LUGARES DEL CUERPO – CAPÍTULO 2
II.-COMENZANDO
A menudo, los sociólogos, a pesar de movernos siempre en terrenos que se suelen escapar continuamente de la canonizada seguridad de otros saberes, tenemos alguna ventaja que, precisamente nace de esa peculiar flexibilidad de la mirada sociológica que nos permite modificar – si queremos y nos dejan – la perspectiva de la misma. Y, eso, es lo que vamos a intentar con estas digresiones. Mirar al hospital desde el cuerpo como sujeto y, desde el espacio sociopolítico como locus de sustentación estructurante y referencial del objeto de reflexión; el cuerpo, más, ese particular lugar en el que, se busca y, en general, se encuentra, si no, la salud en su significación integral, a lo menos, su mejora y su relativa recuperación. Sin embargo, esta mirada sobre el cuerpo, intentaría contener una especial dirección de manera que, más allá, de lo médico/clínico e incluso de lo antropológico[1], se relacionaría con el cuerpo como herramienta y sustento integral del trabajo de hombres y mujeres; del trabajo como significante basal para la supervivencia y la vida de las gentes. En suma, una sociología del cuerpo, desde su raíz sociobiológica como fundamento nuclear de su existencia/supervivencia, en su particular modo de existir en la biosfera que, por otra parte, intente ampliar o rectificar el excesivo/reduccionismo iatrocentrista desde el que, hasta hace pocas décadas se habría visualizado el cuerpo desde enfoques excesivamente médicos, de tal manera que, la historia del cuerpo humano habría estado continuamente “amortizada” por la historia de una anatomía de superficie, mediante la mirada macroscópica del médico[2]. Posiblemente y, desde la mirada de algunos sociólogos, en nuestra sociedad líquida/posmoderna de relativaciones e inseguridades, puede que no nos quede – por ahora -,otra realidad “presencial “más contundente que la del cuerpo; y, eso, quizá para una ahora corto, en el que, insistentemente, estén llamando a la puerta nuevas formas de desbiologizar/liquidar el cuerpo de las gentes, mediante las diversas/pretensiones de las nanociencias; desde las médicas a las sociopolíticas y morales como la neurosociología, la neuroética o las neuropolíticas, sin caer en la cuenta, que los reduccionismos, cuando se escapan a la física, e intentan manejar y proyectarse a lo humano, desvirtuando el atomismo de Demócrito[3] no solamente se estrellan, sino, lo que es más pernicioso, desmenuzan la propia humanización/socialización de lo biológico de tal manera, que si atomizamos el cuerpo, de alguna manera estaríamos al mismo tiempo, des/socializándolo; convirtiéndolo en un espectro, en una quimera; en suma, “liquidando” la democracia del ”nosotros “para sustituirla por la democracia “líquida” del cibercapital
Es más, una sociología del hospital, aun reposando sobre el cuerpo y presentando pertinentes entroncamientos con el saber médico, supone para nosotros algo que, teniendo sus referencias y articulación en el programa general de la sociología de la medicina trabaja y deriva, sobre una estructura significante que, en principio, va más allá de la medicina y los médicos dependiendo, de la estructura socioeconómica y política de la sociedad en un espacio concreto que, es en general, el de la productividad de/en la ciudad, aunque hayan existido relevantes y emblemáticos lugares ruralizados a su vez, también productivos en los que, históricamente existieron hospitales, como los monásticos de la antigüedad tardía, los medievales, los itinerantes de las legiones romanas, los militares en el sitio de Granada o los Lazaretos. De cualquier manera, , el hospital en sentido estricto, desde la Modernidad, será cosa de la ciudad – y desde ella, de la res/pública –, al igual, que, la construcción histórica, de las necesidades de supervivencia, control y productividad de la economía de esos espacios concretos. Diciendo ésto, en román paladino y, recordando la Alicia de Carroll (1865) no queremos decir otra cosa que, esos intereses serán, en definitiva, los de los que mandan en la ciudad o, en la república. Por supuesto, que los médicos y la medicina tienen algo que ver en el asunto; no se puede entender la aparición de las grandes instalaciones y complejos hospitalarios de los últimos siglos sin tener en cuenta el nacimiento de la clínica moderna, como espacio preferencial, para el despliegue no solamente de la mirada médica, sino para la investigación y la enseñanza de los saberes médicos pero esencialmente y sobre todo, para la particular manera de mirar de las sociologías – o de algunos sociólogos -, el hospital, sin olvidar su relación con la medicina-,es y supone, una construcción social en la que además, presenta una estrecha relación con los estatus biopolíticos del cuerpo de tal manera, que en esa construcción sociopolítica del hospital está presente la construcción de las significaciones del cuerpo de las gentes en recorridos que van a ir, desde su consideración como esclavo, siervo, súbdito o ciudadano. Probablemente la gran apuesta del hospital actual, sea la de definirse claramente entre la consideración del cuerpo de las gentes como “paciente” o como “ciudadano” y, por supuesto, desmontando la falacia posmoderna del “cliente “a modo de maquillaje semántico/marketiniano sobre el que se camuflan intereses muy distintos a los de la cura. En este sentido, intentar una sociología decente del hospital, puede ser otra vez más, una reflexión incómoda y provocativa sobre lo que supone exigir y ser, ciudadano en la salud y en la enfermedad.
Un panorama general, en el que la medicina y el médico, aún a pesar de su posición en cierta medida tangencial, y, junto a sus justificadísimos derechos como trabajador y ciudadano tiene también sus deberes y responsabilidades materializadas y constatadas a lo largo de la historia social. Posiblemente desde siempre, pero en España, y, sobre todo, a partir del siglo XIX, entre escoger un hacer complaciente con los intereses del capital y el poder político o los de la ciudadanía. Aquí, como en todas las esferas de la vida social, nadie es inocente ni inmaculado.
Aunque mantengamos este especial protagonismo de la ciudad y de la arquitectura del poder sobre los lugares de la cura y pensemos que la presencia médica sería tan solo funcional, puede que precisamente esa consideración de que los espacios sanitarios se haga desde la consideración de sus usuarios como ciudadanos y no, como pacientes puede que ayude a entender el papel y el estatus de los profesionales de la medicina e, incluso, de todo lo que supone el sistema general de la cura, desde la propia cultura y saber médico hasta la industria del medicamento y las nuevas ingenierías de la salud. Entender al llamado paciente, al cuerpo de las gentes desde los derechos de la ciudadanía sería también entender y atender los derechos del médico no solamente como exigencia ante el ejercicio de cualquier oficio, sino como circunstancia ineludible para que la persona sea tratada como ciudadano. Algo que debería constituir, engarzar y cerrar el sistema de coberturas de la salud en una sociedad democrática moderna de tal manera que, considerando a la gente como ciudadanos, se está también considerando al médico al enfermero/ra y los demás oficios sanitarios de apoyo, como ciudadanos.
Posiblemente, parte de la historia de la medicina en lo que supone de materialización de un oficio y de un estatus en el sistema de división del trabajo se pueda entender mejor al considerar que, desde que existe ese tejido de tensionamientos y convivencias al que llamamos sociedad, el médico habría organizado su menester práctico desde dos espacios, el privado o el público. Unos aposentados en la “taberne medicae” urbana o el campamento legionario;, otros, en la mansión del poderoso o el lecho del que lo pueda costear; en suma, bajo las beatitudes sociales del “honorario” o bien, desde su posición de trabajador asalariado por el Estado como servidor público y por lo tanto, indirectamente de un determinado modelo ciudadano más o menos “completado”; de manera, que vayamos teniendo claro, que en toda sociedad que aspire a una verdadera consolidación de una democracia decente, – y, sin duda, generalizando -, existirían a lo menos, cuatro corporaciones/colectivos profesionales de cuya apuesta por uno u otro camino; el del clientelismo o la ciudadanía, colgaría esa decencia: la judicatura, la seguridad, la educación y la medicina. De las miserias o virtudes de esos polvos y sementeras, vendrán los lodos y las satisfacciones o insatisfacciones de una convivencia aceptablemente soportable o imposiblemente tolerable
Volviendo al hilo conductor de nuestro relato probablemente, las sociologías del cuerpo que se ocupan de su relación con el espacio y la salud a pesar, de la especial significación que puedan desprender los escritos de Laín Entralgo (Historia Clínica, 1950) Goffman (Internados, 1961) Foucault, (El nacimiento de la clínica,1963) o George Rosen (De la policía médica a la medicina social, 1974)[4] no habrían profundizado lo suficiente en la peculiar relación cuerpo/trabajo/coberturas de salud, que, para nosotros pueda representar el hospital o cualquier espacio que, haya o servido de amparo, protección o curación de las gentes aunque, en las últimas décadas y siguiendo el magisterio del profesor López Piñero (1933-2010) y García Ballester (1936-2000) se habrían desarrollado novedosas investigaciones por la saga de jóvenes historiadores[5] españoles de la medicina que, nos van ofreciendo valiosísimas lecturas de las relaciones entre salud, recorridos espaciales y sociedad. En una dirección cercana se situarían los trabajos de especialistas[6] en historia social, relacionando el hospital con el espacio de la ciudad europea y bizantina desde el tiempo bajomedieval. El general, lecturas con un fuerte protagonismo de especialistas en historia medieval y moderna, en donde posiblemente los sociólogos no estén teniendo una participación destacada.
Relación, que de una u otra manera, se habría ido formulándose en lo que tiene de preámbulo del hospital moderno, a partir del bajomedievo fronteriza con el Renacimiento y que, se va institucionando con los grandes hospitales “del nacimiento de la clínica” como espacios para ver, curar, enseñar e investigar, en los finales del setecientos; precisamente, en el tiempo en el que un novedoso modelo de trabajo, el fabril/industrial se iría lentamente desarrollando.
Hasta entonces, el hospital, pasaría por dos concepciones de la cura. La inaugural de carácter mágico religioso de la mano de sacerdotes-sanadores a partir de los templos/santuarios griegos (los Asklepeia) con su primer asentamiento en Epidauro y posteriormente “racionalizado” en Crotona, Cos y Cnido, siendo reproducido en Roma bajo la protección de la familia de dioses romanos de la salud, con Esculapio a la cabeza. Los primeros, formando parte del modelo de espacio mágico, absolutamente tutelado por los dioses y en donde, la empiria como arte más o menos sustentado por diseños científicos – al modo de la época – no existía, aunque si, una compleja y, posiblemente de ascendencia egipcia, cultura médica asentada sobre rituales mágico/curativos que probablemente, venían siendo arrastrados desde los principios del neolítico o quizá mucho antes,[7] y, que a pesar de su carácter mágico/religioso fueron verdaderos lugares destinados a la cura del cuerpo y, en donde a través de las primeras culturas urbanas del neolítico africano, esta empiria chamánica/sacerdotal pasaría de la caverna/choza tribal a la ciudades del creciente-fértil mesopotámico y egipcio, consiguiendo un cierto anclaje espacial mágico/pre/para/científico, donde probablemente junto a la práctica curativa, existió una determinada estrategia de formación a modo de academia médica en la que quizá, se formaron los primeros médicos hipocráticos con su continuidad en el espacio del templo sanatorio de la Grecia arcaica para desembocar en el “iatreión” de la polis de la Hélade clásica, a partir del siglo V.

El modelo posterior de espacio asistencial romano bizantino (xenodoxium) del siglo III d.C., iría recogiendo este carácter curativo del templo/hospital grecorromano (siglo III a. C.) pero a la vez, acompañado de un progresivo misticismo cristiano sostenido en la caridad[8] que, determinaría cambios sustanciales a partir de la incrustación del espiritualismo cristiano/patrístico en la arquitectura política cristiana/romana con la creación del modelo nosocomial monástico (pacomiano, agustino, benito o episcopal) que, a diferencia del grecorromano/bizantino, va a ser fundamentalmente un lugar“salvífico” más que, curativo; siendo esencialmente un “hospedare,” un espacio para almacenar/resguardar cuerpos pobres o peregrinos[9], desposeídos del trabajo como dispositivo humano/básico para la existencia o, sencillamente lugares para esperar decentemente la muerte y en donde lo específicamente terapéutico/curativo presentaría una posición lateral y, además, siempre supeditada a la cura del alma.[10] El armazón estructurante de este singular espacio sería lo religioso/espiritual, bajo la protección ya no, de Esculapio, sino, de Jesucristo con sus vírgenes y santos. El médico, o profesional sanitario especializado de modelo greco/romano y laico desaparecería para dar paso al sacerdote o fraile médico con saberes curativos adquiridos mediante las traducciones de autores clásicos y árabes. Precisamente la medicina “racional” o desembarazada de la magia, representada por el Corpus Hippocraticum (siglos V-IV a. C.) se realiza básicamente – antes del valeturiam militar y el xenodoxium -, fuera de los espacios semihospitalarios presididos por los dioses, siendo el “lecho” – el “kleenex” de los griegos – el primer espacio de la clínica como lugar, en el que, por primera vez, aparece la mirada, el tacto, el olfato y la palabra del experto, del médico. Posiblemente el médico hipocrático[11], sería un médico de cuerpos de “nobles caballeros” y en general, de gentes no sometidas a los quebrantos del trabajo, alejados de los sinsabores y pobrezas que Hesíodo relatase en sus “Trabajos y días” aunque, posteriormente en Grecia como más tarde en Roma, este primer territorio doméstico del médico – desde el lecho hasta su propia casa -, pudiese encontrar espacios civiles de alguna manera “institucionales” en la medida en que serían promocionados y controlados por la administración municipal a modo de las anteriores “tabernas” romanas o simplemente contratadas por la ciudad especialmente, en situaciones excepcionales como consecuencia de alguna pestilencia. De cualquier manera, parece que el lecho, la casa/taller del médico y, algunos espacios urbanos, más los claramente estatales (ejército, marina, gladiadores) estuvieron relacionados con una medicina más o menos técnica y con el nacimiento de una mirada clínica antes, de la clínica de la modernidad europea.
La herencia de esta primera cultura médica helénica la recibirá Roma a partir de finales del siglo III a.C. con las guerras macedónicas finalizadas en el siglo I, con el edicto de Augusto (año 27) declarando toda Grecia como provincia romana (la Acaya romana) que, junto al decreto de Julio Cesar (46 a.C.) permitiendo la ciudadanía a los médicos extranjeros libertos, consolidaría la presencia de una gran mayoría de médicos griegos[12] en todas las ciudades del Imperio de tal manera, que podemos decir que a partir del siglo I, se puede hablar de tres escenarios de actuación y presencia del médico más o menos institucionalizados que irán rompiendo, el deambular de estos primeros sanadores profesionalizados y formados con una cierta sistemática artesanal o incluso médico/mágica. El del lecho/kleenex para quien lo pudiese costear, que mayoritariamente será el de las familias patricias. El segundo, de carácter administrativo y determinado por la evolución de las ciudades del Imperio – y por supuesto Roma -, sometidas a una gran presión inmigratoria necesitada de estrategias de salubridad pública, que formaliza por parte del Imperio y de las Curias municipales múltiples medidas de policía sanitaria junto con la contratación de médicos civiles o “archiatrus”[13] al que se les adjudica un espacio concreto de trabajo, las “taberne medicae” subvencionadas por el municipio[14]. Dentro de este apartado se podían incluir gimnasios y baños públicos. Un tercer escenario de carácter totalmente estatal, consistente en hospitales o enfermerías, colocados en lugares singulares que nos gusta denominar como “espacios laterales de reproducción del poder” para las legiones, los gladiadores y barcos de guerra. Los dedicados a las legiones, los “valetudinaria” primero itinerantes y más tarde fijos, con médicos militares estables (medicus ordinarius) y estatus de oficiales con el rango de centuriones. Estos valetudinarios como modelo médico/espacial, paradójicamente, serviría siglos más tarde – bajomedievo -, para la aparición del hospital civil de la modernidad europea, en donde el médico hispano/latino, va encontrado su aposento institucional y en donde, a pesar del potente fleco salvífico altomedieval del hospital monástico, se va constituyendo una verdadera medicina del cuerpo.
Lo más reseñable de todo este recorrido residiría en la robustez con que, durante casi tres mil años, ese poso mágico/religioso, a pesar del esfuerzo laico/científico – a modo de la filosofía natural griega -, de los hipocráticos, y la posterior escuela laico/civil -, de Salerno, Montpellier y Toledo, pervivirá tozudamente, de una u otra manera, hasta nuestros días, aunque, lo mágico/eclesial haya sido sustituido por la recuperación del “Espectro de Demócrito”[15] desde los siglos XVII y XVIII.
Acontecimientos para algunos sociólogos, teñido de una penetrante robustez significante, como inacabado intento de someter la salud de las gentes a imperativos hegemónicos y fundamentalistas, ya sean asentados, sobre los designios celestiales o las forzadas evidencias del laboratorio penetrado por una suerte de santificación laico/científica que, en la actualidad, estarían penetrando en toda la semántica del cuerpo, desde la clínica médica hasta la comportamental, emborronando incluso – en nuestra opinión -, el campo de la psicología social y la sociología[16] desde las neurociencias y muy especialmente con la sacramentada neurosociología y las neuroéticas. En suma, algo siempre tensionado y paradójico, como reflejo de la complejidad de la vida humana con su evolución en claro/oscuro y que, machaconamente habría servido para el constante repique de interesadas derivas biopolíticas de control acomodadas, a las diferentes economías reproductivas hayan sido, las asentadas sobre la salvación, las de las economías modernas de la producción o las actuales del mercado globalizado convirtiendo, como nos recordaba el siempre lúcido – pero también desesperantemente críptico -, Walter Benjamin (1921) al capitalismo, en una nueva religión global/universal.[17]
Un modelo que sí, hasta Roma es mágico, va a convertirse desde el altomedievo, con la romanización institucional del cristianismo, en una clínica teológica del alma con una deriva biosocial organizada a través de la caridad atravesando, y dejando un potentísimo cementado sobre el control del cuerpo del pópulo minuto que, en países como España – y quizá Italia o Portugal – abundaría en un potente poso/pozo eclesial/católico, atrapando el proceso de laicización hospitalaria del XIX, bloqueando hasta casi el tiempo del tardofranquismo, los intentos de modernización médico/asistencial y, en donde ralentizadamante, la enfermera profesional iría desplazando a la “monja/caritativa “y, al “altar totémico”, junto, a los obligados “rosarios “ y demás rituales/exorcismos, trentino/imperiales, que se fueron desvaneciendo lentamente de la vida hospitalaria hasta desaparecer totalmente, en la cercanísima década de los ochenta de la anterior centuria.
[1] En relación con la antropología de la medicina y la sociología, observamos continuamente ciertos solapamientos y, sobre todo, confusiones. En cierta medida hablar de antropología médica constituye ya, de por sí, una cierta redundancia. Pero el asunto de fondo – a lo menos para nosotros -, reside en que la antropología descansa sobre un espacio etnológico y cultural desde una perspectiva explicativa más o menos sincrónica mientras que la sociología, es una mirada transversal, diacrónica que parte para algunos sociólogos de la consideración del cuerpo y la enfermedad como construcción social, atravesando todo el campo etnocultural de manera que lo cultural no determina la enfermedad por sí, solo, sino en el engarce con todo un sistema complejo en donde lo cultural es a su vez una entidad construida socialmente.
[2] Vide: Reflexiones inspiradas en el prólogo que el profesor Antonio Carreras Panchón realiza al libro de María José Ruíz Somavilla, El cuerpo limpio, Universidad de Málaga, 1993
[3]O, lo que nunca pretendió, según el luminoso criterio de Pedro de la Llosa en “El espectro de Demócrito, Barcelona, Ed., del Serbal, 2000.
[4] Realmente, tengo que confesar, que mis libros de cabecera para entender un poco de sociología de la medicina y de la enfermedad, no se los debo a ningún sociólogo reconocido, sino a estos cuatro autores y muy especialmente a la magistral tarea histórica de Pedro Laín-Entralgo. No obstante, Simmel, para nosotros el inaugurador de la microsociología antes de Chicago, tiene un escrito “El pobre” (1908) que nos puede ayudar a comprender la significante relación entre el espacio y la construcción social de la pobreza y de alguna manera, la relación entre hospital, marginación y enfermedad.
[5] Entre otros: Agustín Rubio, Carmel Ferragut o Mercedes Gallent
[6] Entre los españoles habría que destacar la figura de Teresa Hughet-Termes y en el panorama internacional al historiador británico Peregrine Horden y el norteamericano Timothy Miller.
[7] Existen testimonios arqueológicos de shamanes y brujos que pudieron desarrollar prácticas sanitaristas en fechas del paleolítico superior hace unos 25.000 años como los representados en diversas pinturas rupestres. Dentro de estos testimonios citaremos uno de los más recientes consistente en una pintura antropomorfa de un brujo ejecutando con toda seguridad la polifuncional y ancestral “danza de la lluvia” en la cueva pirenaica de Les Trois Fréres.
Vide: Jacinto Lardivar, Univ. De Murcia, 2004; Abel F. Martínez, 2019; Brian Fagan, 2010.
[8] Posiblemente como apuntase Timothy Miller (1997) el primer espacio institucional en donde el médico inauguraba su protagonismo curativo (anotado por Tersa Huguet, 2014, 16) aunque quizá, olvidándose del “iatreión” griego y de la posterior “taberne medicae” romana y del “valetoduriam”de las legiones
[9] En una sociedad premercantilista y sin ciudad, estructurada por lo religioso y el poder feudal y, continuamente azotado/amenazado por hambrunas y pestes, como sería la del altomedievo el viaje y el viajero, presentaba una simbólica motivacional, en donde se entrelazaban componentes de supervivencia, sufrimiento, peligrosidad y expiación. En general un viaje teológico/salvífico en un panorama de gran precariedad existencial, frente, al viaje comercial y/o educacional, que se iría desarrollando en los inicios del bajomedievo y que se consolida en el Renacimiento. Acontecimiento en donde, el cuerpo del viajero será un cuerpo endeble y fragilizado en el que se puede inscribir toda la semántica sufriente de la mística patrística articulando la economía de la salvación, la corporeidad sufriente del mesías cristiano y la caridad, de tal manera, que proteger y cuidar al peregrino, serían tarea obligada/santificada de los santuarios monásticos como una peculiar pseudo/reconstrucción del santuario asclepiadeo o del xenodoquium romano/bizantino. Un panorama de gran interés para el sociólogo de las mentalidades y en donde la idea del viaje o camino cargado de connotaciones de expiación hacia la vida eterna, hacia una salvación/curación en el encuentro místico con la divinidad o los santos, como reconstrucción del camino -las estaciones de penitencia de Jesús – hace del cuerpo de las clases populares, objeto preferencial de toda la economía medieval como instrumento y sujeto de todo tipo de prácticas biosociales y, además, con una notable influencia en las posteriores estrategias biopolíticas de la modernidad y, que posiblemente, puedan estar presentes/representadas/reproducidas actualmente, en el cuerpo del inmigrante.
[10] Que, por otra parte, como sucedería con Montecassino, no fueron impedimento para desarrollar verdaderas escuelas de sanación, con sacerdotes o frailes médicos impregnados de las culturas sanitaristas egipcias, hebreas y griegas a través de sus bibliotecas y traducciones.
[11] Realmente, el médico hipocrático es dentro de la larga cultura griega un producto relativamente moderno cuyo saber y empiria, se iría separando de las artes y oficios generales de la polis arcaica, muy tardíamente. Desde los curanderos/artesanos de la guerra de Troya (siglo XII a.C.) narrados por Homero en la Ilíada (Pollak,1969) hasta los primeros “iatrós” de Cos, siglo V, transcurren más de setecientos años. Probablemente, este traspaso del curandero/artesano al médico hipocrático estuvo relacionado con el recorrido de la ciudad y de la propia sociedad griega en general, pasando de la polis monárquica a la polis de la democracia ateniense, con significaciones diferentes hacia el cuerpo. Un cuerpo sin habla, un cuerpo para la guerra, a un cuerpo para la palabra. Un cuerpo cuyos quebrantos son mirados desde el designio de los dioses o, un cuerpo, leído desde los nuevos enfoques de la filosofía natural, diseñados desde el siglo VI por los “físicos” de Mileto. El médico hipocrático será inicialmente alguien sin hogar, expulsado del templo, del espacio dominado por Asclepio y su amplia familia de demiurgos especializados. Un instruido titiritero o rapsoda que tiene que viajar constantemente de ciudad en ciudad con su “báculo de Asclepio” (la vara con la serpiente) a modo de emblema de su oficio. Solamente encontraría su espacio, cuando tuvo dispensarios propios abiertos en la mayoría de las ciudades de la Helade consistentes en una especie de talleres médicos o “iatreión” y cuando eran contratados por las ciudades/estado como médicos militares o de gimnasios junto a médicos comunitarios elegidos por asambleas populares especialmente con ocasión de azotes epidémicos. Testimonios históricos nos hablan ya, en el siglo VIII ane de médicos en las legiones espartanas, En la famosa expedición/retirada de Jenofonte, parece que había ocho médicos militares.
Vide: Kurt Pollak, Los discípulos de Hipócrates, Barcelona, Plaza & Janés, 1969, pp., pp., 131 y ss.
[12] No solamente de la escuela hipocrática, sino también alejandrina o de las escuelas de Pérgamo, Éfeso o Esmirna
[13] Denominación que, en nuestra opinión, con toda seguridad proviene del nombre de un “medici” hipocrático, Archagátos, del siglo III ane, que parece fue unos de los primeros en instalarse en Roma. Vide: Juan Francisco Rodríguez Neila, Los médicos oficiales de las ciudades romanas, Universidad de Córdoba, 1977.
[14] Según, nuestras averiguaciones, parece que se trataría de espacios bastantes amplios y polivalentes. Tenemos constancia de dos recintos o casas de médicos de las que se conservan patentes testimonios arqueológicos, como ejemplo, en la antigua ciudad romana de Ercavica en la actual Cañaveruelas (Cuenca) posiblemente de principios del siglo III ane., popularmente conocida como la “casa del médico” y otro en la ciudad italiana de Rimini (en la Emilia-Romaña) llamada “casa del cirujano”
[15] Como referencia y homenaje al amigo, y maestro inolvidable, Pedro de la Llosa (el camarada Jesús en la clandestinidad antifranquista)
[16] Vide. Rafael de Francisco, Cuerpos desmenuzados, en vías de publicación.
[17] Aspecto que contemplaremos con un cierto detenimiento en infra, pp., 108 y ss.