanos, encargados por su ministerio de velar por la pureza de la doctrina, de la Fe y de las costumbres y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo.”

Art. 296.- Cuando un Prelado diocesano advierta que en los libros de texto o en las explicaciones de los Profesores se emitan doctrinas perjudiciales a la buena educación religiosa de la juventud, dará cuenta al Gobierno …”

Colección legislativa de España, Tomo LXXIII, p. 303

56- Como muestra de esta renovada operación de acoso y derribo de la escuela liberal (a pesar de su conservadurismo) por parte del integrismo español, Federico Sanz Díaz op. c. pag.

244, 267 recupera el siguiente fragmento, de un artículo de Ortí y Lara en “El Pensamiento Español” titulado “Las cinco llagas de la enseñanza pública”.

“… La ley establece el funesto principio de la enseñanza, y por consiguiente de la educación obligatoria de la infancia en las escuelas de instrucción primaria. Pero, ¿a quién encomienda esta especie de sacerdocio? A los maestros formados en las escuelas Normales… De esas Escuelas han salido… apóstoles de la idea, enemigos de toda autoridad, menospreciadores del culto divino, con el corazón ulcerado contra la sociedad que no honra en ellos bastante la ciencia que los hincha, y en suma, corruptores de la niñez …”

57- Literalmente como gerundio del verbo “to mob”, se referiría a la acción de “atropellar”, o “acosar”. No obstante, tendríamos que ser prudentes y reflexionar sobre la utilización que en general se está haciendo de dicho término, que como otros constructos psicosociales sobre los que ya nos hemos pronunciado -el burnout y estrés- suelen tender a enmascarar su verdadero alcance y sentido.

El mobing como atropello de la libertad y de la dignidad de un trabajador o trabajadora, no debería –existiendo–, que darse en sus aspectos individualizados, de jefes hacia los empleados o de presiones y atropellos psicológicos entre compañeros de trabajo, sino intentar contemplarlos desde una lectura contextualizadora, que nos haga comprender estas agresiones desde las contradicciones, tensionamientos y miserias de las condiciones de trabajo, entendiendo sobre todo estas últimas, desde los escenarios socioeconómicos y políticos como organizadores del contexto real de la vida laboral.

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